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Incesto para el Diván: Sufrimiento y Placer.

en Amor filial

La historia de cómo acabé cometiendo el mayor pecado, la mayor aberración para la mayoría de la gente y terminé viviendo una vida anormal para la sociedad; arranca cuando yo era una niña.

Nací en un país de Europa en tiempos muy difíciles, en una familia de clase media, pero de orígenes humildes; vivíamos en un pequeño pueblo, en el medio rural. Mis padres eran muy religiosos, bastante fanáticos; a eso había que agregarle que mi padre era un dictador, un padre y marido déspota con sus hijos y con su esposa respectivamente. Yo le tenía mucho miedo a mi padre, pues a mis siete hermanos y hermanas y a mí nos pegaba con frecuencia, sobre todo cuando bebía demás (porque a pesar de ser religioso bebía mucho con frecuencia).

En ese ambiente opresivo tuve una infancia y una adolescencia bastante tristes; y ya desde entonces empecé a tener comportamientos raros, un poco obsesivos. Pero lo peor estaba por venir, pues cuando tenía 17 años mi padre me obligó a casarme con un hombre que yo no quería, un hombre que casi me duplicaba la edad; era un hombre corpulento pero feo, con una cara como la de un toro de lo tosca, y un aspecto en general atemorizante. La gran virtud que tenía a ojos de mi padre es que tenía algo de dinero en comparación con la gente de nuestro pueblo, era de clase media, un contable que trabajaba en una empresa grande y conocida.

También era un energúmeno, un hombre violento y desagradable, que en la noche de bodas me tomó a la fuerza, prácticamente me violó pues yo estaba asustada y no quería acostarme con él; fue muy bruto y me hizo bastante daño. Ese fue el comienzo de una vida de pesadilla, de años de maltrato psicológico, de abuso sexual y a veces de maltrato físico; vi reproducida la vida que tuve en mi familia con mi padre, pero peor. A los 18 años tuve a mi primer hijo, un varón que afortunadamente se parecía más a mí que a su padre; y después tuvimos tres hijos más, dos hembras y otro varón.

En el año 1968, cuando yo tenía 33 años de edad, mi marido murió; padeció de una enfermedad que se lo llevó menos de un año después de serle detectada. Lo que en principio hubiera sido un alivio para otra mujer en mi situación, que se hubiera visto libre de un matrimonio infernal y de una vida de pesadilla, para mí no lo fue; y es que a consecuencia de los traumas que había sufrido a lo largo de mi vida, yo había desarrollado dos importantes trastornos psicológicos.

Por un lado, padecía de frigidez; es decir, sentía rechazo al sexo, me producía miedo y asco el tener relaciones sexuales, y no sentía en absoluto deseo sexual, era totalmente fría e indiferente. Eso era algo incluso normal en alguien que como yo solamente había tenido sexo con mi marido, un hombre con el que me obligaron a casarme y que me violaba para tener sexo conmigo, así que solo conocía el sexo forzado, como víctima, y por eso asociaba sexo con dolor, vergüenza, miedo, asco, fastidio e incomodidad, algo sucio que se me imponía a la fuerza. Relacionado con esto mismo también padecía un poco de misandria, de odio a los hombres del que solo se salvaban mis propios hijos.

Por otro lado, debido a la atmosfera opresiva y al relativo aislamiento que me impusieron primero mis padres y después mi marido, al temor que me despertaba la gente en general y especialmente los hombres; en un momento dado empecé a desarrollar agorafobia, un complejo o trastorno psicológico que consiste en sentir un profundo y terrible miedo a salir a la calle y estar en espacios abiertos, por lo que la persona que sufre de eso jamás puede salir de su casa, se queda condenada a vivir encerrada en la casa como sí estuviera en arresto domiciliario, porque sí pone un pie fuera de casa sufre un terrible ataque de pánico. Éste trastorno no me permitió salir de casa ni siquiera para acudir al funeral de mi marido.

