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Insomne

en Amor filial

I N S O M N E

Adormecimiento

Otra noche sin dormir, otra puta noche. Y van cuatro seguidas. Ya ni siquiera me pongo el pijama, ni lo intento. Las dos horas, como mucho, que dormiré, que me pillen haciendo algo. Viendo una serie, leyendo, escribiendo, navegando por internet. Todo empezó cuando murió mi hermano. Él nos dejó y yo dejé a mis padres y a mi hermana. Me alejé de todo irremediablemente.

Y aquí sigo, perdido, solo. Solo y perdido. Él siempre fue el valiente, yo no era más que el influenciable. Dijo mi padre en el funeral: “este muchacho tenía los cojones tan grandes que de pequeño teníamos que ponerle doble pañal, tan grandes que no sé cómo podía andar”.

Y aquí sigo, contando los días para que se me termine el paro, dispuesto a aceptar el primer trabajo de mierda y contar los días para volver a tener paro. Tres cientos sesenta días de trabajo, ciento veinte de vacaciones pagadas. El bucle del perdedor.

Y aquí sigo, incapaz de mantener una relación medianamente normal con nadie. Vacío. Subsistiendo, que no viviendo. Respirando, por pura inercia. Empleando mi bálsamo diario, un exclusivo preparado de VPM, videojuegos – porno – masturbación.

Y aquí sigo…

Pero todo esto cambió en un momento. Recibí un mail, un mail y un mensaje de texto en el móvil. Ha sido lo primero que me ha interesado en meses, quizás en años.

MAIL: Le esperamos en media hora.

TELÉFONO: 40°24′40″N 3°40′57″O

¿Quiénes eran? ¿Cómo sabían mi número de teléfono? Llevo tiempo navegando por la Deep Web, desesperado en busca de alguna emoción. Tiempo entrando en sitios desaconsejables. Días sin dormir. No recuerdo nada. ¿Qué hice ayer? Solo sabía una cosa, el que no tiene nada, nada tiene que perder.

Me vestí a toda prisa, abandonando por un momento mi habitual estado en ropa interior, y fui directo al coche. Puse aquellas coordenadas y dejé que la molesta voz del GPS me guiase. Aparqué donde pude, en las afueras del Retiro, y seguí mi camino guiado por el móvil. El parque estaba cerrado. Obvio. Había puesto el cronómetro, me quedaban siete minutos.

¿Cuál es la multa por entrar en un parque cerrado por la noche?

Me importaba poco, seguí por uno de los laterales y, en cuanto vi una zona accesible, miré a mi alrededor y entré. La subida del muro fue más plácida que la bajada, mi rodilla me recordaría eso durante horas. Anduve por el solitario parque, oscuro y silencioso, siguiendo las últimas indicaciones. Llegué hasta una fuente y allí me esperaba un tipo, de aspecto anticuado, con sombrero y bastón.

—Buenas noches, señor Román.

—Hola.

—¿Sabe quién soy?

—Ni la más remota idea.

—Bien. Estoy aquí porque usted lleva tiempo buscándonos.

Puse cara de desconcierto. Me fijé en la empuñadura del bastón, era un lobo. La mano del hombrecillo estaba cubierta de anillos. El tipo debería tener más de sesenta años.

—No recuerdo haber rellenado ninguna suscripción.

Rio.

—No somos esa clase de sociedad. Dígame, ¿había estado alguna vez aquí?

—¿En el retiro? Claro, soy madrileño.

—No, no en el parque, en esta fuente.

Miré la estatua que presidía nuestro encuentro y me encogí de hombros.

—Es la fuente del Ángel Caído, de Ricardo Bellver. Se erige justo a seiscientos sesenta y seis metros sobre el nivel del mar, solo hay cuatro estatuas como esta en el mundo. Aquí en Madrid, En Turín, en Quito y la última en La Habana.

—¿Qué me quiere decir con todo esto? ¿Heil Hitler, soy satanista? Mire, soy demasiado mayor para andar con libros malditos haciendo caldos de huesos humanos, si es eso lo que busca de mí.

El hombre cambió el semblante, más serio.

—Cuanta incultura junta. Escúcheme Salvador, yo no busco nada de usted. Es usted quien nos busca. He venido a darle una oportunidad.

—Una oportunidad, ¿para qué?

—Una oportunidad para dejar de sufrir. Para dejar de ser una oveja y convertirse en un lobo. Para que sus días no pasen en vano.

Me causó gracia su discurso trasnochado. Nos acabábamos de conocer y ya había cometido un delito saltando el muro del parque. Hurgué dentro de mi bolsillo y saqué un cigarrillo. Lo sostuve con la boca. Hacía años que no fumaba, pero al contrario que la mayoría, tener tabaco cerca me relajaba, mitigaba mis ganas de recaer.

—Suena interesante. ¿Qué necesita? ¿Mi dinero? ¿Mi sangre? ¿Fotos mías en tanga?

—Tu compromiso —respondió cada vez más serio.

—¿A través de mi dinero, de mi sangre o de fotos eróticas?

El hombrecillo sacudió la cabeza y empezó a andar, alejándose. Lo observé durante un minuto hasta que me decidí a seguirle.

—Vale, vale, ya lo pillo. Los lobos no tienen sentido del humor. ¿Qué necesita de mí?

—Simplemente, que estés dispuesto a quitarte la venda de los ojos. Estaré en contacto, señor Román. Buenas noches.

