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La caída de Roma (2)

en Grandes Relatos

LA CAÍDA DE ROMA (2)

La Ciudad de Roma ya no era ni la sombra de lo que fue tiempo atrás. Los emperadores preferían la seguridad de la oscura y bien fortificada Rávena. Pero su nombre seguía siendo mítico en todo el mundo conocido. Por esa razón Kacena estaba firmemente convencida de conquistarla. Y cuando a ella se le metía algo en la cabeza...

VII. KACENA AD PORTAS

Desde que Aníbal en el 211 a.C. llegase a las puertas de Roma (sin posibilidades de conquistarla) ningún ejército extranjero había llegado tan lejos. Habían pasado exactamente 10 días desde que el ejército bárbaro emprendió la marcha hacia la Ciudad Eterna. Sin encontrar ningún tipo de resistencia se habían plantado en la orilla del río Tíber. Desde lo alto de una colina, que permitía dominar una amplia extensión de terreno, Kacena y Aecio observaban detenidamente la situación. En aquella época la ciudad de Roma presentaba un perímetro circular, de unos 34 kilómetros de longitud, lo que daría un diámetro de más o menos 11 km. Doce puertas daban acceso al interior.

Veo que tus amigos romanos no han tenido ni tiempo para destruir los puentes del Tíber - apuntó ella.

Se ve que tenían prisa por poner pies en polvorosa. Ya te dije que no habría ningún problema, Princesa.

Acamparemos entre esta colina y el río. Habrá que mandar destacamentos de caballería por los alrededores, aunque no creo que resistan mucho.

Yo tampoco lo creo, pero no obstante enviaré tropas a controlar el puerto de Ostia. Por ahí podrían venir los pocos suministros que pudiesen recibir - comentó Aecio, señalando a la derecha, a lo largo del curso del río.

Buena idea y que vayan colocando las catapultas en el lado norte de la muralla, parece el lugar más débil.

Te recuerdo que lo más probable es que esas máquinas ni siquiera funcionen.

Ya lo sé, mi amado romano, pero solo se trata de meterles un poco de miedo, que crean que estamos a punto de emprender un asalto - replicó Kacena, sonriendo -. Con un poco de suerte saldrán a negociar la entrega de la ciudad.

Veo que no pierdes facultades, Princesa - añadió él, mientras acariciaba el apetitoso muslo de ella.

Sin desmontar se besaron con suavidad, sin prisa, con la imagen del Tíber y de Roma de fondo. Aquella escena formaba un cuadro con el que ambos soñaban desde hacía años. El sonido del galope de un caballo les sacó de su ensimismamiento. Era Claudia que cabalgaba hacia ellos. En aquellos diez días de marcha hacia La Ciudad Eterna ella había estado a la altura, marchando con poco descanso, comiendo frugalmente y no desfalleciendo para nada. Eso sí, al no estar acostumbrada a aquello, tenía las piernas y el trasero doloridos. Pero aquel modo de vida cada vez fascinaba más a la chica, que para nada se arrepentía de haber acompañado a aquella horda de bárbaros en su correría.

Maldita romana, siempre interrumpiendo - masculló Kacena, que seguía aparentando dureza ante ella.

Pero aquella dureza era más teórica que real. Tanto ella como Aecio protegían a la chica. Cinco días atrás uno de sus soldados, un germano de casi dos metros, estuvo a punto de perder la cabeza por partida doble. Primero la perdió por la chica romana, al verla bañarse en un riachuelo, en una de las breves pausas que hicieron en su avance hacia Roma. Estaba a punto de violar a la espantada muchacha, cuando apareció Kacena. Si aquel grosero soldado no perdió la cabeza sólo fue porque Aecio iba con ella. En cuanto se corrió el rumor de lo que había pasado nadie volvió a molestar a Claudia.

Disculpad - dijo Claudia, ataviada en esta ocasión con un simpático gorrito germano, que la protegía del sol -. Sólo quería preguntaros si vais a asaltar la ciudad.

No, si puede evitarse. Si tenemos que recurrir al asalto será imposible contener a todos los soldados. No sería agradable ver el saqueo que vendría después, no habría modo de impedir que se produjesen asesinatos y violaciones - respondió Aecio, con un tono totalmente neutro, como si estuviese hablando de un tema intrascendente -. Pero estate tranquila, espero que no lleguemos a eso.

Gracias - dijo Claudia, besándole efusivamente en la mejilla.

