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La casa vacia

en Confesiones

La Casa Vacía

Su pelo negro, moreno no, negro. Intensamente negro.

Sus ojos. Oscuros. Negros. Siempre maquillados con la impecable raya. Siempre acentuando ese negro tan profundo de su mirada.

Por fin iba a probar sus labios pero de manera diferente, distinta. Como los prueba un hombre, como los disfruta de la mujer que se los entrega. Ya no era mi cuñada, mi cuñadita, la hermana pequeña de mi novia, de mi mujer. Ahora era una mujer distinta.

El cariño estaba presente, por supuesto, pero escondido. Ahora había otro sentimiento muy distinto.

Nos besábamos, nos comíamos con los labios. Buscábamos el sabor, la humedad de las lenguas. Y el encanto del primer beso. Qué tontería, nos habíamos dado cientos, miles, de besos. Pero estos sabían distintos.

No eran sus labios, eran unos labios desconocidos, nuevos pero al mismo tiempo tan familiares. Y desprendían tanto calor. Tanto amor callado. Ya ves que contrasentido. Cientos de veces supimos el tacto de furtivos roces. Cientos de veces supimos de oscuros pensamientos. Siempre ocultos. Siempre desdeñados. Habrá sido un accidente, pensábamos cada uno por su lado tras cada roce. Pero queriendo o no, la llama del deseo ya estaba ya prendida.

Y allí estábamos los dos. Abrazados. Envueltos cada uno en el cuerpo del otro. Entre las sabanas, como en un sueño, onírico, sin saber ni cómo ni por qué pero si sabiendo el cómo y el porqué.

Claro que recuerdo la habitación. Perfectamente recuerdo la cama vieja. No vieja, no, antigua, con pesadas mantas de lana, de las de pueblo, de las de toda la vida. Cómo no iba a conocer esa cama. Y la habitación, cómo la iba a olvidar.

Recuerdo cada rincón de aquella casa. Conozco cada rincón. Hace años, muchos años allí vivían ellos. Y hoy está vacía. Sola. Casi abandonada. A punto de salir de nuestras vidas para siempre.

Hoy habíamos ido a recoger las llaves de la casa para abandonarla. Yo como abogado, como el albacea del viejo testamento de sus padres.

Los dos íbamos a decir adiós a parte de nuestras vidas. A parte de nuestra felicidad. Nos lo dijimos sin pronunciar palabra. Y vi su cara.

Vi esos ojos negros que me miran en la penumbra. Y los dos cerramos los ojos y sin vernos, sin querer vernos, susurramos nuestros nombres. Sabíamos dónde estábamos. No necesitamos buscarnos. Nos llamamos sin palabras, sin siquiera mirarnos.

Mi niña. Y pronuncié su nombre. Ahora si la llamé, no para que viniera, sino para oír su nombre. Para oír como pronunciaba ella el mío.

Apenas veía su cuerpo. Apenas distinguía su silueta. ¿Para qué? Si no necesitaba ni mirarlo.

Lo conocía de sobra, la había visto crecer, cambiar. Pasar de niña a mujer.

Y sin saber cómo, las sábanas nos envolvían. Ninguno de los dos lo había planeado así. Y sin yo darme cuenta tenía en mis manos sus pechos. Esos pechos yo los había visto hacía tiempo, cuando ni siquiera eran unos pechos. Cuando no eran nada, cuando solo eran dos pequeños bultitos. Y ahora yo les tocaba tan ansioso que se me escapaban entre los dedos. Ahora eran dos maravillosas tetas que volvían loco a cualquier hombre, dos nerviosos flanes que temblaban en mis manos.

Y besé sus pechos. Ahora caídos, ya usados, ya tal vez estérilmente envejecidos. Qué distinto era el tacto a aquella dureza juvenil, si cuando ella se montaba detrás de mi moto o cuando ella me abrazaba juntando su pecho al mío, o cuando accidentalmente sin quererlo, sin buscarlo se rozaban con mi mano.

Y según crecía, al hacerse mayor, cada vez que sus pechitos se rozaban conmigo se azoraba, y su carita se ponía colorada.

