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Los límites del morbo

en Amor filial

LOS LÍMITES DEL MORBO

Pillados

Carlos apuraba la última cerveza, cabizbajo, con los brazos apoyados sobre la barra y los ojos clavados en el partido.

—¿Qué le pasa a tu Atleti? ¿Anemia? —Le preguntó con ironía Cornelio.

El Atlético perdía dos cero contra el eterno rival, pero no era el resultado lo que le reconcomía por dentro, sino la última discusión con su mujer. La última de muchas.

—No estés triste hombre, tampoco ibais a ganar nada —insistió.

Cornelio era un enano cojo. No hablamos de una persona que, debido a su condición de acondroplásico, anduviera patizambo o patoso. Era un enano con una pierna más corta que la otra, siendo la defectuosa calzada por un zapato ortopédico. Suplía su baja estatura con su dinero y su lengua afilada.

—Dile a Tyrion Lannister que se calle, por favor. —Le dijo Carlos a Jose, el dueño del bar.

—Haya paz —fue lo único que dijo el propietario.

Acababa la primera parte cuando Cornelio, en un estudiado y falso gesto de preocupación, le preguntó:

—¿Se puede saber qué te pasa, Carlitos? Me estás preocupando y todo.

—Lo de siempre, que ya me las he vuelto a tener con Ana.

—Ya te dijimos que no te casaras nunca con una tía buena, te va grande. ¿Qué has hecho ahora?

—No he hecho nada, tengo el trabajo que tengo. A veces va mejor y otras peor.

—Una tía buena y con pasta casada con un músico inútil. No teníais nada que hacer, espero que hayas disfrutado de ese cuerpazo suyo bastante amiguito, te queda poco —atacó el enano.

—Y que me llames tú amiguito…

Cornelio levantó su mano desproporcionada y rechoncha y pidió otro whisky para continuar después:

—Este mundo iba de puta madre hasta que Dios decidió crear los sindicatos y los culos perfectos, así debería ser la historia de la creación. Contextualizada y sin complejos.

Jose puso los ojos en blanco escuchando las típicas teorías neoliberales y misóginas de su asiduo más pequeño, pero recordó que era un buen cliente, probablemente el mejor que tenía.

—Vete a casa Carlos, pareces un alma en pena —le aconsejó el dueño.

—Eso vete a casa, aguanta el rapapolvo, fóllatela por última vez y vete buscando un abogado —añadió el enano.

Carlos dejó un billete de veinte euros en la barra, se levantó del taburete y fue al encuentro del deslenguado hombrecillo. Le increpó con varios tópicos referentes a su estatura mientras él sacaba un fajo de billetes de cincuenta y los contaba teatralmente, luciendo su gran y hortera anillo de oro. Diez minutos más tarde llegaba al chalet que compartía con su mujer. Ubicado en una colonia histórica de Madrid y regalo de los adinerados padres de ella. Abrió la puerta y le sorprendió ver la planta baja a oscuras y deshabitada. Dejó la chaqueta en el armario y entonces oyó ruidos en el piso de arriba. Poniendo el pie en el primer escalón identificó los ruidos como gemidos y la inquietud se apoderó de él.

—No me jodas…

Decidió subir a hurtadillas, sigilosamente, y encontró la puerta de su dormitorio entreabierta. De su interior solo se identificaba poca luz y nuevos gemidos. Siguió avanzando como un improvisado ninja y, una vez dentro, pudo ver a su esposa junto al que parecía ser su jefe.

—¡Mmm! ¡Mmm! ¡¡Ohh!! ¡¡Ohh!!

Se le cayó el mundo a los pies pero su carácter tranquilo y pragmático le impidió hacer una escena. Se tapó la cara con la mano como cuando era niño y no quería ver una película de terror pero que, a su vez, sí quería. La ropa de ambos estaba desperdigada por el suelo y fornicaban en la cama en la posición de perrito, con Ana a cuatro patas y su jefe embistiéndola desde detrás mientras le agarraba las caderas.

—Qué buena que estás Ana, mmm, ¡¡mmm!!

Sin saber qué hacer decidió no interrumpir. El mal ya estaba hecho. Se sentó en una pequeña silla que había en una de las esquinas del dormitorio y siguió observando la escena con dolor.

—¡¡Ohh!! ¡¡Ohh!! ¡¡¡Ohhh!!!

Los amantes ni siquiera repararon en su presencia y siguieron a lo suyo desacomplejadamente. Desde su posición las vistas eran privilegiadas. No pudo evitar fijarse en los grandes y perfectos pechos de su esposa moviéndose al ritmo de las acometidas y, en contra de su voluntad, comenzó a excitarse. Los gemidos se desbocaban a medida que el bulto de su entrepierna se hacía más notorio.

«¡Qué demonios!», pensó mientras lentamente se desabrochaba el cinturón para después bajarse lo justo los pantalones y el bóxer, liberando así su avanzada erección.

—Qué bien te mueves, me encanta. ¡Ohh! ¡¡Ohhh!! ¡¡Mmm!!

Subieron el ritmo justo cuando Carlos comenzó con las improvisadas caricias, tan excitado como arrepentido.

—¡¡Sí!! ¡¡Sí!! ¡¡Mmm!!

Se saltó varios pasos y enseguida se la sacudió con furia, víctima de aquel rocambolesco arrebato creado por el morbo de ver a su mujer con otro. Los amantes parecía que estaban a punto de llegar al clímax, al igual que él que en menos de cinco minutos les había alcanzado. Pudo ver claramente como el jefe se soltaba dentro de su esposa y él, con la mano libre y contorsionando el cuerpo, consiguió alcanzar uno de los calcetines del amante para correrse acto seguido en su interior. Lo consideró su pequeña venganza. Enseguida se tumbaron sobre la cama para descansar, dejando atrás la perruna postura y haciendo que Carlos tuviera que volverse a vestir rápidamente.

—¡¡Joder!! —exclamó Ana al reparar en la presencia de alguien en el dormitorio y tapándose instintivamente con la sábana.

—Buenas noches —fue lo único que dijo Carlos con la voz aún entrecortada.