No recuerdo por donde se fue, pero sí que salir me resultó mucho más difícil que entrar.

Ligero

Si no dormía como norma general las emociones de la última noche no fueron, precisamente, una ayuda. Conseguí conciliar el sueño ya de día, aprovechando las escasas horas de descanso para soñar con mi hermano. Mi hermano, el fuerte. El deportista y echado para adelante. El valiente que una enfermedad lo consumió en escasos tres meses, comiéndoselo por dentro, pudriendo su carne y contaminando su sangre.

Puto cáncer.

Si el demonio existe, seguro que se llama tumor. Revisé el mail mientras me tomaba un café y allí estaba de nuevo, un correo del extraño grupo:

Societas Erit <SocietasErit@Lupus.org>

RV: Iniciación

Estimado candidato, nos alegra saber que llevas tiempo buscándonos. Estamos ansiosos de que abandones el mundo profano y te integres en nuestro grupo. Aquí nunca te faltará de nada, todo cobrará sentido. Pero para que podamos confiar en ti, necesitamos que nos cuentes algo. Un secreto. Algo oscuro, vergonzoso y que nadie sepa. Solo tienes una oportunidad.

Atentamente,

Pascal

Un secreto, sucio, vergonzoso…Vergonzosos, qué duda cabe, se me ocurren varios. Mi vida había sido tan vacía que ni siquiera tenía secretos. Y mucho menos oscuros. No podía basar mi relato en algo cierto, pero me incomodaba mucho mentirles. Me proponían un juego, o me retiraba o lo jugaba según sus reglas. Decidí contarles una fantasía:

Cuando tenía quince años, hará unos nueve años, me obsesioné con mi hermana. Todos los adolescentes tienen fantasías, pero lo mío iba mucho más allá. Era una obsesión. Ella me saca tres años y, obviamente, siempre fue el referente femenino deseable más cercano que tuve. Dicen que el parentesco ofrece una barrera natural para evitar estos casos, pero esa barrera es derribada, fácilmente, por las hormonas juveniles. Llegué a espiarla, revolver entre su ropa íntima o masturbarme pensando en ella. Adelgacé e incluso mis fantasías se volvieron más oscuras. Llegó un punto en el que me planteé, seriamente, meterle mano. Mientras dormía, estando en la ducha, daba igual. Sabía que aquello sería el final de mi existencia, pero pareció incluso, durante algunas semanas, que estaba dispuesto a pagar el precio. Finalmente deseché aquella abominable idea, probablemente más por cobardía que por moral. Un año después no quedaba ni rastro de aquella obsesión, y todo volvió a la normalidad.

---Enviar---

Ya estaba hecho, confesado mi mayor secreto. A medida que lo redactaba me di cuenta de que sí, realmente era oscuro, por mucho que nunca llegara a suceder. Era algo realmente despreciable que vivió en mi cabeza durante semanas. Me terminé el café y me eché un rato, relajado como hacía tiempo que no estaba.

Me desperté por la tarde noche, había dormido siete horas seguidas. No me lo podía creer. Tenía energía, casi ganas de sonreír. Quizás estuve demasiado agotado durante demasiado tiempo, o puede que aquel mail catártico hubiese tenido algo de curativo. Miré la nevera y la encontré vacía, como siempre, así que salí a la calle en busca de una sopa con demasiado cilantro del restaurante vietnamita que había cerca de casa. Saliendo de la puerta del edificio me puse un cigarrillo en los labios y un tipo, alto y con una larga coleta, me pidió fuego.

—Lo siento, amigo, no tengo.

Él me miró el cigarro, dudando de mi respuesta. Yo hice una mueca.

—Es largo de explicar, me los pongo en la boca, pero no los enciendo.

—¿Le importe que ande con usted? —me preguntó amablemente.

—Eh, bueno… —respondí sorprendido.

Por un momento pensé que quería atracarme, y viendo su complexión, desde luego podía hacerlo. Luego me di cuenta de que la calle era demasiado transitada para intentar algo así.

—¿A dónde se dirige?

—Al Nem Nem, a comprar algo de comida para llevar.

—Ya entiendo, buena elección, señor Román.

Maldito sea, estaba claro que el tipo no había aparecido en mi calle para pedirme fuego. Esa manera de llamarme, supuse enseguida que se trataba de un esbirro del tipo del bastón, o del tal Pascal, si es que no eran la misma persona.

—Ya me extrañaba —fue lo único que dije.

—No se preocupe, usted es un futuro hermano, es sagrado.

—Yo ya tuve un hermano —contesté al tiempo que mi cigarrillo caía al suelo.

Seguimos andando, en silencio, hasta que volvió a intervenir:

—Nos ha gustado su historia. Es buena, pero no pasó.

—No me digas...

—Mire, seguro que tiene muchas preguntas camufladas entre su cinismo, solo le puedo decir que está a un solo paso de conseguir la vida que cualquier persona querría tener.

—Eso suena a una mezcla de secta y vendedor de pisos en Torrevieja.

—¿Tiene algo mejor que hacer?

Eso dolió, por certero.

—¿Qué debo hacer ahora?

—Convertir su sueño en realidad, tiene dos días.

—¿Mi sueño?

—Quiso estar con su hermana, ¿no? Es momento de que lo haga.

—Jajaja, ¿queréis que la viole?

—Queremos que esté con ella, la manera es cosa suya.