Desde luego que aquello me complicaba enormemente la vida, sobre todo ahora que como viuda y con hijos menores, había recaído sobre mí todo el peso de la responsabilidad por la familia; hacía varios años que nos habíamos mudado a una ciudad más o menos grande, donde vivíamos más cómodamente y donde me había distanciado definitivamente de mi familia paterna y materna. Pero después de la muerte de mi esposo, empecé a conocer la verdad de nuestra situación; y es que mi marido nos dejó con deudas bastante grandes, pues aparte de abusar de mí, también se gastaba buenas sumas con otras mujeres, especialmente en burdeles, y también en el juego. Además, ahora ya no contábamos con su sueldo y la pensión de viuda no alcanzaba, y tampoco los ahorros, en vista de nuestros gastos y las deudas acumuladas.

Así que nuestra situación económica comenzaba a ser difícil y al año siguiente, en 1969, estábamos al borde de la bancarrota, del desastre; mi único consuelo en esa situación era mi mejor amiga Claude, algunos años menor que yo y que era de mi pueblo natal, aunque se había mudado a la ciudad antes que nosotros.

Claude me visitaba con frecuencia, era mi paño de lágrimas y me aconsejaba; y así fue como comenzó todo, un día tomando café conmigo en la sala de mi casa.

-Charlotte, sabes que estuve averiguando sobre tu situación con amigos que tengo en los servicios sociales- me dijo mi amiga Claude – y las opciones no son muchas; pero me hablaron de algo que podría ser interesante, aunque también un poco problemático…

- ¿Y qué sería? - pregunté ansiosa.

-Bueno, resulta que en éste momento el subsidio o ayuda económica a una madre sola con familia numerosa es bastante generoso, el gobierno paga una cantidad que junto con tus otros ingresos podría sacarte de apuros- me contestó ella.

- ¿De cuánto estaríamos hablando? – pregunté.

Ella me explicó en términos generales de cuánto dinero podíamos estar hablando y me quedé sorprendida y algo esperanzada o entusiasmada.

-Pero no te emociones tanto, porque hay un gran problema- dijo Claude – y es que para recibir esa paga del gobierno debes tener como mínimo cinco hijos, y tú solo tienes cuatro; te faltaría otro hijo o hija.

- ¡Pero eso es absurdo! - exclamé molesta y asombrada - ¡¿Al gobierno le parece que 4 hijos no son suficientes para requerir ayuda!?

-Ya sabes amiga como son esas cosas, nadie sabe las razones por las que los políticos hacen las normas- replicó Claude – el caso es que a partir de cinco hijos recibes una generosa ayuda por cada hijo, pero tienes que tener como mínimo cinco.

Me quedé desolada, como sí se me cerrara otra puerta en medio de mi drama.

-Charlotte, ¿y sí… y sí te lo plantearas? - me dijo Claude.

- ¿Qué cosa? - pregunté confundida.

-Tener otro hijo- replicó hablando en serio.

- ¡Estás loca! - exclamé molesta, casi indignada.

-Oye Charlotte, yo conozco mejor que nadie tus problemas, porque soy tu confidente y me lo has contado todo… sé de tus problemas para intimar con los hombres, por culpa del cerdo de tu marido, que ojalá se esté pudriendo en el infierno… entiendo que el sexo te dé miedo y asco, pero tienes una situación muy difícil, estás al borde de la ruina… puedes quedarte en la calle con tus hijos y sí es así, el Estado te quitara a tus hijos y los mandara a albergues, a orfanatos… el problema se agrava porque como no puedes salir de la casa, no puedes trabajar y ganarte un sueldo, y conseguir una ayuda por eso es muchísimo más difícil… la única solución a la mano y relativamente fácil es quedarte embarazada, que yo sé que para ti es monstruoso, horrible, pero amiga, tienes poca o ninguna alternativa- dijo Claude.

- ¡Pero es que no puedo! – repliqué angustiada, casi en tono de súplica.

