miprimita.com

Parodias la rueda del tiempo (iii)

en Parodias

         Min estaba demasiado nerviosa como para conciliar el sueño después del ataque de los trollocs. No podía comprender como las bestias habían traspasado la vigilancia y se habían abalanzado sobre el campamento sin que nadie, salvo Perrin, hubiera dado la alarma. Y menos mal que Perrin lo había hecho, saliendo al frío aire de la noche con el martillo de la mano y desnudo de cintura para arriba, dando voces y lo que parecían ser aullidos. De la batalla en sí, Min recordaba poco. Cansancio y miedo, sobre todo, saltando de un lado a otro para que las hoces de los trollocs no pudieran hacerla daño, mirando a todos los lados para intentar adivinar hacia dónde se encaminarían las peleas, y preguntándose donde diablos estaría Rand. Y tal como empezó, acabó. Aparecieron los lobos, que se tiraron sobre los trollocs como si fueran muñecos de paja. Perrin acabó con el último Fado y la batalla terminó. Ahora, metida en su catre, Min estaba demasiado nerviosa como para dormir. Escuchó ruido fuera y decidió salir, arrebujada en una manta. Las noches en la montaña eran frías, pese a que la primavera estaba a la vuelta de la esquina.

         Perrin estaba sentado solo delante de una fogata. Tampoco parecía que el sueño le llegara con facilidad. Desde la penumbra, Min lo observó: los anchos hombros y espaldas del herrero, sus potentes brazos que blandían el hacha como quién utiliza una vara, su melena sucia y rizada, a juego con la incipiente barba cerrada que le cubría las mejillas. Había moratones y arañazos por todo su cuerpo, pero no parecía tener heridas de gravedad. Ella misma tenía un doloroso arañazo en la parte alta del muslo, que no sabía cómo se había hecho.

         -Min-, saludó Perrin, sin darse la vuelta, la mirada clavada en las brasas. La muchacha había visto los amarillos ojos de Perrin, y pensó que con el reflejo del fuego en ellos, serían más dorados que amarillos.

         -¿Tú tampoco puedes dormir?-. Min tomó asiento al lado del herrero. Al hacerlo, se arrepintió de no haberse puesto sus pantalones. La manta se abría por delante de sus piernas, dejándolas expuestas al frío aire y al calor de las llamas, todo al mismo tiempo. Involuntariamente, se aproximo a Perrin.

         -No, el sueño se niega a visitarme-, respondió el joven, sintiendo el contacto de la joven. Como si fuera la cosa más natural del mundo, pasó el brazo sobre los hombros de Min, dejando que se recostara en su desnudo costado.

         -¿No tienes frío, Perrin de Dos Ríos?-. Había cierto tono entre el asombro y la reprimenda. Las mujeres no podían dejar de serlo. El muchacho negó con la cabeza. Una de las ventajas que tenía su contacto con los lobos es que apenas sentía el frío. Su piel seguía teniendo el tacto humano, pero no sentía tanto frío como los demás. Incluso juraría que su temperatura corporal era más alta que la de los demás, como si estuviera en un estado de fiebre perpetuo. –Yo estoy helada-, manifestó ella, abrigándose más. Al subir la manta para taparse el cuello, las piernas quedaron expuestas muy por encima de la rodilla. En el muslo se veía la laceración que subía hasta... Min se sonrojó solo con pensar hasta dónde llegaba. Perrin se fijó en la herida.

         -¿Cómo te has hecho eso?-. En seguida se dio cuenta de lo estúpido de la pregunta. Acababan de librar una batalla. Él mismo tenía heridas y moratones que no sabía cómo se había hecho. -¿Te ha visto Moraine?-. Min negó con la cabeza, tratando de tapar la herida con el pico de la manta. Preocupado por la herida, Perrin apartó el pico, dejando el muslo de Min al descubierto, mucho más al descubierto de lo que era necesario. El suave vello púbico de la chica asomó entre los pliegues de su muslo, en la unión de la pierna con la cadera. El rasguño llegaba hasta allí, a unos pocos centímetros de la zona prohibida de la chica. Min se sonrojó y protestó.

