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Juan Mandinga…ó la historia sin fin venezolana.

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"La Fábula de Juan Mandinga…ó la historia sin fin de la tierra venezolana".

Sus ojos luchaban por abrirse pero no lo conseguía; las tinieblas se mezclaban en su afiebrada mente con imágenes dantescas que parecían surgidas del infierno. Recuerdos y ensoñaciones diabólicas mezcladas en un desordenado cóctel, que venían a atormentarlo sin tregua mientras se esforzaba inútilmente por despertar. ¿Cuántas veces en los últimos años había peleado a brazo partido contra esas malditas imágenes infernales que poblaban su mente en las noches, cuando despertaba bañado en sudor, temblando y gritando, a veces blandiendo el arma en la mano para matar a esos enemigos que no dejaban de perseguirlo jamás?

Pero aquella vez era diferente; no podía despertar para sacudirse la mano de Mandinga que le oprimía el cuello no dejándolo respirar. Su cuerpo no le obedecía, o no podía obedecerle; sentía el escalofrío que le recorría todo el cuerpo, mientras su piel seguía destilando sudor y el fuego de la fiebre se adueñaba de él. Trataba de recobrar la conciencia, con la misma desesperación de una persona que se está ahogando cuando lucha por emerger a la superficie del agua; pero ahora que parecía estar a punto de salir a flote y abrir los ojos, una terrible punzada de dolor lo atravesó de lado a lado. Una punzada que provenía de un punto de su cuerpo donde la carne desgarrada presentaba el horrible aspecto de un orificio horadado en sus entrañas; allí donde su piel se sentía húmeda por la sangre derramada, que mojaba unos sucios trapos puestos sobre la herida.

Quería mover sus manos, agitarlas para espantar las tinieblas; quería incorporarse y ponerse de pie, pero ni sus manos ni sus piernas le respondían. Y en medio de aquel caos de sombras y de imágenes que volaban como ráfagas por el interior de sus ojos cerrados, con frecuencia se le aparecía la imagen de ella, pero su hermoso rostro de niña en lugar de consolarlo lo sumía en mayor desesperación y en un dolor más negro, y entonces sentía sus mejillas húmedas por las lágrimas. La llamaba, o trataba de hacerlo, pero su garganta seca no podía proferir los gritos que su corazón hubiera querido lanzar al viento. ¿Estaba muerto, estaba al fin en la casa de Mandinga, donde hace años lo esperaban? No lo sabía, no había manera de saberlo.

¡Carabobo! ¿Era así como se llamaba aquel maldito lugar? Sí, estaba seguro. En algún lugar de su mente estaba ese nombre grabado. No sabía porque, pero cuando llegaron a aquel lugar y le dijeron como se llamaba, se sintió intranquilo; una mala corazonada que no lo abandonaba. ¿¡Sabría su corazón que allí iba a encontrar la muerte!? ¿Era eso lo que le quiso advertir aquel presentimiento? Carabobo, un lugar como otro cualquiera, otra pelea, una batalla más…Quiso convencerse a sí mismo de que no pasaba nada, que eso sólo eran pendejadas de hombres cobardes y de mujeres. Pero ya ves que no fue así, podía haber dicho ahora.

Luchaba por despertarse, por abrir los ojos; no estaba preparado para darse por vencido, él no era de los que se rendían. Sintió como sus lagañosas pestañas comenzaban a despegarse, y como sus ojos se entreabrían. Las imágenes de pesadillas dejaron paso a visiones borrosas, sombras que se agitaban y pasaban de aquí para allá; colores difusos, que no terminaban de tomar formas claras en su afiebrada visión. Y de pronto surgió en su confundida mente una interrogante: ¿la batalla habrá terminado? ¿Habremos ganado?

Oía voces mezcladas, pero no lograba entender nada; su cabeza le daba vueltas, se sentía mareado. Entonces sintió como sus manos por fin le respondían y se levantaban, aunque las sentía muy pesadas; con la vista vidriosa pudo ver sus manos de piel morena clara, color de piel a mitad de camino entre el blanco y el cobrizo, producto de la mezcla de sus ancestros blancos e indios. Estaban cubiertas de sangre reseca.

Bajó sus manos, aquellas manos con las que había trabajado y jugado bajo el ardiente Sol de sus llanos natales; e hizo un esfuerzo por abrir más los ojos y enfocar mejor la vista. Sentía el duro suelo debajo de la manta sobre la que estaba acostado, y no dejaba de atormentarlo el dolor punzante de su herida, pero quería saber donde estaba; sentía miedo por no saber donde se hallaba. Volteó un poco la cabeza, y entonces la vio, y sintió como lo inundaba la rabia que hace mucho vivía dentro de su corazón; esa rabia que lo había convertido en un asesino, en un hijo de Mandinga, como lo habría llamado su abuela Hermenegilda, "La India Retrechera", como la llamaban sus conocidos de su Achaguas natal. Era aquel maldito trapo, aquella bandera del demonio que simbolizaba todo aquello que él odiaba en su vida; cuando la veía el odio que carcomía sus entrañas se atizaba como las llamas del mismísimo infierno. Aquella bandera de asesinos y gentuza, de sus enemigos.

La bandera amarillo, azul y rojo…

No siempre él había sido así; aunque de aquello parecía que hubiera pasado una eternidad, siglos, aunque sólo habían sido pocos años. Hubo un tiempo en que él era sólo un joven llanero, un pardo humilde que vivía en el Alto Apure, en un mísero caserío no lejos de San José de Arechuna (lo que muchos años después sería conocido como Elorza). Allí creció, rodeado de la inclemencia y de la belleza del llano apureño, jugando con toda clase de bichos y animales, corriendo con sus amigos y compañeros de juego por la sabana, trabajando con su padre la tierra, contemplando con admiración a los llaneros que montaban a los caballos (incluso a pelo) soñando con algún día ser como ellos, peleando a trompadas hasta terminar ensangrentado, oyendo los cuentos de espantos de los viejos por las noches, subiéndose a lo más alto de los árboles en medio de los gritos de regaño de su madre. Entonces la vida parecía tan hermosa como un crepúsculo apureño, con aquel rojo intenso que se adueñaba del cielo; lo que no se imaginaba es que era una vida demasiado hermosa para ser duradera…

Pero sin duda lo más hermoso de su vida era ella, Casilda. Desde que tenía uso de razón la recordaba, como sí los dos hubieran nacido del mismo vientre y a la misma hora; aunque en realidad ella era menor un año que él. Claro, ella era la hija de unos vecinos que además eran amigos y compadres de sus padres; por lo que no fue raro que los dos crecieran juntos compartiendo juegos e ilusiones infantiles. Siempre fueron inseparables, como sí los hubieran unido con un lazo mágico. De chiquillos él siempre la protegía, la cuidaba, la defendía de las maldades de los otros niños; como la vez que se cayó a trompadas con Tiburcio, porque le había puesto excremento en el cabello a la pequeña Casilda que se puso a llorar desconsolada.

