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Angélica y la alta banca

en Hetero: Infidelidad

ANGÉLICA Y LA ALTA BANCA

Angélica A. había sido mi primera novia. Dicen que el primer amor nunca se olvida y algo de cierto debe haber en ello. No sé si fue por pereza o porque soy un romántico, pero el caso es que nunca saqué una vieja foto suya de mi cartera. De este modo la recordaría siempre joven. Pero la verdad es que hacía muchísimos años (calculo que unos quince o dieciséis) que nos veíamos y, con seguridad, no nos volveríamos a ver. En esos años me había dado tiempo a estudiar económicas y a empezar a trabajar en una entidad financiera. Me tocó un periplo de cinco años por varios pueblos de la provincia, para al final poder recalar en una oficina de Valladolid capital. Era una oficina pequeña, en la que solo trabajábamos tres personas, pero no estaba nada mal. El director de la oficina tenía 55 años, yo 32 y la tercera de a bordo, Marta, solo 24. En menos de cinco años el director se habría jubilado y su sillón y su despacho pasarían a ser míos. Aunque no tenía ninguna prisa, ya que de momento me consideraba satisfecho con lo que tenía.

Con las mujeres no había tenido demasiada suerte. Después de Angélica había tenido una novia en el instituto, pero lo dejamos sin saber por qué. La siguiente, en la facultad, fue Sonia, pero ella dejó de estudiar y se marchó a trabajar a Baleares. Después vino Noelia, la cual acabó dejándome por un aragonés aficionado al esquí. Con Carmen estuve tres años, pero esta vez fui yo quien la dejé, porque no nos entendíamos en nada. La última de ellas, Mónica, estaba algo loca, por lo que tuve que huir de ella y desaparecer por un tiempo de los lugares que solía frecuentar. De esto hacía más de un año, en el cual había tenido alguna que otra esporádica aventura, pero nada serio ni demasiado satisfactorio.

APERTURA DE CUENTA CORRIENTE

Aquel viernes de primeros de octubre se presentaba como todos los días, pero con el aliciente de que por la tarde me iba al pueblo. Allí, con unos amigos agricultores, planeábamos la forma de poner en marcha una fábrica de transformación de productos agrícolas. A eso de las ocho de la mañana entré en el banco. A los dos minutos llegó Marta: "Buenos días, Javi", fue su saludo, nada diferente del de cualquier otro día. El director llegó a las ocho y media, pero una hora más tarde tuvo que salir a resolver unos asuntos urgentes. No importaba demasiado, ya que en aquella oficina la clientela no nos agobiaba.

Marta se ocupaba de la caja, mientras yo repasaba unos papeles, procurando dejar libre la bandeja de asuntos pendientes. A las diez y media entró en la oficina una mujer joven. Habló un minuto con Marta, la cual la hizo pasar hasta la mesa que yo ocupaba.

- Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle? -fue mi saludo.

- Buenos días. Quiero abrir una cuenta corriente y domiciliar un par de cosas -respondió.

- Perfecto. Si me permite su DNI, en un momento le tomo los datos.

Me dio su carnet. Yo empecé a meter sus datos en el ordenador. Nombre: Angélica A. G. Nacida el 21 de febrero de 1972, en Ponferrada. Domicilio: Ponferrada. Al principio no caí en la cuenta, pero aquellos datos me resultaban sospechosamente familiares. Me detuve un momento y miré fijamente a aquella mujer que estaba sentada al otro lado de la mesa. Los años habían pasado, pero pude reconocerla sin dificultad. No había cambiado demasiado. Su cara se había redondeado, pero su nariz respingona y sus ojos azul claro seguían allí. El pelo lo seguía teniendo rubio, rizado y corto. No había crecido demasiado desde aquellos años: alrededor de 1,60. Su figura era aún esbelta, delgada, pero con curvas sugerentes en todos los lugares: pechos, cintura, caderas.

Aquel día vestía con un jersey oscuro de cuello alto, pantalones negros, parca verde con cinturón y botas negras. La verdad es que por un momento me retrotraje a mis tiempos adolescentes, pero pude reaccionar cuando ella me dijo:

- ¿Hay algún problema con los datos?

- No, por supuesto que no. Solo que creo que nos conocemos -respondí.

- Ahora que lo dices debo confesar que tu cara me resulta familiar. Pero no caigo de donde -confesó ella.

- Del instituto Obispo Argüelles, de Ponferrada, primero de BUP -repliqué.

- ¡Claro! -exclamó ella-. Tú eres Javi.