La cara del jefe era un auténtico poema, al igual que el de la infiel esposa.

—¿¡Qué coño haces aquí!? —preguntó ella encendiendo una pequeña luz de la mesita de noche.

—¿Importa eso?

—Tendrías que estar viendo el fútbol con tus amigos —se excusó confundida.

—Pues no, estaba aquí viendo…viendo…viéndoos.

—Será mejor que me vaya —intervino el abochornado jefe.

—No hombre no, no hay prisa —ironizó el cornudo.

Los tres se estudiaron durante un par de minutos, la situación no podía ser más incómoda. Carlos pensó en la frase más hiriente que se le podía ocurrir para abofetear metafóricamente a la causante de tamaña traición, pero fue sorprendido por un inesperado ataque de ella:

—¡¿Y esa cara?!

—¡¿Qué?! ¡¿Qué cara?!

—¡¡Haces cara de orgasmo!!

¡¿Cómo?! ¡¿Pero qué dices?!

Ana se incorporó por primera vez, usando la sábana de improvisado vestido y acercándose a su marido.

—Te conozco perfectamente, ¡es tu cara de orgasmo! ¡¿Te has hecho una paja mirándonos?!

Su perspicacia era envidiable, dándole la vuelta a la situación en segundos ante la desencajada cara del jefe, el tercero en discordia.

—¡Tú estás loca, joder! ¡Si encima será mi culpa!

—¡Te conozco Carlos! Eres un puto pervertido…un enfermo.

—¡Y un cornudo gracias a ti, sí!

—Vamos, no me vengas con esas. Sabes que no estamos bien.

—Ah ya…claro. Pero yo no me voy follando a nadie por allí.

—No, tú no haces ni eso ni nada. Ni ayudas en casa, ni trabajas, ni me escuchas, ni me entiendes, ni peleas. ¡Nada!

—Vete a la mierda Ana…

—Vete tú, esta es mi casa, me la regalaron mis padres.

—¡De puta madre! —renegó Carlos saliendo de la habitación y precipitándose escaleras abajo—. Cornudo y desterrado.

La siguiente media hora fue de idas y venidas. El jefe vistiéndose con su arrugada y mancillada ropa. Ana adecentándose y saliendo del shock inicial y Carlos improvisando una maleta y recogiendo las cosas de su perro. Un rechoncho, vago, paticorto y baboso Basset Hound. Un par de años atrás le dijo a su esposa: “Ana, me gustaría tener un perro. Tenemos un poco de jardín y estoy harto de salir a correr solo. Quiero algo atlético, vivo, ágil…”. Su respuesta fue el Basset, la raza de perro más holgazana del mundo.

Ya en la puerta, con una maleta, una mochila y el adormecido chucho, Carlos se dispuso a abandonar la casa ante la extraña mirada de su esposa que en ese momento ya vestía con una sensual bata. Apareció también su jefe, dispuesto a marcharse. Su casi metro noventa y anchas espaldas y su mandíbula de cómic no resaltaban ahora vestido como un procurador conservador y unas desacertadas gafas de pasta.

—Bueno pues, yo también me voy —dijo Ismael acercándose a Ana para despedirse sin saber muy bien cómo y luego pensándose si estrecharle la mano a Carlos.

Finalmente los tres salieron a la calle, eran más de las once de la noche y cada cuál lucía peor pinta.

—¡Ostras! ¡¡Mi coche!!

Carlos superó las ganas de reírse de tan relamida exclamación y le informó:

—Es una colonia histórica, la grúa se lleva los coches no residentes sea la hora que sea.

—¿Y ahora qué hago? ¡No funciona ni el autobús! ¿Hay Metro por aquí?

—Déjalo, ya te llevo yo —se ofreció él.

Ismael titubeó.

—Deja que te lleve, no te va a hacer nada. ¿No ves que tiene horchata en vez de sangre?

Se negó a replicar. Abrió el coche que tenía en frente a distancia e insistió con un gesto. Se acomodaron en su tartana perro, amante de esposa, maletas, él mismo y su poca dignidad. Después de un par de indicaciones se pusieron en marcha. El camino fue raro y tenso. No fue hasta medio trayecto que Ismael se animó a decir:

—Carlos, lo siento mucho. No sé cómo puedo excusarme.

—No es tu culpa. Ana tiene razón, llevamos mucho sin estar bien.

—Bueno, pero yo sabía que estaba casada.

—Ya…bueno…

—Lo sabía y cuando me ha llamado esta tarde no me ha importado.

Carlos no dijo nada, tan solo tragó saliva.

—No he podido resistirme, joder, la veo siempre por la oficina con esos modelitos…

—Ya.

—Estaba harto de pajearme pensando en ella, ¿sabes? Y claro, es que me lo ha puesto a huevo.

El conductor no podía imaginarse que clase de zote no sabe cuándo parar en una circunstancia como esa.

—Ahá.

—En el trabajo todos se la quieren tirar, eso es indudable. No es para menos. Pero yo tendría que haber sido más responsable.

—Bueno.

—¿Pero, quién podría resistirse? Con ese culo y esas tetas…

—¡Ismael coño!

—Sí, sí, disculpa.

El resto del viaje volvió a ser en silencio. Lo dejó en la puerta de su casa y lo despidió con una forzada medio-sonrisa de comprensión. Antes de arrancar de nuevo llamó a Jose:

—Jose, ¿puedo quedarme a dormir en el bar? No me puedo permitir un hotel

—Joder, ¿tan mal estáis?

—Ya te contaré.

—Vale. Había cerrado pero vuelvo para allí.

—Gracias tío.

Problemas…

A la mañana siguiente abrió el bar junto a Jose, echándole una mano para compensar el haber pasado la noche en el almacén.

—¿Te preparo algo? —se ofreció el dueño.

—Un café cargado y una tostada no me irían mal.

El primero en entrar fue Cornelio, luciendo una burlona sonrisa. Era dueño de varios talleres mecánicos, todos de éxito. El mérito era doble si tenemos en cuenta que no sabía nada de coches ni motores.

—Vaya hombre, que mala cara traes Carlitos. Parece como si hubieras dormido en el bar.