Porque siempre fue Casilda dulce, tranquila y dócil; ni siquiera de pequeña le gustó mucho alzar la voz, y se portaba de una forma tan tímida y seria que a veces su madre se preocupaba pensando que la niña le había salido "boba". Pero no es que Casilda no viviera la vida con pasión, no es que no fuera alegre; en sus ojos vivaces, hermosos y brillantes se delataba toda la alegría de vivir de un corazón manso y noble, de una muchacha que reía con los pajaritos (su mayor afición en la vida) y que se sonreía al contemplar los juegos de los demás niños. Simplemente que ella era una flor de una belleza frágil pero no menos intensa, y era como esas ramas que se doblan con el viento pero nunca se rompen.

Y él siempre lo supo. Siempre estuvo enamorado de ella, incluso antes de saber lo que era el amor; antes incluso de sentir esa necesidad que siente el hombre por la mujer, antes de que el deseo por ella lo desvelara por las noches deseando ser su dueño y acariciar su bella piel morena clara, tan parecida a la suya propia. Fue un amor que nació de forma inevitable y espontánea, de la comprensión; porque él sí la entendía, más de lo que podía hacerlo cualquier otro. Sus amigos cuando eran pequeños no entendían porque siempre quería estar con ella, porque quería incluirla en todos los juegos; a esa niña tan calladita y buenecita que era incapaz de divertirse como los demás, haciendo maldades. Esa "gafita" que se ponía a llorar sí mataban a cualquier animalito, aunque fuera una fea lagartija.

Pero él sabía porque, o mejor dicho lo intuía; porque su bonita sonrisa lo hacía sentir en las nubes, como sí volara igual que los pajaritos que ella tanto amaba. Uno de los recuerdos más bonitos de su infancia fue cuando le regaló un pajarito que él mismo había atrapado, con una ingeniosa trampa; como se le iluminó el rostro infantil y se le pusieron húmedos los ojos cuando él le mostró la sorpresa que tenía para ella, es algo que lo hizo sentir el chiquillo más dichoso del mundo.

Y a ella le encantaba andar con él; sólo a su lado, cuando estaban a solas, ella dejaba de lado algo de su timidez y hablaba de todo un poco, siempre con su voz dulce y suave, y sólo entonces reía con más frecuencia y menos vergüenza. También se preocupaba por él y le aconsejaba para que no se metiera en líos; porque a ella le dolía más que a él mismo cuando el padre de él le daba palizas por sus maldades y travesuras de muchacho. Y cuando el muchacho se molestaba por los regaños y consejos de su amiguita, y le replicaba de forma grosera, y ella se ponía a llorar en silencio; no pasaban ni dos minutos cuando el chiquillo le estaba pidiendo perdón casi de rodillas.

Por todo eso no fue sorpresa para nadie que los dos se enamoraran cuando ya no eran unos niños sino unos adolescentes; todo el mundo esperaban que terminaran casados. El padre de Casilda los miraba cada vez más receloso y no quería que pasaran mucho tiempo a solas; hasta que se le encaró al muchacho y le preguntó con cara de perro sí sus intenciones eran buenas con la niña (mientras, que el chico de apenas dieciséis años y que conocía la reputación de arrecho del papá de Casilda, temblaba de pies a cabeza). El chico saco fuerzas de donde no las tenía y dijo que si, que estaba enamorado de ella; y cuando esperaba quizás un pescozón del padre de Casilda, se encontró con que el viejo lo que hacía era recitarle la cartilla de mandatos para aceptar aquella relación, comenzando por los horarios y modalidades de visita a la que ahora era su prometida.

Y así, sin mucho problema, Casilda y él se comprometieron en matrimonio; aunque ahora tenían que verse muchas veces bajo la atenta mirada de la mamá de ella en el humilde ranchito de la familia de Casilda cuando él iba a "hacerle la visita". Pero con todo y eso, a veces conseguían robar tiempo a solas; y en una de esas él le dio su primer beso. Aquel beso apasionado y delicado a la vez que conmovió y avergonzó a la pobre Casilda hasta las lágrimas, unas lágrimas de dicha por supuesto.

Juan Manuel (porque ese era su nombre) soñaba despierto con el futuro que le aguardaba con su bella y dulce Casilda, la bella morenita de ojos claros color miel y cabello lacio, castaño y largo; su princesita frágil de cuerpo delgado pero bonito y de senos no muy grandes, pero firmes y bellos. Dios había sido muy bueno con él cuando lo había premiado con aquel ser que más parecía un ángel que una muchacha; cuando dispuso que desde la cuna vivieran juntos hasta morir. Ya se imaginaba los hijos que ella le iba a dar, hermosos como ella; como sería cada mañana despertar con Casilda, tomar el guarapito de café que ella le iba a ofrecer con sus delicadas manos y volver cada tarde para encontrarla parada en la puerta del ranchito con una sonrisa en los labios.

Y quizás todo hubiera sido así, sí una repentina borrasca no hubiera irrumpido en su tranquilo mundo unos pocos años antes de su compromiso con Casilda.

Todo comenzó con noticias confusas que llegaban de la lejana Caracas (para ellos Caracas era como hablar de la China, algo tan remoto y fantástico que les parecía más bien un lugar de cuentos de hadas); las noticias hablaban de que los mantuanos de la capital de la Capitanía General de Venezuela habían depuesto al Capitán General Emparan y proclamado una Junta de Gobierno. A los humildes e ignorantes campesinos de su terruño todo aquello les parecía algo tan incomprensible como inquietante; sabían que Su Majestad el Rey Fernando VII estaba preso del maluco de Napoleón, ese monstruo que era la encarnación del Diablo en la Tierra contra el que tronaba el padre Mario, el curita del pueblo. Don Mario era un hombre bonachón y simpático, tan buena gente que perdía el tiempo enseñándoles las primeras letras a los chiquillos de los campesinos como eran Juan Manuel y Casilda (a pesar de que eso le había valido un regaño de su obispo, que por lo visto no veía con buenos ojos que se educara a los hijos de los pardos pobres, aunque Don Mario seguía haciéndolo a escondidas); pero era también Don Mario un hombre de carácter y todo el mundo conocía de sus arrebatos de cólera cuando algo le disgustaba. Y aquellas noticias lo sacaron de sus casillas; que aquellos ingratos y miserables mantuanos, esos mal nacidos blancos criollos (Don Mario era español peninsular y compartía el desprecio de sus paisanos a los ricos blancos criollos de la colonia de Venezuela, aunque en su caso rayaba en el odio) se atrevieran a traicionar así a Su Majestad Don Fernando mientras el pobrecito estaba cautivo de aquel anticristo que era el Napoleón de los mil demonios, sólo podía ser obra de esos bastardos que habían olvidado a quien le debían su posición y sus riquezas. Porque Don Mario no se tragaba el cuento de aquella fulana "Junta Suprema Conservadora de los Derechos de Fernando VII"; a otro perro con ese hueso, sí aquella ralea de infieles e ingratos querían conservar los derechos de el Rey, tenían que ponerse bajo las órdenes del Consejo de Regencia de España e Indias que desde la península ejercía el poder en nombre del monarca cautivo.

