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Las hijas del presidente

en Orgías

LAS HIJAS DEL PRESIDENTE

Aquella noche de principios del mes de noviembre todo eran sonrisas en la Casa Blanca. El Estado de Ohio había caído, finalmente, del lado del partido republicano, lo que aseguraba matemáticamente la reelección del Presidente. En el salón de prensa se agolpaban los medios de información, nacionales y extranjeros, esperando ansiosamente la comparecencia del presidente. Fuera, en una zona acotada para el público, con una gran pantalla de televisión, se congregaba una multitud de simpatizantes, dispuestos a festejar la reelección. Quince minutos antes el candidato demócrata había telefoneado, reconociendo su derrota, por lo que la celebración había comenzado.

El presidente se colocó tras el atril, con la bandera de barras y estrellas a su espalda, en una ceremonia muy americana y perfectamente orquestada. A la derecha tenía a todos sus colaboradores: el vicepresidente, unos cuantos congresistas de su partido y los asesores de campaña. Entre estos últimos me encontraba yo. A su izquierda, los miembros de su familia: su esposa y sus dos hijas, las gemelas Jenna y Barbara. Daban la típica estampa de familia americana: unida, tradicional y religiosa. Vamos, una familia políticamente correcta en todos los sentidos. Abajo, al lado de los periodistas, estaban afiliados del partido, empresarios simpatizantes y miembros del personal de la Casa Blanca. Tras saludar a los periodistas, el recién reelegido presidente inició su discurso, nada brillante, como siempre. En realidad era increíble que un personaje así pudiera ganar dos elecciones consecutivas, pero tal vez se debiera al axioma America is different.

Cuentan que De Gaulle, presidente de la república francesa, dijo con punzante ironía lo siguiente: "Truman demostró que cualquier americano puede llegar a presidente. Eisenhower demostró que el país puede pasarse perfectamente sin presidente. Kennedy demostró que ser presidente y ser inteligente podía ser muy peligroso". Me atrevo a asegurar que si De Gaulle viviese, habría añadido: "y este personaje demuestra que cualquier idiota puede llegar a presidente de Estados Unidos". Y lo peor del caso es que yo había contribuido a ello, pero no me remordía la conciencia. A fin de cuentas tampoco es que su oponente demócrata fuera mucho mejor. Además, me considero un profesional de las campañas electorales y, por qué no decirlo, un mercenario que prestaba sus servicios al mejor postor. Con 36 años ya llevaba doce dedicado a este oficio, que mucha gente considerará poco noble, pero ¿qué oficio es totalmente noble?

Seis años atrás me fichó el partido republicano. Aunque sus ideas reaccionarias me repugnaban, no cabía duda de que eran los que mejor pagaban. En 1998 colaboré en que el actual presidente ganase las primarias y fuese designado candidato republicano a la Casa Blanca. En 2000 se logró acceder al poder, después de casi seis semanas de nervios y de mover hilos en los tribunales por aquel polémico asunto de los votos de Florida. Pero en aquel año mi papel aún había sido secundario. En cambio ahora, en 2004, me había convertido en uno de los tres principales asesores de campaña, más concretamente el que mejores resultados había logrado para la candidatura, especialmente por la aplastante victoria en Florida, manzana de la discordia cuatro años atrás, y conquistada ahora gracias a mis buenos oficios con la colonia hispana de allí.

La satisfacción personal que sentía se imponía al sentimiento de culpa derivado de colaborar con aquel imbécil que iba a regir los destinos del mundo durante otros cuatro años. Y, por qué no decirlo, una buena parte de mis emolumentos económicos dependían del resultado de aquella noche. La victoria me iba a suponer una preciosa cifra de dólares, acabada en más ceros de los que nunca imaginé. Los aplausos me sacaron de todos estos pensamientos. El presidente debía haber dicho algo interesante, por lo que todo el mundo hacía sonar sus palmas. Me uní a aquel coro de palmeros, ya que ocupaba la primera fila, al lado de vicepresidente, y no era cosa de que me sacasen en la tele sin aplaudir.

Las hijas del presidente, a su izquierda (en frente del lugar que yo ocupaba), aplaudían con euforia el discurso de daddy, como ellas le llamaban siempre. Recordé cuando las conocí diez años atrás, en Texas. No eran más que dos mocosas de trece años. Ahora ya estaban creciditas, cumplirían los 23 ese mismo mes de noviembre, y habían sido una de las principales bazas de la campaña electoral, acompañando a sus padres a un buen número de actos y a los tres debates televisivos. El presidente los perdió todos, por supuesto, pero la escenita de sus dos hijas adolescentes, abrazándole al final de cada debate, compensaba la torpeza de aquel hombre, por lo que no perdía terreno en las encuestas. En realidad parecían dos chicas sacadas de alguna serie pija americana: bien peinadas, vestidas de marca, con zapatos caros y un aspecto totalmente impecable.