- ¡Yo sé que es muy difícil para ti! Sí fuera mi caso, yo no tendría problema, porque ya me conoces… sabes que me gustan mucho los hombres y soy bastante ligera de cascos… - decía Claude con una sonrisa entre pícara e irónica – pero entiendo que en tu caso es muy duro, que tus complejos o traumas son terribles, y que sufres mucho por eso – agregó apretándome la mano con cariño – pero deberías hacer un esfuerzo, incluso verlo como un sacrificio por tu familia… tú eres una mujer muy bella, cualquier hombre soñaría estar contigo, yo podría hablar con uno de mis amigos… ni siquiera tendrías que salir de casa, él podría venir aquí a la casa, una cena romántica, y luego… ya sabes… o sí lo prefieres podría venir directo al grano, eso sí, yo buscaría a un hombre que te trate con delicadeza, que te tenga paciencia y que sea delicado…

Claude tenía razón en lo que se refería a mi aspecto físico… olvidando la modestia, yo era una mujer muy bella… Era relativamente alta, no en exceso; tenía un cuerpo voluptuoso, con una cierta inclinación a la delgadez, un cuerpo que casi se podía catalogar de escultural. Tenía unas tetas bastante grandes, firmes, levantadas, con unos pezones muy ricos; un culo grande, con nalgas duras y paradas. Unas piernas largas, bellas y esbeltas; unos muslos voluptuosos y sensuales. Mis manos y pies eran hermosos y finos. Mi piel era blanca, suave y delicada; mi rostro era bello, de facciones lindas y refinadas, un rostro de belleza serena y madura, con ojos grandes y bonitos, de color violeta. Mi cabello era liso, de color castaño oscuro cenizo, y largo hasta los hombros.

Yo sabía que era muy deseable para la mayoría de los hombres, porque antes de desarrollar el trastorno y encerrarme totalmente en casa, las veces que salí por ahí, me daba perfecta cuenta de las miradas lascivas de los hombres; y eso que, aunque yo vestía más o menos bien, lo hacía de forma recatada, evitando ser sexy o provocativa, porque evidentemente mi rechazo al sexo me hacía evitar en lo posible el deseo de los hombres. Pero sabía que no tendría problema para encontrar un hombre que quisiera tener sexo conmigo y quedarme preñada, el gran problema era mi rechazo al sexo y a los hombres.

Estaba atrapada por mis complejos, por mis trastornos psicológicos; y ahora me ponían en una situación en que me veía casi forzada a hacer lo que más odiaba en la vida. En esa conversación Claude no logró convencerme, pero me dejó sembrada la semilla; pero mi situación económica fue empeorando y las conversaciones con Claude fueron inevitablemente inclinándose hacia la maldita alternativa que me horrorizaba. Así que finalmente decidimos intentarlo…

Lo planeamos todo al detalle, una noche mis hijos se quedaron en casa de unos familiares, y un amigo de Claude vino a la casa, donde yo lo esperaba para lo que se suponía una velada de sexo; pero todo terminó en desastre… estuve tensa e incómoda desde el principio, a pesar de que el hombre era muy amable y otra mujer lo encontraría encantador, aparte de guapo. Intentamos cenar y charlar, pero yo seguía tensa y para ser sincera me comportaba hasta de forma un poco antipática; el tipo era muy paciente, seguro que aleccionado por mi amiga. Pero cuando finalmente intentó hacer un primer movimiento y trató de besarme, yo reaccioné aterrada y me puse agresiva, casi histérica; todo se salió de madre y hasta terminé golpeándole con un jarrón en la cabeza y le abrí una pequeña herida. El hombre perdió su educación como es natural y empezó a insultarme con gruesas palabras, lo más suave que me dijo fue “maldita loca”; y se marchó de la casa dando un portazo. Yo me derrumbé con un ataque de nervios.

