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Ana, la Vecina (5)

en Sexo con maduras

Es como el puto sueño de un adolescente hecho realidad. Miguel ya no piensa en salir de fiesta con sus amigos, más bien prefiere que sean sus padres los que le digan que han pensado en salir a cenar, o a ver una peli, o a dar una vuelta con los amigos. Y todo, ¿por qué? Porque Miguel solo piensa en meterse en la cama de su vecina Ana, la cuarentona que le calienta los bajos de una manera escandalosa. Ya un par de veces han estado a punto de pillarlos mientras se meten mano como descosidos en el ascensor o en el recibidor de entrada al edificio. Miguel no puede contenerse: es ver a Ana y las manos se le van solas. Y de Ana se puede decir otro tanto. No deja pasar la oportunidad de dejarse ver en ropa interior por las ventanas de su casa que miran a la de Miguel.

Es súper excitante, piensa el mozo, recién salido de la ducha y con la polla un poco más que morcillona. Pasea envuelto en una minúscula toalla que apenas le cubre el miembro, sintiéndose un putón porque solo desea que Ana abra la persiana de la habitación del imbécil y se lo coma con los ojos. Un aperitivo para lo que le espera, porque Miguel espera encontrar un ratito para dedicárselo a su amante. ¡Joder! ¡Amante! Esa es una palabra de mayores, pero mira tú por dónde, Ana y Miguel son amantes.

Miguel mira la curvatura de la toalla en el espejo. La admira y se recrea. A Ana le encanta mirársela, floja y dura, a medio gas y cuando escupe su esencia. Le mola jugar con sus huevos depilados, y se vuelve loca cuando se la mete. Miguel debería dedicar algo más de tiempo al conejo de Ana, pero es que le puede el vicio. No puede resistir mucho a los encantos de su vecina, y es que cuando Ana se abre la bata y le muestra que debajo solo lleva deseo, el chico se vuelve frenético. Y eso cuando tienen algo de tiempo, porque cuando se cruzan en el ascensor... ¡uf! ¡Pero “uf” del bueno! Miguel no sabe dónde poner las manos primero, si en la cintura, o en el culo o directamente sobre el coño. Le encanta saber que las ponga donde las ponga, serán bien recibidas. Ana tiene predilección por el vientre duro de Miguel. Posa allí las manos, lo araña, y si pudiera, le comería la tableta de chocolatre antes de sacarle la polla y mamársela hasta el cuarto. La mujer se vuelve loca cuando Miguel la engancha con las bolsas de la compra. Se siente indefensa, en manos del cabroncete depravado que aprovecha el momento para manosearla a su antojo. ¡La de veces que se ha tenido que encerrar en el baño antes de ponerse a hacer la comida por culpa de esos magreos!

-Cómo siga así, me voy a tener que hacer una paja...-, murmura Miguel al espejo, dejando caer la toalla al suelo. Definitivamente, tiene la polla lista para la pelea, piensa, mirando de reojo a la persiana de enfrente. Nada, no hay movimiento ahí detrás. Abre el cajón de la ropa limpia, escoge entre varios modelos de bóxer y en gayumbos, se tiende sobre la cama con el móvil en la mano. El chat de whatsapp que tiene con Ana es un recurso cojonudo para estos momentos, y no solo por las fotos guarras que se han mandado, sino por las conversaciones que guarda. Ana es un puto volcán.

Miguel sonríe, pícaro y cabrón, antes de enviar su mensaje: “La tengo como te gusta. ¿Quieres verla?”. Al principio se mandaban mensajes tímidos, en plan “qué tal estás?”, o “Has dormido bien?”. Cosas de esas. Luego, a medida que iban intimando, los mensajes subieron de tono, hasta que Ana le mandó la primera fotito. El camisón blanco semitransaparente se pegaba a sus tetas y dejaba entrever las bragas negras que llevaba. Miguel tiene el chocho de Ana abierto y cerrado, húmedo y seco, peludo y depilado. Lo tiene en fotos de todas las maneras posibles. Y Ana tiene su polla desde todos los ángulos, que el chaval tampoco se ha cortado un pelo...