         -¡¿Qué haces, loco?!-. Se apartó de Perrin, juntando las piernas y tapándoselas con la manta. Al hacerlo, sus hombros quedaron descubiertos. La respiración de la muchacha se agitó, pensando en... en lo que había visto Perrin, y en... en que le había gustado que lo viera.

         -Perdona, Min, no era mi intención-, Perrin estaba sinceramente disgustado consigo mismo. Se había dejado llevar por la preocupación, porque un simple arañazo del arma de un Fado contaminaría la herida, pudiendo llevar a la muerte a cualquier hombre fuerte, y más, a una chiquilla de tipo fino como Min. Recorrió mentalmente la herida del muslo de Min, desde el principio hasta el final, demorándose involuntariamente en el final, en aquella mata de pelo moreno, que tenía toda la pinta de ser muy suave. Min siempre había olido bien, pero desde ese punto nacía un olor diferente, concentrado y sinuoso, que Perrin almacenó como pura esencia de Min.

         Un silencio incómodo se instaló entre ambos. Perrin notaba el desasosiego de la chica, atribuible al accidente que acababa de ocurrir entre ellos. Pero había algo más que Perrin no identificaba. Los olores le asaltaron entonces, todos ellos de Min. Miedo, intranquilidad, y para su sorpresa, la esencia de Min, multiplicada por cien, envolviendo a todos los demás olores. Esa esencia hacía que Perrin sintiera cosas que normalmente no sentía. Como el abultamiento de sus pantalones.

         -¡Vaya!-, musitó sorprendido para sí, cambiando de posición para acomodar la polla sin que Min se diera cuenta.

         -¿Decías algo?-. Al escuchar el sonido de la voz de Perrin, Min se había vuelto a acercar. Tenía frío, a pesar de todo, y Perrin emanaba un calor reconfortante. Además, seguro que él no tenía ninguna intención deshonesta, como los hombres viejos que la miraban en las calles de las ciudades... entonces se sintió atraída por el poderoso brazo de Perrin, y para cuando se quiso dar cuenta, la barba del joven le hacía cosquillas en sus mejillas, y sus lenguas se unían y desunían, bailando a un ritmo frenético que no conocía. Min abrió los ojos, espantada. “¡¿Qué está pasando?! Perrin está besándome... No, los dos nos besamos”. Había urgencia en el beso de Perrin, y en las manos de Min cuando comenzaron a recorrer el pecho desnudo del joven. La barba picaba en sus mejillas, en sus labios y en su cuello, pero era un picor agradable, igual que la fuerza con que la apretaba. Perrin la alzó sin esfuerzo, sentándola en sus rodillas. Sus caras quedaban ahora exactamente a la misma altura, y los dorados ojos del chico tenían un brillo extraño, perturbado, enajenado.

         -Min-, gorgoteó Perrin, mirándola a los ojos.

         -Perrin-, contestó ella, cogiendo la barbuda cara con ambas manos. Volvieron a besarse, casi con mayor urgencia que la vez anterior. Ella notaba la palpitante carne sobre la que estaba sentada, que lograba que se excitara más. Se notaba húmeda, como si se hubiera orinado encima, aunque sabía perfectamente qué era y a qué se debía. Para Perrin, el aroma de la humedad de Min sólo hacía que se volviera más audaz, como si el raciocinio le hubiera abandonado para dejar paso a los instintos de lobo. Tenía que montar a aquella hembra, necesitaba desahogar sus miedos, sus frustraciones, sus dudas y la adrenalina de la batalla.

         -Ven, vamos a mi tienda-, propuso Min, deshaciendo el abrazo y poniéndose de pie. Por fortuna para ellos, Min no compartía su tienda con nadie. Ella se paró delante de la lona abierta, con el hombro izquierdo al aire. A Perrin le pareció la hembra más apetecible de las que había conocido. Y olió miedo y ansiedad.

         -¿Pasa algo, Min?-. La chica se había quedado parada, con la respiración agitada y apretando la manta con fuerza. Perrin se puso detrás de ella, rozando su entrepierna con la parte baja de la espalda de Min. Tenía que notar su erección, como él olía la excitación de la muchacha. Min se dejó empujar dentro de la tienda. La lona cayó, dejándolos a ambos envueltos en la oscuridad. Para Perrin era más que suficiente para ver la angustia reflejada en el rostro de Min, a pesar de que los olores que emanaba la desmentían.