Carlos lo miró con los ojos inyectados en odio.

—Las noticias vuelan amiguito, jejeje. Jose, ponme un carajillo. ¿Aceptáis chuchos ahora? —preguntó al reparar en la presencia de Mac, el Basset.

—Claro que aceptan —replicó Carlos—. Mi perro arrastra menos el culo que tú y es más limpio.

—Sí, y gana el mismo dinero que su dueño, jejeje.

Cornelio consiguió subirse a uno de los taburetes de la barra para estar a la misma altura que Carlos, o, mejor dicho, intentarlo.

—¿Y qué vas a hacer ahora? —le preguntó el enano con un tono casi de comprensión.

—Esto es temporal —contestó.

—Ya, pero este pequeño periodo de tiempo del resto de tu vida, ¿dónde te vas a quedar?

—Es problema mío.

—Claro que es problema tuyo. Pero puedo ayudarte si me lo pides. Soy un bromista pero no un cabrón.

—Paso de deberle dinero a un usurero como tú.

El enano se relamió viendo la oportunidad y siguió:

—No me deberías nada inútil. El dinero que te dé tuyo es, no lo quiero de vuelta.

—¿Y por qué harías eso?

—A cambio de algo. Ven a mi casa a las nueve en punto y no te preocupes, es fácil y legal —le ofreció guiñándole el ojo.

Carlos observó a ese despreciable ser de arriba abajo. Tardó poco, naturalmente.

«Qué puedo perder».

—De acuerdo.

—A las nueve en punto, y deshazte de ese chucho maloliente eh, no quiero sus pezuñas en mi casa.

…y soluciones

Dejó las pocas cosas que había cogido del chalet de Ana junto al perro en casa de su hermana y, después de ponerse al día con ella contándole sus penurias, se dirigió a la casa de Cornelio. Vivía en un ático en la parte alta de Madrid, una de las mejores zonas. A Carlos le sorprendía que pudiera tener tanto dinero a base de arreglar chapas, cambiar bujías y arreglar frenos. Llamó a la puerta y esta, premeditadamente, no se abrió hasta hacerle esperar casi diez minutos.

—Vaya, a quién tenemos aquí —dijo el enano cuando por fin abrió—. Pasa, pasa.

El piso era amplio y bien distribuido pero estaba decorado, con casi toda seguridad, por un jefe vudú haitiano.

—Bonito sitio.

—Gracias Carlitos, lo he decorado con todo lo que me gusta, soy una persona con gustos eclécticos.

«Tienes el gusto en el culo y el culo gordo y deforme».

Se acomodaron en un sofá no antes de que el anfitrión sirviera un mojito para cada uno.

—Relájate, te va a gustar mi proposición.

Carlos observó el salón. Las máscaras africanas apelotonadas sobre pagodas asiáticas acompañando a las cortinas venecianas y ciertas pequeñas esculturas sacadas del brutalismo. Llevaban media copa, justo iba a insistir en el propósito de su visita cuando sonó el timbre.

—¡Ya está aquí! —exclamó Cornelio acudiendo raudo y veloz a la puerta.

Oyó de fondo los típicos saludos protocolarios y apareció nuevamente acompañado de otra enana. Tenían un aire familiar, aunque ella tenía las manos más proporcionadas, pero cabeza igualmente exagerada.

—Te presento a mi hermana Pascasia. Pas, él es Carlitos, un amigo.

—Encantada, dijo ella algo sorprendida, casi tímida.

—Igualmente —respondió él no menos asombrado.

—Además es su cumpleaños hoy mismo, lo vamos a celebrar los tres juntos —añadió.

—Genial —disimuló Carlos.

—Ven conmigo hermanita, tengo una sorpresa para ti —dijo Cornelio llevándosela del salón agarrada de la mano.

Se intensificaba el misterio. Al rato volvió el anfitrión y se sentó nuevamente en el sofá.

—Oye, ¿de qué va esto?

El diminuto empresario sacó un fajo de billetes y empezó a contar:

—Cien, doscientos, trescientos cincuenta, quinientos…

—¿Qué haces?

—Mil, mil cincuenta, mil ciento cincuenta…

Terminó la cuenta en dos mil euros, giró su cabeza hacia su invitado, observándolo con aquellos ojos saltones, y dijo:

—¿Recuerdas un día que me dijiste que nadie se follaría a un enano como yo?

—No.

—Noviembre del año pasado. Tu equipo perdía contra el mío, es lo que tienen los perdedores. Fuiste muy grosero Carlitos. A lo que iba. Hoy es el cumpleaños de mi querida, dulce y preciosa hermana. Somos cinco hermanos, ¿sabes? Pero solo dos hemos salido…pequeños.

—Ya, bueno. ¿Qué tiene que ver esto conmigo?

—Tú eres su regalo mi querido e inútil amigo. Le he dicho que tu sueño es estar con alguien de su condición. Se ha sorprendido pero no ha podido resistirse, un muchachote como tú. Lo ha pasado mal, ¿sabes? Trátala bien, como sepa que te pago por esto te juro que encontrarán tu cuerpo flotando en el Manzanares.

—Estás loco arrastra-culos. ¿De verdad te crees que me voy a dejar prostituir por dos mil pavos?

—Claro que no. Eso es el avance, cuando termines te esperan dos mil más. No has visto tanto dinero en tu vida, pordiosero. Llevas toda la vida viviendo entre pijos sabiendo que no tienes el status para hacerlo.

«Statura la tuya, enano cabrón».

—Quién sabe —siguió el enano—. A lo mejor con cuatro mil pavos en el bolsillo tu mujer te respeta un poco. Por lo menos no tendrás que vivir en un almacén por una temporada.

—Eres un jodido enfermo.

—Sí, y tú mi juguetito —dijo extendiendo la mano con el fajo de billetes.

—Algún día te darás cuenta que el que hagas servir tantos diminutivos no hace más que ridiculizarte —respondió arrancándole el dinero de sus rechonchos dedos.

—Por aquel pasillo, segunda puerta a la derecha —le indicó el anfitrión con una amplia sonrisa.