Después de aquello todo parecía sentenciado; parecía que mi familia y yo íbamos a acabar en la miseria, en la calle, y que me iban a separar de mis hijos que acabarían en asilos de huérfanos, y yo probablemente acabaría en un manicomio. Estaba destrozada, muerta de miedo y de dolor; Claude solo podía intentar consolarme, pero después del desastre con su amigo ella también había tirado la toalla.

Solo alguien que sufriera los trastornos mentales que yo padecía podría entender mi estado de sufrimiento, de desesperación, de terror; tenía tanto miedo… y entonces fue cuando se me ocurrió… Me vino a la mente de improviso, en medio de uno de mis frecuentes ataques de ansiedad; y es que yo sentía rechazo hacia todos los hombres… todos excepto mis hijos…

Aunque no era una madre excesivamente afectuosa, cariñosa, sí que quería a mis hijos y los cuidaba lo mejor que podía, lo que me permitían mis trastornos; con mi hijo mayor tenía una conexión especial, quizás por ser el mayor y el primer varón que conquistó mi corazón. Mi hijo Pierre me quería mucho, sentía devoción por mí; ya era prácticamente un hombre, a pesar de ser tan joven, y era el único hombre que yo soportaba que me tocara, que me abrazara, me acariciara o me besara. Mi otro hijo varón aún era muy pequeño y por eso no era un hombre; pero Pierre si. Y así el pensamiento empezó a tomar forma en mi mente… el único hombre con el que quizás podría follar, el único al que dejaría poseerme sin resistirme, era mi hijo mayor, Pierre…

Aunque fui criada por una familia religiosa, o precisamente por eso, debido al sufrimiento de mi infancia, y también a todo el dolor y la amargura que padecí en mi matrimonio, yo no era para nada religiosa; no era exactamente atea, pues seguía creyendo que había un poder superior, aunque no pudiera entenderlo… pero no era creyente en sentido estricto y clásico, y no guiaba mi vida por el concepto del bien y el mal, del pecado. Tampoco era moralista ni de mente cerrada; creía que cada quien tenía derecho a hacer con su vida lo que quisiera, siempre que no dañara a los demás, y por eso no me importaba que mi amiga Claude fuera una mujer promiscua, una zorra a los ojos de la gente hipócrita. Pero aún así, estaba consciente de que el incesto no era una tontería; incluso para mi amiga Claude sería algo escandaloso, probablemente aberrante o monstruoso, y sí me lo hubiera planteado antes, yo también hubiera reaccionado horrorizada y asqueada. Pero ahora estaba desesperada y en un estado mental de pánico y confusión; yo quería mantener a mi familia unida, salvarla a cualquier precio, y el pensamiento de cometer incesto se adueñó de mi mente y se convirtió en una obsesión, en mi única esperanza…

Así que finalmente me decidí, y reuní el valor para hablar con mi hijo de la descabellada y terrible idea que tenía en la cabeza; fue la conversación más dura y difícil de mi vida, a duras penas conseguía dominar mis nervios, lloraba sin parar y temía que mi hijo pensara que su madre se había terminado de volver loca y pidiera que me encerraran en un manicomio. Por supuesto él reaccionó muy sorprendido al comienzo, la expresión de su cara hubiera sido cómica sí la situación no hubiera sido tan grave; pero luego se fue calmando, y para mí sorpresa se lo tomó demasiado bien, incluso percibí con desconcierto que al final parecía acoger la idea con entusiasmo, y vi en sus ojos un destello de deseo, de lascivia, aunque lo descarté como imaginaciones mías. Mi hijo me tranquilizó y dijo que aceptaba mi propuesta, que estaba dispuesto a hacer el amor conmigo; yo le recalqué varias veces que no debía sentirse obligado a hacerlo, y que sí no quería yo no se lo iba a reprochar. Pero él me insistió en que para él no era un sacrificio tan grave y que quería hacerlo, que quería salvar a la familia; aunque yo tenía la pequeña sospecha de que sus razones eran otras y no salvar a la familia…

