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Carolina sinestésica

en Amor filial

Carolina Sinestésica

Noticia y mudanza

Cuando mi padre anunció que nos mudábamos a las afueras de Madrid creí morir. Una adolescente de dieciocho años, adicta al centro y a los amigos, aislada de repente en el mundo de las urbanizaciones y las zonas ajardinadas. A medida que anunciaba la decisión sentí el sabor metálico en mi boca, el sabor de la tristeza y la frustración. Ninguna de sus explicaciones me sirvieron o me convencieron de que el acto fuera menos egoísta. Aunque estuviéramos solo a cincuenta minutos en tren yo sabía que mi vida daría un vuelco. Que nada volvería a ser como antes.

Ni siquiera la casa, acogedora, grande, tranquila y con jardín y piscina me hicieron cambiar de opinión. Aquello era el fin.

—¡Vamos hija, no es para tanto! —Intentó consolarme mi madre, siempre conciliadora—. El nuevo instituto tiene una reputación excelente, harás amigos enseguida, y los de ahora podrán venir a verte siempre que quieras y tú a ellos. No estamos tan lejos.

Yo observaba con desdén mi nueva y agradable habitación, con una puerta francesa que hacía a la vez de ventana y de salida al jardín.

—Verás como te adaptas rápido —insistió ella acariciándome el pelo mientras yo deshacía la primera maleta.

Sus palabras penetraban en mi mente y se desvanecían estallando como pompas de jabón contra el viento, sin ningún efecto.

—Muy cerca de aquí me han comentado que hay un club de tenis estupendo —contraatacó.

Eso es lo que me esperaba, ardillas, tenis, pajaritos, y una cobertura juguetona que le daba aún más misterio a mis futuras comunicaciones con la civilización.

—¿Vendrá Marcos a ayudarte con las maletas?

Era una buena pregunta. Marcos. ¿Marcos? Mi novio de año y medio. ¿Mi exnovio de año y medio? Nos habíamos despedido como si me mudara a un recóndito lugar de la Antártida. Supongo que un metro y un cercanías eran demasiado para él. Él que me quería tanto. Él que me amaba más que a nada. Marcos y yo. Marcos y Carolina. Quizás Pronto Marcos e Irene o, tan solo, Marcos y ellas. 

—Carol, hija…De verdad, no es para tanto. Le partirás el corazón a tu padre si te ve con esta cara. Sabes que él necesitaba un cambio. La capital lo estaba matando. ¿Alegrarás esa carita tuya? ¿Harás eso por mí?

Miré a mi madre, sentía mi lengua impregnada del sabor del chicle de fresa, el sabor de la capitulación. Me forcé a sonreír.

 

Marcos

En mi portátil sonaba de fondo Tierra, de Xoel López. La canción se separaba en el aire, dividiéndose entre tonos amarillos, marrones y verdes.

—Entonces, no vienes —sentencié intentando terminar con aquella absurda discusión.

—No puedo Carolina, ¿no me escuchas? En ir y volver tardo dos horas, me perdería el entrenamiento —se defendió Marcos.

—Pues eso, que no vienes.

—…(suspiro).

—¿No es esa la conclusión, Marcos?

—Pues sí, pero lo dices como si pasara de ti, y no va de eso, joder.

—No lo digo como si nada, tan solo pongo orden a tus desvaríos. Me has hablado de fútbol, de los colegas, de tu madre y los recados. Me he perdido, ¿entiendes?

—No seas así…

Tierra termina y da paso a Lodo, un cambio realmente apropiado. Una canción marrón oscuro que desprende un humo violáceo. Preciosa. Siento un gusto amargo a medida que se deslizan las notas por el techo, pero quizás es solo por la conversación con Marcos. No tenía más fuerzas para seguir con aquel absurdo diálogo. Era una especie de guerra fría, lenta, dolorosa y previsible. Colgué y apagué el móvil. La puerta francesa estaba entreabierta, con las cortinas parcialmente corridas que dejaban pasar una agradable brisa. La primera en meses después de un julio y agosto especialmente calurosos. Por suerte septiembre había venido con ganas de ponerlo todo en su sitio. Todo y a todos. Me miré en el gran espejo del armario, de cuerpo entero. Vestía solo con un sujetador del color del vino y un pequeño pantalón corto a cuadros blancos y negros. Posé ante mi reflejo, estudiando posibles imperfecciones, kilos de más inadvertidos o defectos. Pero sencillamente estaba igual que siempre. Marcos se lo perdía. O quizás no. Antes habría hecho quinientos kilómetros con tal de charme un polvo, pero las cosas habían cambiado. Las cosas, sí, pero no yo.