Asentí con la cabeza. En ese momento ella me miró con una fijeza que parecía que me iba a atravesar el cuerpo. Continuó diciendo:

- Me ha costado reconocerte. Has cambiado.

- Pues tú te sigues conservando igual de bien que hace dieciséis o diecisiete años -repuse.

- No digas bobadas, soy casi una vieja de 32 años.

En ese momento entró otro cliente en la oficina, pero solo iba a sacar unos euros de su cuenta, por lo que Marta le atendió sin problemas. Me di cuenta de que en el anular de la mano derecha llevaba un anillo de oro.

- ¿Casada? -pregunté con tono totalmente neutro.

- Sí, hace casi cuatro años. Tú conoces a mi marido.

- ¿Algún compañero del instituto? -seguí preguntando.

- Valentín. Cuando te fuiste de Ponferrada empecé a salir con él. Una cosa llevó a la otra y acabamos en el altar -respondió.

Valentín, claro. Recuerdo que competí con él durante varios meses. Gané, pero fue un triunfo efímero, ya que en junio trasladaron a mi padre del trabajo y no volví por Ponferrada. Por lo que se ve él aprovechó bien mi ausencia para llevarse el gato al agua y a Angélica al huerto.

- ¿Tenéis críos? -pregunté, ya que alguna vez me había imaginado teniendo una pequeña rubita con ella.

- No, no hemos tenido tiempo para eso. Él viaja mucho. Es soldado profesional y ahora está en Kósovo. Volverá dentro de diez días -respondió ella-. ¿No me digas que tú sigues soltero?

- Así es. Desde que te perdí de vista no he tenido suerte con las chicas -dije, mientras acababa con el contrato de cuenta corriente.

Saqué el contrato por la impresora, después de haber metido en él las domiciliaciones correspondientes, y se lo tendí a Angélica para que lo firmase. Cogió el boli con la misma gracia que lo hacía en la escuela, poniéndolo totalmente vertical, y firmó, con la rúbrica de siempre, la que estampó varias veces en las pastas de mis viejos cuadernos.

- Ahora vivimos en Valladolid, a dos calles de esta oficina -dijo, poniéndose de pie para despedirse-. No te interrumpo más, tendrás cosas que hacer.

- Esta tarde no tengo nada que hacer. Podemos quedar a tomar algo. Supongo que tendremos muchas cosas que contarnos -sugerí.

- Por supuesto, me apetecería mucho -contestó sonriendo.

- Siguiendo esta calle a la izquierda, antes de llegar a la universidad hay un bar muy majo. Se llama Toledo. ¿Te viene bien a las siete?

- Allí estaré. Procuraré ser puntual, ya que me imagino que tú seguirás siéndolo -dijo ella.

- No se te escapa una -respondí, estrechando su mano a modo de despedida.

CONTRATO DE HIPOTECA

Llegué al Toledo a las siete menos cinco. La camarera me saludó, ya que era un cliente habitual. Pedí un café con hielo y me senté en un taburete de la barra. A las 19:02 llegó ella, vestida exactamente igual que por la mañana. Me dedicó una preciosa sonrisa, mientras con un gesto le invité a sentarse en el taburete que quedaba libre a mi izquierda. Empezamos a hablar de los viejos tiempos, sin prisa. Nuestra charla era fluida. Los cafés pronto fueron sustituidos por unos vasos de whisky con hielo. La conversación se fue deslizando hacia los novios de ella. Por supuesto yo fui el primero en entrar en este capítulo. Riendo, mientras apuraba el segundo vaso dije:

- La verdad es que se lo puse muy fácil a tu marido. Desaparecí y él tuvo el camino libre.

- Los dos me gustabais mucho -respondió ella, acabando también con el contenido del vaso.

- Pero yo un poco más, reconócelo.

- Puede ser, pero Valentín también me ponía. No era tan guapo como tú, pero era buen chico -siguió ella.

- Típico de las mujeres. Cuando decís que un hombre es buen tipo, es que no destaca por mucho más -comenté, mientras hacía un gesto a la camarera para que volviese a llenar los vasos.

- Sigues conservando aquella fina ironía que tanto me gustaba -dijo Angélica, brindando con su vaso contra el mío.

- En el fondo te envidio. Estás felizmente casada con tu novio de la adolescencia, mientras que yo he acumulado fracaso tras fracaso con las mujeres.

- ¡Pobrecito mío! -dijo ella riendo-. Con lo bien que está y ninguna le quiere.