Pero la mirada asesina que lanzó Kacena hizo desistir a la chica de más muestras de afectividad y agradecimiento. Claudia, instintivamente, se llevó la mano al bajo vientre, recordando las palabras de aquella peligrosa germana: "Te arrancaré las tripas".

VIII. DIFICULTADES INESPERADAS

El despliegue del ejército bárbaro no podía menos que ser intimidante, más aún para una ciudad grande pero indefensa. Grandes arietes, pesadas catapultas, balistas y otros artilugios se iban colocando apuntando hacia La Ciudad. Estaban esperando a que los notables saliesen para capitular, cuando uno de sus generales les trajo noticias inesperadas:

Roma no está sin tropas, señores.

¿Cómo puede ser eso? - quiso saber Kacena, poniendo los ojos como platos.

Las tropas de Sicilia y de Cerdeña llegaron al puerto de Ostia hace cuatro días. Están dentro de Roma, con todos los aprovisionamientos que han logrado reunir. En el puerto no quedaba nada, ni un grano, lo han metido todo dentro de la ciudad.

Malditos romanos......... - masculló ella, con un gesto de contrariedad -. Tú dirás - añadió, mirando a Aecio.

Complicado, Princesa. En Sicilia hay una legión entera, en Cerdeña, otra. Total, dos legiones más la guarnición de Roma, casi 15.000 soldados. En campo abierto no habría problema, les destrozaríamos con facilidad. Pero no son tontos y no van a salir. Así que habrá que pensar algo.

Puedes irte - le dijo ella al portador de tan malas noticias. Cuando se fue, clavó sus ojos en los de Aecio -. Vamos, dime lo que estás pensando.

La cosa se pone difícil, querida. Tal vez por asedio lográsemos rendir Roma, pero eso nos puede llevar meses. Y no hay que olvidar que Italia es una especie de fondo de saco. Podemos vernos encerrados por tropas que vengan desde el norte.

Pirro, Aníbal, Espartaco... Todos ellos amenazaron Roma, me lo has enseñado. Pero no pudieron tomarla, acabaron embotellados en el sur de Italia y fueron derrotados. Pero yo no fracasaré, esta ciudad será mía.

Será nuestra - puntualizó Aecio-, porque yo no me voy de tu lado.

Sabes mejor que yo el riesgo que corremos. Podría ser nuestra última aventura...

Lo sé, pero una sola noche en Roma contigo hace que merezca la pena correr el riesgo.

Los ojos negros de Kacena recobraron el brillo. La excitación volvió a su rostro, en un gesto típico de ella, preludio de una batalla militar o de un encuentro sexual. La suave caricia de su mano enguantada por el rostro y el cuello de Aecio significaba la segunda de las opciones. Le cogió de la mano, invitándole a introducirse en la tosca tienda que sus servidores acababan de montar. Ella no iba vestida con su uniforme de batalla, sino con unos pantalones anchos y una especie de blusón de suave tela. Se lanzó felina sobre él, haciéndole caer al suelo, rodando ambos por el suave lecho de mantas. Se desnudaron con rapidez, con apremiante ardor, deseosos de sentir piel contra piel, de que todas sus terminaciones nerviosas se visen estimuladas. La piel de ella, más tostada de lo habitual por efecto del sol veraniego de Italia, tenía un brillo especial. Aecio lamió cada poro de su piel, con exasperante lentitud, hasta que ella pareció perder la paciencia.

Le derribó sobre su espalda, se colocó sobre él y apoyó su afilada y fría daga en su cuello. Él no se inmutó, ya que aquellos juegos eran típicos de ella. Con la otra mano se apoderó de la endurecida presencia masculina y la dirigió a su entrepierna, introduciéndosela con suavidad. Después empezó a moverse, adelante y atrás, con deliciosos movimientos de pelvis, sin apartar su daga del cuello de él. Aecio agarró con firmeza aquellas duras y redondas nalgas y ambos acompasaron sus movimientos, en un alarde de compenetración, como sólo saben hacer aquellos que se conocen muy bien. Cuando sintió aproximarse el orgasmo, Kacena clavó su daga en el suelo, a cinco centímetros escasos de la cara de Aecio, se pellizcó los pezones, arqueó la espalda y estalló de placer. Aprovechando su momentánea debilidad Aecio la hizo caer hacia un lado, se colocó sobre ella y siguió penetrando sus carnes, hasta conseguir su bien ganado orgasmo. Después, totalmente relajados, se quedaron tumbados, disfrutando de aquel salvaje asalto.