         Perrin comenzó a besar el hombro de la muchacha, mientras la mano en la que no se apoyaba retiraba lentamente la manta. El frío se notaba menos dentro de la tienda, pero los pequeños pezones de la chica estaban duros. Min tenía unas tetas pequeñas, casi inexistentes, de pezoncitos morenos que arrugaban la piel de alrededor al estar tan tensos. El chico besó cada pezón, lamiendo y absorbiendo, arrancando gemidos de placer de Min, que apenas se movía, dejándose hacer. Perrin descendió hasta el vientre plano de la chica, donde los abdominales se marcaban casi tanto como en un hombre. Un poco más abajo del ombligo, el olor de hembra excitada era casi insoportable. Perrin acabó por destapar cuidadosamente el sexo de Min, de vello oscuro, rizado y húmedo. El chico hundió allí la nariz, revolviendo el pelo, obligando a Min a morderse el canto de la mano para no gritar. Tenía las piernas cerradas, de modo que Perrin apenas podía rozar la parte más sensible de Min. Al intentar separarlas, la resistencia de Min creció. Perrin se irguió. Su cabeza alzó la lona de la tienda. Pese a la oscuridad, él podía ver la pugna de emociones en el rostro de Min. Ambos jadeaban.

         -No, Perrin, aún no-, dijo ella, incorporándose. Se quedó de rodillas, abrazada al joven, besando el enmarañado pelo del pecho de Perrin. Los aromas del sexo de Min se hicieron más pronunciados. La chica descendió como él había hecho. Con dedos hábiles desató sus pantalones, desembarazando la polla de Perrin, una verga dura, palpitante, que se torcía levemente hacia un lado. La mano de Min acarició los huevos del muchacho, en tanto que sus labios se cerraban en torno al capullo de Perrin.

         -¡Oh, Luz! ¡Qué bueno es esto! Después haré lo mismo contigo-, anunció Perrin, sujetando la cabeza de Min con las manos. La chica se revolvió, casi escupiendo la polla.

         -¡No! ¡Ni se te ocurra, Perrin Aybara!-. Luego, tal y como había llegado, el arrebato de ira de Min desapareció, continuando con la mamada como si nada hubiera ocurrido. Perrin dejó que chupara un poco más, rumiando qué le podría pasar a la chica para que se negara a recibir tal placer. Él ya se lo había hecho a varias muchachas, y todas decía que tenía una sensibilidad especial para dar placer con la lengua. Min no sería la excepción. Apartó suavemente la boca de su polla, y ante el desconcierto de Min, la tendió sobre la esterilla. Min protestaba en voz baja, temiendo que alguien les escuchara. A Perrrin le daba igual que alguien pusiera oídos. Que él supiera, todas las mujeres del campamento se habían encamado con los hombres, quizá debido a la tensión provocada por el ataque, y la comprensión de que cualquier día podía ser el último, por lo que había que aprovechar las noches.

         Utilizando el superior peso de su cuerpo, Perrin obligó a Min a tenderse de espaldas. Ocultó los pequeños pechos de la chica con sus grandes y gentiles manazas, y fue descendiendo, poniendo empeño en que Min no se escabullera de debajo de su cuerpo. La chica seguía con las piernas cerradas cuando los labios del herrero llegaron a besar sus muslos. Min se debatía, protestando en voz baja, jurando y maldiciendo. Con firmeza no exenta de cuidado, Perrin procedió a separar los muslos de Min, pese a que ella hacía fuerza por juntarlas. Un pequeños resquicio en las defensas de la chica fue suficiente para que Perrin metiera la cabeza entre los muslos, besando incluso la herida que había iniciado todo esto. El aroma del coño de Min era más que excitante, hacía que la polla se le pusiera más tensa. Por fin, Perrin hundió la lengua en la empapada rajita de Min, y un universo de olores y sabores inundo su paladar y sus fosas nasales. Min le tiraba del pelo, pataleaba y trataba de escapar, pero Perrin la tenía firmemente controlada. Al poco, Min comenzó a gemir, sobrepasando la vergüenza que Perrin creía que sentía al ser lamida por un hombre, sus piernas perdieron tensión, separándose por si mismas todo lo que la lona de la tienda permitía. Los dedos engarfiados en el pelo de Perrin se soltaron, abandonando sus rizos para concentrarse en los pezones apuntados de la chica. “Ya eres mía”, pensó Perrin, hurgando con la punta de la lengua muy cerca del ano de Min. Pasaba la lengua por toda la extensión de la rajita de la chica, obteniendo ronroneos y gemidos de puro placer, saboreando los flujos de la chica. Dentro de poco se la metería, pero hasta entonces, prepararía bien el camino.