Mi trance fue aniquilado por el sopla-hojas del jardinero. El ruido era un estruendo, mi habitación se cubrió de su negro, ahogando los colores y las notas de Xoel López. Deseé que terminara pronto. Seguí observándome en el espejo, agarrándome los pechos y estudiando su tamaño. Eran una talla noventa, Marcos no podía exigirles más. Mi cintura seguía siendo delgada y mi trasero firme. De nuevo, él se lo perdía. El color negro se hizo más intenso anunciando el acercamiento del jardinero. Pude ver a través del espejo un remolino de hojas asustadas y removidas por Javier, que apareció en escena pocos segundos después. Con su vestimenta verde, su gorra del mismo color y unos aparatosos cascos para protegerse del ruido. Aunque despistado pronto se dio cuenta de mi presencia, observándome de reojo a través de la puerta acristalada. Yo tenía el ángulo perfecto para observarlo con disimulo, ajena a ser descubierta. Para él ya era demasiado tarde, desviando la mirada patosamente un par de veces no hizo más que delatarse. Me volví a estrujar los pechos frente al espejo y pude ver como sus ojos se abrían involuntariamente.

Me gustó.

Los lunes y los jueves

Aún faltaban dos semanas para comenzar el curso. Desde que nos habíamos mudado apenas había salido de la casa, tan solo para acompañar a mis padres a hacer la compra y algún pequeño paseo por los alrededores. Podría haber ido a pasar el día a Madrid, con mis antiguos amigos, con Marcos, pero no quise. Degustaba un yogur de piña en la cocina, eran casi las doce. Oía el sabor del lácteo, diminutos sonidos caribeños se arremolinaban cerca de mi tímpano. Las doce menos cinco minutos, lunes. Reciclé el frasco y me fui directa a la habitación. Sabía exactamente los horarios de Javier, el jardinero. Los lunes y los jueves de doce a dos. Siempre empezaba con aquel ensordecedor y molesto sopla hojas y siempre me encontraba en mi habitación, con las cortinas corridas y con provocativos modelitos seduciendo al espejo. Esperaba ser un aliciente para él igual que él lo era para mí.

Llevaba puesto aún el pijama. Rosa, un top corto, por encima del ombligo. Pantalones cortos, cortísimos. Me tumbé sobre la cama, esperándole. Ésta estaba justo en frente de la puerta francesa, no iba a jugar más con el espejo, quería verle la cara directamente. Que mis ojos penetraran los suyos sin artificios. El ruido del soplador me pareció menos negro, gris, incluso azul marino. Probablemente era fruto de la excitación. Javier apareció, como de costumbre, envuelto entre hojas. Su cara se desencajó por la sorpresa al verme y mi respiración se aceleró.

Abrí las piernas y elevé las rodillas como si me hubiera convertido en una parturienta, no dejé de mirarle fijamente en ningún momento. él agitó vagamente el soplador, desconcertado. Subí más aún la camiseta, hasta encontrarme de tope con mis pezones, descubriendo la parte inferior de mis pechos. Sonreí con picardía. Él no apartó la vista, no fue capaz. Adentré con lentitud mi mano dentro del pantalón y comencé a acariciarme, con suavidad, circularmente, rodeando mi clítoris. El jardinero estaba tan ensimismado que incluso apagó el diabólico artilugio y lo depositó en el suelo.

Seguí con las caricias, con los tocamientos. Deslizando mis dedos sobre mi sexo, podía oír notas operísticas con algunos frotamientos. Si la gente pudiera saber cómo soy. Cómo percibo las cosas. Oigo sabores, veo canciones, degusto palabras…Y el sexo. El sexo es como componer y follar a la vez. Un orgasmo sensorial multidisciplinar.  Pero a Javier poco le importaba mi nebulosa sensitiva. Él solo veía a una chica de dieciocho años masturbándose para él.

—Mmm.

Detecté el bulto de su pantalón. Sus dedos fueron a su encuentro y lo frotó como Aladdin lo habría hecho con la lámpara. Me penetré con el meñique mientras mis otros dedos jugueteaban con la almendra sagrada. Estaba caliente, caliente y mojada.

—¡Mmm!

Se acercó más a la cristalera, instintivamente. Yo abrí aún más las piernas en señal de aprobación. El calor era cada vez más intenso, mi cuerpo desprendía una aura anaranjada. Por un momento fantaseé con que él también pudiera verlo. Sofocada, decidí librarme definitivamente del pantalón para seguir con mis caricias sin impedimentos, regalándole la perspectiva de mi sexo parcialmente rasurado. Javier intensificó los tocamientos por encima del pantalón.