Yo fui quien sugirió explotar esta imagen de las gemelas. Por supuesto, nada de citar los problemas que tuvo con el alcohol una de ellas en 2001, ni su fama de fiesteras. Insistimos al presidente en que ellas eran piezas claves en la campaña, por lo que no podía darse ningún escándalo de su parte. Su padre, cosa extraña, lo captó a la primera y las sermoneó machaconamente para que fueran "buenas chicas". Y lo habían sido en los últimos doce meses. No tenían novios conocidos, pero tampoco me parecía a mí que fuesen unas santas, ya que alguna vez en privado, tras tomar unas cuantas copas, el director de la CIA se había jactado de conocer la marca de píldoras anticonceptivas que las chicas consumían.

Cuando sonó la segunda tanda de aplausos de la noche, fijé la mirada en ellas. Decididamente se habían convertido en dos mujercitas hechas y derechas. Eran gemelas, pero físicamente no se parecían en absoluto. Jenna, la rubia, era de complexión fuerte, sin llegar a ser gorda. No es que fuera excesivamente guapa, pero su figura era rotunda y profusa en curvas. Sus senos llenaban bien la blusa que llevaba bajo su elegante chaqueta. Cara redonda, boca grande, trasero potente, eran los rasgos físicos más característicos de ella. Barbara era morena y más pequeña que su hermana. Delgada, con la cara afilada, pero más guapa. Tenía los senos pequeños, pero atractivos y, cosa que me llamaba enormemente la atención, los pezones siempre destacaban debajo de los ajustados tops que solía vestir. Aquella noche también se marcaban claramente, lo cual no podía achacarse a la temperatura, ya que hacía bastante calor en aquel salón de prensa.

Por fortuna el discursito tocaba a su fin. Era lo último que tendría que soportar de momento, ya que en diez días estaría tomándome unas merecidas vacaciones en el Caribe. El presidente agradeció sus votos a la nación (una nación que, pese a ser la mía, estaba llena de cabezas cuadradas) y se despidió con su famosa sentencia: "y ahora, ciudadanos, con Dios, hacia delante". Los aplausos volvieron a sonar y no me fue difícil percibir la cara de alivio de casi todo el auditorio, especialmente de mis colegas, los otros dos asesores de campaña. Por fin podíamos dar por concluido nuestro trabajo, cobrar nuestros bien ganados honorarios y largarnos a hacer turismo durante un número indeterminado de meses. La falta de sueño y la tensión acumulada durante los últimos meses se reflejaba bien a las claras en los rostros de todos. De camino por el pasillo que conducía a uno de los salones privados de la Casa Blanca, donde el presidente nos iba a invitar a una copa, me paré frente a uno de los grandes espejos que abundaban allí. No está bien que yo lo diga, pero el traje de 1.200 dólares me sentaba como un guante. Ajusté el nudo de la corbata de seda natural, recreándome unos segundos con la visión de mis gemelos de oro y rubíes que sujetaban los puños de la camisa.

Fui el último en llegar. Allí estaban ya el presidente y su mujer, acompañados por sus hijas, el vicepresidente, el director de la CIA, los otros dos asesores de campaña, unos cuantos miembros del Gobierno, la secretaria personal del presidente, el director del Consejo de Seguridad Nacional y el representante de Estados Unidos en la ONU. Al momento empezaron a correr la bebidas y el ambiente se llenó del humo de cigarrillos americanos y de gruesos puros habanos. Los allí presentes bebían whisky americano (bourbon) y tequila, una de las bebidas más populares en Texas, Estado que sirvió de trampolín de lanzamiento del actual presidente y del que había sido gobernador.

La verdad es que no tenía muchas ganas de estar en aquella reunión informal, por la sencilla razón de que no tenía más ambiciones políticas. Sumando el dinero que había ganado en los últimos diez años, más lo que tenía que ingresar en los próximos días, daba una cantidad suficiente como para vivir toda una vida sin hacer nada. Aunque dentro de tres años y medio, cuando la formidable maquinaria electoral volviera a ponerse en marcha, mis servicios volverían a ser requeridos, seguramente por ambos partidos. Me coloqué en un rincón, algo apartado del resto de los invitados, observando como todos se daban palmaditas y parabienes, tratando de lograr un buen trozo del pastel que aquel presidente ignorante iba a administrar durante su segundo y último mandato. Era divertido ver como todos se hacían la pelota entre sí y todos ellos al anfitrión de la Casa Blanca. Decididamente aquello era de locos, pero la política funcionaba así, y eso no se podía cambiar.

A unos metros de mí, las hijas del presidente se habían ubicado en otra de las esquinas de aquel salón. Saludaban con una cortesía exquisita a todos los invitados, dando besos en las mejillas a algunos. Barbara me miró varias veces, sonriendo, al tiempo que se encogía de hombros, en un gracioso gesto que daba a entender que ellas tenían que interpretar un papel determinado. En realidad eran dos chicas agradables, que aportaban algo de frescura a aquel ambiente casposo. Al cabo de unos minutos fue Jenna la que me miró y levantó su vaso, como invitándome a un brindis en la distancia. Le devolví el mismo gesto, con la mejor de mis sonrisas. Parecíamos alumnos de un hight school que tratan de ligar en una fiesta, pero era la única forma de divertirse en ese momento.

