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Inspección fiscal

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INSPECCIÓN FISCAL

A las 10:25 Jenny entró en el edificio de Hacienda. Preguntó a la chica que estaba en recepción, la cual respondió mecánicamente: "¿Inspección fiscal? Octava planta". Se encaminó al ascensor y, mientras subía, trató de controlar sus nervios. Jenny tenía 23 años, aunque aparentaba algunos más. Había nacido en Ecuador y residía en España desde hacía algo más de un año. Tenía la piel muy blanca y el pelo negro ensortijado. Ni alta ni baja (rondaba el metro setenta), sus formas eran contundentes, típicas de las mujeres latinas del otro lado del Atlántico: pechos rotundos y generosos, caderas amplias, trasero redondo. En una palabra, curvas. Su rostro mostraba siempre una expresión enérgica, típica de aquellas personas acostumbradas a luchar cada día. Vestía unos tejanos ajustados, una camiseta de colores vivos, algo escotada, y zapatos de verano. En su bolso llevaba la carta que había recibido la semana anterior, en la que el Técnico de Hacienda Francisco G. la emplazaba a presentarse allí, aquel lunes del mes de junio, a las 10:30 de la mañana.

Respiró hondo al llegar a la puerta que ponía el nombre del tipo que la había citado. Una sensación de desasosiego estaba instalada en su estómago. Para ella todo el aparato estatal (burocracia, policía, gobierno, etc.) eran enemigos potenciales. Tenía sus papeles en regla y un contrato de trabajo válido, pero a fin de cuentas no era más que una de tantas inmigrantes, siempre expuesta a ser expulsada en cualquier momento. La puerta estaba entreabierta, pero ella tocó con los nudillos y fue respondida por un escueto "entre, por favor". Forzando un ademán decidido, Jenny se introdujo en aquel pequeño pero acogedor despacho.

Tuvo que reprimir una exclamación de sorpresa cuando vio al tipo en cuestión. Esperaba encontrarse con un hombre mayor, tal vez calvo, gordo, trajeado y de vuelta de todo. En lugar de eso vio a un chico que parecía no haber cumplido aún los 30, delgado, moreno, bien peinado, y vestido con una camisa color salmón, pantalones chinos claros y zapatos náuticos. Estaba de pie, buscando algo en el cajón metálico de un archivo y a su espalda había un amplio ventanal. Ella dijo rápidamente:

Buenos días. Soy Jennifer H. Creo que estabamos citados a esta hora.

Si, por supuesto. Haga el favor de sentarse -respondió él, señalando con su mano las dos sillas libres, situadas una junto a la otra, que había en aquel despacho.

Ella se sentó al otro lado de aquella mesa, en la que no había fotografías ni nada por el estilo. Solo había papeles, carpetas, un teléfono, un calendario y varios bolígrafos y plumas. En una mesa auxiliar, a la derecha, había un ordenador encendido, con su correspondiente impresora. Cuando él la miró detenidamente, ella sintió la profundidad de aquellos ojos marrones y bonitos. Jenny supuso que tendría que esperar un rato, ya que aquellos tipos siempre estaban muy ocupados y gustaban hacer esperar a la gente. Pero no fue así, ya que fue directamente al grano. Se sentó en su sillón, al otro lado de la mesa, y comenzó diciendo:

Hemos apreciado varias irregularidades en su declaración de la renta, la correspondiente a 2003 -dijo en un tono de lo más cordial.

Ella se limitó a asentir con la cabeza, pero no dijo nada. Aquel tipo debía ser un experto en la materia, así que si él decía que las cosas eran así no valía la pena llevarle la contraria. La verdad es que ella no tenía ni tiempo ni ganas para ocuparse de esos asuntos, demasiado absorbida por su trabajo y por estirar al máximo lo que ganaba. Tenía que vivir, pagar el alquiler y enviar dinero a su país, donde había dejado a su hijo al cuidado de su madre. Esperaba poder traérselo pronto, pero no lo haría hasta que ella no estuviese suficientemente asentada en aquel país. Su declaración de la renta la había hecho una compañera de trabajo, que por lo visto no sabía demasiado del tema. Interrumpió sus pensamientos cuando escuchó:

Hay unos cuantos errores de bulto y deducciones que usted ha puesto y que no sé entiende a que vienen. Merece un tirón de orejas por esto.