Y sin previo aviso acercó su mano a mi mejilla, dándome una deliciosa caricia. Su mano era suave como la seda y provocó en mí un escalofrío. Cuando retiró la mano bebí un largo sorbo de whisky, tratando de que su calorcito me calmase los nervios. Traté de no hablar, por si acaso me temblaba la voz, pero ella no me dio tregua:

- ¿Cómo hubiésemos funcionado tú y yo?

- ¿Cómo matrimonio? No sé. Debo tener un carácter difícil para convivir conmigo -respondí.

- No, en realidad me refería a nuestro funcionamiento sexual -siguió diciendo, mientras su mano daba palmaditas en mi rodilla.

- ¿Sexualmente? Supongo que bien. Sabes que siempre me gustaste mucho -acerté a contestar.

- ¿Te gusto todavía? -quiso saber, mientras sentía que sus maravillosos ojos me atravesaban.

- Claro que sí. Ya te dije esta mañana que te conservas de maravilla, mejor que cuando tenías 15 años -contesté, devolviendo la mirada-. Pero hay que ser realista: eres una mujer casada y entre mis planes no entra el romper matrimonios felices.

- La verdad es que a estas alturas ya no queda mucho matrimonio que romper en mi caso. Pero siempre podrías ser mi amante -sugirió ella, con apenas un hilo de voz.

- Eso estaría mejor. ¿Te apetece ver dónde vivo? -propuse, dado el rumbo que estaban tomando los acontecimientos.

- Me encantaría -respondió ella, con los ojos chispeantes, aquellos que me enamoraron la primera vez.

Pagué la última ronda de copas (las anteriores las habíamos ido pagando alternativamente) y nos despedimos de la camarera. Noté que ella nos miraba cuando salíamos del bar.

CUENTA VIVIENDA

Mi apartamento no estaba mal. El problema era el ligero desorden que había, pero estaba bien ventilado y, dado que yo no paraba mucho en casa, el polvo y la suciedad no se habían acumulado. Angélica pasó una mirada atenta por todo el apartamento, con rostro serio y ojos alerta. Finalmente dijo:

- Me gusta donde vives.

- Lo suponía, pero creo que no hemos venido a discutir el problema de la vivienda ¿no? -comenté.

- No. Hemos venido a hacer el amor.

- Pues no perdamos el tiempo y manos a la obra. Tenemos muchos años que recuperar en unas pocas horas -sentencié.

Y sin que mediara provocación besé sus carnosos labios, al tiempo que abrazaba su cuerpo. Sin dejar de besarnos llegamos al dormitorio, después de rebotar contra todas las paredes del pasillo. Nuestras prendas de vestir empezaron a caer como los tipos de interés, de forma rápida y continuada. Ya en la puerta de la habitación cayeron nuestras chaquetas y su bolso. Dos pasos más a dentro fueron nuestros zapatos los que salieron volando. Cuando caímos sobre la cama ella ya tenía desabrochados todos los botones de mi camisa, mientras que yo forcejeaba tratando de sacar su jersey de cuello alto. Al final, dado que ya no éramos unos jovencitos, decidimos hacer una pausa y desnudarnos con más calma. Bajo los pantalones negros y el jersey oscuro de ella se escondía un conjunto de sujetador y braguita blancos, muy sexy. Se lo quitó con calma y pude ver, por primera vez, su cuerpo desnudo. Me lo había imaginado algunas veces (muchos años atrás), pero la realidad superó todas mis previsiones. Sus pechos eran de tamaño medio, pero de una redondez perfecta. La cintura libre de grasa, las caderas generosas. El vello púbico que cubría su sexo era del mismo color que su cabello, ya que ella era rubia natural.

Yo debía tener cara de envelesado, por lo que ella dio una graciosa vuelta sobre sí misma, permitiéndome ver su lisa espalda y sus nalgas respingonas, que aún estaban levantadas y no acusaban la ley de la gravedad. Angélica sonrió, con una evidente expresión de placer en su rostro, como si ella hubiese estado esperado este momento. Por mi parte acabé de desnudarme. No es que mi cuerpo fuese de gimnasio, pero no estaba del todo mal. Para el 1,78 de altura mis 73 kilos eran más que suficientes para no estar gordo ni demasiado delgado. Ella miró un momento hacia mi cuerpo desnudo, con sus ojos atentos e inquisitivos y dijo:

- No estás nada mal ¿sabes?

- Tú tampoco tienes desperdicio -respondí.