Una vez que hubieron saludado a toda la gente que allí estaba, las gemelas se acercaron a donde yo estaba, con dos preciosas sonrisas en los labios. No había hablado más de tres o cuatro veces con ellas, la última vez en el periplo por Florida, cinco días atrás. Fue Jenna la que empezó la conversación:

Ufffffff, menudo muermo de reunión ha preparado daddy.

¿No os divertís, chicas?

Para divertirse está esto -intervino Barbara-. Aquí todos los tipos pasan de los 50 años.

Menos mal que te tenemos a ti -añadio Jenna, al tiempo que me cogía del brazo.

No soy tan joven, no os creáis -repliqué riendo.

Nadie de los presentes prestaba la menor atención a nuestra charla, ya que en ella no se repartían cargos políticos, puestos directivos en empresas petroleras, ni nada parecido. Pero a estas alturas yo ya notaba como uno de los senos de Jenna rozaba contra mi brazo, moviéndose con suavidad. Barbara, más recatada, me miraba fijamente con sus ojos oscuros, mientras que sus pezones continuaban duros y desafiantes, muy marcados bajo su ropa.

Daddy nos ha dicho que una buena parte del éxito electoral se debe a ti, especialmente en los Estados de sur -comentó Barbara.

Sí, gracias a este apuesto asesor vamos a seguir viviendo aquí cuatro años más -dijo Jenna, instantes antes de dar un largo trago a su vaso.

Bueno, en realidad ha sido un trabajo en equipo... -traté de responder, un poco abrumado.

Nada de modestias, te estamos muy agradecidas -dijo Barbara, acercándose un pasito a mí, con lo que aquellos pezones que me estaban haciendo bizquear quedaron a escasos centímetros de mi corbata.

Un cosquilleo agradable se deslizó por mi estómago y bajó perezoso hasta mi entrepierna. No estaba yo para bromas, si consideramos el hecho cierto de que llevaba más de tres meses sin acostarme con una mujer. Mi novia no resistió el ritmo de la campaña electoral y, cuando estábamos de mítines en el Estado de Utha, me envió un mensaje al teléfono móvil, en el que me comunicaba que habíamos terminado, que no soportaba más mis ausencias y que iba a rehacer su vida con un jugador de la NBA. Dado que no soy un romántico, no concedí importancia a aquello, ya que estaba seguro que si nuestro candidato ganaba, mujeres y dinero no me iban a faltar.

A lo que sí empecé a conceder importancia fue a los reiterados toqueteos de Jenna, que estaban empezando a ser más que unas simples muestras de agradecimiento por mi apoyo a su padre. Cuando vació su vaso y se alejó para buscar otro, me sentí aliviado, pero entonces fue Barbara (que, por cierto, había sido la primera de las dos en nacer) la que tomó el relevo. Cogió mi mano con suavidad, en una caricia que no sé si calificar de inocente o de premeditada, y me miró con carita de no haber roto nunca un plato.

Hemos sido buenas durante la campaña ¿a que sí?

Sí, claro, habéis estado muy bien. Buenas chicas -dije, riendo, en un intento de ocultar lo nervioso que me estaba poniendo aquella situación.

Me considero un tipo de nervios templados, frío y tranquilo. Pero aquello me incomodaba. Miré hacia el sofá donde estaba el padre de aquellas dos criaturas. El presidente daba carcajadas, se había puesto un sombrero de cow-boy y sujetaba en la mano un vaso de tequila. Los pies los apoyaba en la mesita baja, en un gesto no muy propio de un alto estadista. Pero, afortunadamente, no prestaba la menor atención a lo que hacíamos sus hijas y yo. Barbara cada vez se volvía más audaz en sus movimientos, dejando caer su otra mano hasta mi cintura y acariciando por debajo de la chaqueta. En ese momento apareció Jenna como un huracán, blandiendo un vaso lleno:

Joder, ya se han acabado el whisky bueno. Y el director de la CIA me ha tocado el culo cuando pasé a su lado, no le he soltado una ostia de puro milagro....

Un par de frases así, filtradas a la prensa en medio de la campaña electoral, habrían arruinado todo el trabajo de meses. Menos mal que ahora ya no importaba, pensé. Jenna, ya con un puntito alcohólico, observó que la mano de su hermana desaparecía entre mi chaqueta y dijo:

¿Qué andas tocando, golfa?

Su tono de voz era más alto de lo que a mí me convenía. Por nada del mundo quería que nadie de los presentes escuchase aquella conversación, pero tampoco podía hacer nada al respecto. La mano de la rubia también se coló bajo mi chaqueta, por la espalda, hasta unirse con la que ya estaba allí. Sentí como comenzaba una erección lenta pero implacable, provocada por aquellas dos manitas que jugueteaban inocentemente sobre mi camisa. Cuando Barbara bajó un poco más y empezó a tantear una de mis nalgas, traté de buscar solución a aquello. La clásica técnica de la "huida hacia delante" fue lo único que se me ocurrió.

¿Por qué no me enseñáis un poco la Casa Blanca, chicas?

¿No la conoces? -preguntó Barbara, sin dejar de tocar.