—Sois una panda de enfermos, supongo que es una coña.

—Tiene dos días, Salvador. Ni uno más. Lo sabremos. No intente engañarnos, nosotros lo vemos todo.

No me dio tiempo a réplica, me dejó aquella macabra idea en la cabeza y se marchó por una de las estrechas calles.

Tenía dos días…

Transición

Amanecí dentro del coche, no sabía cuántas horas había conducido. Tampoco el momento en el que decidí hacerme a un lado y descansar. Me dolía todo el cuerpo y mi boca estaba pastosa. Me puse un cigarrillo en los labios, agarré unas viejas cerillas de la guantera y le prendí fuego. ¿Qué era lo peor que podía pasarme? ¿Morir de cáncer? Agarré el móvil, y no sé muy bien por qué, ni para qué, pero marqué el número.

Un tono, dos tonos, tres tonos…

—¿Sí, quién es?

—Ana —dije en un hilo de voz.

—¿Sí? ¿Salvador? ¿Eres tú?

—Sí, soy yo, veo que no conservas ni mi número.

—¡No seas tonto! Me cambié el móvil, estaba harta de estos aparatejos que lo saben todo de ti. Ahora tengo uno de estos retros sin internet ni nada, ¿sabes? Pero no pude conservar la agenda, la voy pasando manualmente.

—Ya…

—Si llamaras más… —me dijo.

No le faltaba razón. Desde que murió nuestro hermano me había distanciado mucho. Solo nos veíamos en celebraciones ineludibles y llamaba, cada dos meses más o menos, por puro compromiso. Con mis padres era aún peor.

—Ana, estaba pensando en hacerte una visita.

—¡¡¿¿No me digas??!! —exclamó realmente contenta—. ¿Te vienes unos días a conocer mi finca al fin?

Después de nuestra pérdida todos lo llevamos a nuestra manera. Mi madre se encerró entre misas y curas, mi padre pasaba el tiempo viendo viejos westerns como un autómata y Ana se compró una casa rústica en un pueblo de la sierra, cambiando junto a su novio completamente de estilo de vida. Luego estaba yo, que decidí no hacer nada.

—Eso es, Ana, y de paso saludo a Álex que hace siglos que no le veo.

—Pues está en la Rioja visitando a sus padres.

Sonreí, pero no sé muy bien por qué. Mi involuntario acto me aterró.

—¿Te parece si vengo hoy mismo?

—Claro hermanito, cuando quieras, de verdad.

—Hasta dentro de unas horas —dije colgando, evitando sus habituales envíos de besos.

Pasé por mi apartamento, me di una larga ducha y, después de hacer una pequeña maleta, me puse en camino. En dos horas llegaba por primera vez a aquella finca de la que Ana tanto hablaba, la que llevaban dos años arreglando poco a poco. Aparqué el coche en un pequeño pinar, salí camino del maletero cuando un traicionero abrazo me sorprendió por detrás.

—Joder Ana, qué susto tía, creí que eras un bandolero de las montañas.

Me apretó con tanta fuerza que casi pierdo el equilibrio.

—Cállate, tonto.

Entramos en aquella casa y rápidamente me sentí en una película de Almodóvar, con las vigas de madera, la decoración pueblerina y el gotelé.

—Hogar, dulce hogar —ironicé.

—¡¿Qué?! ¿Demasiado poco para el marqués? —contestó devolviéndome el sarcasmo.

—Es broma hermanita, yo vivo en una pocilga de cuarenta metros cuadrados, esto es un palacio.

Y era cierto, la casa era rústica pero grande y cuando superabas el shock inicial parecía, realmente, acogedora. Dedicamos un rato a instalarme y enseñarme la casa y terminamos sentados en la mesa del comedor, sirviendo un vino peleón y cortando algo de embutido comprado a la gente de la zona.

—Entonces, ¿eres feliz aquí?

—¿Rodeada de naturaleza, con un novio alucinante, tranquilidad, paz y comida de verdad? ¡No, qué va! —respondió de nuevo tirando de sarcasmo.

Sonreí.

—La verdad es que no parece un mal sitio para vivir. ¿Cómo ganáis dinero?

—Yo voy por la zona vendiendo artesanía y Álex hace chapucillas aquí y allá. Por lo demás, esto no es Madrid, la vida es mucho más barata.

—Es decir, que ahora sois hippies.

—Jajajja, Salva, querido, vete a la mierda.

Su risa tenía algo de curativo. Y era innegable que seguía igual de guapa que siempre, a pesar de su dudoso nuevo look, formado por un peto vaquero y un jersey, pero ni la rural prenda podía disimular un generoso busto y una buena figura. Había recorrido ciento cincuenta kilómetros y lo cierto es que aún no sabía qué hacía allí.

—¿Y mientras no está Álex qué haces? No he visto ni un televisor, ni un ordenador, ni nada.

—Leo, ando, reflexiono, descanso, me baño en la piscina.

—¿Piscina?

—Sí, claro, ¿no te la he enseñado?

Salimos de nuevo al exterior y me mostró la parte del terreno que había al otro lado de la casa, efectivamente había una piscina. O por lo menos se parecía. Era de piedra, antigua, no muy grande y con el agua verde, tanto que no parecía que le hubiese tocado el cloro jamás o se cambiara con demasiada asiduidad.

—¿Esta charca?

—Cállate, envidioso.