No pude decir nada más, porque en ese momento ella alargó los dedos y agarró mi polla tiesa. Estábamos de pie, uno frente a otro a un lado de la cama. Ella tiró suavemente de mi miembro masculino, haciéndome sentir un delicioso hormigueo, desde la planta de los pies, hasta el pelo. A partir de ese momento no pensé en ya en tomarme cumplida venganza del tal Valentín, ni en nada por el estilo, sino en disfrutar de un buen polvo con la chica que hubiese debido ser mía, por derecho propio. Llevé mis manos con avidez a sus redondas tetas y las amasé un buen rato. Ambos gemíamos, pero sin prisa, como deseando alargar todo lo posible los momentos de placer. Nos besamos de nuevo, haciéndonos placenteras cosquillas con la lengua. Una de mis manos se posó en su entrepierna. Estaba blandita, caliente y mojada. Pasé un dedo por su rajita, con rapidez, arrancando un suspiro de su garganta.

Con un empujoncito tumbé su cuerpo en la cama y empecé a chupar sus pezones, muy oscuros en comparación con el resto de su piel. Tenían esa deliciosa textura, dura, firme, pero muy suave. El sabor de su piel era intenso. Me emborraché unos segundos de sus encantos, hasta que ella decidió empezar a chupar mi polla. Lo hacía perfectamente, con la lengua dando vueltas sobre el capullo y los labios apretando cada vez más abajo. Metí las manos entre el rizado pelo de su cabeza, acariciando con suavidad su cuero cabelludo. Era sensacional sentir su cálida boca sobre mi polla. Ella estaba tumbada en la cama, boca abajo, mientras que yo estaba de pie, disfrutando de su tratamiento.

FONDOS DE INVERSIÓN

Mientras me hacía aquella sensacional mamada mi mente divagaba por recuerdos de la adolescencia. Por ejemplo cuando fingí ir detrás de mi compañera de asiento, Nieves, para que ella reaccionase celosa, cosa que hizo al cabo de dos días.

- Ahora te toca a ti. Demuéstrame lo que has aprendido en estos años -dijo ella, con tono retador.

- Será un placer, cariño -contesté, mientras acercaba mis manos a sus tiesos pezones.

Empecé a pellizcárselos sin más, mientras ella gemía, como pidiendo más guerra. Después se los volví a chupar, bajando poco a poco la lengua. Cuando llegué a su monte de venus, la espalda de Angélica se arqueó, tumbada como estaba en la cama. Deseaba sentir el sabor ácido de su sexo en mi boca. Relamí sus deliciosos jugos vaginales con la boca, deteniéndome en el clítoris, mientras ella jadeaba de gusto. Su olor y su sabor me hacían perder la cabeza, así que dije:

- Voy a follarte como nunca lo han hecho.

- Adelante. En realidad estoy hambrienta de sexo -respondió ella a mi provocación.

Abrió sus piernas, permitiéndome ver su rajita, brillante por la humedad. Se la fui metiendo poco a poco, mientras ella movía la cabeza a ambos lados, jadeando sin parar. Cuando la tuve bien metida, Angélica levantó las piernas, pasándolas por los lados de mis caderas y juntándolas sobre mi culo. A partir de ese momento la follé sin tregua, metiéndosela hasta el fondo en cada movimiento. Ella gemía, acompasando sus sonidos a cada uno de mis envites. Era muy fácil penetrar en su coño mojado, que recibía agradecido toda la carne que yo podía meter allí. Entonces apliqué el dedo pulgar sobre su tieso clítoris y ella emitió un ohhhhhhhhhhhh pronunciado. Iba yo por el buen camino, por lo que no dejé de frotar su sensible parte hasta que ella se corrió, gimiendo y gritando, al tiempo que mantenía mi polla totalmente clavada en el coño.

- ¡Guauuuuuuuu! Ha sido deliciosooooooooooo -dijo ella, entre suspiros de placer.

- Me encanta que te haya gustado -respondí, sacando la polla que estaba brillante por su humedad.

- Túmbate, anda, que yo también quiero darte placer.

Obedecí al instante. Ella se colocó entre mis piernas y empezó a menear mi polla, con un ritmo regular. Yo estaba casi rendido a sus encantos, disfrutando de aquella vorágine de caricias, cuando ella colocó mi polla entre sus suaves tetas. Empezó a subirlas y bajarlas, hasta que no pude más. Con la polla en vertical sentí una especie de sacudida por todo el cuerpo. Acto seguido empecé a soltar chorros de semen, que se estrellaron contra su barbilla, contra su cara y contra sus tetas.