Kacena fue la primera en despertarse. Se puso a jugar con la punta de la daga en uno de los pezones de él. Su compañero acariciaba su ondulado cabello, cuando ella súbitamente dijo:

Las catapultas...

¿Qué les pasa a las catapultas? - quiso saber él, algo sorprendido.

Tienen que funcionar.

Sabes que eso es casi imposible, están en muy mal estado...

He dicho que tienen que estar a punto en unos días. Vamos, arriba, tienes que encontrar a alguien que las arregle. Mientras, yo buscaré el mejor emplazamiento. Estos romanos van a lamentar no haberme entregado la ciudad.

El rostro de ella volvió a adquirir rasgos duros, enérgicos. Aecio respiró profundamente, preocupado en el fondo por lo que pudiera pasar. Temía por su vida, pero eso era lo de menos. Peor era que la vida que se perdiese fuera la de ella. Y, en el fondo, también le asustaba el destino de Roma. Seguía siendo romano y si la ciudad era asaltada finalmente, no sería algo agradable de ver.

IX. ESTRATAGEMAS

Los buenos oficios de Aecio le permitieron encontrar a unos ingenieros griegos, que vivían en una hacienda cercana. Combinando el soborno con veladas amenazas, resultó muy fácil convencerles para que colaborasen. Exactamente cinco días después las máquinas de asedio estaban a punto, colocadas sobre una pequeña elevación del terreno que apuntaba directamente al sector de la muralla que custodiaba la puerta Salaria. Las catapultas fueron bien abastecidas de pedruscos de diferentes tamaños, mientras el ejército germano no aflojó un ápice en cerco a la ciudad. La navegación por el Tíber fue cortada y todas las vías de acceso bloqueadas. Mientras parte del ejercito se dedicaba a asediar Roma, el resto forrajeaba por los alrededores, acumulando vituallas y pertrechos para un periodo de tiempo que se preveía largo.

Kacena, vestida son su reluciente coraza de cuero, estaba colocada detrás de sus flamantes máquinas, dispuesta a asistir al estreno de las mismas.

Te dije que las haríamos funcionar, querido - le dijo a Aecio, sonriendo.

Ya veo que nada se te va a poner por delante - respondió él -. Y el emplazamiento está muy bien elegido, apuntando a la parte más débil de la muralla. Esperemos que el efecto sea el esperado.

Unos metros detrás de ellos, los ojos claros de Claudia observaban todo aquello con preocupación, al recordar las palabras de Aecio, advirtiendo que un asalto podría ser funesto para la ciudad.

Comenzad - ordenó Kacena, con los brazos cruzados sobre el pecho y una expresión dura en el rostro.

Las máquinas empezaron a disparar gruesas piedras que silbaban por el aire y se encaminaban a su objetivo. Los primeros disparos no fueron muy certeros, pero bajo la supervisión de los ingenieros griegos fueron afinando poco a poco. Los impactos contra la muralla y la puerta cada vez fueron más acertados. Esta rutina se repitió durante tres días. Al cuarto día los muros de Roma empezaron a agrietarse a causa del continuo castigo.

La mañana del quinto día ocurrió algo inesperado. La puerta Salaria se abrió. ¿Sería una embajada romana dispuesta a entregar la ciudad? Esa esperanza se disipó cuando cientos y cientos de jinetes del Imperio salieron al galope, dirigiéndose velozmente al lugar en el que estaban emplazadas las máquinas de asedio. Kacena, al advertir la amenaza, sacó su espada y gritó:

¡Rápido, reagrupad a los hombres! Hay que proteger las máquinas.

Tranquila, Princesa, dejemos que se acerquen un poco más - dijo Aecio a su lado, con su habitual tranquilidad.

Ella le miró sorprendida. Si los romanos lograban destruir las catapultas sería un desastre. Y no iba a ser fácil protegerlas, ya que su ejército estaba muy disperso. Al menos eran 2.000 los jinetes que avanzaban hacia ellos, por lo que se verían muy superados en número. Cuando estaban a menos de 200 metros pareció que la tierra se hundió bajo los caballos de los romanos. Muchos jinetes dieron con sus huesos en el suelo. El resto tuvieron que detenerse, desconcertados, justo para comprobar que grupos de germanos, a pie y a caballo, les cortaban la retirada hacia la ciudad. En la refriega que siguió la mitad de los jinetes fueron muertos, la otra mitad hechos prisioneros. Kacena miró sonriente a Aecio y le dijo:

Supongo que ha sido idea tuya...