¿Por qué me quiere usted jalar por las orejas? -preguntó Jenny sin perder la compostura, con aquel dulce acento típico del otro lado del charco.

Pudo apreciar que el tipo que estaba sentado al otro lado de la mesa sonrió divertido por aquel comentario. Pero ella no estaba para bromas. La corrección del trato de aquel tipo había hecho que se relajase algo, pero seguía en guardia, deseando que aquello acabase cuanto antes. Por eso dijo:

Vamos, que debo pagar más dinero ¿no es así?

Me temo que sí -respondió él, clavando su mirada en los ojos de ella-. Esta es la cantidad exacta que debe usted abonar a la Agencia Tributaria -añadió, entregándole un papel con cifras y conceptos.

Jenny sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo cuando vio aquella cifra. Era una cantidad respetable y, evidentemente, no disponía de ese dinero, ni podría tenerlo antes de varios meses. Y eso a costa de reducir lo que enviaba a su hijo y de hacer grandes equilibrios. No podía contar con su novio, el cual trabajaba poco, ganaba poco y gastaba mucho. Notó como sus manos sudaban ligeramente y preguntó:

¿Para cuando debo pagar esto?

Tiene un plazo de 20 días, contados desde hoy -respondió aquel tipo, con un tono amistoso.

No puede ser. No tengo ese dinero -dijo ella, secamente.

Lo siento señorita, pero las cosas son así. No se lo tome como algo personal, pero mi deber es impedir que se infrinjan las leyes tributarias -replicó él, recostándose en su sillón.

¡Para usted es muy fácil decir eso! -gritó ella, arrojando sobre la mesa el papel-. Yo no tengo dinero, tengo un hijo en mi país y gano poco ¿sabe?

No puedo hacer nada al respecto. Si no paga en el plazo estipulado, se remitirá el expediente a la justicia y se procederá a la vía de apremio.

Cuando escuchó la palabra "justicia" a ella se le puso la carne de gallina. Tenía que hacer algo, cualquier cosa, para impedir aquello. Observó un instante a aquel tipo que se lo estaba haciendo pasar tan mal. Se dio cuenta de que él miraba alternativamente a sus ojos y a sus pechos. No sabía si era por el aire acondicionado que había allí o por la tensión nerviosa del momento, pero lo cierto es que sus pezones estaban duros como piedras, marcándose provocativamente en su camiseta. Se sintió un poco avergonzada por ello, pero estaba segura de que aquel detalle no había pasado inadvertido a su interlocutor. Decidió ser más audaz, apoyó sus antebrazos en la mesa, inclinó su cuerpo hacia delante, de modo que su canalillo quedase bien a la vista y dijo:

Seguro que hay algún modo de arreglar esto. Es decir, que mi expediente se quede en algún cajón y se demore unos meses el procedimiento ¿no?

¿A qué se refiere usted?

A que haré lo que usted quiera, y me refiero a todo lo que usted quiera -la palabra "todo" la remarcó claramente.

Escrutó la cara de él, pero para su disgusto no hubo ninguna reacción. Aquella cara de chico joven -aunque por su cargo no podía ser tan joven como aparentaba- no movió ni un músculo. Jenny esperaba algún efecto por su osado comentario, tal vez un gesto de disgusto, tal vez una sonrisa, quizás un ademan de excitación. Pero nada de eso se produjo. Ella estaba a punto de perder los nervios. Era una chica romántica y fiel. Quería a su novio, pese a que a menudo sospechaba que se había equivocado al elegir, pero nunca pensó en serle infiel. Así que su voz se crispó ligeramente.