Pero la cólera de Don Mario llegó a su paroxismo al año siguiente cuando los mantuanos reunieron un Congreso en Caracas y proclamaron la Independencia de Venezuela de la Corona española; en el sermón de la misa siguiente a la llegada de la noticia de la proclamación independentista, todos temblaron cuando vieron a Don Mario con la cara roja por la crispación, los ojos llameantes y hasta la saliva que a veces se asomaba a su boca como la espuma al hocico de un perro rabioso, bramando con rabia contra aquel acto inspirado sin duda por Lucifer. Juan Manuel pensó que nunca había visto tan rabioso al padrecito; tronaba contra los traidores, impíos y herejes que se habían atrevido a poner su firma en aquel maldito documento. Aliados de las potencias infernales, seguramente coaligados con el propio Napoleón; corruptos depravados que eran indignos de la sangre española que llevaban en sus venas, ¿¡con qué derecho se atrevían a cuestionar la autoridad que Dios le había dado a Su Majestad Católica sobre aquellas tierras!? ¿¡Como se atrevían a traicionar así a sus hermanos que habían muerto en la gloriosa jornada del 2 de mayo en Madrid, luchando contra el invasor napoleónico, tan sólo tres años antes!? (Juan Manuel recordaba que su amiguito Pedrito, sentado a su lado en la memorable misa, le había dado un ligero codazo y le había preguntado en susurros: "¿¡Y qué fue eso que paso en Madrid!? ¿¡Y qué es Madrid!?" antes de que la tía de Pedrito le diera un fuerte coscorrón por no hacerle caso al sermón del padre).

El padre no escatimo en insultos y amenazas con el fuego eterno del averno a aquella pandilla de ateos fanáticos, seguidores de la maldita Revolución Francesa que tanto daño le había hecho al mundo. De milagro el bueno de Don Mario no se murió allí mismo de la rabia; aunque pasado el disgusto tuvo que morderse la lengua y moderar su conducta, porque ahora el nuevo gobierno republicano no veía con buenos ojos a los curas que predicaban a favor del Rey y en contra de la independencia.

Pero mientras tanto la guerra empeoraba; había comenzado el año anterior a la proclamación formal de la independencia, el mismo año del golpe que derrocó a Emparan. Llegaban las increíbles noticias de que los partidarios del Rey y de España, los enemigos de la nueva República, se levantaban en armas y luchaban contra las nuevas autoridades; y que los ejércitos de los "patriotas" (los defensores de la independencia) luchaban contra los ejércitos de los "godos" (como llamaban popularmente a los partidarios del Rey, llamados "realistas" por la gente culta).

A Juan Manuel todo aquello le parecía insólito y difícil de creer; ¿Cómo podía haber guerra, sí en su terruño todo seguía tranquilo, como si nada? Claro que su papá le explicaba que eso ocurría tan lejos de allí, en lugares tan remotos para ellos (que no habían ido más allá de San José de Arechuna) que era imposible que escucharan los tiros y vieran pasar a los ejércitos avanzando o retrocediendo. Juan Manuel y sus amigos soñaban con la guerra, jugaban a godos y patriotas, peleando entre ellos; nombres como Bolívar, Miranda y Monteverde aparecían en aquellos juegos.

Pero luego la guerra lejana se acercó más y se hizo menos divertida; partidas de soldados de ambos bandos comenzaron a aparecer por su terruño de tanto en tanto, y cuando se iban no lo hacían con las manos vacías. Se llevaban animales y otros bienes de los habitantes de la comarca, de ricos y pobres; y no pagaban por ellos, ya que eran contribuciones "legales" a la causa. Pero eso no era lo peor, sino que se llevaban también a los muchachos para hacerlos soldados y ponerlos a pelear en la guerra.

Esas levas forzadas eran lo peor de sus incursiones; agarraban a los pobres muchachos que no querían ir a pelear a una guerra que no entendían ni les importaba y donde podían perder el único bien que tenían en sus jóvenes y paupérrimas existencias (su propia vida), y los reclutaban a la fuerza. Sí oponían resistencia los molían a palos e igual se los llevaban; para asegurarse de que no iban a huir por el camino, los llevaban amarrados o encadenados, casi arrastrados por sus carceleros-reclutadores. En una oportunidad un oficial patriota se burlaba junto a un colega refiriéndose a los que se llevaban como "voluntarios". Porque en eso eran iguales los republicanos y los realistas, "los de la patria" y los godos; en la forma como reclutaban a los "pata en el suelo" para su sangrienta guerra.

Las partidas se marchaban con su cargamento de carne de cañón, y atrás dejaban una estela de madres, mujeres, novias, hermanas o hijas llorosas que no sabían sí volverían a ver con vida a aquellos desdichados. Así los godos se llevaron a Ramón, el joven aprendiz de zapatero; y meses después supieron que había caído muerto en una de aquellas batallas cuyos nombres se iban olvidando al cabo de meses o semanas. Así los de la patria se llevaron a Panchito, el hermano mayor de Tiburcio (aquel al que Juan Manuel le rompió la nariz por hacer llorar a Casilda); éste si regresó, pero con una pierna menos, rumiando su amargura, encerrado en sí mismo, llorando para siempre por su vida arruinada.

Y así fueron cayendo, sacrificados en el altar de la Patria o en el altar del Rey, aquellos que sólo habían conocido una vida pacifica hasta entonces. Y también llegaron las privaciones, la escasez causada por una guerra que arruinaba la economía y condenaba al abandono a las que habían sido florecientes haciendas; privadas de brazos que trabajaran la tierra porque todos se dedicaban a matar a sus semejantes, a veces quemadas y saqueadas por los ejércitos de unos y otros, esas haciendas cayeron hasta convertirse en tierras arrasadas y abandonadas. El fantasma del hambre llegaba detrás rematando a los que habían sido perdonados por la maquina de la guerra.