—¡Mmm! ¡Mmm!

Me mordisqueé el labio inferior por el placer y mis ojos parpadearon, estaba cerca. Mi cuerpo tenía ganas de contorsionarse y mis dedos ya actuaban por su cuenta, cada vez más intensos.

—¡Ohh! ¡Mmm!

Lo último que vi fue a Javier bajándose la cremallera y me corrí, despegando los riñones del colchón y alcanzando un potente orgasmo. Mi cuerpo tembló entero como una de las inocentes hojas del jardinero. Estaba empapada en sudor, tardé por lo menos dos minutos en recuperar el aliento. Alcé la cabeza y vi que mi invitado ya tenía el miembro en la mano. Me levanté de la cama, mostrándole mi cuerpo por última vez completamente desnudo de cintura para abajo, me acerqué a la puerta y cerré las cortinas. Me volví a excitar imaginándome su cara de frustración. Divagué sobre cuál sería el lugar del jardín que elegiría para derramar su simiente.

Cerezas

Estuve más de tres horas deambulando por los jardines de la zona, con mi réflex y con la ilusión de hacer una buena fotografía. Me conformaba con solo una. No tuve suerte o quizás fue un tema de habilidad. La temperatura era perfecta, la mejor del año. Calor con brisa. Sobre las seis decidí volver a casa y me sorprendió ver el Volvo de mi padre aparcado fuera. Era pronto para que llegara del trabajo, más incluso desde que nos habíamos mudado a casi una hora de su despacho. Entré, dejé la cámara llena de fotos mediocres y  busqué a mis padres con la inocente intención de saludarlos. La cocina estaba vacía, también el salón. Ni rastro en el jardín. Un casi imperceptible sonido me guio hasta su dormitorio. Acercándome a la puerta aminoré el paso hasta moverme casi a hurtadillas. La puerta estaba cerrada pero no lo suficientemente encajada. Pude entreabrirla con tan solo el ligero impulso de mi dedo índice. Los vi.

Los gemidos eran inequívocos, también la imagen. Mi madre estaba apoyada en sus manos y rodillas y mi padre le agarraba fuertemente de las caderas mientras la penetraba. Como perros, ajenos a mi presencia. Me invadió un fortísimo olor a cerezas, tan potente que me pareció increíble que fuera la única que pudiera olerlo. Para mí el sexo olía a cerezas, a kiwi, a vino…

Me descalcé sin saber muy bien la razón y seguí espiándoles por aquella improvisada rendija. Gemidos, cerezas, el repicar de los cuerpos. Me entró un sofoco incontrolable y mis pulmones, por un momento, parecieron tener problemas para funcionar con normalidad. Metí mis manos dentro de la blusa, contorsionándome, y conseguí sacarme el sujetador, arrojándolo enseguida sobre el frío suelo del pasillo. Me invadió el color naranja. No me imaginaba que mi padre pudiera tener un trasero tan firme y, sin darme cuenta, me sorprendí a mí misma acariciándome los pezones por encima de la camisa. La otra mano, poco después, se deslizó hasta mi entrepierna para frotar mis vaqueros. Los pechos de mi madre, generosos, se movían con el vaivén de las embestidas. Sus gemidos eran azules y amarillos, melódicos. Ardía como una cerilla, acompasando ahora mis gemidos a los suyos. Conseguí desabrocharme dos botones del pantalón cuando pude ver como mi padre llegaba al orgasmo, mirando hacia el techo de puro placer. Me alejé como pude de la escena, sin rumbo.

En la cocina me alivió el frío al abrir la nevera y me alegró comprobar que mi madre seguía teniendo la virtud de encontrar cerezas incluso fuera de temporada. Agarré el bol y me acomodé en el sillón de mi padre del salón en una especie de pequeña transgresión. Me quité los vaqueros y los arrojé sobre la alfombra sin dejar de devorar aquellas jugosas cerezas. El zumo resbalaba por mi boca, mi cuello y mi escote. Me abrí la blusa para poder sentir el frío líquido deslizarse por mi cuerpo, que llegaba ya casi hasta la cintura. Abrí las piernas, colocando una en cada posa-brazo del sillón. Engullía las cerezas y escupía los pipos en el suelo, mi cuerpo volvía a ser naranja. De nuevo, una de mis pringosas manos fue hasta mi entrepierna, acariciándome por encima de las braguitas negras. Unos pasos detrás de mí consiguieron que volviera, parcialmente, en mí. Apareció mi padre, con mis bailarinas en una mano, el sujetador en la otra y descubriendo mis vaqueros en el suelo. Era como un niño que había seguido un rastro de migas. Me vio entonces, en su sillón, semidesnuda, sucia y caliente.