“Enséñamela!”

“Asómate”

“No puedo. Está Paco”

“Pues tendré que hacerme un pajote...”

“No! Aguanta”

“Porqué?”. Miguel se pone cabroncete, que sabe que a Ana hablar de estas cosas le da palo, pero a Miguel le molan.

“Luego te la hago yo”. ¡Hostias! ¡Sorpresón! Ana debe andar más caliente que el pico de una plancha si es capaz de soltarle eso.

“Luego cuándo?”

“No sé. Paco se queda el fin de semana”. Eso no es bueno, se dice Miguel. Si Paco está en casa, no hay ratitos a solas con Ana... o no todos los que a Miguel y a Ana les gustaría.

“Mierda. Me enseñas las tetas?”

“NO! NO PUEDO!”. Que le grite por whatsapp le dice a Miguel que Ana se muere por follar. Eso es frustración, más o menos la misma que siente Miguel con eso de que Paco descanse el fin de semana.

“Pues miraré tus fotos...”

“Guarro...”

“Golfa”. Miguel espera unos segundos, por si Ana dice algo, pero su amante debe estar haciendo la cena o algo. Cachondo y con el rabo gordo, se le pasa por la cabeza una idea sucia, así que se quita los bóxer y se calza el pantalón del pijama, sueltito para que se le vea bien la tienda de campaña, y sale de la habitación. Con cuidado, asoma la nariz al salón. Su padre está viendo la tele al tiempo que juega en la tablet. La luz de la cocina está encendida, y escucha trastear a su madre allí. Le da un poco de palo que su madre pueda descubrir su magnífica erección, pero como está pensando con la otra cabeza, Miguel toma aire y, tratando de disimular la tienda de campaña, entra en la cocina. Efectivamente, al otro lado del patio de luces, Ana trasiega en su propia cocina, mirando de vez en cuando el móvil que tiene en la encimera.

-¿Qué cenamos, mami?-. Miguel pasa por detrás de su madre, hacia el lugar donde menos molesta.

-¡Hijo! ¡Qué susto me has dado! ¿Qué haces por aquí? ¿Vienes a ayudarme?-.

-Pues no... pero es que tengo hambre...-

-Ya, claro, cómo se me habrá pasado por la cabeza semejante idea... Huevos fritos, ¿te parece bien?-.

-Fenómeno-. Miguel disimula como puede las rápidas miraditas que lanza a la cocina de enfrente. ¡Joder, cómo le pone imaginarse follando con Ana allí! Tiene que proponérselo... Ella con un mandil, en plan pornochacha, apoyada en la encimera, y él detrás, martilleando con las peras de Ana entre las manos...

-¿Sales esta noche?-.

-¿Eh...? No, no salgo-.

-¡Vaya! ¡Menuda novedad! ¿Y cómo es que no?-. “Bueno, la verdad es que no he quedado porque tenía la estúpida esperanza de cepillarme a la vecina...”.

-No me apetece...-.

-¿Estás bien? ¿Te has enfadado con tus amigos?-.

-No, es que no me mola el plan que tenían para hoy-, miente Miguel.

-¡Ah! ¿Y qué plan es ese? Si puede saberse, claro...-.

-Pues...-, Miguel improvisa con la atención dividida entre su madre y la vecina. Ana garabatea algo en el móvil. -...querían bajar al parque, ya sabes, y no tengo ganas de pasar frío-.

-¡Ah! ¡Pues qué planazo...! ¿No es el mismo que el de todos los fines de semana?-. Su madre es inmisericorde, sobre todo con el temita de salir y con el temita de los estudios.

-Pues sí, pero este finde me quedo en casa. No te importa, ¿verdad?-, dice Miguel, jodón como su madre.

-¡Uy, claro que no! Si quieres, jugamos luego al parchís con tu padre...-.