- Mmmmmmm, eres un amor -dije, en medio de un torbellino de placer.

Ella no dijo nada. Cogió con los dedos unas gotas de esperma de sus tetas y se las llevó a la boca, con movimientos deliberadamente lentos. Chupó despacio, saboreando el calentito semen que yo acababa de regalarle. Después repitió la operación, con las gotas que resbalaban por su barbilla y, por fin dijo:

- Tu semen está buenísimo. Me pasaría horas y horas saboreándolo.

- Eres tan maravillosa como siempre sospeché -dije, cerrando aquel estupendo polvo.

Después decidimos hacer una pausa. A fin de cuentas ya no éramos dos jovencitos, por lo que convenía recuperar las fuerzas antes del siguiente asalto, que sospechaba yo que no tardaría en llegar. En ese intervalo de tiempo nos dedicamos a charlar y a fumar. Tumbados desnudos sobre la cama ella me contó que había estudiado enfermería en León. Al acabar la carrera se casó con el Valentín, el cual no fue capaz de acabar la universidad, por lo que se alistó en el ejército. Ella trabajaba en el Hospital Clínico como enfermera. Ahora tenía cuatro días libres, hasta el martes.

- Tengo una duda. Me dijiste que no quedaba mucho de tu matrimonio.

- Así es -respondió ella-. La verdad es que en los dos últimos años las cosas han ido de mal en peor.

- ¿Por algo en especial? -pregunté.

- Por varias cosas. En primer lugar él pasa mucho tiempo fuera. En segundo lugar hace dos años se empeñó en invertir todo nuestro dinero en un fondo de renta variable de países emergentes -explicó.

- Mala coyuntura -dije, torciendo la boca.

- Lo perdimos casi todo y tuvimos que empezar otra vez. No sé si se lo perdonaré algún día. Desde entonces todo se enfrió -comentó ella, suspirando profundamente.

- Tampoco debe ser fácil estar casada con alguien que pasa meses fuera, a miles de kilómetros... -repuse, tratando de ser educado.

- No lo es. Al cabo de unas semanas ya no sabes si estás casada o si no lo estás. Los amores a distancia no son fáciles -dijo, mientras apagaba el cigarrillo.

- Ya sé que no es cosa mía, pero tú siempre has tenido éxito con los chicos, por lo que me imagino que no habrás tenido problemas para lograr compañía masculina -añadí.

- Me da igual que me creas o no, pero tú has sido mi primera infidelidad. En realidad, el segundo hombre en mi vida. No sé si soy fiel o si soy una estúpida, pero la verdad es esa.

Su cara se había crispado un poco, perdiendo la frescura que tenía. Los ojos se volvieron pequeños, suspicaces, desconfiados. Acaricié su espalda, con verdadera ternura. Tal vez me había pasado con las preguntas, por lo que decidí disculparme:

- Lo siento, yo no soy nadie para juzgarte. No debería haber hecho tantas preguntas.

- No te preocupes -dijo ella, que seguía tumbada boca abajo en la cama-, no es culpa tuya. Aunque tal vez sí: me pregunto cómo hubiese sido mi vida si me hubiese casado contigo en vez de con él.

DEUDA PÚBLICA

Preferí no contestar a su observación. Seguí acariciando su suave espalda con la mano. Después empecé a besar su columna vertebral, notando con agrado que ella respondía a mis caricias con unos gemidos apenas audibles. Animado por esto seguí recorriendo toda su espalda, primero con los labios y después con la lengua, hasta llegar a sus picarescas nalgas. Una vez allí pellizqué con suavidad aquellos glúteos, envidiados por más de una chica de veinte, y pasé la lengua por aquella raja tentadora. Ella soltó una especie de quejido, suave, prolongado, pero que incitaba a más. Ya que ella no se oponía, seguí el trabajo por su retaguardia, metiendo la lengua cada vez más profundamente entre sus nalgas.

Ella se incorporó sobre las manos y las rodillas, quedando en una postura de perrito perfecta. En resumen, los dos queríamos más, por lo que no me detuve. Chupé su ano, que ahora estaba bien a la vista, pasando la lengua con suavidad. Con el dedo índice de la mano izquierda acaricié su coño, notándolo húmedo de nuevo.

- Veo que la tarde va a dar mucho de sí -comentó ella, con la cabeza apoyada en la almohada-. Mmmm, puedes seguir así, me gusta mucho.

- Por lo que he entendido tengo una deuda contigo. Procurare resarcirte -dije, mientras colocaba el pene a la altura de su coño.