Juan Manuel entendió la gravedad de la situación y se hizo el juramento de no ir a la guerra; no era un cobarde, pero no quería abandonar a su madre y a sus dos hermanitos menores, sobre todo después que a su padre se lo llevó una repentina enfermedad (algo que le partió el corazón) y se convirtió en el hombre de la casa. Pero sobre todo no quería dejar a Casilda, no resistía la idea de alejarse de ella sin saber sí volvería a verla, sin saber sí él moriría en batalla y ella se casaba con otro o se moría de la tristeza por él; tampoco quería dejarla sola en aquel mundo que había enloquecido y se había vuelto tan peligroso. Una muchacha como ella en una aldea solitaria en medio de la guerra corría mucho riesgo, porque ella y él habían oído a los viejos cuchichear sobre "maldades" que le habían hecho los soldados a mujeres desamparadas en aquellos montes de Dios. Por eso decidió quedarse, y además porque no entendía aquella guerra; ¿acaso no siempre habían sido vasallos del Rey?, ¿no era el Rey el señor de todos por voluntad de Dios?, ¿Por qué ahora los de la patria querían cambiar todo?, ¿Qué era la República?, ¿por qué sí los godos eran soldados del Rey que peleaban para restablecer la paz amenazada por aquellos rebeldes locos, por qué iban por hay quemando, saqueando y matando?, ¿Por qué el tal Bolívar decía que había que matar a todos los españoles y canarios "aunque fueran inocentes" (como había leído con rabia el cura Don Mario ante él)?, ¿Y por qué había que matar a todos los blancos criollos, a los mantuanos, como decía el tal Boves? ¿Y por qué el Rey confiaba en ese demonio llamado Boves sí era tan malo como se decía? Juan Manuel no entendía nada, para él su Rey y su Patria eran Casilda, su mamá y sus hermanitos; lo demás no importaba.

Hasta aquel día…Llegaron poco antes del mediodía, una partida de "los de la patria"; soldados patriotas, llaneros como él, enviados por un ejercito que campaba cerca, en misión de reconocimiento y aprovisionamiento, y eventualmente de reclutamiento. Pero alguien los vio venir y se tropezó con Juan Manuel y otros peones que trabajaban las tierras de Don Rufino (un pequeño hacendado de la región que trataba de mantener su finca a flote en medio del desastre) y les dio la voz de alarma. Juan Manuel y los otros corrieron a esconderse en el monte, buscando pasar desapercibidos y manteniéndose lejos de la aldea; el mismo hombre que los alertó prometió ir corriendo al caserío para alertar a la gente antes de que llegaran para que estuvieran preparados, y como iba a caballo todos pensaron que llegaría a tiempo. Por eso tenían fe en que sus familias estarían bien, aunque aún así estaban un poco angustiados; Juan Manuel más que nadie, varias veces quiso dejar su escondrijo e ir a ver como estaban su familia y Casilda, pero sus compañeros lo contuvieron y retuvieron con ellos, diciéndole que sería una locura arriesgarse así y lo que podía conseguir es que se lo llevaran a la guerra, y entonces si no podría velar por su gente. Los minutos se le hicieron eternos mientras rezaba a la virgencita y a todos los santos para que no pasara nada malo.

Pasaron varias horas, y entonces un muchacho del caserío pasó corriendo cerca de ellos; uno de los escondidos lo reconoció y le pegó un grito. El muchacho se sobresalto pero al reconocer a sus amigos y vecinos, corrió de vuelta hasta donde ellos estaban. Lo asaltaron a preguntas, pues vieron en su cara pálida y con expresión aterrada la confirmación de sus peores temores; el muchacho respondía a medias las atropelladas preguntas, pero cuando Juan Manuel pudo llamar su atención y lo interrogó por Casilda y su familia, el chico lo vio con una expresión de terror y pena tan terrible que a Juan sintió una punzada en el estomago. El chico tartamudeaba, Juan Manuel lo sacudió por los brazos con violencia, pero con esto sólo consiguió que se echara a llorar; entonces Juan no pudo más y se echó a correr como loco al caserío.

Corrió y corrió, sintiendo que el corazón se le iba a salir por la boca; todo su cuerpo temblaba y en su mente sólo había lugar para su gente. Cuando se acercaba a la aldea vio una humareda negra que salía de la casa de Narciso, un humilde vecino que simpatizaba con los godos y que no se cansaba de hablar pestes de los patriotas, y por lo visto eso por fin le había pasado factura. Juan Manuel paso frente a la casa, vio a la mujer de Narciso tirada de rodillas en el suelo llorando frente al ranchito y siguió corriendo cada vez más desesperado. Cruzó raudo la vereda que llevaba a la casita de la familia de Casilda, y desde lejos vio a un numeroso grupo de vecinos que se agolpaban en la entrada del rancho; el miedo se convirtió entonces en una espantosa certeza. La gente lo vio venir, varios se interpusieron en su camino intentando detenerlo; pero él se quitaba sus manos de encima, se abría paso como un toro que embistiera contra su matador. Vio al cura Don Mario sentado en el suelo, con la cabeza entre las manos, llorando como un niño; mucho tiempo después pensaría que fue la primera vez que lo vio llorar desde que lo conocía. Pero en ese momento nada le importaba sino ella.

-¡Mejor que no la veas Juancito! –le dijo Antonio, un mulato alto y fuerte, viejo; que había sido buen amigo del padre de Juan Manuel.

Pero Juan lo quito del medio de un empujón y antes de que pudieran agarrarlo entro a la humilde vivienda. Sobre un charco de sangre estaba el cuerpo degollado del padre de Casilda, y en una esquina estaba otro cuerpo cubierto por una rustica manta; de éste cuerpo sólo afloraban los pies desnudos, esos mismos que él conocía también. De un tirón retiro la manta, y lo que vio le hizo prorrumpir en un desgarrador y casi animal grito de dolor.

Casilda yacía totalmente desnuda, como una ofensa al pudor que había tenido en vida; su cuerpo estaba cubierto de moretones y su bello rostro desfigurado parcialmente por sendos golpes. Su garganta había sido abierta de tajo, y sus lindos ojos abiertos y mirando al vacío con una expresión de horror indescriptible perseguirían a Juan por el resto de su vida.

Ese día Juan Manuel gritó, pateo, se halo el cabello, rompió cosas, lloró; todos pensaban que había perdido la razón. Lucharon varios hombres para dominarlo, por temor a que se hiciera daño; pero fue casi imposible inmovilizarlo. Una incontenible energía surgía de su interior, bramando contra los cielos; maldijo a todo y a todos, incluso a Dios. Pidió morir, clamó por hallar la muerte ya; al final se derrumbó sin conocimiento.

Los días siguientes los vivió como sí fueran irreales, como en un sueño brumoso y oscuro; marcado por la agonía en su pecho. El entierro de Casilda y su padre, los comentarios de los vecinos, el relato de la historia; la partida de los patriotas llegó al caserío antes que el hombre que iba a dar la alarma. Requisaron cosas, entraron a la fuerza en las casas, mataron a Narciso cuando algún chismoso les dijo que era godo. Fueron a la casa de Casilda y allí se antojaron de la bella niña; el padre de ella intentó defenderla y lo asesinaron a sangre fría, y a la madre la golpearon con saña (nadie sabía sí viviría después de lo ocurrido). A la muchacha la violaron entre todos; según lo que pudieron ver y oír unos muchachitos que asustados se habían escondido cerca del ranchito, la chica luchó para defender su honra. Ella, tan dulce y frágil, pataleo, araño, mordió; mientras lloraba y gritaba llamando a Juan, con gritos que helaban la sangre. Los golpes de varios "hombres" le pudieron más; fue violada salvajemente desvirgándola sin piedad y matándola en vida. Al final, cuando sólo quedaba de ella un guiñapo, un ser que de sus ojos había huido el candor; uno de los hombres, furioso porque el padre de Casilda lo hirió con un cuchillo antes de ser abatido, levantó la cabeza de la chica halándola por los cabellos con una mano y con la otra la degolló como a un animal. Luego se marcharon entre obscenas risotadas, ebrios por el aguardiente que habían tomado durante la toma del villorrio, ondeando su bandera amarillo, azul y rojo; a seguir luchando por la libertad de una tierra a la que habían mancillado con sus acciones.