-¡Tampoco te pases, mami!-. Miguel sale de la cocina porque Ana no mira para acá y además, no deja de arañar la pantalla. Miguel tiene el chat en silencio, porque cuando se vuelve activo, se vuelve muy activo...

“Ya has acabado?”

“Quiero verla...”

“Todavía estás...?”

“Estoy mojada...”

“¡Qué hijaputa!”, piensa Miguel sintiendo que el miembro palpita a punto de estallar. Además, es una mentirosa. No puede excitarse haciendo la cena, que la ha estado viendo... ¿O sí? Miguel se baja los pantalones, colocándose delante del espejo. Amarra la verga por la base, que se vea bien, pone posturita y... ¡Clic! “Enviar”.

“Ni siquiera he empezado. Espero que te guste”. Ana devuelve caritas de gusto y un par de diablillos sonrientes. Miguel vuelve a subir los pantalones, se tira en la cama y empieza a escribir.

“Acabo de verte en la cocina y se me han ocurrido un par de ideas guarras”.

“??”

“Tenemos que follar en tu cocina. Tu solo tienes un delantal puesto”. Ana envía bailadoras de flamenco. ¡Qué pena que no haya emoticonos de penes en erección! Pero sí que puede hacer otra fotito. Miguel la vuelve a sujetarla por la base, con un par de dedos porque quiere que Ana vea toda la longitud de su polla. ¡Clic! Ahí va.

“MALO!”

“Jejejeje! Te estás hinchando, golfa!”. Mientras escribe, Miguel recibe la foto de Ana, que hay que interpretar porque se nota que la ha hecho a toda prisa y a escondidas. Ana debe haberse abierto el escote, metiendo el móvil por ahí, para sacar una foto de su sujetador negro. No es que sea muy explícita, no tanto como las de Miguel, pero se agradece el intento.

“Que es eso?”, escribe Miguel, malicioso. Y entra otra. No le ha debido convencer el resultado de la primera, porque ahora la camiseta está levantada y sí que se ve bien el sujetador y el vientre de Ana. “Mucho mejor! Y ahora, las chicas!”. No le da tiempo a Miguel a mandar el mensaje antes de que llegue la tercera instantánea. Ahora sí, la mordaza negra está por encima de las tetas de Ana. Uno de los pezones de la hembra está orgullosamente erguido, y el otro, casi borrado.

“Contento?”

“Jajajaja! Sí. Ahora la tengo más dura...”.

“Me voy a cenar. Luego hablamos”

“Hablamos?”

“Malo...”

“Taluego, golfa”.

-Voy a bajar un momento-, dice Miguel, mirando el móvil. –Borja dice que me espera abajo-, añade.

-Pues baja la basura, anda-. Su madre no es de las que desaprovecha el viaje. A Miguel no le importa, porque Borja es una excusa. Ana también baja a sacar la basura...

-¡Uy! Hola, Miguel... qué sorpresa-. Ana sale de casa al mismo tiempo que Miguel, guardando el móvil y las llaves en el bolsillo del abrigo.

-Sí, qué sorpresa. ¿Bajas?-. Ana alza la bolsa negra de basura a modo de respuesta. –Pues vamos... Las damas primero-.

-¡Tú quieres mirarme el culo!-, cuchichea Ana.

-Por supuesto-, dice Miguel, haciendo exactamente eso. La lástima es que el abrigo esconde las formas rotundas de la mujer. Las dos bolsas de basura quedan arrinconadas en cuanto la puerta del ascensor se cierra.

-¡Tienes las manos frías!-, protesta Ana entre suspiros. Se le acaban de poner los pezones como escarpias porque Miguel le ha plantado las manitas en los lomos... -¡Aaaayyy!-. Esas manitas vuelan por los costados, arrastrando camiseta y todo, y al instante siguiente, Ana siente la calidez de los labios de Miguel en torno a sus endurecidas fresas. -¡Jo, no pierdes el tiempo, no!-, suspira Ana, ayudando a Miguel en su tarea. Sujeta la camiseta arriba para que Miguel le chupe bien las tetas. El chico las amasa, juntándolas para meterse ambos pezones en la boca al mismo tiempo, hasta que llegan abajo. “Abriendo puertas”, informa la voz automática. Miguel se seca los morros de babas propias, y Ana se baja la camiseta rápidamente, cerrando como puede el abrigo. Porque tiene los bultitos para cortar cristal...