Carlos fue a su encuentro andando despacio, como si fuera al patíbulo. Le entraban arcadas tan solo con la imagen, no se sentía capaz. Cuando reunió los arrestos para entrar en el dormitorio, se encontró a Pascasia tumbada en la cama de matrimonio, de tamaño normal por suerte. Vestía solo con un body y la postura elegida pretendía ser sensual.

—Hola —dijo con picardía la enana.

—Hola.

—No seas tímido, siéntate conmigo —le indicó.

Obedeció. Sí, cierto que había enanas peores, pero no por ello se le hacía atractiva. Tenía los muslos rollizos y firmes y el culo respingón. Los pechos eran grandes, más aún en comparación al conjunto. A Carlos le pareció que estaban operados.

—Túmbate muchachote.

La hermanita lo miraba con ojos seductores, jugueteando con su larga melena rubia. No se dio cuenta y se encontró con la pequeña mano posada en su entrepierna, buscando el miembro por encima del pantalón.

—A ver qué tenemos por aquí…

Carlos estaba en shock, no se esperaba aquella actitud. La muchacha sabía perfectamente lo que hacía.

—No te preocupes hombretón, estoy acostumbrada. Sois muchos a los que les ponen las chicas como yo, ¿sabes? No hay nada de lo que avergonzarse, lo pasaremos bien.

Pascasia ya había abierto la cremallera y retirado el calzoncillo para sacar un flácido y confuso miembro. Aquella actitud no cuadraba con lo contado por el hermano. No parecía que fuera una noche especial para ella ni él su regalo de cumpleaños, casi era lo contrario.

—Seguro que mi hermano te ha contado mi andadura por el porno. ¿Típico no? ¿De qué sino iba a trabajar una chica como yo? Fueron años interesantes hasta que Cornelio consiguió abrir su primer taller.

Aún lo asimilaba todo cuando se encontró su boca lamiéndole el glande. Su lengua jugueteaba mientras que la mano comenzaba a sacudir delicadamente el pedazo de carne que, en menos de un minuto, empezó a endurecerse.

—¡Joder!

—Tranquilo guapo, ya te he dicho que nos lo pasaremos bien.

Empezó a succionarle el falo con maestría, como solo una profesión sabía. Ayudándose de lengua, boca, labios y manos. Carlos siempre había sido muy sexual, casi un adicto. Capaz de excitarse en las circunstancias más rocambolescas, pero en esta ocasión se sentía completamente superado. Avergonzado incluso por su inexistente resistencia.

—Menudo pollón. ¿Te gusta que te digan cosas guarras? ¿Como si fuera tu propia película x? Me encantan las pollas duras.

—Joder, joder, joder, ¡joder!

Le pareció increíble el inmenso placer que era capaz de regalar tan pequeño cuerpo, estaba completamente desbocado. Envió la orden al cerebro de parar con todo aquello, pero este no lo interpretó bien y lo que ejecutó fue que una de sus manos fuera directa a los operados y generosos pechos de la enana.

—Mmm, te gustan mis tetas eh. Tócalas, ¡estrújalas!

La muchachita siguió con la felación hasta que se dio cuenta de que su amante estaba a punto de terminar y decidió bajar un poco el ritmo.

—Mmm, mmm, me gusta chupártela, pero me tienes que aguantar un poquito aún eh.

Se puso a cuatro patas, mostrando sus firmes glúteos que parecían de una brasileña en miniatura, se retiró el body mostrando su sexo y ordenó:

—Fóllame vaquero.

Carlos obedeció ya sin complejos. Le costó acomodarse detrás de ella, abriendo las piernas, hundiendo al máximo las rodillas en el colchón, pero finalmente lo consiguió. Rastreó la zona genital con el glande y la penetró, atravesándola como el cuchillo a la mantequilla.

—¡¡Ohh!! ¡¡Ohh!! ¡¡Ohhh!! Eso es. ¡Métemela machote! ¡¡Destrózame!!

Empezó a sacudirle con fuerza, con rabia. Haciéndole perder casi el equilibrio mientras una de sus manos volvía a sobarle los pechos desde detrás. Ninguno de los últimos insulsos polvos con Ana se podía comparar al gusto que le estaba proporcionando la enana, era tan humillante como cierto.

—¡¡Vamos guapo!! ¡¡Ahh!! ¡¡¡Ahhh!!! ¡¡¡Mmmm!!! ¡Me encanta! ¡¡Fóllame duro!!

Carlos fue víctima de la última humillación. Apenas habían empezado que descargó toda su simiente en su interior entre brutales espasmos, alcanzando un increíble orgasmo y quedándose exhausto.

—¡¡¡Ohhhhh síiiii joderrr!!!

Se dejó caer sobre la cama, con dificultad incluso para respirar. Entonces se dio cuenta de que la pequeña estaba lejos de haberse corrido y se sintió doblemente abochornado. Pascasia le leyó la mirada y le consoló:

—No te preocupes, estoy acostumbrada también a eso. Espero que no te importe que termine por mi cuenta.

Su voz era dulce, sin mostrar rencor. Se masturbó delante de él y Carlos, por increíble que pueda parecer, volvió a excitarse.

Morbo en casa de la hermana

—Ya estoy aquí —anunció la hermana al llegar a casa.

—Buenas —contestó apático Carlos espachurrado en el sofá.

Llevaba días sin ningún bolo. Ni un pequeño concierto en alguna pequeña sala de Madrid. Vivía del dinero que le había dado el enano y la amabilidad de la hermana que se había prestado a acogerlo a él y al baboso de su perro.

—¿Llevas todo el día tirado en el sofá?

—Pues sí, no me sale nada ni tengo ganas de trabajar la verdad.

La hermana, dos años menor, siguió la conversación cambiándose en la habitación colindante.

—Así no puedes seguir, estás hecho una mierda hermanito.

—Lo sé…oye, Sonia, ¿me prestas tu móvil? Me he quedado sin batería y no encuentro el cargador.

—Sí hombre, sí.