—No sabía que estabas en casa —fue lo único que fue capaz de decir.

Yo le miré fijamente, escupiendo una semilla y consiguiendo que mi blusa se abriera lo suficiente como para mostrar un pezón. Mi respiración estaba desbocada, tanto como él desconcertado. No supo qué hacer, no tuvo el valor para pedirme explicaciones. Con cuidado, dejó la ropa al lado del pantalón y se fue. Yo apreté los dientes con tanta fuerza que casi me parto una muela.

La piscina es verde con semillas

A la semana siguiente empezaban las clases y con ellas la rutina y la obligación de conocer gente nueva e integrarse. Pensar en ello me dejaba un regusto a tónica, amargo. Decidí aprovechar los últimos días de vacaciones, me puse un diminuto bikini naranja y, aprovechando que era jueves, me fui a la piscina con la ilusión de alegrarle la mañana al jardinero. tomaba el sol en una tumbona y me preguntaba si obsequiar a Javier con la petición de que me pusiera protector solar o aquello era demasiado cruel incluso viniendo de mí. Sus ojos se desviaban hacia mi figura con frecuencia y aquello me excitaba, probablemente nunca trabajaba tan a fondo la parte de la piscina. Estaba a punto de decidirme cuando llegó mi madre, acabando con cualquier expectativa.

Se aposentó justo en la tumbona de al lado, dispuesta a comenzar una aburrida pero bienintencionada conversación madre-hija. Comenzó con las preguntas más usuales, directas del capítulo uno de la preocupación maternofilial, cómo estás, te ilusiona el nuevo curso, lo tienes todo…

Yo contestaba con monosílabos mientras la observaba. Su bikini no era mucho más recatado que el mío y su cuerpo era envidiable. Cuarenta y dos años bien llevados, con una cintura estrecha, un trasero en su sitio y unos pechos, desde luego, más grandes que los míos. Casi desproporcionados. ¿Tendría yo unos pechos así a su edad, o para ello había que ser madre? Ojalá los años me cuidaran tan bien como a ella. La pregunta incómoda de la jornada me arrancó de mi mundo interior:

—¿Has visto ya a Marcos?

—Me voy al agua —contesté no sin antes lanzar un suspiro de desaprobación.

Hacía más calor de lo normal y consciente de ello eran las cigarras, que cantaban como si aún estuviéramos en la primera hora del día. Su ruido era plateado con pequeños tonos rojizos y se desplazaba por el aire en forma de columnas. El tono anaranjado de mi cuerpo fantaseando con el jardinero se había desvanecido por completo con la interrupción de mi madre y el frío del agua. Al poco rato se me unió ella al baño, adecentándose el sujetador del bikini antes de lanzarse de cabeza. Pude ver los fisgones ojos de Javier desde lejos, sin perderse detalle, fantaseando ahora, probablemente, con madre e hija. ¿A quién preferiría de las dos?

Me sorprendió mi madre por la espalda, hundiéndome la cabeza en el agua. Cuando conseguí salir a la superficie me dijo sonriendo:

—¿Recuerdas cuando de niña te hacía ahogadillas? Los cabreos que te pillabas.

—No he cambiado demasiado —contesté mientras me sacaba el agua de la nariz e intentaba recuperar la visión.

—Vamos cariño, no seas tan seria —me dijo mientras repetía la acción con más fuerza, manteniéndome la cabeza hundida por varios segundos.

Alcé la cabeza, me retiré el pelo de la cara y grité un simple y seco:

—¡Mamá!

—¿Qué? —respondió ella burlona—. ¿Te rindes?

Sin darme opción a responder volvió a atacar, pero esta vez me defendí, agarrándole también del pelo e intentando que perdiera el equilibrio. Forcejeamos durante un par de minutos en los que reconozco que consiguió hacerme reír, me sentía como uno de esos bebés a los que les haces cosquillas: les molesta, pero no quieren que pares.

—Te vas a enterar —advertí entre dientes.

Nuestros cuerpos lucharon y se rozaron, piernas con piernas, pechos con pechos, trasero con sexo. Si Javier aún nos tenía en su radar se lo estaría pasando en grande viendo aquella improvisada lucha en el barro. Vi a Freud sentado en el bordillo de la piscina, fumándose un puro y acariciándose la barba sonriente. Su muslo se incrustó en mi entrepierna, restregándose impúdicamente. Llegó el inevitable olor a kiwi, pero no conseguía que parase. Probablemente tampoco quería. Mis piernas se enroscaron definitivamente a su muslo y, escalándolo como si fuera una cuerda, me friccioné como un perro en celo que descubre el pie de su amo. Mi cara quedó varias veces atrapada entre sus pechos y pude contemplar como la piscina se teñía de verde. Mi cuerpo volvía a ser naranja, casi rojo. Si la lucha continuaba pronto me convertiría en una supernova.