-Por favor-, dice Miguel, abriendo la puerta. Nadie espera abajo, pero no es plan de que les pillen así, merendando a esas horas... Ana mira de reojo el paquetón de Miguel.

-¿Has bajado de comando?-, pregunta, mirando al frente y una sonrisilla de gata satisfecha.

-Igual que tú-, responde el chaval de la misma manera. En la calle hace fresco, y se dan prisa en llegar hasta el contenedor. A la vuelta tiene las mejillas sonrosadas, y no solo por el fresco.

-¿Tienes un minuto?-, pregunta Ana, buscando ya la intimidad de las escaleras.

-¡Y dos!-, responde Miguel. Por si acaso, echa un último vistazo al portal. A esas horas no deberían cruzarse con demasiadas personas, pero mejor pasarse de precavido. Ana le espera en el primer descansillo, con los hombros apoyados en la pared y la cintura hacia delante, con el abrigo abierto. Antes de que la luz automática se apague y les envuelva una perfecta penumbra, Miguel degusta los pezones de Ana que traspasan la tela gastada de la camiseta.

-Ven, anda-, susurra la mujer. –Ven que vea esto que tienes-. Las manos de Ana van directas al tema, que sabe que a Miguel le gusta. Y es que tampoco tienen mucho tiempo. El chaval tampoco se anda con hostias: sus manos se cuelan entre el abrigo y la camiseta, alzando las peras de Ana por los costados.

-Ver, ver, vas a ver poco-, dice el chico. Ana manosea la verga de Miguel por encima del pantalón, lento, recreándose en el contorno del miembro, y la redondez de los huevos, y escucha los suaves gemiditos con que el chico agradece esas caricias. También nota claramente que Miguel le endereza los pezones.

-Es una manera de hablar, que ya me la has enseñado bien esta noche, cochino-. Ana empieza a pasar la palma de la mano por encima del bulto.

-Y, qué... ¿no te gusta?-.

-¡Ay, ya sabes que sí!-. Ana aprieta suavemente los huevos de Miguel. Haciendo lo que está haciendo, metiendo mano al chico y dejándose manosear por él, la hace sentir una adolescente nerviosa en las primeras citas, y le encanta. Miguel se sopla las manos, porque el chico es un encanto que piensa en todo, hasta en el detalle de las manos frías. Luego vuelve a colocarlas en la cintura de Ana, pero esta vez, con un par de dedos por debajo de la camiseta. A Ana ya no le importa que Miguel le sobe las asitas, ni que le pase la mano por el vientre, porque le ha demostrado bien a las claras todo lo que le gusta la mujer. Con todos los defectos que Ana se ve todas las mañanas cuando se estudia delante del espejo. Así que celebra con un suspiro profundo la incursión de Miguel por debajo de los pantalones de su pijama.

-¡Joder, Ana, es que me faltan manos!-, susurra Miguel. Ana piensa que eso no es verdad, porque las tiene por todo el cuerpo. Hay dos en el culo, manoseando las cachas, y ha notado otra justo debajo de su teta... O eso, o es que Miguel es muy rápido, que también.

-A mí también-, murmura ella. Caliente como una plancha, Ana desata el lazo del chándal de Miguel y mete una mano por el hueco que abre. La verga palpitante del chico está caliente, en comparación con sus manos. Miguel no dice ni mú, pero Ana sabe que ha notado el cambio de temperatura.

-¡Ffffuuuuú!-, suelta Miguel.

-¿Qué? ¿Están frías?-.

-Un poco-.

-Espera un segundo-. La oscuridad no permite ver los rostros, pero Miguel está seguro de que Ana tenía una sonrisilla pícara en la cara cuando ha dicho eso. Un segundo después, Miguel ya no nota el frío de las manos de Ana, y sí la calidez de sus labios.