—Pero si da asco, además, por la sierra debes poder bañarte qué, ¿tres semanas al año? Menuda rasca hace.

—Ay, mi urbanita hermano, pues no. Me baño todo el año.

—¡¿Todo el año?! ¿Se te han muerto los nervios o qué?

—No hay nada mejor para la piel, me baño en el agua fría y luego me voy a allí —dijo señalando una especie de cabaña rara—. A calentarme. A veces lo hago incluso al revés, no hay nada más relajante.

—¿Qué coño es eso?

—Un inipi.

—¿Un pipi?

—¡Idiota! —me dijo golpeándome el brazo— Un inipi, una cabaña de sudación india, era típica de los lakotas. Es como una sauna, pero más auténtica.

—O más cutre… —añadí en un susurro.

—Tú sí que eres cutre —dijo ella abandonándome y dirigiéndose a la extraña y agreste estructura para volver diez minutos después.

—¿Qué hacías?

—Voy a mostrártelo, hombre de poca fe, a la piscina.

No esperó a la réplica que comenzó a desnudarse, quitándose el peto y mostrando sus piernas desnudas y las bragas de color blanco.

—¿Qué? ¡Pero si yo no llevo bañador, loca!

—Ni falta que te hace —añadió quitándose también el jersey y posteriormente el sujetador y las bragas y lanzándose, completamente desnuda, de cabeza en aquella charca verde.

—¡¡Uuuujúuuuu!! —exclamó al asomar la cabeza sobre las “pantanosas” aguas, está buenísima.

—Loca, eso es lo que estás Ana. ¡¡Loca!! Vas a pillar una neumonía.

—¡¿Quieres parar de refunfuñar por una vez y zambullirte conmigo?!

—Ni de coña vamos, ¡pero si tengo frío vestido y sin bañarme!

—Que te calles ya y lo pruebes —me ordenó braceando alegre entre la verdura.

Finalmente obedecí, no podía ser más peligroso que volver a fumar. Me libré de la ropa, incluso de la ropa interior para no parecer un acojonado, y me lancé en la helada y dudosamente salubre agua.

—¡¡Jodeeer!! ¡¡Está tan fría que duele!!

—Muévete hermanito, muévete, ¡rápido!

—Ya lo hago, ya lo hago, pero esto es horrible —me quejé castañeando los dientes.

—No pares, te prometo que valdrá la pena.

Me moví todo lo que pude, como si mi vida dependiera de ello. Agité brazos, piernas y cabeza. Sentía como si miles de alfileres se clavaran en mi piel hasta que mi hermana dijo saliendo del agua:

—¡Al inipi!

Obedecí sin pensar. Cualquier otro estado tenía que ser mejor que ese. Me reconfortó enseguida notar el contraste del calor del interior de la cabaña gracias a las piedras del centro calentadas al rojo vivo. Desde dentro se veía más grande de lo que imaginaba, teniendo incluso un gran tronco que ejercía de banco. Me acomodé al lado de Ana.

—¿Ves? ¿A que ahora estás mejor?

—Peor imposible, cabrona.

Ella rio.

—Reconoce que sientes tus músculos relajarse como nunca. Esto es vida Salva, te lo juro, y este sitio es mágico. Es bueno para la circulación, el sistema inmune…

—Sí —interrumpí—. Incluso te quita el principio de congelación provocado por una hermana.

—Además, sé que te reirás, aquí siento a Dani. Es como si nunca se hubiera ido, como si me hablara a través del humo.

La observé, sus ojos grandes de color ámbar, difícil color de ver en unos ojos. Hablaban por sí solos. Su pelo, castaño claro, se había oscurecido y apelmazado por el agua, y reposaba sobre su hombro.

—No me río Ana, para nada. Ojalá yo sintiera algo así.

—Lo sentirás —me dijo agarrándome la mano cariñosamente.

Mis ojos la miraron de nuevo, esta vez más hacia abajo, dejando un instante sus rasgos armónicos, su mentón delicado y su sensual cuello para quedarse en sus pechos. Grandes, turgentes. Tan voluminosos que se separaban un poco uno del otro dejándose caer hacia los lados. Con pezones duros como proyectiles regalo del frío pasado anteriormente. Parecía mentira que mi hermana pudiera tener un busto así y conservar la cintura de avispa, era casi antinatural. Cruzaba sus torneadas piernas estratégicamente, privándome de la visión de su entrepierna.

—Ojalá tengas razón —le dije en el preciso instante que mi miembro tuvo un espasmo.

Fui yo quien cruzó las piernas ahora, abochornado. Aflorando sentimientos enterrados años atrás. No supe si despertados por aquel maldito mail o por la visión de Ana tan…natural. Maldije aquel principio de erección. Por suerte, ella me soltó la mano, se puso en pie y dándome la espalda abandonó la cabaña diciendo:

—Cuando estés listo te espero en casa con una toalla.

El resto de la tarde fue igual de agradable. Nos contamos la vida, charlamos, reímos. Anocheciendo le ayudé a preparar una ensalada y una tortilla de patatas que serían nuestra cena. La degustamos cerca de la chimenea, hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien.

—Hoy hay que ir a dormir pronto, mañana te tengo una sorpresa —dijo ella.

—Qué miedo me das, Anita.

—No te preocupes, no te dolerá ni pasarás frío.

—Bueno, te ayudo a recoger.