—¿Te rindes? —insistió ella ajena a que, para mí, el juego hacía mucho que había cambiado.

El agua se volvió densa, casi como compota. Verde y con pepitas. El ruido de las cigarras también era anaranjado y rojizo, como yo. Caliente. Por el combate el bikini de mi madre se descolocó, liberando casi al completo uno de sus grandes pechos y mostrándome su gran areola coronada por un erecto pezón. Intentó volverse a colocar la prenda, pero mis brazos inmovilizaban los suyos. Fantaseé con Javier masturbándose a escasos metros y me restregué aún con más fuerza contra su pierna.

—Basta, ¡basta! —dijo ella entre risas pero algo abochornada— Déjame Cariño, me rindo.

Insistí unos minutos más, completamente fuera de sí, hasta que su falta de resistencia y su agobio fueron demasiado obvios. Cuando la solté se adecentó el traje de baño enseguida diciendo:

—Ya no puedo contigo hija, has crecido mucho.

Me sentí frustrada. Me dije a mí misma que en cuanto mi madre abandonara la escena buscaría a Javier y lo cabalgaría como nadie antes lo hubiera hecho, pero ella no volvió a casa. Fue directa a su tumbona y siguió tomando el sol como si nada. Noté el sabor ácido de la insatisfacción.

Rojo

Desde la escena de la piscina la calentura era casi insoportable. Era sábado por la mañana y Marcos decidió humillarme una última vez.

—¿Entonces tampoco vas a venir hoy?

—Carol, ¿qué quieres qué haga? Mi padre está cabreadísimo, casi repito el curso.

—Antes te habrías escapado, hace tres semanas que no nos vemos, no conoces ni mi nueva casa.

—Lo sé…

—Marcos.

—¿Qué?

—Si vienes haré lo que quieras.

—¿Qué quieres decir?

—¿Qué necesitas? ¿Es que ya no te gusto? Dejaré que me hagas lo que quieras Marcos. Te la chuparé y podrás correrte donde quieras, ¿vale? Seré tu puta esclava.

—Carol, joder, que no es eso.

Aquella frase me mató, sentí el sabor a carne del odio.

—¿Sabes qué? No me digas nada más, espero que disfrutes follándote a Irene o a quien sea que te estés follando. Que te den, ¡cabrón!

Colgué y apagué el móvil. Agarré el cojín y lo estampé con fuerza contra mi cara, presionando y fantaseando con ser capaz de asfixiarme. El lunes llegaría al nuevo instituto y me follaría al primero que se dejara donde fuera, ese era el plan. Pero para eso faltaban aún dos días. Vivía en naranja. Ni siquiera masturbarme me aliviaba, la relajación duraba poco y la calentura volvía aún con más fuerza. Necesitaba compartir, compartirme, fusionarme. No me importaba mi reputación, dejaría que cualquiera en el nuevo colegio me la metiera con tal de apagarme. Frotaba mis piernas con ansiedad, contorsionándome en la cama. Desesperada. Oí a mi madre al otro lado de la puerta.

—Cariño me voy al super, ¿necesitas algo?

—¿Y papá?

—Papá se queda, va a ir a jugar al tenis con el vecino ese que es juez, ¿sabes?

—Vale.

—¿Necesitas algo o no?

—No.

Imaginé la cara larga de mi madre alejándose de mi habitación. Cuando oí la puerta principal de la casa cerrarse salí de mi cueva vestida con un top blanco y una faldita corta plisada del mismo color. Encontré a mi padre en la cocina preparándose un poco de agua con azúcar, remedio infalible, según él, para prevenir las agujetas.

—¿Con ganas de empezar las clases? —me preguntó sonriente al verme.

—¿Puedo venir con vosotros?

—¿Cómo?

—Al tenis, ¿puedo venir?

—Emm, sí, claro. En principio íbamos sin las mujeres, le he dicho a Quero que mamá no podía, ya sabes que no tiene bien la rodilla. Pero espera, le llamo y le digo que voy contigo, a lo mejor aún podemos jugar a dobles parejas.