¿Cuál es el problema? ¿No te gusto? ¿O tal vez estás casado?

No, no es ninguna de esas dos cosas -fue la suave y escueta respuesta que obtuvo a sus preguntas.

La serenidad de aquel hombre la estaba empezando a desesperar. Sus manos seguían sudando, pero trataba de parecer serena, mientras intentaba descubrir algún signo de debilidad del que ahora era su oponente.

Te aseguro que no te arrepentirás, las latinas somos muy buenas amantes -añadió, con voz melosa.

¿Tan desesperada es tu situación? -quiso saber él, en un tono neutro.

Al llegar a ese punto los dos habían empezado a tutearse, sin darse cuenta, y sus miradas se sostenían en los ojos del otro.

Lo es, de verdad, de no serlo no me habría rebajado a esos extremos. Discúlpame, por favor.

Por primera vez desde que estaba en ese despacho, Jenny notó como aquellos ojos profundos que la miraban se volvían algo más suaves. Entonces escuchó lo que quería oír:

Está bien, espero no tener que arrepentirme de ello, pero no empezaré a tramitar el expediente hasta dentro de tres meses. Por lo tanto tienes tres meses y veinte días para ponerte el día, ¿de acuerdo? -dijo él, anotando en una hoja las fechas exactas.

El gesto de Jenny se relajó, ya lo había conseguido. En su boca se dibujó una sonrisa de oreja a oreja, que se reflejó en el rostro de aquel hombre que acababa de hacerle aquel favor tan grande.

Me gustaría agradecerte lo que acabas de hacer por mí. ¿Estás libre para comer? -dijo ella, casi sin pensar.

Sí, claro. Salgo de aquí a la una y media.

Esta es mi dirección -añadió ella, mientras anotaba en un papel-. Te espero a eso de las dos. Por cierto ¿te gusta el picante?

Me encanta, es uno de los pocos vicios que me quedan -respondió él, en tono divertido.

Entonces te encantará algún plato típico de mi país.

Se levantó de aquella silla, en la que había estado sentada casi media hora, y se despidió:

Muchísimas gracias por todo. Te estoy muy agradecida de verdad.

No me des las gracias. Y por favor, acuérdate de la fecha del pago, no quisiera que volviésemos a tener que pasar por esto, ¿de acuerdo?

No se me olvidará -dijo ella, mientras se estrechaban la mano, a modo de despedida.

Cuando salió a la calle, respiró profundamente. Tenía unos meses para reunir el dinero necesario y lo haría, aunque tuviese que buscar otro trabajo adicional. Pero una duda rondaba por su cabeza: ¿por qué demonios le había invitado a comer? No hubiera sido necesario, ya había logrado lo que quería antes de la invitación. De camino a casa, en el autobús, recordó la excitación y los estímulos que había tenido mientras hablaba con él. En aquel momento lo había achacado a los nervios, pero ahora ya no estaba segura. Además había sido una imprudencia invitarle a su casa, su novio podía aparecer por allí en cualquier momento y era un tipo extremadamente celoso. Pero ya no había vuelta atrás: por nada del mundo anularía aquella cita, ya que el tipo podría sentirse ofendido y a lo peor decidía dar curso inmediato de nuevo a su expediente. En fin, pensó Jenny, ser impulsiva también tiene sus desventajas.

Llegó a casa a eso de las once y media. Una rápida ojeada en su nevera le permitió decidir el menú que iba a preparar: arroz con vegetales de primero y carne con legumbres de segundo, ambos platos condimentados con salsa Tabasco. También había una botella de vino tinto. Se puso manos a la obra y a la una y media ya estaba todo listo. Después entró en la ducha. Se peinó con cuidado y se vistió con otra camiseta, color malva sin dibujos, y con unos pantalones negros. Tras mirarse la espejo descartó la idea de maquillarse, ya que le pareció que estaba guapa y no quería exagerar.