No, no mucho. La verdad es que las reuniones las teníamos en el despacho del Portavoz, que está a la entrada, así que he visto poco -respondí, tratando de que no me temblase la voz.

Ven, que te haremos de guías turísticas -dijo Jenna-, aunque te advierto que es una residencia de lo más aburrida.

Por suerte, estábamos muy cerca de la puerta, así que pudimos salir de allí sin que nadie reparase en ello. Los pasillos estaban desiertos y solo se oía el ruido que provenía de la fiesta que se estaba celebrando en el salón del que acabábamos de ausentarnos. Caminamos durante unos metros, en silencio, por un ancho pasillo lleno de cuadros. Cada gemela se me agarró de un brazo, en una imagen que la mayoría de los habitantes masculinos del planeta envidiaría. Allí estaba yo, acompañado de las dos hijas adolescentes del hombre más poderoso del mundo, recorriendo un pasillo de la residencia donde se ventilaban los aspectos más decisivos de la humanidad.

Vamos a ver el Despacho Oval -propuso Barbara, haciéndome girar a la izquierda.

Nunca había estado en ese despacho, que era por definición el gabinete de trabajo del presidente de los Estados Unidos, pese a la escasa afición al trabajo del actual inquilino de la Casa Blanca. Una amplia puerta de lujosa madera daba acceso a dicho despacho. Estaba débilmente iluminado, hasta que Jenna encendió una de las lamparillas de la pared este, bajo un cuadro de George Washington. En la pared sur, frente a la puerta de entrada, había un gran ventanal por el que se podían ver los jardines de la Casa Blanca. Delante de él, la mesa presidencial. La luz del alumbrado exterior se filtraba por aquel grueso cristal antibalas, adquiriendo un tono verdoso. En la pared norte, enfrente de la mesa del presidente y cerca de la puerta, se ubicaba una chimenea de mármol. La pared oeste, a la derecha de la puerta, estaba ocupada por estanterías con libros y por una fila de pantallas de televisión. Era interesante poder curiosear a mi antojo aquel despacho, del que se contaban tantas cosas. Nos acercamos a la mesa, sin que ellas se soltaran de mis brazos. El sillón del Presidente, tras ella, no tenía nada de especial. Parecía el típico sillón de directivo de un ejecutivo de una gran empresa. Delante de la mesa había otros dos sillones, menos elegantes, para los invitados, supuse. Sobre la mesa no había ni un papel, ni un triste bolígrafo. Solo seis teléfonos, alineados de tres en tres, unas cuantas fotos enmarcadas (en una de ellas podía verse a Daddy con las gemelas en actitud paternal) y poco más.

¿Qué te parece? -quiso saber Barbara.

Es un sitio muy especial, os agradezco mucho que me lo estéis enseñando. Se cuentan muchas cosas de este despacho.

Sí, aquí es donde dicen que aquella becaria gorda y puta se la chupaba al anterior presidente -comentó Barbara, con tono jovial.

Me hubiera esperado esa frase de Jenna, pero no de Barbara. Puse cara de sorpresa ante ese comentario tan grosero, que provenía de la más recatada de las dos chicas. Al ver mi reacción, intervino Jenna:

No te sorprendas. Mi hermanita tiene fama de ser la más seria de las dos, pero menuda pieza está hecha. Tendrías que escucharla contando como perdió la virginidad con un surfero de California jajajaja.

¿Es que quieres que yo cuente como te rompió el culo aquel negro de Detroit, querida? -replicó Barbara, suavemente.

Decididamente aquellas chicas eran dos demonios. Me estaban poniendo malísimo y, si buscaban algo, lo iban a encontrar. La charla subía de tono, lo mismo que mi miembro de tamaño y, por lo visto, no había forma de poner freno a aquella dinámica. Los acontecimientos se precipitaban. Barbara, con su cara modosita, apoyó la mano en mi pecho, empujó con suavidad y me hizo recular, hasta que mis muslos se apoyaron contra la mesa. Acto seguido, sin darme tiempo a nada, noté como su mano se cerró como una suave tenaza sobre mis huevos, presionando con dulzura, haciendo que su caricia se notase, pero sin llegar al dolor. En ese momento dejé de pensar. El primer impulso que tuve fue un deseo irresistible de besar aquellos carnosos labios de adolescente. Puse la mano derecha en su nuca, enredándola un poco en su sedoso cabello, y atraje su boca hacia la mía. Como cabía esperar, ella no opuso ninguna resistencia. Entreabrió los labios y se dejó besar, sin dejar de juguetear con su mano alrededor de mis testículos. Tenía una lengua cálida, suave, pequeña, juguetona, vibrante.

Jenna permanecía callada, atenta a todo. Por el rabillo del ojo puede ver que se quitaba la chaqueta, dejando al descubierto una blusa blanca que sus generosos pechos se encargaban de tensar. Cuando dejamos de besarnos, la rubia se dirigió a su hermana:

Sister, este tipo está vestido muy elegante, pero yo tengo ganas de ver como está sin ropa, ¿qué te parece?

Excelente idea. Yo por abajo y tú por arriba, como con aquel muchacho de Las Vegas -respondió Barbara, arrodillándose a mis pies y empezando a forcejear con mi cinturón de cuero.