Juan no hablaba con nadie, ni siquiera con su desesperada madre; se marchaba al monte y allí pasaba todo el día hasta la noche. Luego llegaba y se echaba a dormir en el suelo como un animal, y en las pocas horas que lo hacía se levantaba más de una vez dando alaridos espantosos por las pesadillas que lo atormentaban, asustando a su familia. No se bañaba ni se cambiaba, andaba con la ropa sucia y oliendo mal; no comía y sus ojos estaban todo el tiempo rojos, como sí acabara de llorar. La gente trataba de hablar con él, pero era imposible. Ni siquiera el padre Mario pudo sacarlo de su estado.

Y así estuvo varios días, hasta que de pronto algo cambio perceptiblemente en él. Una expresión seria y atemorizante reemplazó su expresión abatida y alucinada, y una mirada dura y colérica se instaló en sus ojos; una férrea determinación suplanto entonces su estado de abandono. De la noche a la mañana, volvió a bañarse, a cambiarse y a comer; y comenzó una actividad frenética para poner en marcha su resolución. Reunió el poco dinero que tenía y se lo dio casi todo a su madre, colocó al mayor de sus hermanos (de trece años entonces) en el empleo que tenía antes él con Don Rufino, y hablo largo y tendido con el muchacho sobre sus nuevas responsabilidades. Luego juntó sus míseras pertenencias en un pequeño saco, y después de despedirse de su madre (a la que dejó destrozada por el dolor) se marchó del pequeño caserío que había sido todo su mundo hasta entonces.

Caminó durante dos días hasta encontrar lo que buscaba; un campamento de las fuerzas realistas. Los soldados godos lo vieron llegar entre curiosos y burlones, con su aspecto deplorable: una ropa vieja y casi hecha harapos cubierta por el polvo del camino, unas alpargatas raídas que mal cubrían unos pies magullados, un sombrero de paja medio roto, un pañuelo rojo anudado alrededor del cuello, un pequeño saco colgando del hombro. Un teniente godo, llanero como él, lo vio y le preguntó lo que deseaba; cuando le dijo que quería alistarse en las tropas del Rey, el teniente supuso que lo hacía por dinero y posición, como muchos de sus paisanos que se habían alistado por las promesas de jefes como Boves que habían prometido villas y castillas a los que se le unieran, aunque vio algo en el muchacho que le hizo dudar de esa suposición. De cualquier manera faltaban hombres y lo alistó sin problemas. Al principio sus compañeros no simpatizaban mucho con aquel muchacho huraño y extraño, y algunos trataban de meterse con él, pero la intervención de su sargento (un hombre de Maracaibo firme pero justo) lo salvaba de broncas problemáticas.

La opinión de todos cambió luego del primer combate en que participó Juan Manuel; lo normal era que un novato se mostrara algo acobardado y reacio en su bautizo de fuego, pero ese no fue su caso. Cuando el teniente dio la orden de cargar contra los patriotas, siguiendo órdenes del capitán, Juan fue el primero que se lanzó adelante; los demás se quedaron atónitos cuando lo vieron correr endemoniado dejando rezagados a sus compañeros y lanzarse de forma suicida contra la línea republicana. Tenía una lanza y con ella intentó empitonar como a un toro al primer soldado patriota que se le puso al alcance, pero éste lo esquivó con maestría; pero no desistió y en la lucha un patriota le hizo perder la lanza con un sablazo. Pero esto no lo amilano, sino que echando mano al machete que llevaba en la cintura empezó a atacar a sus enemigos a machetazos; su temeridad era tan grande que los patriotas reaccionaban asustados ante aquel ser endemoniado que parecía dispuesto a suicidarse con tal de llevarse aunque sea a uno con él. Juan fue herido en un brazo pero era indiferente a la sangre que manaba de su herida y al dolor, sus ojos endemoniados estaban clavados en los enemigos a los que atacaba con una rabia demencial.

Finalmente logró herir en el hombro a un soldado patriota que empuñaba una lanza. El grito del hombre al sentir como el machete habría un surco en su hombro pareció enardecer aún más a Juan Manuel, que se lanzó como un depredador hambriento sobre él. El siguiente machetazo le dio de lleno en la cabeza y el soldado se derrumbó con el cráneo destrozado; Juan se tiró a horcajadas sobre él y ciego de odio y rabia le dio un machetazo tras otro en la cabeza, haciendo saltar pedazos de la masa encefálica por todos lados. La sangre le salpicaba y era tanta que le mojó la cara y gran parte del uniforme dándole un aspecto dantesco; cuando de la cabeza de su enemigo sólo quedaba una masa irreconocible, se puso de pie y aquellos que en medio del fragor del combate pudieron reparar en él aunque fuera por breves instantes quedaron aterrados con su estampa. Pero no se quedó satisfecho, sino que dando un grito terrible se lanzó contra un grupo de patriotas que se retiraban peleando; le dio un machetazo a otro enemigo en la cara que lo dejó sangrando pero vivo, aunque lo hubiera rematado si no fuera porque los compañeros del herido lo defendieron. Enardecidos por el valor y la ferocidad de Juan, varios godos acudieron a batirse a su lado contra los patriotas; en una sangrienta y frenética confusión Juan luchó como un poseso, dando machetazos a diestra y siniestra, hiriendo y siendo herido, hasta un golpe en la cabeza lo hizo caer al suelo (nunca supo con que le pegaron). Aún así se puso de pie sangrando por la herida en el cuero cabelludo, y trató de lanzarse a perseguir a los patriotas que huían; fue necesario que varios de sus compañeros lo sujetaran y lucharan con él hasta contenerlo para evitar que se suicidara. Todos recordarían aquel bautizo de fuego del nuevo, a quien ahora admiraban y temían por su locura asesina; su teniente confirmó entonces que no era la recompensa material lo que lo atraía, sino otra cosa.