Encendió un cigarrillo y se asomó a la ventana, mientras fumaba. Cada vez estaba más arrepentida de aquella absurda idea. Por un lado, tal vez había dado la impresión de ser una puta, que invitaba a su casa a un desconocido, sin más. Por otro lado, ella se conocía. Pese a ser fiel y romántica, también era ardiente y fogosa. Sobre todo si el tío le gustaba y, estaba claro que él era suficientemente atractivo. Aunque a lo mejor todo quedaba en nada. Sí, seguramente él no vendría. Aceptó la invitación para quedar bien, pero no aparecería a comer con una chica extranjera, de economía nada boyante y a la que acababa de echar un rapapolvos esa misma mañana. En ese momento un coche rojo, deportivo, aparcó en la acera de enfrente. Le reconoció al instante, con su camisa salmón. Cuando sonó el timbre del portero automático, ella abrió sin preguntar.

Dos minutos después ya estaban los dos juntos en el piso. Jenny trató de mostrarse educada pero distante, deseando que el tiempo pasase rápido. Pero por más que lo intentó, no pudo. ¿Por qué demonios aquel tipo era tan encantador y tan guapo? Ella era cálida por naturaleza y no sabía mostrarse fría, al menos no con alguien como él. Comieron con buen apetito, especialmente él, mientras charlaban de temas variados. Cuando llegaron a los postres, Jenny ya no se hacía ilusiones de que aquello fuese a acabar con una simple comida. Una de sus amigas decía siempre que el morbo de la infidelidad no tenía comparación con nada. Ella no lo había probado nunca, pero dado que era una chica de sensaciones, el hormigueo que sentía por todo el cuerpo indicaba bien a las claras que allí iba a pasar algo.

Y, evidentemente, pasó. El primer beso entre ellos surgió sin que ninguno de los dos tomase la iniciativa, cuando estaban tomando café en el sofá del salón. Fue algo natural, sin forzar. Pero después de ese beso pareció como si un dique se hubiese roto. Toda la pasión contenida desde la mañana se desbordó en ese momento. Jenny descubrió que aquel funcionario de apariencia fría tenía su lado fogoso. ¡Y vaya si lo tenía! El masaje que dio a sus tetas, por encima de la camiseta, fue delicioso. Tanto que ella decidió agradecérselo desnudándose sensualmente ante él. Sus prendas fueron cayendo una a una, hasta quedar totalmente desnuda, mostrando orgullosa toda su feminidad, con sus pechos de la talla 95, su cintura estrecha y apretada, sus caderas apetecibles y generosas, su sexo cubierto de un vello rizado, pero muy recortado, y unas piernas largas y bien torneadas.

Se acercó despacio a donde él estaba sentado, para darle tiempo de gozar del suave balanceo de sus pechos, que subían y bajaban rítmicamente al ritmo de su respiración. Totalmente desinhibida, se plantó frente a él, con las piernas bien abiertas y un ligero balanceo de caderas. Ya no se trataba de convencer a alguien de la agencia tributaria para que hiciese la vista gorda ante sus irregularidades fiscales, sino que se trataba de deseo puro y duro. Un deseo que ardía dentro de ella y que la empujaba a seguir adelante, por más que no fuese necesario. El técnico de hacienda aceptó su invitación, posando sus manos sobre sus firmes y duras nalgas, atrayendo aquel sexo mojado hacia su boca. Se perdió en aquella caliente entrepierna, lamiendo con una habilidad que provocó espasmos por todo el cuerpo de ella.

Jenny miró al techo, entornó los ojos y posó sus manos sobre la nuca de él, apretando aquella boca contra su vagina, al tiempo que sus caderas empezaron a rotar con suavidad. Al minuto tuvo un orgasmo, ¡pero qué orgasmo! El placer ascendió por su espina dorsal con una intensidad que ella no recordaba. Quedó con las piernas temblando y con su sexo destilando abundantes jugos, que iban a parar a la boca de su nuevo amigo. La recostó con suavidad, casi con ternura, en el sofá, dejando que recuperase el ritmo de su respiración, aprovechando esa pausa en el asalto para desnudarse sin prisa. Cuando el corazón de Jenny hubo ralentizado un poco el ritmo de sus latidos, se lanzó sobre la polla del tío, dispuesta a devolverle el favor. Ella era una chica agradecida y tenía varias cosas que agradecerle: un buen trato fiscal y un orgasmo maravilloso.