         -Perrin... tengo... que... contarte... algo-, anunció Min, entre gemido y gemido. El chico farfulló algo que Min no pudo entender, con la boca ocupada en su vagina. -¡Perrin, por favor! Escúchame-. El herrero dejó de comerle el coño. La sensación de pérdida fue dolorosa para Min. Quería que siguiera. Lo hacía como nadie. Los dorados ojos de Perrin la miraron desde su posición encogida entre sus piernas. Era lo único que Min veía, los fantásticos ojos de Perrin. Por lo que daba gracias a la Luz. Nunca había estado orgullosa de su cuerpo, con pocas tetas y vientre plano, que le daban la apariencia de un chico.

         -Min, ¿qué pasa?-, en el tono de Perrin había urgencia, necesidad de continuar.

         -Es mejor que no sigas... ahí. Yo... verás... yo, no puedo... ¡Oh, por favor!-. Mientras ella intentaba hablar, Perrin volvió a hundir su lengua en la rosada rajita de Min, arrancando suspiros de placer. Min se sobrepuso, y agarrando a Perrin por las orejas, volvió a separarlo de su coño. Tiró de él hacia arriba, hacia su boca. Unieron sus labios. Perrín sabía a su sexo, las barbas había empapado mucho de sus flujos, y extrañamente, a Min le encantó.

         -Perrin, tengo un secreto- susurró Min. La mano de Perrin comenzó a acariciar la mata del pubis, y un dedo audaz llegó a la protuberancia del placer. Min se sintió perder, y dejando a un lado los remilgos, pensó: “¡Que se jodan los secretos, y que te jodas tú, Perrin Aybara!”. Abrazó con fuerza el cuello del joven, disfrutando de la masturbación, agarrando ella la polla de Perrin, masajeando el tallo, devolviendo caricia por caricia, hasta que notó que iba a suceder, aunque esta vez le importaba poco. Había intentado avisar, detener a Perrin, y este se había obcecado en no hacerla caso. Pues ahora iba a ver su secreto.

         Perrin sentía en la palma de la mano la suavidad húmeda del vello de Min. Su dedo había encontrado el clítoris de la chica, y lo masturbaba concentrado en darle placer a la chica. Supo que lo estaba haciendo bien cuando ella gorgoteó y cerró su mano sobre el rabo, separando las piernas y abandonándose al placer. Una vanidosa sonrisa asomó a los labios de Perrin, que se quedó congelada cuando sintió que algo no iba bien. Bueno, que algo no iba correctamente. Parecía que el clítoris de Min se hinchaba, creciendo más y más bajo sus dedos. Percibió un olor diferenciado emanado por el sexo de Min, un aroma que suscitaba recuerdos pero que no era capaz de ubicar. Y entre tanto, el clítoris de Min seguía creciendo. Sorprendido, apartó la mano. Entre suspiros y gemidos, Min habló:

         -Te lo dije, herrero, y no quisiste escucharme-. En su voz solo había placer. Hasta el olor del miedo y la ansiedad había desaparecido. Perrin se sentó sobre sus talones, mirando sin comprender a la chica que seguía contoneándose como una serpiente debajo de él, ansiosa por seguir recibiendo las caricias del muchacho. Perrin miró al conejo de Min. Entre su vello, una polla iba ganando en presencia. No una cosa rara que no hubiera visto nunca, sino una polla perfectamente definida, más pequeña que la suya, más fina, pero una polla al fin y al cabo. Min se la cogió y comenzó a hacerse una paja. ¡Una chica haciéndose una paja! –Este es mi secreto, Perrin-, confesó Min, acariciando con un dedo el pecho del joven.