Ahora sus pezones crecían insolentes entre mis dedos. Se endurecían con mis caricias, con mis besos. Ahora las caricias ya no eran fraternales. Ella tampoco las quería así. Y sus pechos ya no albergaban vergüenza sino calor. Calor de hembra furiosa por el tiempo perdido.

Sus labios me comían. Mi lengua lamía hasta sus últimos rincones de la suya, de su cuello, de su oreja.

La camiseta blanca que sin saber cómo desaparece, y por fin siento toda su piel. Ni me planteé el desnudarla. Surgió. Simplemente surgió. Como surge cuando no existe el tiempo, cuando solo existen las ganas de comerse, de disfrutar del cuerpo de tu amante, de entregarte para no recuperarte nunca más.

Una sola vez. Sólo habrá una vez. Sólo seré tuya una vez. Luego jamás volveré a ser de nadie. Ni podré volver a ser tuya. Su piel me lo decía constantemente, con cada caricia.

Y dejé que mis manos recorrieran su vientre hasta alcanzar sus muslos y romper allí la tela que ocultaba el secreto de toda mujer.

Sus suaves muslos se abrieron para mí. Y toqué su sexo. Húmedo, peludo, abultados los labios, abiertos para recibirme.

Mis dedos jugaron en sus chapoteantes labios, tocaran curiosos su oculto paraíso y la hice gemir. La hice tensar su cuerpo. La hice besarme. Yo también descubrí el botón de su secreta intimidad, aquel recoveco que fue solo de su marido, si de su marido, del que no quería ni pronunciar su nombre.

Y el silencio, roto solamente por sus gemidos inundó mis oídos. Si, por sus gemidos. Esos que nos acusaban, eso que delataban nuestra irresponsabilidad.

Adúlteros los dos. Falsamente incestuosos los dos. Deliciosamente abrazados los dos.

Ella la hermana de la que fue mi novia. La niña que para mí era como mi hermana pequeña. A la que vi crecer, a la que prometí cuidar y querer toda mi vida. Ella ahora me buscaba, y su cuerpo me encontraba, se movía para que yo la penetrara más y más. Ya era toda una mujer. Una mujer que me necesitaba dentro de su cuerpo. Fundido con ella.

Ya no era mi niña. Era mi amante. Ante mis ojos, ante mis manos, ante mi deseo de hombre. Ya no era mi niña.

Me acariciaba, me comía, jadeaba conmigo, se entregaba a mí. Movía la pelvis, me devoraba como una loba hambrienta. Sus piernas se enroscaban en mi cintura. Mis manos aprisionaban sus nalgas. Todo temblaba, todo giraba. No teníamos ni aire.

El placer, el placer me ahogaba y me estaba matando. Su cuerpo me mataba tan dulcemente que deseaba seguir muriendo, y al tiempo seguir viviendo, pero solo un instante, un solo instante para empujar, para introducir mi cuerpo en el suyo una vez más.

Sus uñas me arañaban. Se clavaban incontroladas en mi espalda, en mis nalgas. Y me empujaba pegándome más y más a su cuerpo. Sus brazos intentaban abrazarme más. Lo que fuera para que mi pene entrara más y más adentro de sus entrañas, para que me introdujera en ella. Como si estuviera temerosa de que pudiera salirme de que pudiera dejar su cuerpo por un mínimo instante, de que pudiera derramarse una sola gota de mi semilla. De que se escapara su alma si dejaba un solo hueco entre su cuerpo y el mío.

Su prolongado gemido. Sus espasmos. Sus furiosos besos. Y su pecho hinchado hasta reventar se quedó inmóvil. Parecía que era ella ahora quien deseaba morir. Y su cuerpo que tensó. Se puso rígido. Y gritó al encogerse de nuevo anunciando otro escandaloso orgasmo.

 

La luz. Joder, esto no puede ser, dije en voz alta.

Allí estaba ella. En la puerta. Mirándonos a los dos. Atónita. Sin pronunciar palabra, sin decir nada.

Casi ni la vi salir de la cama, arrastrando la sabana para cubrir su desnudo cuerpo frente a su hermana. Sus nalgas precipitadas que temblaban al correr. Por primera vez reparé en que tal vez la sobrara algún kilito.