Se la chupó con maestría, ni muy deprisa ni muy despacio, haciendo que él disfrutase de cada momento. Cuando estuvo dura como el hierro, ella se incorporó del sofá y se dispuso a sentarse sobre ella. Separando bien las piernas, condujo aquel duro miembro masculino hasta la entrada de su sexo y empezó a introducírselo despacio. Se la metió centímetro a centímetro, disfrutando de aquel lento proceso que provocaba que todas las terminaciones nerviosas de su intimidad emitiesen pequeños calambres dentro de ella. Cuando la tuvo clavada del todo, pasó sus manos por detrás del cuello de él y empezó a moverse arriba y abajo, con una estudiada lentitud. Alargó la lengua y encontró otra lengua juguetona, que vibraba contra la suya. Esa sensación, unida a la deliciosa fricción que sentía en su interior, provocó que sus gemidos aumentasen de intensidad. Sus magníficas nalgas ejecutaban un movimiento perfecto, temblando ligeramente en cada acometida como si fueran dos deliciosos flanes.

Cuando las manos de él se colocaron sobre sus suaves senos, sintió que las sensaciones se disparaban dentro de ella. Cabalgó con más rapidez notando como el placer crecía dentro de ella. Algo explotó dentro de ella, mientras gritaba sin ningún pudor y reclinaba la cabeza hacia atrás, con las manos apoyadas en la rodillas de él. Su amigo no tardó en seguir su ejemplo, ya que la deliciosa presión de la vagina de Jenny sobre su miembro obró milagros. Por si acaso la sacó unos segundos antes, tumbó a la chica en el sofá y eyaculó copiosamente sobre aquellas apetecibles y blancas tetas. A Jenny le encantó aquella cálida sensación y, con los ojos cerrados, extendió aquella cremita por sus grandes pezones. Un tierno beso en los labios fue la culminación de aquel placentero asalto.

Media hora después estaban despidiéndose en la puerta. Se habían intercambiado los teléfonos y a ninguno de los dos les cabía duda de que no sería la última vez que iban a verse. En los tres días siguientes Jenny rompió con su novio y encontró un trabajo de camarera, que serviría para aumentar sus ingresos. Al cuarto día, viernes, recibió una llamada del tipo de hacienda. Al principio tuvo miedo: tal vez los superiores de su amigo se habían enterado de aquel asunto. Sin embargo todo se redujo a una cita en una cafetería del centro de la ciudad. Jenny acudió, con una alegría que apenas sí podía disimular. Él estaba esperándola ya, pese a que ella llegó cinco minutos antes de la hora. Se saludaron con un beso en los labios.

Quería hacerte un regalo -dijo él rapidamente.

¿De qué se trata? -quiso saber ella, con una radiante sonrisa en los labios, que dejaba ver unos dientes blancos y perfectamente alineados.

Sin mediar palabra él le dio un trocito de papel rectangular. Era un talón bancario. La cantidad que figuraba en él era exactamente la misma que Jenny debía entregar a la agencia tributaria.

¿Por qué haces esto? -quiso saber ella.

¿Quieres saber la verdad?

Dímela, por favor -suplicó ella.

Porque me gustas y me apetece hacer el amor contigo, pero sin que te sientas obligada a ello. Con ese cheque te libras de problemas, así que si no quieres volver a verme estás en tu derecho.

Jenny lo escrutó durante unos largos segundos. Aquel tipo sabía que ella no se iría con el cheque, sin más. Desde luego conocía bien a las personas. Miró pausadamente su reloj de pulsera y dijo:

Son casi las nueve. ¿Me invitas a cenar a tu casa?