Mientras mi hermana fregaba los platos me entretuve barriendo a conciencia el salón, me había advertido de una posible invasión de hormigas si no lo hacía. Por lo visto, las hormigas de la sierra no distinguían entre estaciones, así que me esforcé al máximo. Entré en la cocina con la escoba y el recogedor y allí seguía, sacándole brillo a la vajilla. Tan sencilla como sexy, descalza sobre el frío suelo y vestida solo con un pantaloncito de pijama y una camiseta de tirantes. Me quedé obnubilado mirándole el trasero, respingón, firme, deseable. Se movía al son de las sacudidas mientras fregaba, como en una danza exótica. Parte del pantalón se adentraba, más de lo deseado por ella, en la raja que separaba sus nalgas. De nuevo sentí mi miembro crecer dentro del pantalón.

 Dejé el recogedor y la escoba en una esquina y me acerqué en silencio por detrás, hipnotizado. Ante mí aquellos glúteos tentándome, las preciosas piernas y sus hombros descubiertos. Pensé en agarrarle el culo, con fuerza, aunque solo fuera una vez. Pero no tuve el valor. Mis dedos, sin embargo, ganaron posiciones hasta llegar a su espalda y dejaron caer uno de sus tirantes sobre el brazo. Ella dio un pequeño respingo, se puso de nuevo bien el top y me dijo:

—Joder Salva, qué susto me has dado.

—Te lo debía por el de esta mañana —disimulé.

Mientras aclaraba el último plato me fijaba en su pecho de perfil, obscenamente aprisionado debajo de la fina tela de la camiseta. Mi falo pidió a gritos salir, mis manos manosear y mis labios morder, pero me contuve.

—Pues esto ya está, me voy a la cama, guapo —me dijo dándome un beso en la mejilla.

—Buenas noches, Ana.

Delta

Sobre las siete de la mañana irrumpió en mi cuarto, me tiró algo encima y me dijo:

—Vamos, perezoso, ponte esto y a desayunar.

Había dormido bien, con tanto cansancio acumulado y en aquel sitio que era todo un remanso de paz. Por lo menos cinco horas seguidas. Me di cuenta enseguida de que mi falo se había despertado antes que yo, nada que no pudiera resolver una buena meada. Reparé entonces en lo que me había lanzado mi hermano, parecía ropa de excursionista, de esa ajustada y térmica. En el suelo vi que incluso había unas botas estilo chirucas. Después de ir al baño y acicalarme un poco me la puse. Supuse que era del novio, Álex, y me deprimió ver que tanto ropa como calzado me iban perfectamente, ya que siempre lo había considerado un alfeñique.

Desayunando le dije:

—Una excursión, ¿no? ¿Esa es la sorpresa?

—Cada día eres más agudo, hermanito —ironizó sonriendo y dándole un buen mordisco a su tostada—. Te gustará, te lo prometo.

—¿Qué me llevo además de esta ropa tan Prêt-à-porter?

—Una botella de agua y un palo bastón, del resto me ocupo yo.

Al rato nos pusimos en marcha, entre árboles y senderos, maleza y pequeños animalitos. Ella llevaba un ritmo alto que me costaba seguir, así que decidí no sacar el tabaco. Llegamos hasta un primer mirador y me enseñó la montaña en todo su esplendor.

—¿Qué te parece, eh? No me digas que no es maravilloso.

—Son buenas vistas, sí.

—Es mucho más que eso Salva, esto es la vida, la esencia, de dónde venimos, lo que somos.

Reflexioné un poco sobre aquellas palabras tan new age antes de contestar:

—Lo que somos es lo que hacemos.

—¿Tú crees? Yo creo que somos de dónde venimos. Las vivencias nos marcan, pero no nos definen. Solo tenemos que encontrarnos a nosotros mismos, pero eso en la ciudad es imposible. Hay dos tipos de personas, los que se dan cuenta de eso y los que no.

—No Ana, hay dos tipos de personas. Los borregos y los lobos, los líderes y los súbditos, los valientes y los cobardes, los vencedores y los perdedores, así es el mundo.

De nuevo me fijé en ella, con la mochila momentáneamente en el suelo junto a su bastón, vestida con aquella ropa térmica tan ajustada me recordaba a una Lara Croft de película pornográfica.

—Si todos pensaran como tú, hermanito, el mundo iría muy mal.

—El mundo funcionó así miles de años y la Tierra estaba mejor que ahora. Pura supervivencia.

—Te equivocas, Salva, se hicieron clanes, se pusieron leyes y el mundo prosperó.

—Prosperó con las leyes, y luego se estancó por el buenismo. Y convirtió al noventa y nueve por ciento de la población en débil.

Ella me miró, entre sorprendida e indignada, antes de seguir discutiendo.

—Tú no eras así eh. Me niego a pensar que lo dices de verdad. Es normal que estés sufriendo, pero ni Schopenhauer era tan nihilista.

—Porque era un pesimista sin oficio ni beneficio, yo te hablo de todo lo contrario. De supervivencia pura.

—No hermanito, me hablas de anarco-capitalismo, de ultra-liberalismo, si sigues pronto empezarás con la raza a este paso.

Enfadada aún me parecía más sensual, más deseable.

—No tiene nada que ver ni con raza ni con sexo, solo de saber qué rol tiene cada persona. De ser libre si tu poder te lo permite. De querer ser un lobo, de luchar por la vida en vez de esperar que te lo solucione todo un estado ineficaz. Tú, por ejemplo, en un mundo normal no podrías jugar a ser Heidi y vivir tan tranquila, estarías en una granja de reproducción satisfaciendo a los demás, ni más ni menos.