Y ese fue el punto de partida de su leyenda, la de Juan Mandinga como le empezaron a llamar sus compañeros venezolanos en las filas realistas. El primero en atacar, el último en dejar de pelear, el que nunca quería retirarse; el que parecía matar por placer, por un odio insaciable, por una rabia infernal. El que parecía no haber venido al mundo para otra cosa que no fuera matar; hasta el punto que sus compañeros a sus espaldas decían que ya en la barriga de su madre estaba tan ansioso por matar que sí no lo hubiera parido se hubiera abierto paso desgarrándola con las pezuñas y los colmillos, porque debió ser el mismísimo Satanás el que lo engendró. Aprendió a matar de todas las maneras, con lanza, con machete, con sable, con puñal, con rifle, con mosquete, con trabuco, con garrote, hasta con las manos desnudas (como al infeliz patriota al que estrangulo con sus manos).

Aunque entre los godos (al igual que entre los patriotas) abundaban los asesinos desalmados, aquellos que habían refinado el arte de matar hasta extremos inauditos de crueldad y perversión, ninguno exhibía un odio tan intenso ni se comportaba de forma tan demencial en el combate como él; ninguno se jugaba la vida con tanta temeridad, ninguno gozaba de tanta suerte para escapar de la muerte. Y ninguno parecía tan disgustado con esa suerte para sobrevivir, porque nadie parecía desear su propia muerte como él; nadie parecía tan amargado y triste cuando no estaba peleando como Juan, que parecía maldecir cada minuto de vida que le quedaba. Los enemigos que ya se habían topado antes con él le temían, sus compañeros lo miraban con una mezcla de respeto y recelo, porque les desconcertaba aquel ser dominado por una diabólica y rara pasión; porque también lo oían a veces gritar en medio de sus pesadillas y luego levantarse con aquella mirada feroz y asesina que helaba la sangre.

Juan mismo a veces no se reconocía en aquel ser en que se había convertido; había veces, no siempre, pero si en algunas ocasiones, en que sentía asco de lo que hacía. Momentos en los le repugnaba la sangre que había en sus manos, en los que sentía nauseas de las cosas que había visto y sobre todo de las que había hecho; momentos casi de lucidez, en los algún vestigio oculto de aquel Juancito que quería a Casilda y era el buen hijo de su mamá, parecía querer aflorar de las entrañas de ese monstruo llamado Juan Mandinga. Pero eran sólo breves momentos, porque el odio y el dolor que vivían en su alma le podían más que algún residuo de humanidad que pudiera quedar en él. Su deseo de venganza era lo único que lo mantenía atado a una existencia que ya no le importaba para nada; muchos de sus compañeros tenían mujeres e hijos, y otros amaban a mujeres que habían conocido en su largo trajinar por las extensas tierras venezolanas arrasadas por la conflagración, pero él sólo conocía los momentos de lujuria pagados a las prostitutas que siempre abundaban alrededor de la soldadesca. En esos cuerpos que hacía suyos con rabia y deseo casi animal no había nada que pudiera despertar su parte humana; no sentía por aquellas mujeres absolutamente nada, para él eran únicamente un mediocre sustituto de la verdadera pasión que debía haber disfrutado con la mujer que le arrebató el destino. Las necesitaba como un simple pasatiempo, una distracción para sacar su mente de la oscuridad en la que vivía sumida, para satisfacer su parte viril. Pero todas ellas le parecían asquerosas al lado de su Casilda.

Y cada día se fue alejando más de aquella esencia del bien que le había inculcado su madre; su odio era tan ciego que no le importaba los crímenes que cometieran los hombres a cuyo lado luchaba. Es cierto que los días de la Guerra a Muerte habían quedado atrás y que ambos bandos trataban de poner coto a los desmanes que antes habían alentado; pero el pueblo llano no entendía de las necesidades políticas y de la doble moral de sus dirigentes, y le costaba abandonar las costumbres adquiridas en los años malditos. Juan participó en esos crímenes; mató a gente desarmada, mató a niños de la edad de su propio hermano, mató a viejos que no tenían fuerzas para empuñar un arma. Lo único que no hizo fue matar mujeres o violarlas, pero vio para otro lado en dos ocasiones que sus compañeros lo hicieron; la primera vez quiso oponerse, estuvo a punto de causar un duelo con un compañero de armas, pero otro se lo impidió, y al retirarse lejos para no presenciarlo, se calmó y luego pensó que los patriotas sólo cosechaban lo que habían sembrado. ¿¡No decía el padre Mario que la Biblia decía que "ojo por ojo, y diente por diente"!? Pues entonces los patriotas merecían morir todos, ver sus casas arrasadas por las llamas y sus mujeres e hijas violadas para pagar su culpa por haber bañado de sangre aquella tierra y haber traído el caos y la guerra a aquel mundo pacifico hasta entonces. Claro que en el fondo sentía la molesta sensación de que se engañaba a sí mismo con aquella forma de pensar, sólo para no sentirse culpable por ver para otro lado.

Lo que sí era cierto es que odiaba a los patriotas; no sólo a los soldados pata en el suelo como él, sino a sus jefes. Odiaba a los malditos como Miranda, Bolívar, Páez, Piar, y otros de su calaña; el cura Mario y los jefes godos tenían razón, sin aquellos demonios llenos de ambición nunca hubiera habido guerra. Sin ellos y su maldita República todos vivirían en paz, como habían vivido sus padres y sus abuelos; sin ellos el Rey seguiría mandando para cuidar de todos, y la gente trabajaría contenta, cada uno en su sitio. Sin ellos, nadie habría muerto; sin ellos Casilda seguiría viva…Pero los mantuanos y sus sirvientes no se conformaban con lo que tenían, querían más; no bastaba con tener tierras y esclavos, con estar por encima de los pardos (como él), querían tenerlo todo, querían quitarle lo suyo al Rey. Y por culpa de su codicia moría tanta gente inocente, por ellos Casilda no pudo ver jamás los hijos que quería tener con él; por ellos ahora él era un asesino.

Sólo hubo un hombre que no lo rehuía, un compañero que quiso ser su amigo. Era un español peninsular, de los que vinieron con "El Pacificador" Pablo Morillo; un hombre mayor que había dejado familia en España. Jordi, como se llamaba, le contó que venía de Barcelona, una ciudad de España que se llamaba como la que había en la Capitanía General de Venezuela; le contó de las guerras contra Napoleón en las que había peleado, de las cosas horribles que había visto y hecho (algunas más horribles de las que había visto Juan). Pero también le contó de cómo era España, de cosas tan bellas y grandiosas que Juan no podía ni imaginarse como serían; los castillos, los palacios, las avenidas de las grandes ciudades, los bosques, los cientos de barcos en enormes puertos. El soldado peninsular le hablaba de su familia, de sus hijas, de la casa a la que algún día volvería; y Juan lo escuchaba con envidia, porque aquel hombre tenía un lugar al que volver.