Por supuesto, querida. Conozco bien a los romanos. Sabía que no resistirían la tentación de tratar de destruir las máquinas y por eso durante dos noches he mandado a unos cientos de hombres que cavasen una zanja y la camuflasen bien.

No sé que haría sin ti, mi romano. Gracias a esto nos hemos librado seguramente de los mejores soldados que había en Roma. Manda que saquen los cadáveres de la zanja - dijo con total naturalidad, acostumbrada como estaba a ver la muerte desde su más tierna infancia- y que las catapultas reanuden su trabajo.

X. LA CALMA QUE PRECEDE A LA TORMENTA

Cuatro días más siguieron las máquinas con su machacona tarea, abatiendo las fortificaciones de Roma. Claudia ocupaba parte de su tiempo cabalgando por los alrededores, contemplando Roma y el Tíber desde diferentes perspectivas. Otras veces se la podía ver sentada bajo un árbol, escribiendo sobre pergaminos las incidencias del asedio. Pero el caso es que Aecio y Kacena no habían vuelto a compartir sexo con ella. La verdad es que estaban ocupadísimos, siempre de acá para allá, supervisándolo todo, planeando cosas y dando órdenes. Los pocos ratos que tenían de intimidad preferirían aprovecharlos ellos dos solos, pensó mientras suspiraba. Además ellos eran una pareja y Claudia lo entendía, entendía que solo había sido una bonita diversión, pero no habría nada más. Pero no se arrepentía de estar donde estaba. Mil veces mejor aquello que verse obligada a casarse con algún viejo y gordo romano, que no haría otra cosa que comer y beber. Sentada en el suelo, con la espalda apoyada en un viejo tronco de olivo, se sentía libre y alegre.

En ese momento llegó Aecio a su lado. Tanto él como Kacena se preocupaban por ella, en la medida que sus obligaciones se lo permitían. Siempre se interesaban por si necesitaba algo o por si tenía algún problema.

¿Sigues escribiendo nuestras andanzas? - preguntó él, que siempre aprovechaba para leer las cosas que la chica escribía.

Sí. Imagino que algún día este documento será muy cotizado. ¿Dónde está Kacena?

Ha ido al puerto. Acaban de capturar unos barcos con trigo de África y ella quiere supervisarlo todo.

¿Cómo es que no has ido con ella?

Alguien tenía que quedarse a vigilar que el asedio siga en orden, preciosa - respondió él.

Sí... claro - acertó a decir Claudia, algo ruborizada por el halago, apartando su mirada de él.

Así como la presencia de Kacena le producía siempre algo de miedo y respeto, Aecio provocaba en ella otro tipo de sensaciones, turbadoras. Era educado y cortés, como los romanos, pero añadía algo más. Claudia miró la figura de él, plantada de pie delante de ella. Unas piernas robustas daban paso a unas caderas estrechas. Más arriba un abdomen plano y un tórax fuerte y bien formado. El cabello negro, liso y muy corto lo diferenciaba del resto de bárbaros melenudos. En un impulso incontrolado Claudia se incorporó sobre sus rodillas y abrazó aquel cuerpo deseable. Su pelo ensortijado se aplastó contra el cinturón del que pendía la espada, en tanto que una de sus mejillas se colocó sobre la entrepierna de él. Notó con cierta sorpresa que algo crecía allí, endureciéndose progresivamente. Pero él no la apartó.

Se dejó llevar por sus instintos. Soltó el cinturón y de un tirón bajó aquellos pantalones germánicos, dejando al descubierto un precioso miembro, que ella ya conocía, pero que tenía ganas de volver a disfrutar. Agarró aquello, notando que palpitaba en su mano y que desprendía un agradable calorcito. En ese momento ella no pensó en Kacena, ni en el asedio de Roma, ni en nada, solo en aquel tentador miembro. Acercó la boca con lentitud, aplicando al principio más aliento que saliva. Poco a poco sus lametones se fueron volviendo más audaces, más enérgicos.

Aecio acariciaba su pelo, disfrutando de aquel dulce tratamiento. La forma en que aquella joven romana chupaba su pene era muy diferente a los salvajes encuentros sexuales con su amada germana, pero el contraste hacía más irresistible la situación. Aquella boquita cálida sabía bien lo que hacía, sin apresurarse, provocándole agradables sensaciones. Los labios finos pero suaves se deslizaban cada vez a un ritmo más rápido, apretando lo justo, mientras que una lengua caliente y juguetona se divertía serpenteando sobre su hinchado glande. Cuando notó que iba a explotar, trató de apartarla, pero ella no hizo caso.