Decidimos entonces cuando lo haríamos por primera vez, arregle las cosas para que mis otros hijos pasaran otra noche fuera de casa; pensamos que era mejor quedarnos los dos solos en casa, al menos la primera vez. Esa noche los dos estábamos nerviosos, especialmente yo; no pude ni cenar, y me temblaban las piernas incluso antes de ir al dormitorio. Le dije que yo entraría primero al dormitorio matrimonial, a mi dormitorio; él esperaría afuera hasta que yo lo llamara. Y así lo hicimos, entré primero al dormitorio y cerré la puerta a medias; estando parada, saqué los pies de mis zapatos cerrados de tacón alto, y me quedé descalza. Me bajé la cremallera del vestido que llevaba, un vestido elegante y más o menos sexy, sin excesos, un vestido que me llegaba hasta un poquito más abajo de las rodillas; me quité el vestido y lo dejé sobre un mueble. Estaba en ropa íntima, unos sujetadores que realzaban mis pechos, mis grandes tetas, y unas bragas que no eran tan grandes y mojigatas como las que usaban las mujeres mayores, pero que tampoco eran tan sexys y atrevidas como las que usaban las jóvenes o las mujeres osadas de aquella época. De hecho, era un conjunto de ropa íntima moderadamente sexy, todo lo que me permitía mi recato, de color blanco y con cierta transparencia…

Pensé que hubiera sido mejor desnudarme totalmente y esperar a mi hijo ya lista; pero no me sentía capaz, me temblaba el cuerpo y me sentía muy avergonzada. Así que dominando mi voz llamé a mi hijo y le pedí que entrara… él entró y se quedó boquiabierto viéndome, con los ojos bien abiertos. Por un acto reflejo me cubrí un poco los pechos con el brazo y con la mano del otro brazo me medio cubrí la entrepierna… Él me veía y en sus ojos vi el brillo de la ansiedad, del deseo; sin preguntarme cerró la puerta del dormitorio y nos quedamos en la intimidad.

- ¿Me quitó la ropa, mamá? – preguntó con tono de consideración hacia mí. 

-Si, hazlo – le contesté.

Con cierta timidez y torpeza, producto de la situación, se quitó la camisa y el pantalón y se quedó en ropa interior; aunque no soy imparcial porque soy su madre, digo con sinceridad que mi hijo era bastante guapo, y tenía un cuerpo varonil más o menos atractivo, delgado y un poco fornido, con piernas y brazos fuertes, espaldas anchas y pectorales relativamente fornidos. Pero en ese momento yo no estaba para admirar su cuerpo, sino que estaba asustada. Él me preguntó con timidez sí se quitaba la ropa interior, y yo, con cierta renuencia le dije que si.

Se bajó los calzoncillos despacio y los dejó en el suelo, y se quedó totalmente desnudo; con nerviosismo se cubrió el pene con las manos, pero luego alzó la vista y al ver mi rostro, quizás pensó que debía tomar la iniciativa porque yo estaba medio paralizada. Así que se quitó las manos y dejó su pene al descubierto…

Yo desvié la vista y cerré los ojos, pero luego me obligué a abrirlos y voltear a verlo, porque después de todo la idea había sido mía y no podía echarme para atrás; vi su pene, su verga increíblemente grande y gruesa, e inevitablemente vino a mi mente la de su padre, la única otra que yo había conocido en mi vida, y pensé que la de mi hijo parecía ser más grande que la de su padre, que creo que era un hombre bien dotado, pese a mi falta de experiencia en ese tema. No hace falta decir que mi hijo tenía la verga parada, dura, lo que hizo que me entrara más miedo y me pusiera a temblar más…

Intentando dominarme para seguir adelante con aquella locura, llevé mis manos temblorosas a mi espalda, para intentar abrir el broche de mis sostenes, de mis sujetadores; pero no conseguía desabrocharlos.