-¡Ya verás chaval! ¡Cuando vuelva vendrás conmigo! ¡Si, tú vendrás conmigo! Conocerás mí tierra, y a mí familia; tomaremos vino y comeremos jamón en la taberna de mí barrio, y escucharás los cuentos de mis amigos. ¡Y el mar…ay el mar Juan! ¡Cuando veas el puerto y el mar! ¡Ya verás que te olvidas de todo esto, de ésta mierda! Allá podrás trabajar de lo que tú quieras, yo te buscaré curro; o puedes seguir siendo soldado, pero tienes que venir para que conozcas mundo chaval – le dijo un día Jordi con entusiasmo a la luz de la hoguera en un campamento

-No lo creo Don Jordi…porque me voy a morir antes – le replicó con voz queda y tono sombrío Juan

-¡No digas bestialidades chaval! – le reprendió Jordi

Pero fue Don Jordi quien se murió antes; alguna enfermedad de por estos lares se lo llevó, luego de pocos días y con una fuerte calentura de por medio, sin que el médico pudiera hacer nada. En otros tiempos Juan, lo hubiera llorado; ahora estaba tan acostumbrado a la muerte y sentía tanta envidia por los que se morían, que sólo sintió algo de tristeza por las conversaciones que ya no tendría con el difunto y por la familia de Jordi que se quedaría esperándolo para siempre en una lejana tierra.

El tiempo siguió pasando, y un día llegó a aquel campo de Carabobo; cuando comenzó la batalla se olvidó de su mal presentimiento y se lanzó al combate con energía, aunque algo había cambiado entre la primera batalla en la que luchó y ésta. Seguía matando con saña, seguía luchando con ardor; pero muy dentro suyo se había instalado el hastío, la sensación de que esperaba algo que no terminaba de llegar y que huía de él. Ya ni sabía cuanto tiempo había pasado desde que salió de su tierra, ya no recordaba casi el rostro de su madre; y no sabía porque la muerte seguía jugando con él, sin terminar de llevárselo. Ni siquiera le quedaba el consuelo de vencer a los patriotas, ya que parecía que estos iban a ganar la guerra; sólo la rabia que esa idea le producía lo empujaba a pelear con pasión. Pero ese día su presentimiento le decía que iban a perder y que todo sería en vano, tal vez para siempre.

Aún así allí estaba, sumido en la lucha; en el frenesí del combate, con su uniforme desgarrado y sucio, con el sudor bañando su rostro, y peleando con un machete que recogió del suelo después de haber perdido su rifle, no tuvo tiempo de reaccionar cuando se vio acometido por su lado derecho. Era un hombre joven, apenas un par de años mayor que él a lo sumo; se lanzó sobre él y le clavó una lanza en el costado. El machete se le cayó de la mano y sus manos fueron a agarrar la lanza enemiga, pero el soldado patriota se la enterró más hondo; antes de sacársela con fuerza, desgarrando su carne y haciendo brotar un borbotón de sangre. Juan cayó al suelo, sintiendo un horrendo dolor; en instantes todo fue oscuridad y perdió el conocimiento, hasta recuperarlo unas horas después.

Y ahora veía la bandera de lo que ahora llamaban Gran Colombia, la bandera de sus enemigos, en cuyo poder estaba…

Cuando vio que un enemigo se acercaba a él, un hombre maduro de piel oscura, quiso levantarse para encararlo; pero el amago de movimiento brusco le produjo una punzada de dolor tan intensa que estuvo a punto de gritar, y su espalda tocó el suelo mientras sentía que le faltaba aire. El hombre maduro apuró el paso y se agachó a su lado.

-¡Tranquilo mijo, ¿no ve que está jodio?! – exclamó el soldado patriota mientras intentaba sujetarlo por los hombros.

-¡Cayese maldito! – replicó Juan mientras se agitaba con brusquedad a pesar del dolor, intentando evitar que el hombre lo tocara

-¡Oiga compaé, no me maldiga que yo sólo quiero ayudao! – le dijo el otro frunciendo el ceño

-¡No necesito a naide! ¡Y menos a un jodio e la patria! – exclamó Juan con rabia

-¡Hijo e puta! ¡Hasta muriéndose como un perro quiere peleal! ¡Debería dejarlo pa´ que se muriera solo! – replicó molesto el patriota

-¡Maldita sea! ¡Máteme de una puta vez! – exclamó Juan atacado por el dolor

-¡Cállese la jeta cabrón de mierda! ¡Sí no fuera porque le hice una promesa a la virgencita pa´ que me sacara de esta vaina vivito y coleando! – Se quejó el soldado mientras sacaba una botella y le quitaba el corcho- ¡Tómese un guamazo pa` que se le quite la habladera de pendejadas y aguante el dolor! ¡No sea güevon y tómese esta vaina! – Agregó mientras trataba de hacerlo beber un poco del aguardiente ante la resistencia inicial de Juan, que terminó bebiendo el licor- ¡Así está mejor, a ver sí se queda más tranquilo!

-¿¡Donde estoy!? ¿¡Donde están los míos!? – preguntó Juan

-¡Humm! ¡Los godos están bien lejos! Después de la paliza que les dimos no han parado de huir

-¿¡Pa` qué me trajeron!? – exclamó Juan cerrando los ojos y apretando los puños

-¿¡Como que pa´ qué!? Mi general Bolívar hace tiempo que nos manda a recoger a los heridos, los nuestros y los godos; eso dizque polque lo prometió al general Morillo, ese que mandaba a los suyos, cuando los dos se reunieron pa` habla

-¿¡Me voy a morir!? – preguntó Juan de repente, con tono que no dejaba lugar a dudas de que lo preguntaba en serio

-¡Pues mijo…yo no soy doltor ni curandero, pero… – decía el patriota con renuencia, incomodo por tener que decirle a alguien tan joven que se iba a morir - …la velda es que yo lo veo más del otro barrio que de éste! ¡Pero no se sabe mijo, recele a la virgencita pa´ ve sí lo salva y lo saca con bien de esta vaina!

-No hace falta…yo me quiero morir – dijo Juan con cansancio y tristeza, con amargura, tratando de no mostrar miedo, aunque en el fondo lo sentía

-¡No diga güevonadas, muchacho burro! – replicó molesto el patriota

-¡No son güevonadas! ¡Ya estoy harto, me quiero morir de una puta vez! ¡Hace tiempo que papá Dios debió llevarme, y no sé pa` que me dejo en esta mierda de mundo!

-¡Naide le dice a Dios lo que tiene que hacel! Sí quiere que vivas es pa` algo, y es pecao llevale la contraria! ¿¡Acaso no tienes una maé esperando pol ti!?