         -¡Tienes una polla!-, acertó a exclamar Perrin, casi en un susurro. Los dorados ojos estaban abiertos como platos, captando la poca luz de la tienda y reflejándola. Sentía el dedo de Min enredándose en los rizos de su pecho, y su propia excitación que, lejos de venirse abajo, amenazaba con romperlo de deseo.

         -Si, Perrin, es mi secreto. ¡Por favor, no se lo digas a nadie!-. El temblor en la voz de Min hubiera sido suficiente para cualquier hombre normal. Perrin, además, podía ver la cara de angustia de la chica, “¿chica?”, pensó fugazmente; e incluso oler su ansiedad. Min había dejado de tocarse, atenta a la reacción de Perrin, pero éste estaba fascinado por el fenómeno que tenía ante sí.

         -Tienes polla-, repitió, mucho más sosegadamente. Un dedo de Perrin se acercó al miembro de Min, tocándolo casi con miedo, como si pudiera morderle. Min gorgoteó. El dedo repasó el fino tallo, hasta donde deberían estar los huevos. Pero no había tal cosa. Bajo la polla de Min seguía estando su rajita, expulsando flujos femeninos que Perrin podía identificar. Totalmente anonadado, Perrin se tumbó de costado junto a Min, sin dejar de acariciar los sexos de la chica. Sus dedos, tan seguros hacía escasos momentos, dudaban ahora, pasando del coño a la polla y viceversa. –Pero también tienes... conejo-.

         -Eres el único hombre que lo sabe. Si se enteraran los demás, yo...-.

         -No te preocupes, Min, no se lo diré a nadie-. Perrin oía pero no escuchaba, fascinado con la ambigüedad de Min. Sabía que tenía que sentir algo diferente a lo que sentía. Asco, repugnancia, o algo parecido. ¡Si le daba reparo mear con sus amigos, por si le veía la minga a alguno! Y ahora se encontraba con esto. Una chica que, aunque con poco pecho, atraía las miradas de los hombres. Una chica que había accedido a acostarse con él. Él mismo había probado el sabor de su conejo antes de que... antes de que la sorpresa de Min hiciera su aparición. Y él se sentía absolutamente fascinado con el erecto miembro de Min.

         -Si ya me miran de un modo raro por mi... don, ya sabes, imagínate si se enteraran de... esto-. Perrin la miró a los ojos. La chica le cogió la cara con ambas manos y lo besó, con pasión y ternura. –Prométeme que no se lo dirás a nadie-.

         -Min, yo...-. Perrin no sabía que decir. Cien preguntas se agolpaban en la punta de la lengua, y todas ellas le parecían fuera de lugar en aquel momento. ¿Por qué él? ¿Por qué no Rand, del que sabía que Min sentía algo fuerte? –No te preocupes. No diré nada-. La chica se abalanzó sobre él, abrazándolo. El olor de un alivio enorme llenó la nariz lobuna de Perrin.

         -Será nuestro secreto, Perrin Aybara, porque sé que tú también tienes tus secretos-. La polla de Min se rozaba con la polla de Perrin, y a pesar de saber que tenía que sentir rechazo por ese contacto, el muchacho abrazó con fuerza a Min, plantando una manaza en el culo de la chica para que el roce fuera más intenso, más íntimo. Comenzaron una cadencia de estimulación por frotamiento, mirándose a los ojos, concentrados en dar placer más que en recibirlo.

         -¿Sabes, Perrin, que puedes metérmela cuando quieras? ¡Oh, Luz, qué bien me siento!-, exclamó Min. Y era verdad. Después de constatar que Perrin aceptaba su secreto, es más, sentía que a Perrin le gustaba su secreto, el océano de miedos que había arrastrado desde que ella misma lo descubriera se había secado, dando paso a las ganas de disfrutar de su sexualidad, fuera ésta la que fuera.

         Perrin, por su parte, apoyaba una mano en el suelo, detrás de su espalda, mientras que con la otra mantenía firmemente sujeta a Min por las nalgas. Los fluidos de la chica resbalaban por el tallo de su polla, lubricándola y permitiendo que el roce con la polla de Min resultara de lo más placentero. Su gran mano abarcaba todo el culo de Min, y su dedo índice comenzaba a hurgar en la raja de su trasero. Los gemidos de Min le indicaban que hacía lo correcto. No podía dejar de pensar, en lo que hacía, en Min y su pollita, en que le gustaba, y en hasta dónde iba a llegar. Cuando Min le dijo que podía empezar a follársela cuando quisiera, dio en pensar en lo afortunada que era la chica. Podía dar placer tanto a hombres como a mujeres. Y desechó esos pensamientos, prefiriendo quedársela solo para él.