Por lo visto aquel par de angelitos habían sembrado el terror por varios estados de la unión. Lo increíble fue que nada de eso se filtrase a la prensa. Por pura deformación profesional traté de imaginarme el demoledor efecto electoral que podía haber provocado cualquier muchacho contando en televisión las intimidades de las hijas del presidente. Desde luego tenían bien ensayada la coreografía: Jenna me quitó en un santiamén los gemelos, la corbata, la chaqueta y empezó con los botones de la camisa. Barbara, por su parte, ya tenía mis pantalones a la altura de los tobillos. En cuestión de segundos acabaron su labor, dejándome completamente desnudo.

¡¡Guauuuuuuu, vaya lo que tenemos aquí!! -exclamó Barbara, dirigiéndose a su hermana, y sosteniendo mi polla en la mano como si fuera un trofeo de caza.

Mmmmmmm, no está nada mal. Debe estar riquísima -puntualizó Jenna, arrodillándose junto a su hermana.

Sentí el aliento cálido de sus bocas en mi glande. Aquello sí que era el sueño americano: las gemelas del presidente dispuestas a darme placer. Coloqué una mano en cada cabeza y me dispuse a disfrutar. Unos labios húmedos se posaron en la punta de mi pene, dándome una especie de delicioso beso. Seguidamente dos lenguas ardientes empezaron a lamer despacio. La cabeza me daba vueltas, pero decidí ponerme cómodo, ya que la ocasión lo merecía, apoyando el culo y las manos en el borde de la mesa. Cerré los ojos, eché la cabeza atrás y empecé a disfrutar de aquella sinfonía de sensaciones que me daban esas dos bocas frescas y jóvenes. Unos labios carnosos fueron descendiendo por mi pene, muy lentamente, al tiempo que una lengua juguetona lamía sin prisa mis testículos.

No podría decir cuanto tiempo duró aquello. Yo estaba en la gloria, sintiendo una combinación de placeres: lametones en el glande, caricias en los huevos, pellizquitos en la cintura, uñas que se clavaban con suavidad en mis nalgas..... En un momento dado abrí los ojos y miré para ellas: las dos chicas hacían vibrar sus lenguas sobre mi capullo, rozándose entre si. La blusa de Jenna ya estaba en el suelo, dejando ver un sujetador blanco que apretaba sus grandes tetas, de las que resaltaban dos pezones endurecidos. Barbara tenía desabrochados los pantalones negros ajustados y su mano se movía nerviosa bajo sus braguitas azules. Pese al atontamiento que me invadía, mis ojos se fijaron en un detalle: había algo en la puerta. Mi mente tardó unos segundos en reaccionar, pero no cabía duda de lo que era. Roger Babson, director de la CIA, estaba apoyado en el marco de la puerta de entrada del Despacho Oval, con los brazos cruzados y una sonrisa burlona en el rostro.

Puse cara de sorpresa, tal vez de terror, ante aquella inesperada presencia. A sus 49 años el tal Babson era, posiblemente, el hombre que más secretos conocía del mundo. Su pelo blanco y abundante le daba un toque bonachón, pero en realidad era un tipo astuto e inteligente en extremo. Ellas no le habían visto, ya que estaban de espaldas a la puerta, y seguían con sus manipulaciones como si nada.

¿Es una fiesta privada o puede unirse alguien más? -dijo él, con su típico acento de la zona de los grandes Lagos.

Le hice un gesto con la mano, invitándole a pasar. Las dos chicas, arrodilladas aún, le miraron, pero no se asustaron lo más mínimo. Tuvo la precaución de cerrar la puerta y se dirigió a nuestro lado.

¡Mira quien está aquí! -exclamó Barbara-. ¡El jefe de los espías!

Su hermana rió la ocurrencia, pero al instante siguió chupándome la polla. En realidad me sorprendió que no se me hubiese cortado el rollo, dado lo comprometido de la situación. Pero no, mi pene seguía duro, rozando el paladar de la rubia.

Ven acá muñeca -dijo Babson, mientras cogía suavemente del pelo a Barbara-, que te voy a enseñar yo lo bien que follamos los espías.

Y sin decir nada más, se bajó los pantalones y metió de un golpe la polla hasta la garganta de la hija morena del presidente. Me relajé al ver que Babson venía de buen rollo. Al unirse a la fiesta, mi seguridad aumentaba. Entre tanto, Jenna, sin dejar de chupar, se había quitado el sujetador y la falda, quedando solo con un diminuto tanga que dejaba más a la vista que a la imaginación. Se levantó, con deliberada lentitud, permitiéndome un análisis detenido de su anatomía. Sus pechos eras grandes, blancos, firmes, coronados por pezones pequeños y oscuros. Tenía el vientre plano, las caderas amplias y un culo espectacular, grande, sin irregularidades y apetitoso. Se quitó el tanga con rapidez, me lo colocó entre los labios, haciendo que un delicioso perfume me embriagase, y mostró su sexo depilado, con labios gruesos y brillantes de humedad.