Claudia sintió como aquel miembro se endurecía cada vez más dentro de su boca, hasta que el largo gemido de él indicó el final del asalto. Los chorros de semen chocaron contra su paladar, llenándole la boca de un fluido caliente, cremoso, que se deslizaba por su garganta. Sabía muy parecido a las almendras amargas, aquellas que Claudia comía desde niña en la hacienda de sus padres, por lo que aquel sabor no fue desagradable para ella. Aecio se apoyó contra el árbol, tratando de mantener el equilibrio y recuperar fuerzas. Se había quedado vacío. Pero esa sensación duró poco, ya que segundos más tarde estaba colocándose los pantalones y el cinturón. Sonrió a Claudia y dijo:

Tengo que volver, para ver como va todo. No hará falta que te diga que es mejor que la Princesa no se entere de esto...

Por supuesto, mis tripas peligrarían.

Y las mías... - respondió él, mientras se alejaba.

Le siguió con la mirada hasta que desapareció de su vista. Después se sentó al pie del árbol, recostando la espalda contra el tronco. Separó las piernas, abrió ligeramente su túnica y empezó a tocarse su caliente y mojado sexo. Gimió al sentir la primera caricia. Mientras se acercaba al clímax su mente iba repasando todas las cosas que habían pasado en su vida en las últimas semanas.

Al mediodía volvió Kacena, seguida de un interesante cortejo de carros cargados de trigo. Tras desmontar del caballo se fue junto a Aecio, al lado de las máquinas. Clavó sus penetrantes y agudos ojos en la castigada muralla, viendo con agrado que el trabajo de las catapultas había progresado mucho. Parte de la muralla, a la derecha de la puerta, se estaba desmoronando, al tiempo que la sólida madera de la puerta Salaria presentaba un aspecto cada vez más deteriorado.

Veo que los ingenieros han afinado mucho la puntería - comentó.

Es cierto - respondió él -. Roma está como una fruta madura, a punto de caer en nuestras manos.

Mañana al amanecer... - susurró ella al oído de él.

Así se hará, me temo que vamos a darles un mal despertar a los habitantes de Roma. Reunámonos con los generales, decidamos el plan de asalto y durante la noche lo prepararemos todo - respondió él, sin sentir remordimientos de ninguna clase.

Eso puede esperar a la tarde. Primero vamos a comer.

En ese momento llegó Claudia, con los pergaminos bajo el brazo. Un inoportuno tropezón hizo que se fuese al suelo. Kacena soltó una risotada, pero acto seguido agarró su mano y la ayudó a levantarse, con pasmosa facilidad.

Mira que eres torpe romana.

No miré dónde pisaba - respondió Claudia, con timidez.

Pues deja de escribir un rato, que es hora de comer. Todo el día escribiendo, con la de otras cosas divertidas que se pueden hacer - comentó Kacena, clavando su mirada en los ojos de ella.

"Dios mío, no sé cómo, pero lo sabe", pensó Claudia, al tiempo que un sudor frío cubría todo su cuerpo. Estuvo temblando toda la comida, pero el caso es que la Princesa germana no hizo ninguna alusión peligrosa.

XI. IRA Y FUEGO

El sol despuntaba sobre la ciudad de Tíber. En ese momento las catapultas reanudaron su trabajo. Pero algo indicaba que ese día la rutina del asedio iba a cambiar. Cientos de arqueros bárbaros, protegidos tras parapetos de mimbre, empezaron a disparar sus dardos contra las murallas de Roma, en un claro intento de despejarlas de defensores. Pero lo que dejó ver bien claras cuales eran las intenciones del ejército invasor fueron los dos impresionantes arietes que se acercaban lentamente hacia la puerta de la ciudad. Eran unos enormes troncos de unos diez metros de largo, casi dos de diámetro y colgados sobre un gran armazón. Estaban cubiertos, para resguardar a los hombres que debían accionarlos.

Kacena, vestida con su coraza de combate, armada hasta los dientes y con sus terribles pinturas de guerra observaba la maniobra con atención. Sabía que no habría vuelta atrás y que si este asalto fracasaba tal vez no hubiese otra oportunidad. Cuando los temibles arietes estaban muy cerca, avanzando entre una lluvia de flechas, las catapultas cambiaron su ángulo de disparo, apuntando a la parte alta de la muralla y barriendo a los defensores. El impacto simultáneo de aquellos dos enormes troncos retumbó a muchos metros de distancia. Uno se aplicó sobre un trozo de muralla, que ya estaba en muy mal estado, el otro sobre la puerta. En breves minutos lograron su objetivo y la puerta Salaria se desmoronó. Un grupo de soldados de élite del ejercito bárbaro se lanzaron hacia delante, tratando de mantener el control de aquella entrada, mientras que otros hombres apartaban los arietes.