-Por favor, desabróchalo – le dije a mi hijo con voz entrecortada, y me di la vuelta para darle la espalda…

Mi hijo se acercó y con sus manos también temblorosas intentó desabrocharme los sujetadores; falló dos veces, pero al tercer intento lo consiguió… Entonces di unos pasos adelante, apartándome un poco de mi hijo, y me saqué los sostenes, tirándolos al piso; luego me cubrí las tetas con las manos y me di la vuelta, para enfrentar a mi hijo…

Los dos estábamos frente a frente, nerviosos (yo más que él) y mi hijo evidentemente excitado; no nos atrevíamos a hacer nada, ni él ni yo. Entonces yo caminé unos pasos sin dejar de cubrirme las tetas, y me puse con un lado de la cama a mi espalda; tragué grueso y le hablé a mi hijo…

-Ayúdame a terminar de desvestirme – le dije casi suplicándole.

Él se acercó y puso sus manos en mi cintura; agarró mis bragas y yo levanté la cabeza, como sí viera al techo, y cerré los ojos. Mi hijo me bajó las bragas y dejó mi coño desnudo; mi coño que yo llevaba todo peludo, casi sin depilarme, como se solía llevar entonces. Mi hijo llevó mis bragas hasta mis pies, agachándose y luego subiendo despacio y rozando su cara con mi coño; yo sentía que estaba a punto de darme un ataque de pánico, empujarlo y salir corriendo, pero entonces él me susurró al oído…

- ¡Tranquila mamá! No pasa nada, yo estoy aquí… te amo, te amo mucho y no quiero separarme de ti nunca… - me dijo mi hijo, separado solo unos centímetros de mí y suavemente me agarró por los brazos con sus fuertes manos, pero suavemente, con ternura – nunca te haría daño mamá, porque eres lo que más quiero y lo que más deseo… solo quiero darte cariño, hacerte el amor…

Lentamente, suavemente, me abrazó… los dos desnudos, en pelotas, y me abrazó; nuestros cuerpos desnudos se juntaron, y al sentir el roce de su verga parada en mi entrepierna me estremecí y di un respingo, pero mi hijo me susurró cosas dulces al oído con su suave voz, y me acarició la espalda desnuda con sus manos, como un domador de caballos que acaricia a un caballo salvaje al que está domesticando con tacto, paciencia y ternura. Finalmente fui cediendo y me fui recostando de espaldas en la cama, con él encima de mí; lo abracé temblando como un flan, abrí los ojos y vi su rostro encima del mío, casi rozándome, y lo besé en los labios, con lágrimas en los ojos.

-Tendrás que hacerlo tú todo… por favor, sé delicado… - dije tratando de no sonar muy angustiada.

-Lo seré mamá – me tranquilizó.

Nos besamos, y luego cerré los ojos y lo dejé hacer; me acarició las tetas, las estrujó, besó mis pezones, luego los lamió y finalmente los chupó, y comenzó a mamarlas como no lo hacía desde que dejó de ser un bebé de pecho. A diferencia de lo que suelen hacer los chicos cuando lo hacen por primera vez, mi hijo no fue brusco, bruto, sino todo lo contrario; se movió despacio, con delicadeza, tratándome como sí yo fuera un objeto muy frágil que pudiera romperse en sus manos en cualquier momento. Todo lo contrario, a su padre que me trataba con brutalidad, como sí yo fuera un objeto sexual al que había que violar, desgarrar…

Besando con ternura mi vientre, descendió su cara hasta mi entrepierna y con mucha suavidad besó mi coño, sobre mi maraña de vello púbico; sacó su lengua y lamió un poco, haciéndome cosquillas, haciéndome estremecer…