Sin dudar me empujó sobre la mesa, haciéndome caer de espaldas, y con un movimiento felino colocó sus rodillas sobre la mesa, abriéndolas y bajando su apetecible coño sobre mi polla que miraba al techo. Se la clavó de un solo golpe, gimiendo con fuerza, arqueando la espalda y haciendo botar sus senos. En esta postura no podía ver a los otros dos participantes en la fiesta, aunque sí pude oír la voz del director de la CIA, que decía:

Vamos a quitarte la ropita, a ver que tal cuerpo tienes, ¿eh?

Síiiiiiiiiii -respondió de inmediato la voz de Barbara, con euforia.

Cuando coloqué las manos en las duras pero suaves tetas de Jenna y pellizqué con delicadeza sus pezones, a ella se le pusieron los ojos en blanco. Sus gemidos aumentaron de frecuencia e intensidad, al tiempo que su cabalgada se volvió más salvaje. Se clavaba mi polla entera, subía ligeramente y volvía a metérsela, alternando con precisos movimientos de pelvis. Me incorporé un poco, agarrando sus carnosas nalgas. Estaban duras y temblaban al ritmo de sus movimientos. Mientras las amasaba, llevé mi boca a uno de sus pezones y se lo chupé con ansia. Cuando sentí que se iba a correr, mordí con suavidad aquel bocado delicioso. Emitió un largo gemido, que parecía brotar del interior de su cuerpo, y se desplomó sobre mí, mojándome los muslos con sus abundantes flujos.

En el suelo, a dos metros escasos de la mesa, Barbara estaba apoyada sobre sus rodillas en la moqueta. Con las manos se agarraba al brazo de uno de los sillones, mientras se mordía el labio inferior. Detrás de ella Babson, arrodillado y ya sin ropa, se la metía sin parar, con un ritmo pausado. Jenna, recuperándose con rapidez, cogió mi polla y se la metió el la boca, meneándola enérgicamente. El calentón que yo llevaba era demasiado, por lo que no aguanté ni dos minutos. El placer me nubló la cabeza y empecé a soltar todo el semen que tenía acumulado en las últimas semanas. Cuando pude volver a enfocar la vista, la imagen que vi fue de las que se quedan grabadas en la mente para toda la vida: la hija rubia del presidente tenía la cara pringada de leche, se pasaba la lengua por los labios relamiendo golosamente y por sus tetas resbalaban gotas del mismo fluido corporal. Sonriendo, volvió a llevarse mi polla a la boca, saboreando las gotas que aún quedaban en ella.

Mientras tanto Babson, pasando con habilidad una mano bajo el cuerpo de Barbara, frotaba con energía el clítoris de ella, hasta hacer que se corriese de gusto, sin parar de jadear. Su hermana se colocó frente a su cara y la besó dulcemente, en una muestra clara de lo que podía llegar a ser eso que llaman el "amor fraterno". Aprovechando ese tierno beso, Babson sacó su hinchado pene del coño de ella, se lo meneó un par de veces, apuntando a las caritas de las chicas, y empezó a descargar. Las gotas de espeso esperma resbalaron por sus mejillas, por su frente y por sus labios, mientras ellas se lamían con golosa lujuria, intentando tragarse la mayor cantidad posible. Después se dejaron caer sobre la moqueta, acariciándose el pelo una a otra y besándose.

Babson, que tenía fama de cínico, cogió su americana del suelo, sacó un paquete de cigarrillos, me ofreció uno y nos sentamos en los dos sillones de aquel lado de la mesa. Las dos hermanitas seguían en el suelo, acariciándose tiernamente, con unas caritas de felicidad que daba gusto ver.

Menos mal que me percaté de como desaparecíais los tres de la fiesta -me dijo el de la CIA con expresión burlona-. De no haber sido así, me lo hubiese perdido.

Yo no sabía como iba a terminar esto -respondí, tratando de excusarme.

Si supieses de las andanzas de estas dos golfillas....

¿Si?

Hay unos cuantos tipos con los que se lo han montado. He tenido que ir a visitarles en persona, para "recomendarles" que calladitos están más guapos y que con la CIA no se juega. Entre las veladas amenazas y un puñado de dólares, han sabido guardar silencio.

Menos mal, porque eso sería terrible en medio de una campaña -comenté mientras fumaba.

Eso sí, tenía ganas de pasármelas por la piedra. Tú no sabes lo que es leer los informes de las correrías sexuales de este par de putillas. Me daban ganas de follármelas cada vez que leía algo de eso, pero son las hijas del presidente. Ahora tú me lo has puesto a huevo, te lo agradezco -dijo él, dándome una palmada amistosa en el hombro.

¿Es verdad que a Jenna la dio por el culo un negro de Detroit? -quise saber, contagiándome del ambiente desenfadado que allí imperaba.

Sí. ¿Cómo lo sabías?

No importa eso.

Es uno de los capítulos más jugosos del dossier de la rubia. Conoció a un chico de color durante un viaje a las fábricas de automóviles. Acabaron en un hotel follando toda la noche. El tío debía tener un miembro así -Babson, para ilustrar lo que decía, colocó sus manos separadas más de veinte centímetros- y se lo acabó clavando en el culo.