Aecio y Kacena se miraron. Un beso en los labios fue suficiente para que ambos comprendiesen que había llegado el momento. A una orden suya la gran masa de la caballería germana se lanzó al galope sobre la brecha abierta en las defensas de Roma. Aquellos jinetes, dotados de armas pesadas, arrollaron a las tropas que trataron de cerrarles el paso en la misma puerta. Tras esa enorme hueste de jinetes el resto del ejército de Kacena se fue colando en la ciudad, aprovechando zonas demolidas en las murallas o incluso escalándolas. Después se desató el infierno. Se luchaba en todas las partes, pero una vez dentro de la ciudad la ventaja numérica y la fiereza de los bárbaros les otorgaba clara ventaja. Aecio logró mantener a Kacena en el centro de su nutrida tropa de jinetes, evitando que se expusiese a riesgos innecesarios. Además trataba de cubrir con su cuerpo el cuerpo de ella, demasiado visible, demasiado reconocible, un blanco demasiado tentador...

Mientras los bárbaros iban aplastando progresivamente a las cada vez más dispersas y desmoralizadas tropas romanas, la flecha silbó en el aire. Con seguridad iba dirigida a ella, pero solo encontró el hombro de él. No fue más que un roce, pero el grito de Aecio y la efusión de sangre alertaron a Kacena. Sus ojos negros realizaron un rápido movimiento circular, hasta que divisó a unos cientos de metros un edificio que destacaba sobre el resto. Era el Palacio del Emperador. Dio una breve orden y parte de sus jinetes galoparon hacia allá, abriéndose paso a espadazos, entre la desbandada de los romanos. El emperador de occidente, el incapaz Honorio (que lo único que había heredado de su padre, el Gran Teodosio, era el trono), estaba en Rávena. Dentro de aquel suntuoso palacio no quedaba ni un soldado, solo criadas y sirvientes. La tropa bárbara desmontó con rapidez y todos entraron con las armas en la mano. Kacena no se anduvo por las ramas y, en su papel de conquistadora, ordenó con firmeza:

Vosotras, preparad un baño caliente, rápido. Y traed unas vendas.

Aquellas jóvenes romanas, aterrorizadas ante la presencia de aquella mujer de aspecto terrible, se apresuraron temblorosas a cumplir aquellas órdenes. Acto seguido dio una serie de breves instrucciones a dos de sus generales, que se fueron de allí mientras ella se quedaba con Aecio, el cual estaba un poco pálido. Armada de vendas y agua se dispuso a curar su herida. Le quitó el peto de cuero y metal, empezando a lavar aquella cicatriz. Lamió dulcemente el herido hombro, para luego vendarlo con cuidado.

Ya está, no era grave - dijo ella, al terminar -. Por cierto, tu sangre sabe dulce...

Siempre me toca alguna flecha destinada a ti, Princesa - comentó él, moviendo ligeramente el hombro.

Siempre estás en medio - rió Kacena -. Tú ya no estás para más combates hoy, así que vamos a ver si tenemos preparado el baño.

En efecto, en una sala contigua una amplia pileta rectangular aparecía llena de agua caliente. Las chicas romanas que lo habían preparado se retiraron con rapidez de allí. Kacena se despojó de su pesada vestimenta de guerra, para seguidamente hacer lo propio con Aecio, hasta que solo le quedó la blanca venda que envolvía su hombro izquierdo. Acto seguido se introdujeron en el agua, que emanaba un vapor azulado. Se colocaron sentados frente a frente, disfrutando de aquella cálida sensación. El agua les llegaba hasta el pecho, cubriendo hasta la mitad los estupendos pezones de ella. Se miraron durante unos segundos, relajados, notando sus piernas rozarse bajo el templado agua.

Así que de este modo vivís los decadentes romanos. No está nada mal... - comentó ella.

Sólo los que pueden, querida. Pero aunque el Imperio caiga, seréis los bárbaros quienes tengáis muchas cosas que aprender del modo de vida romano - replicó él, con la nuca recostada en el borde de aquella pileta.

Yo ya he aprendido muchas cosas de un romano. Y de no ser por él nunca habría soñado poder bañarme en el palacio del emperador.