Una hora después estábamos los cuatro en la pista. El señor juez, de unos sesenta años, su mujer, de no muchos menos y mi padre de cuarenta y cinco. Yo había jugado, quizás, tres veces en mi vida, pero aun así estaba dispuesta a ser el centro de atención. A mi uniforme ya de por sí escaso decidí modificar la camiseta con un lazo para convertirla casi en un sujetador. Jugué, fallé, me hice la tonta, gemí y me expuse como una prostituta holandesa en su escaparate. Me habría subastado si fuese posible. La cara de la esposa del juez era un poema, pero nada comparada con la de mi padre. El único que parecía satisfecho con la performance era el señor Quero, que tenía los ojos casi desencajados. Probablemente le acababa de regalar fantasías para algunas semanas.

Ya en el asiento del copiloto, esperando a que mi padre arrancara para volver, pude notar sus ojos clavados en mí.

—¡¿Se puede saber qué te pasa?!

No dije nada, ni siquiera me digné a mirarle.

—¡¿Pero tú te has visto?! ¡Qué vergüenza!

Seguí impertérrita. Estaba sudada, cansada, y el naranja se había convertido en rojo con tendencia al granate.

—Qué deben pensar de nosotros…

—No te preocupes papá, no creo que al señor juez le haya molestado mucho.

Percibí su mirada de odio, y seguí:

—Es más, creo que si hubiera podido me hubiera follado allí mismo, encima del césped artificial.

Me agarró de la barbilla y me giró la cara con fuerza, obligándome a mirarle.

—¡¿Se puede saber qué te pasa?! ¿Todo esto es por la mudanza? ¿Tu manera de vengarte de mí?

Me soltó y siguió con el discurso:

—Tú no eres así Carol, no eres así. Esto es bochornoso. Ya sé que estás en una edad difícil pero no creo que ni tu madre ni yo nos merezcamos esto.

—Lo siento, pero es la verdad —insistí.

—¿¿Qué??

—Que el ilustre juez se lo habría pasado en grande conmigo si le llego a dejar, igual que el jardinero el otro día cuando me pilló masturbándome en mi cuarto.

Se mordió la lengua y contó hasta diez, hasta veinte, hasta cien. Apoyó la cabeza en el volante, derrotado.

—¿Qué pasa? ¿No te lo crees? ¿Es que no estoy buena? Soy como mamá pero más joven. Aunque con las tetas más pequeñas, eso es verdad. Las mías no se movían tanto cuando hacía el perrito con Marcos. Os vi el otro día, ¿sabes?

Mi padre no fue capaz de contestar, había pasado del odio al shock en cuestión de minutos. Pero yo seguía roja y el coche olía por completo a vino. Me abalancé sobre él poniéndome a horcajadas, con las piernas abiertas a cada lado de sus muslos y con mi sexo sobre su bragadura. Notaba el volante golpeándome la espalda, pero no me importaba.

—¿Es que no te gusto? —pregunté mientras frotaba mi cuerpo contra el suyo.

Su cara era de profundo desagrado, casi repulsión. Alzaba las manos en el aire como si un policía le hubiera dado el alto y tenía la cara desencajada. Me quité el top y, con especial habilidad, el sujetador, mostrándole mis jóvenes y apetecibles pechos mientras seguía restregando mis partes contra las suyas, separados solo por la ropa. Intenté incluso besarle, pero apartó rápidamente los labios.

—¿No te pongo? ¿Cuándo es la última vez que te has tirado a una adolescente, eh?

Mis braguitas seguían frotándose contra su bulto que, probablemente fruto de mi imaginación, me pareció que aumentaba ligeramente su tamaño.

—Tócame las tetas papá, dime si son como las de mamá.

Seguíamos en el aparcamiento del club de tenis y fantaseé con que alguien nos estuviera viendo, me inundó de nuevo el olor a cerezas, irresistible, jugoso. Seguía roja, más roja que nunca. Su pasividad y su resistencia me ponían aún más.

—¡Mmm! ¡¡Mmm!! Vamos, ¡tócame! ¡Tócame como tocas a mamá! Por favor…

Siguió paralizado mientras yo me aprovechaba. Restregué su miembro por encima del pantalón con la mano, con fuerza, poniéndole simultáneamente los pechos en la cara con la esperanza de hacerle reaccionar, pero no lo conseguí.

—Vamos papá, ¡vamos!

Lo cabalgué un poco más y, sin poder evitarlo, llegué a un impresionante y sorprendente orgasmo que lo llenó todo de colores y de melodías, haciéndome gemir como una mala actriz porno.

—¡¡Ohh!! ¡¡Ohh!! ¡¡Ohh!! ¡¡¡Síiii!!! ¡¡Mmm!! ¡Mmmmmmm!

Exhausta, volví como pude al asiento del copiloto y cubrí mi cuerpo con la camiseta, era la primera vez en mi vida que había alcanzado el clímax sin sacarme siquiera las bragas. Mi padre, esperó unos segundos y, sin mediar palabra, arrancó el coche.