-Ya no sé sí mi maé estará viva – contestó Juan volteando la cara para que no se vieran sus lágrimas, aunque de todas maneras el patriota pudo verlas

-Pues…sí está viva debe querel que tú vuelvas –dijo el patriota con compasión

-A lo mejor soy yo el que no quiero volver – contestó con tristeza Juan

-¿No tienes mujel y barrigoncitos? – insistió el viejo soldado

-Hace mucho tuve una mujer… - contestó Juan luego de un corto rato en silencio – … la que iba a ser mi mujer…Pero ella está muerta… -Juan se estremeció al recordar a Casilda-… ¡Ustedes me la mataron! – exclamó con rabia, alzando la voz

-¿¡Nosotros!? – exclamó a su vez sorprendido el soldado patriota

-¡Unos de ustedes! ¡Llegaron a mi pueblo y me la mataron como a un perro! ¡Pero antes…antes le hicieron la maldad! ¡Me la desgraciaron, le quitaron la honra! ¡La agarraron y la trataron como a una puta, y le pegaron, y después…después la mataron como se mata un cochino! ¡Le abrieron el pescuezo con un cuchillo!... –Juan hablaba de forma atropellada, con la mirada atemorizante de un loco en sus ojos bien abiertos, con la fiebre ardiendo en su piel y chorritos de espuma brotando de su boca- ¡Ustedes lo hicieron, los de la maldita bandera amarilla, azul y colorá! ¡Los perros de la patria! ¡Por eso voy a matarlos a todos! – agregó intentando levantarse, mientras el soldado patriota lo sujetaba por los brazos, hasta que cayó de espaldas tosiendo violentamente y escupiendo sangre. El soldado lo socorrió hasta que luego de un buen rato la tos se calmó, pero su semblante pálido anunciaba la proximidad del desenlace y su respiración se hacía cada vez más dificultosa.

-¡Compaé, lamento mucho lo de tu mujel! – dijo el soldado, y su voz sonaba sincera así como la pena en su rostro- ¡Yo en tu lugar a lo mejol sentiría lo mismo!...¡Coño, que a tu mujel le hagan una vaina de esas…! Ya sé que muchos de los míos han hecho esas y otras vainas peores. Pero los godos también han hecho esas vainas. Aquí mismo tengo un compaé, un amigo que está con la gente de mi general Páez, al que los godos le agarraron a su hija y le hicieron la maldad siendo apenas una culo cagada…Mi compaé Anselmo no tiene vida desde que esos malditos le desgraciaron a la muchachita, polque la carajita quedó loca después de aquello. Mejor hubiera sido que la mataran, a que la dejaran mala del coco. Y por eso Anselmo le tiene arrechera a los godos. No digo que este bien lo que le hicieron a tu mujel polque los godos también se las traen…Aquí todos somos pata en el suelo y todos estamos jodios, nos matamos pa` que otros se coman el cochino y a nosotros nos tiren los pellejos. Pero asina es la vida compaé. Yo le digo que rece pa` que Dios me lo perdone y le de el descanso. No se vaya arrecho y maldiciendo, pida perdón más bien por lo que ha hecho – agregó en tono paternal

Pero Juan no parecía oírlo y sólo temblaba; y luego de un rato pareció perder la razón.

-¡Malditos, me mataron a Casilda! ¡Malditos perros, me desgraciaron a mi Casilda! ¡Los voy a matar! – exclamaba a gritos Juan, que víctima de la fiebre ya no sabía lo que pasaba a su alrededor - ¡Casilda, perdóname! ¡Perdóname por dejarte sola! ¡Casilda no te vayas! ¡Casilda…!

El soldado estuvo a su lado, secándole la frente del sudor y tratando de confortarlo, conmovido por la tragedia de aquel hombre joven; hasta que se dio cuenta de que Juan había expirado su último aliento poniendo fin a aquella penosa agonía. Aunque acostumbrado a lidiar con la muerte, la muerte de aquel enemigo removió una fibra sensible en el alma de el militar; y en su ingenua ignorancia (a veces más brillante que la culta inteligencia de algunos hombres instruidos) el patriota pensaba en la paradoja de que un muchacho humilde de aquella tierra por cuya libertad peleaban según Páez y Bolívar, aquel joven que pudo haber sido hasta su amigo en otras circunstancias y que le recordaba a sus propios hijos, hubiera muerto peleando por la corona y maldiciéndolos a ellos. Y lo peor es que tenía razones para ello, ya que la "patria" le había arrancado lo que más amaba de la forma más horrible. Aquella guerra no había sido entre el Rey y la Patria, entre la lejana España y ésta tierra que llamaban Venezuela y que ahora a Bolívar le había dado por unir a Nueva Granada para llamarla Gran Colombia; no señor, había sido entre campesinos, entre pardos, entre vecinos, entre venezolanos…Y no tenían idea de porque habían peleado y para que. ¿Qué pasaría ahora? ¡Virgencita, ¿sería que habían peleado por nada?!

-¡Oiga compae , ¿ese era de los nuestros?! – le preguntó otro soldado patriota que se detuvo a su lado

El viejo soldado contempló en silencio el cuerpo inerte de Juan Mandinga antes de responder.

-Si…era uno de los nuestros – respondió con pena, y en lo más intimo de su ser sintió que, de alguna manera, no mentía, ya que todos, godos y patriotas, eran de los "nuestros".

...era uno de los "nuestros"… El hombre terminó de leer la última página del cuento, y se sintió conmovido. Pensó en la rara ironía de que hubiera encontrado aquel librito que contenía aquel cuento en el bolsillo de ese muchacho que había recogido moribundo de las calles de Caracas luego de aquel enfrentamiento entre bandas de uno y otro bando, en medio de los salvajes disturbios que eran el pan nuestro de cada día en los albores del siglo XXI venezolano. Recogió al muchacho junto con otras personas, pese a que sabía que era de los contrarios; pero así era él, su madre le había enseñado que una vida humana valía más que cualquier otra cosa, sobre todo la política. Sin embargo, no fue fácil, porque sentía rencor por aquellos que estaban en la acera de enfrente y que se disputaban el país con ellos. Y luego, al bajarlo en el hospital donde lo dejaron en estado crítico, aquel librito ensangrentado resbaló del bolsillo del muchacho y él lo recogió. Aquel chamo era estudiante y por lo visto le gustaba leer, o quizás leía el librito para algún trabajo de la universidad. Sí sobrevivía se lo devolvería, pero esa posibilidad se desvaneció pronto cuando el muchacho dejó de existir. Ahora sostenía el libro del difunto en sus manos y sin quererlo sus ojos se llenaban de lágrimas; pero se las secó de un manotazo cuando vio que un compañero de causa y de marchas se acercaba a él.

-¿¡Qué paso pana!? ¡Me dijeron que trajiste a un chamo que recogiste en la calle en medio del peo! – le dijo el recién llegado

-¡Si…si! ¡Pero se murió! – respondió el lector del libro con tristeza

-¡Que lástima! – Replicó el otro compasivo al ver la pena de su amigo - ¿¡Era de los nuestros!?

El que sostenía el libro alzó la vista y vio al otro con una mirada alucinada que puso incomodo al que había preguntado; luego bajó la vista y luego de unos instantes respondió con la voz quebrada.

-¡Si…era uno de los nuestros!

Y luego se puso de pie y se marchó sin despedirse de su amigo, pensando que en realidad en éste país, en esta Venezuela, nada cambia….