Por supuesto, será un placer -contestó él con una media sonrisa.

Cuando se encaminaban al apartamento de él, sentada en el cómodo y suave asiento de cuero del deportivo, Jenny se felicitó por su suerte. Aquel tipo era una especie de ángel de la guarda, ya que había resuelto sus problemas sin pedir nada a cambio. Aunque ella le iba a dar todo, por la sencilla razón de que después de aquello no podría ni querría regatearle nada. Estaba contentísima, casi eufórica, con un fin de semana excitante por delante.

A su lado, conduciendo el coche, la mano de Francisco acarició con suavidad la empuñadura de cuero de la palanca de cambios. Su expresión era de serenidad, pero en su interior saboreaba las mieles del éxito. No era para menos. En el plazo de un año era la cuarta mujer que caía en sus redes. Primero fue Marta, propietaria de una importante tienda de ropa femenina, a la que había pillado con facturas falsas, en cantidad suficiente para empapelar la fachada de El Escorial. Era una mujer madura, que rozaba la cuarentena, separada y con una experiencia fuera de dudas en temas de sexo. Hacía unas mamadas deliciosas y aportaba ese punto de morbosa veteranía. Después vino Rocio, una fascinante abogada de 35 años, casada, que sorprendentemente trató de evadir al fisco una cantidad nada despreciable. El principal ingrediente de ella consistía en que, al estar casada, se creaba a su alrededor un ambiente de emocionante infidelidad. La tercera fue Sara, una chica de 27 años, de aspecto roquero y atrevido, que tenía uno de los pubs de moda de aquella ciudad, pero que no pudo hacer nada ante el cúmulo de pruebas que él tenía referentes al impago del impuesto de sociedades en los últimos dos años. Era la más fogosa de las tres y después de estar con ella daba la impresión de que un maremoto había pasado por la cama.

Estas tres mujeres le habían salido gratis, ya que no había iniciado ningún expediente sancionador contra ellas. El caso de Jenny, que pasaba a ser la benjamina del grupo, fue algo distinto. Aquí le tocó pagar algo, pero estaba seguro de que valía la pena y, además, su situación económica desahogada se lo permitía. Con ella tal vez tendría suficiente variedad de mujeres con las que saciar su fuerte apetito por el sexo opuesto, al tiempo que podría disfrutar de los pequeños detalles, de forma y de fondo, con los que cada una podía sorprenderle. No tenía claro si era por agradecimiento, por el temor a hacienda o por su capacidad de seducción con las mujeres, pero lo cierto es que ninguna de ellas le había regateado nada en el plano sexual durante los últimos meses. Y no fingían, eso era seguro.

Con ninguna de las cuatro había empleado el chantaje. Se había dado cuenta de que bastaba con mostrar una imagen de funcionario serio e incorruptible, que se limitaba a enunciar las consecuencias derivadas de la infracción fiscal correspondiente. El resto venía rodado. Ellas se asustaban o se enfadaban, y él empezaba a mostrarse condescendiente a pequeñas dosis. El resultado era siempre el mismo: acababan acostándose con él, eternamente agradecidas por el favor que les había hecho y disfrutando de lo lindo. Por supuesto, ninguna de ellas sospechaba que había otras mujeres en su misma situación.

A fin de cuentas, pensó, la semana tiene suficientes días como para poder disfrutar de las cuatro. De momento hoy tocaba Jenny. Sería emocionante, lo mismo que lo había sido con las tres anteriores, descubrir las virtudes de la chica, su carácter, su fogosidad, su grado de atrevimiento, aunque a partir del lunes buscaría variedad en las otras tres. La sonrisa que se dibujaba en el rostro de la chica ecuatoriana le indicaba que con ella iba a tener sexo fijo durante una buena temporada. Y, desde luego, la chica no apuntaba malas maneras...