         -¿Por dónde?-, preguntó Perrin. Estaba tan excitado que no sabía a qué se refería la muchacha.

         -Por dónde ¿qué?-.

         -Por dónde te la meto, Min-.

         -¡Oh, Luz! ¡Por donde quieras, Perrin! ¡Pero métela pronto, porque estoy muy cerca!-. El muchacho refrenó el ritmo del roce. Min aprovechó para separar sus sexos, y con la mano, guió la polla de Perrin hasta el centro de sus placeres.

         -¿Qué camino deseas explorar, herrero?- preguntó Min, pícara. Movía la mano que sujetaba la verga de Perrin adelante y atrás, colocándola ora a la entrada del coño, ora a la puerta de atrás. Los ojos de Perrin le permitían ver que Min estaba colorada por la excitación. Supuso que él estaría igual, a punto de explotar. El íntimo contacto con las partes secretas de Min amenazaba con hacerlo estallar. Ni siquiera pensó en la posibilidad de follársela por detrás, aunque nunca lo había hecho. Le excitaba sobremanera la cantidad de posibilidades que Min ofrecía, y en ese instante, lo que ansiaba era ver la polla de Min escupir su contenido. Con cierta rudeza, plantó sus manazas en las caderas de la chica, colocando la raja sobre su polla, y procedió a bajarla, lentamente, hasta que la base del tallo de la polla de Min tocó en su bajo vientre. Min acompañó el movimiento con un gemido prolongado, con la boca y los ojos abiertos, degustando cada centímetro que se hincaba en sus entrañas.

         -Bien elegido, herrero-, musitó Min a la tercera cabalgada. El lento ritmo del principio se fue incrementando. Min tenía puestas las manos en el pecho de Perrin, y este seguía con las suyas en las caderas de la chica. La pollita de Min lo tenía hechizado, como si fuera una extensión de la verga que le estaba metiendo. Sin frenar sus embestidas, retiró una mano de la cadera y la posó en el sexo masculino de Min, comenzando a masturbarlo. Min gimió de placer, soltando el pecho de Perrin para tocarse las pequeñas tetas. Y Perrin no pudo más. Antes incluso de que pudiera avisar a la chica, su cuerpo le traicionó. Ni siquiera sintió las sacudidas previas al orgasmo. Fue un todo continuado, que nació en su perineo, se trasladó a los cojones cargados y estalló a través de su polla, llenando el coño de Min de leche espesa y caliente. La chica notó las sacudidas de la lefa de Perrin en su interior, quedándose muda por la sorpresa, hasta que supo interpretar las convulsiones de su compañero y las que sentía en el interior de su vagina.

         -¡Perrin! ¡Perrin! ¡No pares! ¡No pares ahora, por favor!-. Perrin no sabía a qué se refería, si a las embestidas que ya empezaban a provocarle sacudidas entre la molestia y el placer, o a la paja que seguía haciéndole a Min. Así que siguió con ambas cosas, subiendo y bajando la mano y dejando que Min se empalara con su polla. Unos momentos después, en los que la muchacha no dejó de suspirar y apretarse los pezones, Min se clavó la polla de Perrin con fuerza, gritando de placer, sin importarle que alguien los escuchara, corriéndose por la pollita y por el coño, manchando la mano y los rizos del pecho de Perrin, al tiempo que humedecía los huevos del muchacho. Después, tras la tormenta, Min se dejó caer sobre el pecho de Perrin, untándose en sus propios fluidos, sin poder parar de reir. A pesar del orgasmo, Min seguía meneando las caderas, con Perrin todavía en su interior. La pollita de Min expulsaba las últimas gotas en el vientre de ambos. El herrero, absolutamente fascinado por lo que acaba de ver, sentir y oler, abrazó a Min con sus poderosos brazos, dando calor a los cuerpos desnudos.

         -Prometo no decir nada, Min, siempre y cuando tu secreto sea solo mío.