Joderse con la rubita......

Según mis informadores, al principio ella chillaba como si la estuvieran matando, pero al cabo de un rato la muy guarra empezó a culear contra el pollón del negro. Y por lo visto le gustó, ¿no es así little Jenna?

Uummmmmm, claro que me gustó, me dejó el culito como nuevo.

Yo sí que te lo voy a dejar como nuevo -dijo Babson, poniéndose en pie y con una erección más que visible.

Cogió a Jenna de las manos, la levantó del suelo y colocó su voluminosa figura de un modo más que sugerente: de pie, doblada hacia delante, con las tetas y la cara apoyadas en la mesa de su papi y el culo resaltando hacia fuera. Jenna, lejos de estar incómoda en aquella desvergonzada pose, ronroneaba como una gatita en celo. Tenía las piernas bien separadas, pero por lo visto aquello no era suficiente.

Sepárate bien las nalgas -ordenó el de la CIA.

Ella, muy obediente, así lo hizo. Con las manos separó sus grandes y duros glúteos, dejando al descubierto su ano, un botoncito rosado, poco más oscuro que su blanca piel. No tuve mucho tiempo para verlo, porque Babson posó la lengua sobre él, tapándome tan divina visión. Lo lamió bien lamido, dejándolo pringado de saliva, al tiempo que con dos dedos follaba su hinchado coño. Barbara, aún en el suelo, miraba aquello con sus preciosos ojos oscuros, en los que se reflejaba una mezcla de sorpresa y de excitación. Y no era la única persona excitada por aquello. Mi pene empezó a despertarse de su letargo. Pese al morbo de la escena que estaba protagonizando Jenna, con sus tetas aplastadas como dos flanes contra la mesa, me di cuenta de que siempre había fantaseado con la dulce Barbara y que en ese momento la tenía a tiro y no iba a desperdiciar la oportunidad. Como si ella lo adivinase, se levantó, permitiéndome apreciar su figura, tan diferente de la de su voluptuosa hermana. Tenía unos senos pequeños, pero rotundos, con unos pezones que siempre parecían estar duros. Como se diría en argot, eran unas tetas de L/2, es decir, como limones cortados por la mitad. La cintura era de avispa y las caderas discretas, pero hacían una curva sugerente. Las piernas eran finas, pero perfectamente modeladas. Su cabellera castaño-oscura caía sensualmente sobre unos hombros perfectos. El culo, redondito, pequeño, un poco respingón. El sexo, sin depilar, cubierto por una sedosa capa de vello negro muy recortado.

Se sentó en mis rodillas y empezamos a besarnos, tocándonos con prisa, como si tuviéramos muy poco tiempo para recorrer cada centímetro cuadrado de piel. Mientras ella me mordía las tetillas y me sobaba el pene, pude ver como Babson se había puesto en pie. Se la estaba metiendo por el coño a la rubia y lo simultaneaba con dos dedos dentro de su culo, entrando y saliendo rítmicamente. Los gemidos de ella indicaban que el tratamiento no le estaba disgustando, aunque trataba de no gritar demasiado mordiéndose el labio inferior. Cuando el "jefe de espías" consideró que la cosa estaba a punto, procedió a apoyar la punta de su pene en aquel agujerito, que se me antojaba pequeño, pero que, dados los antecedentes, podía dar mucho de sí. El grito ahogado de Jenna sirvió para captar la atención de su hermana, la cual giró el cuello y pudo ver, lo mismo que yo, como aquella polla iba entrando centímetro a centímetro en el culo de su hermanita. Cuando la tuvo metida del todo, Jenna dio un fuerte suspiro. Acto seguido empezó a mover el culo despacio, haciendo que aquel intruso saliese y entrase de su ano. Y aún tuvo tiempo y ganas para bajar una de sus manos hasta su encharcado sexo y masturbarse.

Aquello puso a Barbara como loca. Me miró con una expresión salvaje, diferente a la carita plácida y recatada que siempre tenía, y dijo a bocajarro:

¡¡Fóllame!!

Se colocó en la misma postura que su hermana, a su lado, apartando de un manotazo un par de objetos que le estorbaban, ofreciéndome su estupenda retaguardia bien abierta. Se la metí de un solo golpe, arrancándole un gemido ahogado. Que coño más rico tenía esta chica, estrecho, calentito, húmedo, era una gozada poderlo follar con total impunidad. A mi lado, Babson seguía su implacable trabajo en el culo de la otra hermana. En un momento dado la sacó por completo y pude ver que el ano de Jenna se había convertido en un enorme agujero enrojecido. Volvió a la carga, dándole cada vez más duro y rápido.

Desde luego la imagen que dábamos era absolutamente surrealista: las gemelas del presidente inclinadas sobre la mesa del Despacho Oval de la Casa Blanca, siendo folladas, una por el culo y otra por el coño, por dos de los más estrechos colaboradores de su padre, mientras ellas, que habían acercado sus caras, rozaban sus lenguas fuera de la boca. El coro de gemidos iba aumentando de volumen. Fijé mi vista en el ano de Barbara, que era mucho más oscuro que el de su hermana. No pude reprimir la tentación de colocar un dedito allí y acariciar en círculos.