Carlos aprovechó para comprobar por enésima vez el correo electrónico, entrar en su Facebook y perder el tiempo de diez maneras distintas mientras mantenía aquella improductiva conversación. La hermana seguía poniéndose cómoda y acicalándose cuando él, por inercia, creyendo que entraba en su propio WhatsApp, entró en el de ella. En una mezcla de confianza y curiosidad miró sus conversaciones sin demasiados remilgos. Enseguida acabó en la que mantenía Sonia con su novio y rápidamente le pareció fascinante. Fascinante y picante. En cuanto vio el tema recurrente de conversación decidió retroceder para empezar desde el principio.

 Por lo visto, ella y Raúl mantenían una relación bastante intensa, alimentando el deseo con constantes juegos de roles. Parecía que habían empezado por cosas básicas, “nos encontramos en un bar, tu eres un empresario, yo una universitaria…”. Nada especialmente original. Pero rápidamente los juegos habían ido aumentando la intensidad. A Carlos se le hizo un nudo en la garganta provocado por la intriga y el morbo. Era lo más entretenido que le había pasado en días. Leía a gran velocidad contestando a su hermana con simples monosílabos.

—Sí, claro —decía sin oír ni la pregunta, inmerso en tan apasionante lectura.

La hermana le preguntaba por Ana mientras él devoraba la parte en la que recordaban que ella se había vestido de prostituta y Raúl la había recogido con su coche en una calle de las inmediaciones del Bernabéu.

—¿Pero piensas llamarla o no? —insistió ella irrumpiendo de nuevo en el salón, vestida solo con un pantaloncito corto y un top negro con el lema: “Feminista o muerte”. Muy feminista no se sintió Carlos al comprobar que en lo primero que se fijaron sus ojos fue en sus notables pechos.

—De momento no, joder. Es ella la que me ha puesto los cuernos, si quiere algo que se espabile.

La hermana extendió la mano reclamando su móvil justo en el momento más apasionante de la lectura, el último mensaje que alcanzó a ver rezaba: “Quiero que me violes”.

Maldijo el preciso instante en el que tuvo que devolverle el teléfono y, más tarde, odió también que no hubiera estado lo suficientemente avispado como para decirle cualquier excusa para así poder terminar su lectura. Sonia y Carlos prepararon unos bocadillos como toda cena, vieron un poco la tele y después se entretuvieron viendo un programa de monólogos en la televisión. Pero él no se sacaba aquella conversación de WhatsApp de la cabeza. Le costaba incluso ver igual que siempre a su hermana. Ella, como de costumbre, poco después de las once se quedó completamente dormida, circunstancia que Carlos aprovechó sin compasión ni demasiados disimulos. Tenía ansia viva por seguir leyendo.

Sonia: Quiero que me violes.

Raúl: ¿¿Qué??

Sonia: Pues eso, quiero que me violes. Sin juegos. Que me sorprendas un día, desprevenida, desvalida, y me violes.

Raúl: Cariño, perdona eh pero…¡¡¡WTF!!!

Sonia: Eso es lo que quiero, ¿no te atreves? Que me violes, así de fácil. Tendremos una palabra de seguridad, gorrión rojo por ejemplo. Si yo no lo digo podrás hacerme lo que te dé la gana. Con fuerza, con autoridad, pero sin violencia claro.

Raúl: Me parece que se nos está yendo la mano con este jueguecito (emoticonos varios de risas).

Sonia: ¿Me quieres o no? ¿A caso eres un cobarde? Hablo completamente en serio. De hecho no quiero hablar más del tema, esa es mi petición. Que me violes. No ahora, no quiero saber cuándo. Ni cómo. Ni siquiera que sea capaz de reconocerte, quiero que lleves una máscara, un pasamontañas o lo que te apetezca. Es más, si lo haces nunca querré hablar del tema. Ni yo te lo contaré ni tú confesarás. NUNCA, ¿de acuerdo?

Raúl: Cariño…

Sonia: Se acabó el tema. Esta conversación nunca ha tenido lugar.

Raúl: ¿No crees que deberíamos hablarlo un poquito más?

Sonia: ¿Cómo te ha ido hoy el trabajo?

Carlos no dio crédito a lo leído. Su cerebro rápidamente se infectó por el morbo, lo prohibido, lo tabú. Para cuando giró a observar a su hermana su erección ya era notable, así que no se había excitado mirándola, técnicamente había pasado antes. Tampoco era por ser ella de su sangre, sino por la singular situación leída en la conversación. Eso se dijo una y otra vez mientras sus ojos repasaban su cuerpo. Eso se repitió mientras miraba sus pechos, su cintura delgada y sus largas y torneadas piernas. Eso, obviamente, no fue más que un atajo de mentiras y excusas.

El plan

La noche había sido larga. Apenas había conseguido dormir entre la calentura del WhatsApp y la incomodidad del sofá. No sabía ni qué hora era cuando su hermana apareció en el salón vestida solo en ropa interior.

—¿Has visto mi vestido verde?

—¿Qué?

—Mi vestido verde, creía que lo había dejado en una silla en el salón. Joder, voy a llegar tarde al trabajo.

—No lo he visto, no.

—Ya bueno, gracias por la ayuda hermanito —ironizó ella.

Carlos hizo un amago de incorporarse, pero en vez de ayudarla en su búsqueda lo que hizo fue estudiar de nuevo su anatomía.

«Joder». Vestida sola con las braguitas negras y el sujetador a juego Sonia era una auténtica Diosa. Casi perfecta. Proporcionada y sensual. Raúl tenía tanta suerte que Carlos experimentó un nuevo récord, el de odiar a alguien en menos tiempo.

«Menudo cabrón».

“Quiero que me violes”, “nunca hablaremos del tema”, eran solo algunas de las frases que se le venían a la mente.

—¡¿Dónde coño lo habré dejado?! —refunfuñaba ella entre la penumbra.

Finalmente el hermano abrió la persiana y disimuló mirando entre algunos cojines, quedándose casi bizco para poder contemplar sus sensuales y tersas nalgas.

—Pues nada, plan B —anunció ella abandonando de nuevo el salón.

Diez minutos después se despidió de él llevando un vestido gris cortísimo que le había obligado a cubrir sus piernas con unos leggins negros. Carlos sintió entonces un enorme vacío, seguido después de una de las ideas más terribles, degeneradas y maquiavélicas que se le podían ocurrir. ¿Acaso se podía hacer pasar por Raúl?