Me di cuenta de que me había pasado con tan solo terminar la frase. Ella hizo cara de asqueo, recogió sus cosas del suelo y emprendió de nuevo la marcha en el más riguroso silencio. Los siguientes kilómetros fueron duros, por el ritmo y por la situación. Por un momento pensé que me dejaría en medio de la naturaleza para probar mi propia medicina y que me devorarán los buitres. Pero al rato mi aflicción se reconfortó con las vistas. No de los paisajes ni de los pájaros, sino de sus trabajadas nalgas, embutidas dentro de aquellos leggins de montaña, avanzando a toda máquina a escasos centímetros de mí. Como dos bielas bien engrasadas moviéndose hacia adelante y hacia atrás para que avance la locomotora.

Me volví a excitar. A pesar de andar rápido, por un terreno difícil. Incluso después de la tensa situación, me volví a excitar. Hasta el punto de parecer que caminaba con tres piernas en vez de dos.

Finalmente, entre el cansancio y la incomodidad de mi entrepierna me dejé caer sobre las hojas, vencido:

—Vale, vale. ¡Vale Ana! Perdóname joder, pero no puedo más, no me castigues más por favor —dije entre suspiros.

Ella se dio la vuelta y vino en mi encuentro.

—¿Qué te pasa?

—Joder, pues que estoy agotado. Que yo no estoy acostumbrado a eso, tía.

Se sentó a mi lado sobre una piedra, hurgó entre su mochila y sacó una barra energética, ofreciéndomela.

—¿Me perdonas? —pregunté después de zamparme aquel asqueroso sucedáneo de chocolate con fruición.

Ella me miró con ojos comprensivos.

—Si no es que te tenga que perdonar, es que me apena que pienses así. Tú eras alegre. Sé que hemos pasado por algo terrible, pero nos tenemos el uno al otro, y no has dejado que te ayude en ningún momento. Y a mí misma me habría venido bien tu hombro en el que llorar en algunos momentos.

—Lo sé. Pero yo nunca fui alegre. Nunca fui la persona que querías que fuera, que querían que fuera papá y mamá.

—¿Pero de qué hablas?

—Vamos Ana, todos sabemos que el espabilado de la familia era Dani. Yo solo era su fiel escudero.

—Erais muy distintos, ni mejor ni peor el uno que el otro.

—Basta, de verdad. Todos le admirábamos, yo solo he sido una decepción.

Mi hermana dejó su piedra y se sentó a mi lado, muy cerca. Me cogió la mano con dulzura otra vez y siguió hablando:

—No sabes lo que dices, pequeño. Yo te amé desde el primer día que te vi. Sí, Daniel era fuerte, divertido, valiente, y tú eras sensible, artístico, inteligente. Tu alma era pura como la de nadie.

Me imaginé a mi hermana hablando de la pureza de mi alma si me llega a descubrir, siete años atrás, masturbándome como un mono con uno de sus tangas en la mano. Me miró fijamente a los ojos, sus ojos color miel contra mis vulgares ojos marrones. Sus rasgos angelicales frente a mi huesuda cara con ojeras. No apartó la mirada y yo me lancé, lancé mis agrietados labios contra su boca. Rozándolos antes de que se apartara.

—¿Pero qué haces? —se quejó con una mueca de asco.

—Ana…yo…

Ella estaba asombrada, se notaba que hacía un esfuerzo para no levantarse inmediatamente.

—¿Qué te pasa, tío?

—Perdona, joder, perdona. Duermo muy poco…será eso.

—Joder Salva…

—Ha sido la situación, no sé qué me ha pasado.

—Bueno, bueno. Bueno, vale —decía mientras reflexionaba—. No pasa nada, ha sido una chorrada, ¿verdad?

—Supongo —respondí.

Ella acercó su cara aún más, desencajada.

—Salvador, supongo, ¿cómo que supongo? Pónmelo fácil eh, que es lo más rarito que me ha pasado en la vida, joder.

—Es que la vida no es fácil Ana —repliqué—. Y la verdad duele. Antes te ha dolido que te diga cómo es en realidad el mundo y ahora te duele esto. ¡Pues esto es lo que hay! ¡¿Vale?!

—¡¿De qué hablas?!

—¡¡Me gustas!! ¡¿Vale?! Sí, es así. Me pones, siempre ha sido así. ¿Tan tonta eres que no te diste cuenta cómo te miraba cuando era crío? ¿Cómo entraba en el baño con cualquier excusa si sabía que estabas a ver si te pillaba en ropa interior?

Me dio una bofetada. Floja, pero sincera. Ella misma pareció asustarse justo después y se puso la mano en la boca. El gesto servía tanto para mi confesión como para su acto agresivo.

—Que me pegues no cambia nada.

—Salva, estás loco… —dijo sin separar su mano de la boca.

—Sí, loco por ti. Siempre has sido la única capaz de aliviar mi dolor.

Le agarré su mano y se la retiré con cuidado, su cara era de profundo asombro. De no retorno. Volví a besarla, esta vez aprovechando el segundo de desconcierto para incluso intentar meterle la lengua.

—¡¡¿¿Qué haces??!! —volvió a decir mientras me empujaba, apartándome.

—Lo que tendría que haber hecho hace mucho tiempo —dije abalanzándome sobre ella.