Se la clavé de un solo golpe, disfrutando de la deliciosa presión de su coño. Ella enderezó la espalda ante mi acometida, lo que yo aproveché para agarrar sus nalgas con fuerza. En esta postura me la follé durante un rato, disfrutando del ruidito del mete-saca, combinado con el suave chirrido de los muelles de la cama. De modo inconsciente coloqué un dedo sobre su ano, aún húmedo por las pasadas de mi lengua.

- Puedes intentarlo por ese agujero, si quieres -dijo ella sin dejar de jadear.

- ¿Te gustaría? -pregunté sin parar de follar.

- Sí, me gustaría mucho. Mi marido nunca me lo ha hecho, así que soy virgen por ese lado. No me digas que no quieres ser el primero.

- De acuerdo -contesté, aceptando el reto-, pero si te hago daño dímelo.

Mojé con saliva su pequeño agujero, aplicada con el dedo índice. Después lo metí un poco, comprobando que entraba con cierta facilidad. Seguí follando su delicioso coño, mientras mi dedo entraba del todo en su retaguardia. Acto seguido saqué mi polla de su coño. La tenía mojada de sus jugos, así que era posible que resbalase bien. Con las manos abrí sus nalgas todo lo que pude, apoyé la punta en la pequeña entrada, tomé aire y empujé con fuerza. El chillido de ella se pudo oír en todo el edificio. Me detuve en seco, dudando si continuar, hasta que ella dijo:

- No pares ahora. Sigue, por favor.

Empujé un poco más, hasta lograr meter la punta. El músculo circular de su ano me apretó la polla un poco, pero yo seguí empujando, hasta lograr meterla unos centímetros más. En ese momento cogí con fuerza sus caderas y dije:

- Vamos allá pequeña, que ya casi está. Aguanta un poco más.

Y se la metí del todo con un último empujón. Ella soltó un quejido, más o menos como si hubiese recibido un puñetazo en el estómago. Acto seguido gimió con fuerza, pidiendo más batalla. Empecé a meter y sacar la polla, al principio con cuidado, lentamente. Pero a medida que su ano se fue dilatando ya pude entrar y salir mejor. Evidentemente no con tanta facilidad como cuando se la metía por el coño, pero no estaba nada mal. Su culo presionaba deliciosamente mi polla, provocándome sensaciones diferentes, pero muy intensas. Cuando estuve seguro de que la polla estaba bien asegurada, solté una de las manos de su cintura y, rodeando su cuerpo, la llevé hasta su clítoris. Lo froté y apreté, notando que ella gemía cada vez más.

- ¡Ay! Me vas a matar, me vas a matar de gusto -dijo ella.

- De eso se trata ¿no? -fue mi breve respuesta.

La enculada duró un par de minutos más, hasta que ella movió sus caderas y se corrió entre fuertes resoplidos. De su boca salieron unas pocas palabras, apenas inteligibles:

- Ahhhhh, eres maravilloso... Nunca había sentido algo parecido... Me vuelves loca...

Saqué la polla de su ano, con el propósito de cambiar de agujero. Se la clavé en el coño con rapidez y ella volvió a soltar un gemido ahogado. Después de unas cuantas embestidas ella dijo:

- Deja que me dé la vuelta. Quiero verte. Quiero verte cuando te corras.

Acepté y al cabo de unos segundos ya la estaba follando de nuevo. Abrió las piernas en un ángulo increíble, mientras yo me hundía en sus líquidas profundidades. Yo pellizqué sus pezones, mientras ella pellizcaba los míos, y en esta postura disfrutamos unos segundos, para corrernos casi al mismo tiempo. Ella llegó unos segundos antes, pero cuando aún estaba jadeando recibió sobre las tetas la descarga de mi semen. Me derrumbé sobre la cama, agotado por la intensidad del polvo, mientras ella se extendía mi semen por las tetas, con una sensualidad que yo no había conocido hasta entonces.

- Seguro que esto me deja la piel suave, muy suave -dijo, sonriendo con picardía.

RENTA VARIABLE

Nos quedamos dormidos un rato. Cuando desperté eran las diez y cuarto de la noche. Ni siquiera hacía doce horas que me había reencontrado con Angélica, pero ahora ella dormía tranquilamente, desnuda a mi lado. Me levanté de la cama, algo aturdido por todo lo sucedido en las últimas horas y, por qué no decirlo, también con algo de mala conciencia. Sin ponerme nada de ropa me dirigí al baño. Una vez allí decidí, sobre la marcha, darme una ducha. A los cinco minutos ya estaba de nuevo al lado de Angélica, que seguía desnuda sobre la cama. Me miró durante un largo instante y dijo:

- Te has duchado sin avisarme, malo.