¿Tenían una constitución parecida? La respuesta era sí. Carlos era algo más alto, no más de dos o tres centímetros, ¿era eso perceptible en un momento de estrés absoluto?

¿Tenía las agallas para hacer algo tan retorcido? La respuesta debería haber sido no, pero la erección andante en la que se había convertido hacía presagiar todo lo contrario.

¿Podría reconocerlo por el miembro? Quién sabe. Difícilmente. Tampoco iba a ser algo demasiado analizable, esperaba que la adrenalina lo confundiera todo.

¿Era el plan la cosa más despreciable que se podía tramar? Probablemente solo el fin de una espiral descendente en el que habían participado enanas, voyerismo con una novia infiel y sexo por dinero.

Siguió haciéndose esas preguntas pero su subconsciente ya había tomado la decisión, incluso iba camino del mercado para hacerse una copia de la llave de casa de su hermana aprovechando que ella le había dado un juego de llaves al instalarse. Fue un día largo pero intenso, de preparativos hasta que llegó su hermana del trabajo.

—¿Y esa maleta? —fue lo primero que preguntó la hermana incluso antes de saludar.

—Me voy unos días con Marcos a la Sierra, sus padres tienen una casa allí.

—¿Y eso?

—Me vendrá bien. Él está en el paro y a mí no me sale una puta mierda, por lo menos que esté rodeado de naturaleza, a ver si aclaro un poco mis ideas.

—Joder, ¿Tan mal estás en casa?

—Que no mujer, que es por desconectar un poco. En Madrid se me cae la ciudad encima. Toma, te dejo las llaves encima de la mesa.

—Quédatelas de momento, ¿o qué harás cuando vuelvas?

—Ya veremos, pero mejor te las devuelvo no sea que las pierda. Quién sabe, a lo mejor me centro y arreglo las cosas con Ana.

Sonia hizo cara extrañada mientras que el hermano se despedía dándole un beso en la sien.

—Cuídate eh —fue lo último que le dio tiempo a decir.

—Claro que sí. No sufras por mí, y gracias por todo.

El día

El hotel estaba muy cerca de la casa de la hermana. Agradeció el dinero de Cornelio, ese enano malcarado había sido vital para subvencionar la operación. También a Marcos que aunque lo de la casa en la sierra no era más que una patraña sí lo utilizó como canguro del perro. Esperó dos días mientras terminaba de tramarlo todo. Su plan era perfecto, pero dependía completamente de los detalles. A las seis de la tarde se dirijo hacia el piso. Dio gracias de que la finca no tuviera conserje, pero ya en el ascensor se le aceleró el corazón con solo la idea de encontrarse con algún vecino. Una vez en el rellano introdujo la copia de la llave y esta no giró.

«¡Me cago en la puta!».

Insistió hacia todas direcciones pero no hubo manera. Empezó a traspirar. Con dificultad consiguió meterla de nuevo y, después de bastante forcejeo, por fin abrió la puerta. Fue el primer momento de alivio de las últimas setenta y dos horas. Ya una vez dentro de la casa se alegró al comprobar que desde el otro lado era más fácil cerrar. Examinó el pequeño apartamento: Una habitación, un baño, cocina americana y salón. Era obvio que el mejor lugar para esperarla era detrás de la isla de la cocina, justo a la derecha de la casa una vez pasas la puerta. Su ropa era deportiva y nueva, imposible de vincularle con él. Tampoco el pasamontañas.

De nuevo palpitaciones y sudor. Pronto serían las siete en punto y su hermana llegaría como un reloj suizo.  No llevaba guantes, ni los necesitaba. Para Sonia no era una violación, tan solo un juego. De repente se le ocurrió que quizás Raúl sí se animaría a cumplir su fantasía. ¿Y si acaba violada dos veces en una semana? Bueno, era tarde para eso, ya no había marcha atrás.

Las siete en punto y la puerta no se abre. Carlos se sintió tan nervioso que se planteó dejarlo correr. No suele retrasarse. Otra idea se le pasó por la cabeza, ¿y si justo ese día ha quedado con Raúl y llega más tarde y junto a él? Bueno, entonces diría que todo se trata de una pequeña broma. ¿Cómo iban a llegar a la conclusión acertada de lo que estaba pasando? Imposible. A las siete treinta y cinco Carlos pensó que le iba a coger un ataque de ansiedad, pero aguantó. Tembloroso, histérico, pero consiguió sostenerse en pie. Se dio de margen hasta las ocho para abandonar el lugar del crimen.

Las siete y cincuenta y cinco y la puerta hizo un ruido, alguien la está abriendo desde el otro lado. Sonia pasó la puerta sola, vestida de deporte y dejó una pequeña mochila en el suelo. Estaba tan concentrada que no reparó en que a dos metros de ella se esconde un encapuchado. Colocó de nuevo la llave desde dentro para cerrar pero Carlos se quedó obnubilado observándola. Con el top blanco y los cortísimos shorts de deporte está aún más sexi de lo esperado. Finalmente reaccionó y se abalanzó sobre ella desde detrás.

Ella gritó momentáneamente del impresionante susto para enseguida comenzar a forcejear. El hermano la había empotrado contra la misma puerta, con autoridad, y restregaba el miembro contra su culo mientras que le ponía la mano en la boca. Del miedo a la excitación en dos minutos, Carlos podía sentir su miembro erecto como nunca. Sonia tenía más fuerza de lo esperado, y luchaba con auténtica convicción.

—No. ¡¡Noo!! —gritaba a través de la mano.

De la lucha cayeron ambos al suelo y ella intentó huir reptando por el parqué, pero el hermano la agarró del tobillo y la volvió a acercar para echársele encima. Mientras intentaba acomodarse sobre su anatomía la hermana le golpeaba con manos y antebrazos, histérica. Carlos dudó de que realmente fuera todo parte del juego. Se detuvo incluso durante un segundo, y allí comprobó como ella se defendía más teatralmente que efectivamente, no aprovechando la circunstancia para librarse de él. Ambos estaban excitadísimos.