Su voz se había vuelto sensual y sugerente. Su expresión indicaba el deseo que ardía dentro de ella. A fin de cuentas no todos los días se tomaba Roma. Deslizó su duro trasero sobre el fondo de la pileta, pasó sus brazos por detrás del cuello de él y entrelazó sus piernas con las de su amado romano. Le besó, primero con ternura, luego con deseo, finalmente con pasión, introduciendo su lengua en la boca de él. Se retorcía como una serpiente marina, tratando por todos los medios de saciar su deseo. Aecio abrazó aquel mojado cuerpo, tratando de atraerlo hacia si, pero notó un pinchazo agudo en el hombro. No pudo ahogar un quejido de dolor. Kacena, al darse cuenta de eso, acarició con suavidad su cuello y su nuca.

No estoy para asaltos, me temo, Princesa.

Tranquilo, yo haré todo el trabajo, relájate y disfruta - replicó ella, con una sonrisa excitada en el rostro.

Sin decir nada más se alzó sobre sus poderosas piernas, dejando su sexo a la altura de la cara de él. Con un ligero balanceo de caderas lo acercó a su boca. Aecio notó el calor de la entrepierna de Kacena antes de que rozase contra sus labios. Sin usar las manos, sacó la lengua y con ella separó delicadamente los labios mayores. El cuerpo de la mujer tembló y su clítoris se llenó de sangre al sentir el roce de aquella lengua juguetona. Con suavidad tomó la nuca de Aecio y lo apretó con cuidado contra su vulva. Poco a poco notó como el deseo la llenaba por dentro. Se giró, dándole la espalda. Lentamente bajó sus redondas nalgas sobre el miembro de él, doblando las rodillas. Se fue sentando, sintiendo como el endurecido pene de Aecio entraba dentro de su cuerpo, estimulando todas sus terminaciones nerviosas. Se lo clavó hasta el fondo, apoyando las manos para mantener el equilibrio. Ambos gimieron mientras, bajo el agua, sus sexos se acoplaban sin descanso. Los movimientos verticales de Kacena provocaban un suave chapoteo, que se superponía con los jadeos de los dos.

Ella alcanzó el clímax ayudada por el certero mordisco de Aecio en la base de su cuello, justo bajo su nuca. Se convulsionó durante unos segundos, los necesarios para que él llegase al orgasmo, dentro de ella. Los fluidos de ambos se mezclaron con el agua del baño... Tras aquello, Kacena se deslizó hacia abajo entre las piernas de él, hasta que el agua le llegó al cuello. Después apoyó la parte posterior de su cabeza en el pecho de él, sintiendo que un fuerte brazo rodeaba sus senos. Durante unos minutos todo fue relajación y bienestar.

XII. A SACO

Un olor penetrante invadió las fosas nasales de los dos. Se miraron un segundo a los ojos, antes de comprender de lo que se trataba. Era olor a humo, a quemado. Aecio y Kacena salieron con rapidez del agua, dirigiéndose a la ventana. Desde aquel segundo piso pudieron ver con claridad varias columnas de humo que se alzaban a lo lejos. Aecio apoyó pesadamente sus manos en el borde de la ventana y miró con tristeza. Ella se colocó detrás, pegada a él, con los pechos contra su espalda y las manos por debajo de las axilas acariciándole el pecho. Sabía perfectamente lo que él sentía en ese momento, le conocía demasiado bien. Pero tomar la ciudad al asalto conllevaba ese riesgo y los dos lo sabían.

Aecio tuvo la sensación de estar prisionero entre los dos amores de su vida. A un lado Roma, a la que siempre soñó con defender con sus legiones cuando era general del ejército romano, ahora empezaba a arder a manos de una horda de bárbaros a los que él mismo había llevado hasta allí. Al otro lado Kacena, su amada Princesa germana, a la que seguiría hasta la muerte sin dudarlo. Pero ambos amores eran incompatibles y él lo sabía.

Lo siento - acertó a decir ella, en un intento de romper aquel incómodo silencio -. Yo no quería que esto acabase así.

Ya lo sé, no es culpa tuya - respondió él, echando la cabeza atrás hasta que sus mejillas se rozaron -. Pero no quiero ver Roma reducida a cenizas y con todos sus habitantes muertos, esta ciudad no se lo merece, pese a todo.

Déjalo de mi mano, cariño. Te prometo que pararé esto, sea como sea...