- Es mejor así. Juntos no nos hubiésemos concentrado en la higiene personal -respondí.

- En el fondo sigues siendo el mismo: siempre tienes razón -comentó ella sonriendo.

- Pero tú te has ganado una ducha. Es la primera puerta a la derecha.

Fue una gozada ver como ella caminaba desnuda, desapareciendo por la puerta. La verdad es que se conservaba de maravilla para su edad. Puse un poco de música y encendí un cigarro. Me tumbé en la cama, fumando y escuchando. No pensaba en nada en especial, mientras escuchaba el agua de la ducha correr. La verdad es que no me di cuenta de cuando ella cerró el grifo. Apareció por la puerta, envuelta en la toalla del baño.

- Hasta recién salida de la ducha y con esa toalla estás irresistible -dije con un silbido de admiración.

Apagué el cigarro y me senté en la cama, para poder ver mejor a aquella chica. Porque para mí Angélica seguía siendo la chica que conocí en el instituto y no la mujer casada de 32 años que era en la actualidad. Se acercó a mí, despacito. Cuando estuvo a unos centímetros de la cama dejó caer la toalla, dejando al descubierto su estupendo cuerpo.

- La piel de las tetas me ha quedado más suave que el culito de un bebé. No me lo creía, pero es verdad -comentó, tocándose ligeramente el pecho.

- ¿Te enseñó eso tu marido? -pregunté.

- No, que va. En realidad lo leí en una revista. Toca y tú también te convencerás -dijo, cogiendo una de mis manos y acercándola a su pecho izquierdo.

Ya lo creo que toqué. Acaricié toda su generosa teta, notando que la excitación volvía a invadirme de modo incontrolable. Alargué la otra mano hasta su otra teta, repitiendo la jugada. La verdad es que las tenía muy suaves, pero sospechaba yo que eso era natural y que nada tenía que ver con mi semen. Se las acaricié en círculos, procurando no rozar sus pezones, los cuales se fueron poniendo duros a ojos vista, sin que yo se los tocase. Ella disfrutaba de la situación, de pie ante mí, desnuda y excitada. De repente apliqué los pulgares sobre sus pezones y ella gimió con fuerza. Balanceó un poco las caderas, acercando su coño a mi cara. Mi respuesta fue fulminante: coloqué las manos en sus nalgas y atraje su almejita hacia mi boca. Hundí la cara en sus suaves vellos rubios, mientras ella abandonaba su sexo a mi pillaje. Se lo comí con verdadera voracidad, como si no lo hubiese hecho nunca.

Después ella se dejó caer sobre la cama, poniéndose de rodillas a mi lado. Agarró mi polla con la mano, acercando su boca a ella. El primer lametón sobre el capullo me puso los pelos de punta. El segundo, me puso a la velocidad del sonido. Dejé que ella chupase un poco más, pero lo cierto es que yo ya estaba preparado para nuevas emociones. De repente ella salió corriendo de la habitación, mientras decía:

- ¿A qué no me encuentras?

La encontré en la cocina. Había encendido la luz y estaba tumbada encima de la mesa de la cocina, sobre el costado derecho. Me coloqué de pie, frente a ella, con el coño a la altura perfecta. Su pierna izquierda subió hasta apoyarse en mi hombro derecho, mientras la pierna derecha caía casi hasta el suelo. La idea estaba bien clara, así que me limité a llevarla a cabo. Metí mi polla dura por su conejo jugoso y ella chilló con evidente placer. Se la metí con todas las ganas, admirado por la flexibilidad de mi amiga. Con un brazo agarré su muslo izquierdo (el que reposaba sobre mi hombro), mientras con la mano izquierda me dediqué a masturbar su clítoris, acompasando todos mis movimientos. Ella se acariciaba los pezones y decía:

- ¡Muy bien! Sigue jodiéndome así.

- Por supuesto que lo voy a seguir haciendo, no te quepa duda -respondí.