Después, por sus movimientos supe que intentaba abrirme más las piernas para penetrarme; me entregué a él, me abrí bien de piernas para recibirlo. Agarró su pene erecto y trató de ponerlo en la entrada de mi vagina, pero por sus nervios y su torpeza primeriza, falló al principio; abrí los ojos y extendí mi mano y la puse sobre la suya, la que tenía alrededor de su verga, y lo ayudé un poco alentándolo con dulces palabras. Y entonces, lo consiguió, me penetró… cerré los ojos y sentí dolor, por lo grande de su verga y porque no estaba bien lubricada, por el miedo, por los nervios… aun así, no fue un dolor tan grande como él que sentía cada vez que su padre me penetraba, con su sádica brutalidad y cuando yo no estaba nada lubricada, totalmente seca. El hecho de que me doliera menos, aunque sentía que su verga era más grande, me hizo sentir rara, como sí mi cuerpo por primera vez pudiera abrirse a la posibilidad de gozar, de disfrutar, o al menos no rechazara con tanta violencia el coito…

- ¿Te lastime mamá? ¿te hago daño? – me preguntó con cierta ansiedad.

- ¡No, tranquilo, es normal! Solo no me des muy duro, poco a poco… - le contesté.

Y así estuvimos haciendo el amor, o follando sí lo prefieren, aunque yo prefiero describirlo con términos menos vulgares; con un movimiento más o menos rítmico, muy lento y muy suave, mi hijo me enterraba su verga, sin brusquedad, sin violencia. Él tratándome con extremo cuidado, retrocediendo apenas un poco su pene, solo un poco, apenas, y luego hundiéndolo hasta el fondo; y yo sintiendo su gran verga, que, aunque no me arremetiera con violencia o frenesí, de todas maneras, me lastimaba un poco, me causaba dolor, por su tamaño y por lo cerrada que yo todavía era, a pesar de tantos años de sexo brutal e incómodo con mi marido, y de haber dado a luz cuatro veces. Aprisionado en mi cavidad vaginal, rozando las paredes de esa cavidad, de mis entrañas intimas, raspándolas, su grueso pene me escocía, se abría paso en mi interior como sí de un palo se tratará; pero sorprendentemente eso no era una tortura insoportable, sino que era una sensación nueva para mí, y una sensación cálida empezó a extenderse por mi cuerpo, un hormigueo electrizante. Yo me aferraba a las sabanas, con mis manos cerradas sobre ellas, y apretaba los dientes; mi hijo me dio con un poco más de fuerza, entusiasmándose y yo jadeaba, hasta que finalmente él no pudo más y se corrió, eyaculando un buen chorro de leche dentro de mí. Con su cálido semen en mi interior, abrí los ojos y vi su expresión de placer, de éxtasis; juntamos nuestros labios y nos besamos, y luego recostó su cabeza en mi cabeza y yo acaricié sus cabellos.

A partir de ese día me convertí para los efectos prácticos en la mujer de mi hijo, como sí fuera su esposa; con la excusa de buscar quedarme embarazada, tuvimos sexo todas las noches durante varios días… y poco a poco comencé a abandonar la aversión al sexo, al menos con mi hijo, y empecé a experimentar placer, a sentir gozo al hacer el amor. Por supuesto me quedé embarazada, y nuestra hija fue la solución temporal a nuestra crisis, pues conseguimos la ayuda que esperábamos; Claude se quedó muy sorprendida al saber que estaba embarazada, y le inventé una historia sobre un viejo conocido al que supuestamente le había pedido el favor, aunque enseguida supe que no me creía. Después de nacer mi hija, un día que me vio contemplándola en su cuna con mi hijo al lado, y vio como hijo me pasaba el brazo por la cintura, de repente lo entendió… vio a la niña, vio a mi hijo y me vio a mí, y en su expresión de sorpresa y escandalo yo pude ver que se había dado cuenta. La llevé aparte y esperé a que se recuperara de la impresión para explicarme, pero no hizo falta; recuperada del susto y del golpe a su concepto de lo “normal”, volvió a transformarse en mi amiga fiel, y simplemente me vio a los ojos y me dijo:

-No te preocupes, nunca se lo diré a nadie.

Y a partir de ese día, una tercera persona compartió nuestro secreto, por el resto de nuestras vidas…

Muchas gracias.

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