Cuando Kacena empleaba la expresión "sea como sea", quería decir que conseguiría lo que fuese. Sin decir nada más se colocó la coraza de cuero, repasó sus pinturas de guerra y se dispuso a marchar. Cuando Aecio quiso acompañarla le dijo:

Nada de eso. Tú debes descansar, así que túmbate y duerme un poco. Volveré antes de que te dé tiempo a echarme de menos.

Mientras él se tumbaba en una suave cama, ella llamó a sus guardias de corps, cogió una gargantilla de oro que había en un joyero de aquella lujosa habitación y se encaminó hacia el exterior del palacio. "Ya sé para quien es esa joya" pensó Aecio, sonriendo. La pérdida de sangre le había dejado débil, por lo que no tardó en sumirse en un profundo sueño, mientras de fondo le llegaba el sonido de cada vez más lejanos combates.

Cuando volvió a abrir los ojos era ya más de medio día. A su lado estaba Kacena, vestida como una romana, con una elegante y sensual toga, sandalias, el pelo recogido y una diadema de oro, junto con brazaletes en forma de serpientes que envolvían sus antebrazos. Su rostro no conservaba el menor signo de pinturas de guerra y su piel emanaba un suave olor a agua perfumada. Aecio tuvo que parpadear un par de veces para reconocer en aquella figura a su Princesa guerrera.

Ya está todo arreglado. Habían sido los ostrogodos, pero ya los he sacado de la ciudad. No habrá más incendios ni matanzas estériles - dijo ella, acariciándole la mano -. Los soldados romanos se han rendido, así que todo está en orden.

Gracias Princesa. Por cierto, estás guapísima - replicó él, sin incorporarse del lecho.

Claudia me ha puesto así - aclaró ella, señalando con un pulgar hacia un rincón, en el que estaba Claudia, vestida de modo muy similar, con una preciosa gargantilla cubriendo su cuello -. ¿Te gusto?

Nunca habrá habido una mujer tan bella en este palacio, ni siquiera las hijas de los emperadores. Estás encantadora.

Se besaron con suavidad en los labios, mientras su amiga romana se acercaba a ellos, con la misma timidez de siempre.

¿Estás bien? - quiso saber.

Sí, muy bien. No ha sido más que una rozadura - respondió él, incorporándose.

Tal vez a nuestra amiga romana le interese tomar algún esclavo - sugirió Kacena. Llamó a tres de sus hombres y les dijo -. Acompañadla a los calabozos y que elija lo que quiera.

¿A los calabozos? - preguntó Claudia sorprendida.

Sí, romana, a los calabozos. Las mejores piezas se encuentran en los lugares más insospechados - añadió, guiñando un ojo a Aecio y recordando cómo se habían conocido.

Cuando ella se fue, Kacena y Aecio pasaron a tratar temas más serios.

¿Cuánto tiempo nos vamos a quedar en Roma? - quiso saber él.

Desde luego víveres no nos van a faltar, esta ciudad estaba muy bien abastecida. ¿Tú qué opinas?

Una vez que hemos hecho el trabajo más difícil, es decir entrar, creo que nos merecemos tomarnos las cosas con calma.

Estoy totalmente de acuerdo contigo - respondió ella -. Nos tomaremos el tiempo necesario para dejar bien limpia la ciudad. Y tienes que enseñármela bien, claro.

Por supuesto, Princesa. Siempre soñé con pasar un par de semanas en Roma en tu compañía. Lo que ocurra después no me preocupa.

Pero esto último no era verdad. Aecio desvió su mirada hacia la pared del fondo, donde sus soldados habían colgado el mapa de la península itálica. Temía lo que pudiese venir por el norte. Y si conocía a Estilicón tan bien como creía conocerle, no le cabía duda de que aquel veterano general trataría de no dejar impune en saqueo de Roma. Kacena se dio cuenta de la preocupación de él. Tenía que hacer que apartase la mirada de aquel mapa. Lenta y sensualmente se llevó las manos a la parte posterior de su cuello, desatando la cinta que allí había. Un ligero temblor de sus hombros provocó que la toga se deslizase con suavidad por su cuerpo, resbalando lentamente por cada curva de su agraciada anatomía hasta llegar al suelo.

Su cálculo fue correcto, ya que Aecio apartó la mirada de aquel mapa para fijarla en aquel cuerpo deseable. Nunca se cansaba de admirarlo, de desearlo, de disfrutarlo. Tomó con dulzura las caderas de ella, atrayendo su piel hacia la suya. Desde luego aquellos días, en aquel lugar y con aquella compañía, valían toda una vida. Suavidad y calidez le hicieron olvidarse por un rato del peligro que amenazaba desde el norte...