En aquella postura mi polla entraba lateralmente en su coño, con facilidad. Los gemidos de ambos ocultaban el ruidito que hacía mi pene en su sexo mojado. De lo que no cabía duda era que ella tenía bastante hambre, pero para mí era un placer aquella bienaventuranza bíblica de "dar de comer al hambriento" (a la hambrienta, en este caso). Aquello duró un buen puñado de minutos, mientras los dos notábamos como el placer nos iba invadiendo poco a poco. Ella puso los ojos en blanco, entreabrió la boca, se pellizcó un pezón y dijo:

- ¡Ahhhhhhhh, ya está aquí otra vez! Mmmmmmmm, que gustooooo........

- Eres una mujer maravilosa -dije, mientras besaba con suavidad sus labios jadeantes.

Ella bajó de la mesa, con problemas para mantener el equilibrio, y me pidió que yo ocupase su lugar:

- Siéntate aquí y ponte cómodo.

Lo hice. Mis piernas colgaban, con los pies a unos centímetros del suelo. Angélica dobló sus riñones, metió su cabeza entre mis piernas y chupó mi dura polla. Eché la cabeza atrás, con las manos apoyadas sobre aquella dura y blanca mesa, mientras ella hundía su cabeza en mi polla. Su boca trabajaba de modo rápido, efectivo, suave. Una mano la tenía apoyada en el borde de la mesa, mientras que con la otra acariciaba mis testículos y meneaba la polla, cogiéndola por la base. Tenía la lengua cálida, ágil, muy suave, y la aplicaba sin tregua sobre mi capullo. Cuando llegué al orgasmo tuve la sensación de que alguien había quitado la mesa y que yo experimentaba la sensación de una caída libre. Me corrí sin tregua, con la mitad de la polla dentro de su boca, sintiendo como ella apretaba mis huevos con suavidad. Chupó y lamió, hasta que mi herramienta quedó limpia, reluciente.

- Te lo habrán dicho muchas veces, pero tienes un semen delicioso -dijo ella.

- No creas que tantas veces. Eres un encanto -repliqué, dejando caer mi espalda contra la pared.

CUENTA EN DIVISAS

Con aquello los dos quedábamos saciados para una buena temporada. Aún nos quedaron ganas para salir a comer unos bocatas y tomar un par de cervezas, pero nuestra edad y el derroche físico que habíamos hecho recomendaban prudencia. Su marido volvería en unos días, así que preferí dar por cerrada aquella deliciosa aventura. Ella prometió que me daría alguno de los billetes que él solía traer de sus misiones en el extranjero. Me vendrían bien para mi colección de divisas. A la una y veinte acompañé a Angélica hasta su portal y nos despedimos con un suave beso en los labios. Me fui a dormir, con la idea fija de llegar al pueblo el sábado a la hora de comer.

La semana siguiente transcurrió sin incidencias dignas de mención. Tal como yo esperaba no volví a saber nada de ella, pero eso era lo de menos. Pasó otra semana y el jueves por la tarde, tomando café en el Toledo, me puse a hablar con la camarera.

- Antes de que se me olvide Javi, anteayer estuvo aquí la chica rubia del otro día -dijo ella.

- ¿Si? -añadí con cierta indiferencia.

- Venía acompañada de un tipo con orejas de soplillo. Supongo que sería su novio, porque se dirigía a él con la palabra "cariño" -continuó ella.

- Es su marido. Se llama Valentín -respondí.

- En un momento en que él se fue al servicio, tu amiga me dio esto para ti -dijo, dándome un billete y una foto.

Observé un momento aquello. Era un billete serbio, de 10 unidades, color marrón claro y con caracteres cirílicos. La foto era de ella. Estaba en la playa, en bikini, con gafas de sol y una pamela en la cabeza. Por detrás venía firmada: "A Javi con cariño de Angélica". Guardé ambos trofeos en el bolsillo de la chaqueta de cuero y pedí un whisky con hielo.

- Gracias por acordarte de darme estas cosas -dije a la camarera.

- Todo esto me suena a una antigua historia de amor. Si ella está casada la cosa se complica -replicó-, pero no te pongas triste, que alegre estás mucho más guapo.

Miré para la camarera. Era morena, no muy alta, de cara redonda y sonriente. Entre los dos había un grado muy alto de complicidad. Alguna vez habíamos empezado a tontear, casi sin darnos cuenta, pero la cosa nunca había pasado a mayores. Ella tenía alrededor de 28 años y la verdad es que era una chica de lo más agradable. Nos estuvimos mirando un largo rato, sin decir nada. Finalmente fui yo el que habló:

- La única alegría de mi vida eres tú, Luisa. ¿A qué hora acabas de trabajar?

- A las diez en punto. Sé puntual, que no me gusta que me hagan esperar -respondió ella sonriendo.