El asaltante consiguió colocarse al fin entre sus piernas, restregando ahora su mástil contra el sexo de la supuesta víctima, separados solo por la ropa de ambos. Ella seguía forcejeando mientras él le manoseaba las tetas por encima del top e incluso intentaba arrancárselo sin conseguirlo. Carlos le agarró el pantaloncito por la goma e hizo un primer intento de bajárselo, pero tampoco tuvo éxito, recibiendo incluso un puntapié en las costillas y un par de puñetazos en los hombros.

«¡Joder!». Quiso gritarle, pero era plenamente consciente de que la voz era una de sus puntos débiles. Le agarró por la coleta y la tumbó aún más sobre el suelo, con fuerza, de manera intimidante. Con su mano agarrándole aún del pelo usó la otra para manosearle la entrepierna, frotándosela con pasión.

—¡¡Ahh!! ¡Cabrón! ¡¡Mal nacido!!

A cada golpe recibido le tiraba aún más del cabello, domando a la fiera sin piedad y rezando para que sus preciosos labios no dijeran la palabra gorrión rojo. Siguió peleándose con aquel short hasta que el cansancio, o quizás la misericordia de la hermana, hicieron mella en ella y consiguió quitárselo por los pies.

—¡¡No!! ¡¡¡Noooo!!! ¡¡No por favor!!

Se bajó el pantalón de chándal y agradeció la idea de no haberse puesto calzoncillo, liberando un sable duro, afilado y dispuesto.

—¡¡Noo!! ¡¡Nooo!!

Se restregó unos segundos contra el tanga rosado, logró apartarlo lo suficiente con los dedos y restregó el glande contra la entrada de su sexo parcialmente rasurado en busca de la entrada.

—¡¡Mmm!! ¡¡¡Mmm!!! No. ¡¡No!! ¡¡Para!!

Sin pensárselo dos veces la penetró con dureza, con tanta fuerza que incluso pudo notar el cuerpo de ella rebotando contra el suelo. Sonia quedó tan extasiada que fue incapaz de seguir resistiéndose, abriendo aún más las piernas para acomodarse mejor.

—¡¡Ahh!! ¡¡Ahh!! ¡Ah! ¡¡¡Ahhhh!!! ¡¡Mmmm!!

Las embestidas fueron a más, desmesuradas, brutales. La hermana lejos de seguir pegándole le agarraba del pasamontañas para ayudarse con los movimientos. Carlos acometía rudo mientras volvía a sobarle las ansiadas tetas por encima del maltrecho top, mordisqueándose el labio dentro del incómodo pasamontañas para evitar gemir demasiado. Sin embargo ella gritaba como un animal en celo.

—¡¡Ohh!! ¡¡¡Ohhh!!! ¡¡¡Ohhhhh!!! ¡¡Mmm!! ¡¡¡Mmmm!!!

Durante unos minutos prosiguió con aquel salvaje polvo hasta que se dio cuenta que, de nuevo, estaba a punto de correrse antes de lo deseado. Decidió ir bajando la intensidad para finalmente detenerse, tomando aire, concentrándose ante el estupor de la falsa víctima. Mientras que se relajaba un poco aprovechaba para sobarle las nalgas. Glúteos de acero, cultivados por el running y el yoga. Después del merecido descanso contratacó, agarrándole de la camiseta y dándole la vuelta con brusquedad. Le cogió lo que quedaba del tanga y consiguió romperlo deshaciéndose de él como Hulk Hogan lo habría hecho de su camiseta. Frente a él tenía el espectacular culo de su hermana y pudo notar su falo palpitar de impaciencia.

Se arrojó de nuevo sobre ella en esta nueva postura con la intención de penetrarla vaginalmente desde detrás, acción que ella casi pedía a gritos, pero en el último momento tuvo otra idea mucho más perversa. Colocó de nuevo su glande a modo de perro rastreador en la raja del culo y buscó un nuevo e inexplorado orificio de placer. En el preciso momento en el que Sonia captó la intención de su asaltante decidió defenderse con todas sus fuerzas.

—¡No! ¡¡Eso no!! ¡¡Para!! ¡¡¡Para joder!!!

Pero sus súplicas no tuvieron ningún efecto. Carlos estaba cegado por el deseo y ya forcejeaba ansioso con su ano.

—¡¡Joder que no!! ¡¡Estás loco!! ¡¡Suéltame gilipollas!!

La hermana se defendió como pudo, pero estaba agotada. Él consiguió introducir la cabeza del miembro con mucho esfuerzo, sintiendo un placer indescriptible.

—¡¡Ahhh!! ¡Joder! ¡Ahh! —gimió ella esta vez de dolor—. Gorrión rojo, ¿me oyes? ¡¡Gorrión rojo!!

Pero a Carlos no le importó escuchar la clave. Había recibido demasiados golpes y estaba demasiado excitado para detenerse. Presionó aún con más fuerza hasta penetrarla más o menos hasta la mitad.

—¡¡¡Aaarrgg!!! ¡¡Para Raúl joder!! ¡¡Imbécil!! ¡Que no estoy jugando!

«Yo tampoco, ¿no querías que te violasen?, pues sin medias tintas».

El hermano empujó con una fuerza descomunal hasta que sus testículos chocaron contra sus firmes glúteos, y una vez conseguido intentó moverse con mucha dificultad hacia delante y hacia atrás.

—¡¡Ohh!! ¡¡Ohh!! ¡¡Ohh!! ¡¡Ahhhhh!! ¡¡Para por favor, para!!

Carlos sentía un placer inmenso cabalgando aquel estrecho conducto, notando su miembro completamente aprisionado, frotándose por toda la cavidad.

Ella pareció resignarse, concentrándose más en que el dolor no fuera a peor. Siguió penetrándola cada vez más cómodamente, agarrándole con fuerza las caderas para ayudarse y dejándolas solo de vez en cuando para estrujar sus pechos desde detrás.

«Menudo culo y menudas tetas tienes, hermanita».