Del violeta y negro

Domingo por la mañana. Había dormido en violeta, aliviada. Vaciada. Pero desperté en negro. Negro angustia. Negro necesito más. Negro. Tenía un regusto agridulce y la habitación olía a limón. ¿Qué significa el limón? Casi nunca percibo ese olor, tan solo con algunas canciones de Bebe. Las ocho de la mañana en el reloj y no tenía más sueño. Deambulé por la casa, en bragas y camiseta. Ansiaba ver la cara de mi padre, su mirada, pero no estaba. Desde la ventana de la cocina pude ver que no estaba el Volvo. Me orienté al dormitorio de mis padres y allí vi a mi madre, dormida. Tumbada hacia abajo. Con el camisón negro subido y mostrando su firme trasero cubierto solo con unas braguitas negras con adornos. Ocupaba el todo el centro de la cama.

Me senté a su lado, en el borde del colchón, pero no reaccionó. Observo la mesita de noche y puedo ver una caja mal cerrada de orfidal y otra de tryptizol. A mi madre le ha vuelto a atacar la cefalea, aquel dolor de cabeza tan terrible que años atrás creyó incluso estar sufriendo un ictus. Benzodiazepina y amitriptilina, la combinación perfecta. Recuerdo hace años, con el peor brote, lo despistada que estaba en los inicios del tratamiento. Incluso con ciertos episodios de amnesia anterógrada.

—Mamá —la reclamé mientras sacudía su cuerpo.

No reacciona. Está completamente narcotizada.

—Mami —insistí zarandeándola con igual resultado, tan solo un gruñido proveniente de sus sueños más profundos.

Me acurruqué a su lado, en posición fetal entre el escaso espacio que deja su cuerpo y el borde del colchón. Le miré las piernas y el culo, las nalgas especialmente sexys gracias a la ropa interior y el negro empezó a volverse violeta, violeta esperanza. Seguí devorando su cuerpo con la mirada y enseguida volvió la aureola naranja. Es curioso, mi padre es vino, pero ella siempre es kiwi. Casi puedo respirar sus pepitas. La abracé desde detrás y me coloqué en posición de cuchara, con mi sexo presionando sobre sus glúteos. No se despertó.

—Mmm, mami…

Contoneé mi cuerpo, como una serpiente reptando, lentamente, por el césped. Pude notar mis partes presionando sobre su raja y, lentamente, desplacé también mis manos hacia sus envidiados pechos.

—Mmm.

Ella soltó otro pequeño, inocente y narcotizado gemido.

—Mamá…

Estaba muy excitada, incandescente. Mi madre estaba sedada y podía hacer lo que quisiera con ella. Me arriesgué y le magreé los pechos con más fuerza mientras mi coño seguía frotándose contra sus nalgas.

—Mmm, ¡mmm!

Una figura me quitó la escasa luz que dejaba pasar la rendija de la puerta. Mi padre observaba, atónito, desde la entrada. En la mano llevaba una bolsa con medicamentos y vestía con bermudas y polo. Acababa de presenciar a su hija restregándose contra su esposa, enroscada como una boa constrictor. Estaba roja. Me separé ligeramente de mi madre, le miré con ternura y le hice un gesto con la mano para que se acerque.

—Ven, papá, no tengas miedo.

Él avanzó pasito a pasito entre la penumbra, su cara era de completo asombro.

Sin dejar de mirarle acaricié el trasero de mi madre, lo manoseé delante de él.

—Mamá está…aturdida.

Mi padre no era capaz de salir de su asombro mientras yo seguí con los impúdicos tocamientos e incluso adentré los dedos entre sus muslos para tocarle por encima de las braguitas la entrepierna. Otro lejano y anestesiado gemido salió de la boca de mi madre. él se acercó un poco más, estaba ya en el borde de la cama. Mientras mi mano seguía disfrutando del cuerpo materno la otra consiguió llegar hasta la bragadura de mi padre y frotó sus partes con esfuerzo.

—No pasa nada, somos una familia —susurré.

A él se le aceleróla respiración, igual que a mí. No sé qué le excitaba más, si verme aprovecharme de su esposa o que le tocase. Las caricias siguieron durante un rato, sentí su bulto crecer entre mis dedos, abandoné a mi madre y me puse de rodillas sobre el parqué, dejando momentáneamente la cama. Mi cara estaba a la altura de su miembro, bajé la cremallera con cuidado, retiré el calzoncillo y apareció erecto como un resorte. Alcé la vista hasta cruzarme con sus ojos y sonreí. Me estiré la camiseta, exagerando el escote para que me pudiera ver los pechos.