Como un criminal, mi niña se tapaba como un criminal. Ya ves la de veces que su hermanan la habrá visto desnuda, pero ahora se tapaba precipitada, avergonzada con una sábana, como la que oculta el pecado.

Ahora escondía su adulterio, el viejo delito envuelto en una sabana. Y yo sin saber qué hacer.

Joder esto estaba premeditado. No puedo dejar de pensarlo. No puede ser, esto está preparado, preparado por el cabrón de mi destino, para que ella nos pillara, para que nos sorprendieran cometiendo el crimen. Para que yo nunca pudiera disfrutar de la felicidad, ni siquiera retenerla un momento entre mis dedos. Ni siquiera poder abrazarla después de haberla amado.

Es cierto. Ahora me doy cuenta. Ninguno de los dos miró le reloj. Ninguno de los dos fue consciente de que el tiempo pasa muy rápido. Demasiado cuando se es feliz.

Ya tendría que saberlo. Cuando dos amantes se besan el tiempo no se detiene, se vuelve falso y esquivo. Traidor y mentiroso. El tiempo nunca es suficiente, nunca es lo suficientemente lento. Un beso puede durar una eternidad. O un segundo. O una eternidad.... y mi sexo entraba y salía de ella recreándose en cada embestida, recreándose en cada gemido, llenando su cuerpo con el mío, llenándome a mí con cada uno de sus jadeos.

Ahora lo comprendía. Ahora que ella, su hermana, mi ex, estaba frente a mí.

Sus preciosos ojos verdes, en eso no habían cambiado. Seguía tan guapa como cuando me abandonó. No había cambiado. Habían pasado los años. Muchos tal vez. ¿Cómo te habré podido querer tanto mi amor? Hasta cuando te fuiste.

Silencio.

Ella no dijo nada mientras me vestía. Mi ex tal vez no supiera que decir. Yo tampoco.

Gimoteos ahogados. Ella en la puerta. Impidiéndome salir. Impidiéndola a ella decirme adiós.

Un bofetón.

-. ¡Te has acostado con mi hermana! Ni siquiera preguntó el típico cómo has podido. O el "eras mío", o el yo que sé. Ni un reproche. Simplemente un "te has acostado con mi hermana". Neutro. Aséptico. Como confirmando lo que ya era evidente. Sin reproches. Pero sin su beneplácito.

Y qué podía importarla a ella. Yo ya no era suyo. ¿Qué más la daba?

Y sin decir nada más, sus labios me besan. Como cuando éramos novios.

Si, con aquella intensidad. Juntando no sólo los labios, juntando los dos cuerpos hasta convertirlos en uno solo. Como la primera vez, de noche, debajo de su casa. En su portal.

-. Te quiero.

No hubo más. El ruido de la puerta al cerrase. Se fue. Se fueron las dos. Y yo seguía en la vieja habitación. Con la cama desecha, con su olor. Con su sabor en mis labios. Con su tacto en mis manos, con el recuerdo del roce de su piel. En mi mano, en mi cuerpo, en mi alma.

Hace ya horas que se han ido. Sigo sin moverme. La cama sigue desecha.

El sobre roto encima de la mesilla. Vuelvo a leer el testamento. Como si no supera lo que pone. Como si aquel testamento abierto hubiera estado alguna vez oculto. Como si hubiera necesitado morir para decirnos lo que ya sabíamos.

¡Qué ciegos!

Enciendo el cigarrillo. Sé hacerlo, no lo he olvidado, aunque hace años que no fumo. Con el trabajo que me costó dejar de fumar.

No quiero que se vaya. No quiero que mi vida se vaya con ella. Y se está escapando como el humo entre mis labios.

Descuidadamente dejo caer la ceniza encima de la cama. Ya lo sé, digo en voz alta mirando la foto.

No deja de ser un ritual pagano. No me mires así. Sí dentro de nada estaré contigo, estaremos todos juntos, como en la foto. Se cumplirá tu testamento. Y la casa no será de nadie. En ella tuviste la felicidad. En ella la tuvieron tus hijas. En ella la tuve yo.

 

 

perverseangel@hotmail.com & undia_esundia@hotmail.com

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