Forcejeamos unos segundos, pero mi cuerpo cada vez se acoplaba mejor encima del suyo. Mientras le agarraba las muñecas restregaba mi entrepierna por sus muslos. Estaba realmente excitado.

—¡¡Suelta!! ¡¡Para!! ¡¡¡Suéltame joder!!!

—¡No voy a soltarte Ana! ¡¡Te juro que no lo haré!!

Seguimos peleando, era más fuerte de lo que pensaba. Conseguí meterme entre sus piernas, presionando mi bulto contra su sexo, frotándolo.

—Mira como me pones Ana, ¡solo tú me haces sentir esto!

Conseguí agarrarle ambas muñecas con la misma mano y aproveché la mano libre para sobarle los pechos por encima de la ropa patosamente.

—Eres un ángel, mi ángel.

—¡¡Suéltame imbécil!! —insistió ella mientras luchaba.

Intenté entonces bajarle los leggins, pero estaban muy ajustados y se movía demasiado.

—Vamos, joder, ¡vamos!

Sin darme cuenta, mi hermana había conseguido soltar uno de sus brazos, alcanzó como pudo el bastón de madera y me golpeó la cabeza con todas sus fuerzas.

—¡¡¡Apártate loco de mierda!!!

Se me nubló la vista, llevé dos dedos a la herida y pude ver que esta sangraba. Alcé la cabeza y observé como Ana huía por un sendero estrecho y empinado hacia abajo. La perseguí. Me sacaba ventaja, era más ágil y estaba menos aturdida, además de que me caí un par de veces rodando por la maleza. Cuando llegué hasta una pequeña explanada, ya no la veía.

—¡¡Ana!! ¡¡¿Dónde estás?!! ¡Sin comida ni agua no llegarás muy lejos y lo sabes!

Estaba exhausto. Apenas podía gritar sin ahogarme. Mi cabeza seguía sangrando, pero no parecía grave. Miré en todas direcciones, esperando ver un arbusto que se moviera o una sombra detrás de un árbol, pero solo oía a los insufribles pájaros. Decidí cambiar el tono:

—Ana, por favor. No me encuentro bien, creo que estoy perdiendo mucha sangre. No sé qué me ha pasado, no recuerdo nada. El médico me dio unas pastillas muy fuertes para el insomnio, creo que estoy perdiendo la cabeza.

Esperé a que aquellas palabras le hicieran dudar, pero no oí nada que no fuera la naturaleza y seguí:

—De verdad Ana, tengo náuseas, necesito un médico, sé que me estás oyendo.

Nada.

—Hermanita por favor, ¡¿qué te he hecho yo?! ¡No recuerdo nada! ¡¿Te he ofendido?!

Al ver que el plan no funcionaba por muy cándida que fuera mi hermana, volví a cambiar el tono.

—¡Anitaaa! ¡Sé que puedes oírrrmeeee! ¡Sabes que no llegarás muy lejos! ¡¡Verdad!! ¡¿Y sabes por qué?! Porque eres una oveja. Una idealista bobalicona capaz de creerse cualquier milonga. Y yooo…¡¡Yo soy el puto lobo feroz!! Te encontraré, ¡¿me oyes?! ¡¡¡Te encontraré y te follaré de mil maneras distintas, perra!!!

Algo de lo dicho hizo su efecto, porque pude ver perfectamente como aparecía de entre los árboles arrancaba de nuevo la marcha y corría bosque a través. La perseguí, esta vez sin aturdimiento. La adrenalina movía mis piernas como si estuvieran insufladas por la mejor gasolina, saltando ramas y piedras hábilmente.

—Anitaaaaa, ya te tengooooooo.

Reducía la distancia con ella gracias a que se giraba de vez en cuando para controlarme, asustada y desesperada. De repente vi que derrapaba al encontrarse con un pequeño riachuelo, hecho que aproveché yo para frenar chocando contra ella.

—¡¡Mía!!

Rodamos y nos mojamos en el río, pero pudo ser peor. Ella intentó volver a huir, pero conseguí agarrarle del tobillo y hacerla caer de nuevo. Me arrojé encima y mientras mis manos manoseaban su cuerpo le dije:

—¿Por dónde íbamos, hermanita?

Ella volvió a defenderse como pudo, pero estaba extenuada. Sin embargo, yo me sentía con fuerzas, así que seguí metiéndole mano, sobándole los pechos, magreándole el culo y frotándole la entrepierna.

—Qué buena que estás Anita, seguro que Álex y tú os lo habéis montado más de una vez en plan rupestre, ¿a que sí?

—Para…para… —dijo en un hilo de voz, casi como si estuviera narcotizada.

Volví a colocar el bulto de mi pantalón contra su sexo, separados solo por la ropa de ambos, restregándolo.

—¿Lo notas esta vez? Es por ti. Toda la vida he querido hacer esto.

—Para por favor…Salva…para…¿por qué?

—¡¿Por qué?! Es que no has entendido nada, joder. ¡Porque puedo, por eso hermanita, porque puedo!

Ella estaba vencida, apenas forcejeaba un poco por inercia, pero ambos sabíamos que ya no podía más. Seguí disfrutando de su cuerpo hasta que me decidí a sacarle, con mucha dificultad, el jersey térmico. Fue peor que quitarle una camisa de fuerza a un mono. Más fácil lo tuve con la camiseta interior y el sujetador, liberando de nuevo aquellos impresionantes melones que tantas veces me habían mantenido en vela solo pensando en ellos.