—Mamá y yo somos tuyas —murmuré.

Agarré el tronco del falo y lamí el glande como si fuera un helado, con suavidad, notando como se estremecía. Luego lo mordisqueé por el lateral, jugando con el orificio de su uretra con un dedo, con extrema delicadeza. Estaba duro como un sable y decidí metérmelo ya en la boca. Sintiendo como el cuerpo de mi padre vibraba no pude evitar volver a pensar en Javier y sus hojas. Seguí con aquella felación lo mejor que supe, tirando de todos los pequeños truquitos que había podido aprender a mi escasa edad. Me imaginé a mi madre chupándosela también y me excité aún más, hasta el punto de aprovechar para acariciarme por encima de las braguitas con mi mano libre, intentando no perder la concentración.

Mientras seguía con la acción le sacudía el pene desde la base con la mano e intentaba acariciarle los testículos, sentí que estaba tan excitado que lo mejor era bajar el ritmo antes de que me inundara la boca con su semen. Fui bajando la intensidad, poco a poco, lametón a lametón, hasta retirármela del interior de la boca. Me puse de pie mirándole fijamente y me retiré las braguitas. Me acomodé de nuevo en la parte de la cama no ocupada por mi madre y me subí la camiseta para que pudiera verme el sexo parcialmente rasurado.

—Ven —le ordené.

Él dudó. Yo me acariciaba las ingles sensualmente mientras, nuevamente, mi mano derecha sobaba el imponente trasero de mi madre.

—Ven —repetí.

Como si fuera un robot, sin mediar palabra, se deshizo de las náuticas, el pantalón y el calzoncillo y se tumbó, mecánicamente, sobre mí. Sus ojos alternaban entre mi cuerpo y el de mi madre que seguía ajena a tanta perversión. Pude notar como su glande rozó la entrada de su vagina y vi la duda en su expresión.

—No pasa nada, lo quiero, lo necesito.

Otro rocé que me hizo estremecer entera hasta que, finalmente, mi mano agarró su miembro y le ayudé a penetrarme. Sentí cada centímetro de su carne como una bendición sensorial, por momentos no sabía si lo notaba, lo oía o lo degustaba.

—¡¡Mmm!! ¡Mmm!

Él abrió la boca por el placer y yo moví las caderas para recorrer su tronco dentro de mí.

—¡¡Mmm!! Mmm, ohhh.

Entró fácil, lento, pero sin impedimentos, hasta el fondo, presionando su pubis contra el mío para luego retirarse de nuevo lentamente y comenzar el baile.

—¡¡Ohh!! ¡¡¡Mmm!!!

Tuve que obligarme a cerrar la boca para no gritar. Como pude me levanté del todo la camiseta, convirtiéndola en un fular. Quería que pudiera ver mis pechos botar a medida que incrementase la fuerza de las sacudidas. Aumentó el ritmo de las embestidas y sentí que moría de placer, cerezas, vino, kiwi, naranja, rojo y a Xoel López todo de en una.

—Mmm, ¡Mmm!

Mientas me cabalgaba cada vez más animado yo seguía acariciando las nalgas y el sexo de mi madre, más bruscamente, desesperada.

—¡¡Ohh!! ¡¡Ohh!! ¡¡Ohh!!

Pude notar como apretaba los muslos, pero, ni con todo lo que estaba pasando, se despertó.

—Sí, sí, fóllame papá, ¡fóllame! Mira a tu mujer. Mira que sexy que es…mmm…¡¡ohhh!!

Mientras seguía penetrándome yo nos acercaba, como podía, aún más al cuerpo de mi madre, hasta poder sobarle los pechos con cierta dificultad, pero de manera muy placentera.

—¡¡¡Síiii!!! ¡¡Mmm!! ¡Mmmmmmm!

Finalmente sentí como mi padre se estremecía entre mis muslos, inundándome segundos después con su leche. Aquello me excitó tanto que fue demasiado para mí, enrosqué mis piernas en sus rodillas y, con tres fuertes sacudidas, estrujándola hasta el fondo hasta levantar mi culo del colchón, me corrí también entre brutales espasmos.

—¡¡¡Ohhhhh síiiiiiiiiiiiiii!!!

Estaba exhausta, y el cuerpo de mi padre encima del mío pesaba como un peso muerto, pero comprobé como mi mano, casi con autonomía propia, seguía magreando el indefenso cuerpo de mi madre. La otra enredaba sus dedos, cariñosamente, en los rizos de mi padre. Estaba blanca, por fin, pero sabía que el naranja antes o después volvería.