Mmmmmmmm, siiiiiiiiiiiii, que bien, méteme un dedito................ -dijo ella, entre jadeos.

Acerqué el dedo índice a su boca, sin dejar de follarla, y ella lo chupó con avidez, dejándolo bien mojado. Tanteé un par de veces aquel apretado orificio, hasta que apreté y cedió con facilidad. Lo metí hasta el fondo, arrancando un ¡ooooohhhhhhhhh! que se escapó de la boca de Barbara. Una vez dentro, empecé a meterlo y sacarlo, mientras notaba como mi polla empezaba a escurrir por efecto de sus abundantes jugos. Aquel clímax no se podía alargar mucho tiempo más. El aullido de Jenna indicó que había sido la primera en llegar a la meta. Fue seguida de cerca por Babson, que ni siquiera se molestó en sacar la polla del culo de la chica. Se lo debió llenar de leche, porque cuando la sacó empezó a escurrir semen por los muslos de la rubia.

En fin, Barbara acabó al minuto. Se giró, sentada en la mesa, y dijo tranquilamente:

Córrete en mis tetas, anda.

No me lo tuvo que repetir. Dado que las tetas eran pequeñas y que mi eyaculación fue abundante, huelga decir que quedaron totalmente cubiertas. Su hermana se encargó de lamerlas hasta que quedaron bien limpias, en tanto que yo hacía lo propio con el coño de la chica morena, saboreando sus juguitos ácidos y aromáticos. Después de aquello nos sentamos un rato a descansar. Babson ofreció cigarrillos y fumamos. En ese momento recordé que hacía dos meses que había dejado el tabaco, pero no era el momento adecuado para dar importancia a esa recaída en el vicio. Cuando acabamos los cigarros, consideramos prudente dar por concluida aquella velada tan divertida.

Bueno chicas -comentó Babson, acabando de anudarse la corbata-, el machote y yo tenemos que retirarnos. Si algún día queréis repetir, no tenéis nada más que decírnoslo, ¿vale?

Ok, nosotras nos encargamos de limpiar y ventilar un poco esto -dijo Barbara, que ya estaba manos a la obra en la tarea de adecentar el Despacho Oval.

Ha sido un verdadero placer, chicas -añadí yo, para después dar dos besos a cada una a modo de despedida.

Me dirigía a la puerta cuando la mano del director de la CIA me cogió del hombro. Le miré pidiendo explicaciones.

Creo que se te olvida algo -dijo con una sonrisa taimada en la boca, al tiempo que ponía algo en mi mano.

Uf, que despiste -respondí, observando los gemelos con mis iniciales.

Si andas dejando cosas por ahí, te pueden pillar.

Muchas gracias. Por cierto ¿no tendrás otro cigarrillo para mí?

Cerramos la puerta del despacho y volvimos a la fiesta. El presidente bailaba animadamente una especie de can-can, calzado con unas botas de espuelas. Tomamos una copa más y yo me despedí del resto de la gente. El presidente se mostró muy atento conmigo:

Muchacho, si algún día necesita algo, no dude en pedírmelo. Aquí siempre tendrá usted todas las puertas abiertas.

Y me dio un abrazo efusivo, mientras que yo sonreía para mis adentros, pensando en que acababa de tener abiertas a las dos hijas de aquel tipo, sin que él me lo hubiese autorizado. Cuando salía de allí me topé con el inevitable director de la CIA. Salimos juntos a la calle y una vez allí me preguntó:

¿A qué te vas a dedicar ahora? No hay elecciones hasta dentro de cuatro años.

De momento, unos meses de vacaciones. El Caribe, Europa, tal vez Sudamérica.... Hay que hacer turismo.

Tranquilo, ya te avisaré si corres riesgo, no sea que vayas a estar en algún país al que el presidente decida invadir jajajaja.

Te agradezco el detalle -respondí con un sonrisa-. Y avísame si las adorables gemelas se deciden a montar otra fiestecita, aunque sea en un lugar más discreto que en el Despacho Oval.

Descuida, te mantendré al corriente.

¿Cómo sabrás donde estoy?

No se te olvide que yo lo sé todo -puntualizó Babson, sacando de nuevo el paquete de tabaco-. ¿Otro cigarrito?

Sí, gracias. ¿Nos tomamos la última copa en aquel pub que está aún abierto?

De acuerdo, así aprovecho para contarte cuando las niñas del presi la liaron en Carolina del Sur. Tuvieron que intervenir sus guardaespaldas, porque fueron a un antro de mala muerte en el que hasta los camareros empezaron a meterles mano. De hecho, a Barbara ya le habían arrancado el tanga. Si no las rescatan, las hubiesen violado allí mismo jajajajaja. El caso es que ellas iban de calientapollas esa noche y..................

Miré para el edificio de la Casa Blanca. En la ventana correspondiente al despacho Oval se veía una débil luz. Pensé en la frase de De Gaulle y decidí completarla con algo de mi propia cosecha: "este presidente demostró que cualquiera con acceso a la Casa Blanca puede follarse impunemente a sus hijas".