Las acometidas duraron poco más de cinco minutos más cuando, sin poder evitarlo, Carlos eyaculó en su interior, llenándole el culo de su pegajoso esperma para retirarse después extasiado. Estaba agotado, al igual que ella, pero no quiso esperar a las represalias y se fue del piso casi sin recuperar ni el aliento. No fue hasta llegar al ascensor que se dio cuenta de la locura que había hecho.

Reconciliación

Una semana después la vida de Carlos había vuelto, aparentemente, a la normalidad. Instalado de nuevo en el chalé de su mujer, reconciliados más o menos. En esa semana aún seguían hablando cosas, solucionando temas. Mucho diálogo y poco sexo, o ninguno. Él incluso echaba de menos los insípidos polvos con Ana, pero era un buen comienzo.

Era viernes por la noche y quedaron para cenar con la hermana de Carlos y su novio, Raúl. Desde el “encuentro” en casa de ella no se habían vuelto a ver, pero hablando por teléfono Carlos no notó nada raro. El matrimonio llegó primero y se instalaron en la mesa de la reserva. Era un restaurante nuevo pero con buena fama. Poco después llegaron la hermana y Raúl, saludándose los cuatro con total naturalidad.

Al músico se le aceleró el corazón. Parecían estar bien incluso entre ellos. ¿Habrían hablado de lo sucedido en el apartamento? Era imposible…¿De verdad su hermana no lo había matado por saltarse, supuestamente, la contraseña? ¿Habría violado Raúl a su hermana después de él?

Hablaron un poco de todo mientras el primer plato llegaba. Carlos tenía a Ana sentada a su derecha, a su hermana en frente y a Raúl delante y a la derecha. Desde el principio se fijó en el pronunciado escote de su hermana y no tardó ni dos segundos en recordar sus manos recorriendo su cuerpo, excitándose. Su mujer lo que llevaba corto era el vestido, así que sin darse cuenta se sorprendió manoseándole, nervioso, el muslo. Con la vista clavada en los pechos de delante, su mano en el muslo de su lado e interviniendo con monosílabos en la poco interesante conversación.

Ana giró la cabeza para increpar con su mirada a su marido, que le sobaba la pierna cada vez más brusco. O fue demasiado disimulada o Carlos no quiso darse por aludido, siguió manoseándole el muslo e incluso subiendo sus tocamientos por la extremidad, en dirección a la entrepierna y cada vez más en la cara interna. Los tocamientos empezaban a ser descarados cuando una vocecita interrumpió a las parejas.

—Hola, ¿Carlos? ¿Eres tú?

Al fijarse el músico descubrió a una sonriente personita, Pascasia, saludándolo. La escena era casi grotesca, con la enana vestida como una especie de colegiala cachonda y acompañada de un negro de, mínimo, metro noventa.

—¿Eh? Ah, sí, sí, soy yo…hola, ¿qué tal? —saludó Carlos, abochornado, ante la sorpresa del resto de comensales.

—Muy bien, ya me ves, aquí con un ex compañero de trabajo —siguió ella.

—Ah, pues genial, os va a encantar. Supongo vaya, es decir…que no…que vamos por el primero, ni ha llegado aún. Quiero decir que no hemos ido más, digo que es la primera vez que venimos…

—Ya, vale, disfrutad de la cena chicos —dijo la enana antes de irse a su mesa, consciente de la incomodidad que causaba.

—Es la hermana de un tío del bar —informó Carlos mientras que sus dedos casi rozaban las bragas de su esposa, colándose por dentro del vestido.

A la excitación causada por el canalillo de la hermana se le sumó el recuerdo de la mejor mamada que le habían hecho en su vida, si había algo que estuviera más que incómodo eso era excitado. Ana, sorprendida por las amistades de su marido y a la vez violentada por sus manoseos, se puso en pie y dijo que iba un momento al baño. Carlos la pudo ver irse, con aquel vestido tan corto, el despampanante trasero y las piernas perfectas.

—Disculpadme un momento —dijo levantándose también de la mesa.

Aceleró el paso entre clientes y camareros y pudo sorprenderla entrando en el baño de señoras. Entró junto a ella y la arrinconó en la pared mientras cerraba la puerta con seguro.

—¿Pero qué haces? —dijo ella completamente descolocada.

—Vamos Ana, no puedo más, voy a explotar —dijo mientras le subía el vestido.

—¡Carlos! —exclamó—. ¿Te has vuelto loco?

—¿Joder tía pero que no lo notas? Me pones a mil y ni te he tocado en diez días, no puedo más, así no puedo cenar.

Sin darse cuenta ella ya estaba de espaldas y su marido le bajaba las bragas, hábilmente, hasta los tobillos.

—Pero cariño…

—Shh, tardo cinco minutos.

Se dejó hacer. Dejó que aquel saco de testosterona la colocara ligeramente en pompa, apoyándose contra los azulejos del baño. Simultáneamente la sobaba desesperado, los pechos por encima del vestido, las nalgas desnudas, el sexo.

—Cómo me pones Ana, mmm.

Se bajó los pantalones y el calzoncillo, rastreó la vagina desde detrás como un cerdo en busca de trufas y la penetró.

—¡Mmm! ¡Mmm! ¡¡Ohh!! ¡¡Ohh!! Qué buena que estás Ana, ¡¡¡Ohh!!!

Ella se había excitado también, pero iba mucho menos revolucionada que su amante.

—¡¡¡Ohhh!!! ¡¡¡Ohhh!!! ¡¡Ohh!!

—Carlos, que nos van a oír... —susurró.

—Me da igual, mi mujer es una Diosa, ¡qué se jodan! ¡¡Ahh!! ¡¡Ahhh!!

Las embestidas eran tan fuertes que a Ana le costaba mantener el equilibrio con los tacones y las bragas por los tobillos.

—¡¡Ohhh!! Joder, ¡joder! ¡¡Joder!!

—Mmm, Carlos, Carlos…tranquilo…

Demasiado tarde, se corrió en su interior llenándola de su esencia y teniendo espasmos que sacudieron todo su cuerpo. Segundos después, salió de su interior extasiado y sudoroso. Pudo ver como rápidamente su mujer se subía las bragas y se adecentaba un poco y le dijo:

—Ana, me encantaría darte por el culo algún día.