—No te preocupes guapa, yo te mantendré en calor todo el rato.

Agarré las dos sensacionales mamas y las amasé como si fueran la masa de una pizza, disfrutando de cada centímetro y jugueteando con los pezones. Recorriendo las areolas con la yema de mis dedos.

—Eres un pecado Anita, un puto pecado.

Ella ya no se movía en absoluto, se dejaba hacer como si fuera una muñeca hinchable. Las moví de forma circular y las apretujé con todas mis fuerzas, excitado como nunca antes. Le quité entonces las botas y, de nuevo con mucha impedimento, no por ella sino por lo ajustada de la prenda, le quité los leggins. Aquellas piernas, fibrosas y torneadas, con muslos deseables, era lo más bonito que había visto nunca. Me deshice entonces de la ropa interior y pude ver, por fin, su pubis rasurado en forma de pequeño triangulito.

—Mmm, eres increíble, hermanita.

Me bajé los pantalones y el bóxer hasta las rodillas, le abrí a placer las piernas, y coloqué mi erecto y desnudo miembro en su sexo, buscando la madriguera como si fuera un asustadizo conejito. Apreté con el glande sobre su agujero hasta que este fue cediendo poco a poco, dejándose penetrar de una manera deliciosamente complicada.

—¡Mm! ¡¡Mmm!!

El placer era inmenso, sentir mi polla completamente succionada por aquel estrecho conducto, era maravilloso. Seguí moviéndome en su interior hasta que fue cediendo más, poco a poco, consiguiendo empezar con unas acometidas controladas y rítmicas.

—¡¡Mm!! ¡¡¡Mmm!!! ¡¡Ohh!! ¡¡¡Ohhh!!!

Por fin estaba dentro de mi hermana. Mi hermana mayor, la deseada. Subí el ritmo de las embestidas, pudiendo ver como botaban sus espectaculares tetas.

—¡¡Ohh!! ¡¡¡Ohhh!!! Vamos Ana, disfrútalo. Olvida quién soy y disfruta, mmm, síii, ¡síii! Muévete cariño, múevete, ¡¡Ohh!! ¡¡¡Ohhh!!!

Le agarré del culo para acompañar el movimiento, consiguiendo una penetración más profunda y placentera. Ella miraba hacia arriba, hacia ninguna parte, abstraída totalmente de la situación.

—¡¡Ohh!! ¡¡Ohh!! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

Aquel era un acto lascivo, perverso y oscuro. Pero sin duda el más placentero que había tenido. Moví las caderas de manera exagerada para ampliar el placer, sintiendo mi falo recorrer cada rincón de su cueva. Percibí que estaba llegando al fin, y decidí cambiar la postura para descansar unos segundos. Le agarré de las caderas y le di la vuelta con cuidado, la violencia había sido para someterla, pero ahora era completamente innecesaria. Volví a colocar mi bayoneta entre sus partes y la penetré desde esta nueva posición. Al placer lógico de las embestidas se sumó el de la perspectiva, pudiendo ver ahora sus glúteos y su sensual espalda, haciendo rebotar mis testículos contra las nalgas.

—¡¡¡Ohhh síii!!! ¡¡Síii Ana síii!! ¡¡Mmm!! ¡¡¡Mmm!!!

Seguí follándomela sin descanso, agarrándola del as caderas para llegar hasta lo más profundo y soltándolas solo de vez en cuando para manosearle los pechos desde detrás.

—¡¡Mm!! ¡¡¡Mmm!!! ¡¡Ohh!! ¡¡¡Ohhh!!!

Finalmente, sin poder evitarlo, eyaculé en su interior entre fortísimos espasmos, expulsando toda mi leche mientras le apretaba un pecho y empujaba con todo mi ser, alcanzando un potentísimo orgasmo que casi me hace perder el conocimiento.

Cuando conseguí recuperarme, salí de su interior y ella quedó inmóvil, tumbada sobre las hojas. Me vestí, agarré su maltrecha ropa y se la puse por encima a modo de improvisada manta y le dije:

—No cojas frío. Dentro de un rato vístete y vuelve a casa. Te orientas mejor que yo, seguro que sabrás encontrar las provisiones. No te preocupes, nunca más volverás a verme.

Dos horas después, juro que no sé ni cómo, aparecí frente al barranco más profundo que había visto desde que había llegado a la sierra. Abrí una de las cremalleras de mi jersey y saqué el tabaco. Mientras lo encendía pude ver como el cigarrillo se teñía de rojo, era la poca sangre que aún emanaba de mi herida. Entre calada y calada miré el vacío, estaba claro que ese era mi único destino posible.

Un último cigarro, me dije. Sé lo que tengo que hacer. No sentí miedo, casi me pareció una liberación. Terminé de fumar, apagué la colilla cuidadosamente y aguanté la respiración. Estaba a punto de saltar, pero una vibración me quitó de la ensoñación. Era mi móvil, que sonaba desesperado en el otro bolsillo.

Atendí:

—Señor Román, ¿es usted, verdad?

—No.

—¿No? ¿Con quién hablo entonces?

—Con un puto hombre acabado.

—Bueno, bueno, no nos pongamos melodramáticos. A veces algunos hermanos confunden su renacer con su final, no es nuevo. Señor Salvador Román, está usted admitido.

REM