-¡Oh, hostias!-, gime el chico, dando un poco de espacio a su amante para que pueda cabecear bien. Escucha alrededor, por si algún vecino sale a pasear al perro o a tirar la basura, y todo está en calma. No se escucha nada salvo los chupeteos que Ana le pega a la polla, y los gemiditos con los que acompaña cada cabeceo y que reverberan en su garganta. Miguel escucha hasta los latidos acelerados de su corazón. –Ana, ¡Ana!-. Miguel alza la cabeza de la hembra, separando el miembro de las succiones cada vez más ansiosas de Ana.

-¿Qué? ¿No te gusta?-.

-¡Joder, claro que me gusta! ¡Mucho, tía! Pero no quiero correrme todavía-.

-Pues no tenemos mucho tiempo-. Ana ya la vuelve a tener agarrada con ambas manos, arriba y abajo. Miguel nota su propio sabor en los labios de Ana, algo que le parece extraordinariamente caliente y sucio. No le importa porque también ella acepta sin reservas los besos de Miguel después de bajarse al pilón.

-¿Sabes qué?-. Miguel, haciendo un alarde de habilidad y elasticidad de brazos, es capaz de meter las manos por debajo de la camiseta de Ana hasta rozarle las puntas. Las tiene frías.

-¿Qué?-.

-Que como sigas así te voy a dejar perdida-, gime el chico. Ana sonríe, ufana, orgullosa de su capacidad para excitar al macho.

-¿Y?-.

-¡Ana!-. Miguel siente “eso”, naciendo pero a punto de estallar. -¡Ana!-.

-¡Levántame la camiseta!-, susurra Ana sin dejar de menearla, cada vez más rápido. Es cojonudo sentir las pulsaciones a lo largo de la polla de Miguel, y le resulta erotizante al máximo conseguir que se corra así, a ciegas. Ayuda al chaval a exponer el vientre y las tetas, justo a tiempo porque inmediatamente, la corrida de Miguel estalla contra su ombligo, una, dos, tres veces. Está caliente, Ana puede sentir el reguerillo de semen que se va acumulando desde debajo de las tetas hasta la cintura de su chándal. -¡Así, mi niño! ¡Córrete! ¡Dámelo todo!-, anima la mujer. Miguel concentra sus esfuerzos en evitar gritar de puro éxtasis.

-¡Ya, Ana, ya! ¡Para!-. Miguel detiene las manos que siguen ordeñando. Las siente pringosas. -¡Uf! ¡Qué bueno!-. El chico apoya sus palmas en la pared, buscando recuperar el aliento. Tiene el rabo al aire, y el muy cabroncete todavía salta de alegría, soltando las últimas gotitas que resbalan por el tallo.

-¿Bien, cielo?-, pregunta Ana, buscando los labios del chico a ciegas. –Ya te dije que te la haría yo...-.

-Te he dejado hecha un desastre, perdona-, farfulla Miguel, consciente de que la mayoría de lo que ha soltado ha ido a parar al cuerpo de Ana.

-¡Bah! No te preocupes...-. A ella sí le preocupa un poco, no mucho, que Paco tampoco es Sherlock Holmes a la hora de fijarse en ella. Pero es verdad que tiene semen de Miguel por todos los lados... y un buen calentón encima. -¿Subimos?-. Ana intenta enjuagar los restos que tiene en la barriguita con la camiseta, que pronto queda empapada.

-Espera un poco-.

-¿A qué? ¡Oooohhhh!-.

-¡Chsss! ¡Que se va a enterar toda la comunidad!-. El cabronazo de Miguel la atrapa a traición, aprovechando que Ana estaba ensimismada intentando minimizar los daños.

-¡Miguel!-.

-Shhh... calla un momento-. Miguel aparta el abrigo de Ana buscando los melones con la zurda. La diestra la ha colocado con mucho acierto justo encima de la almeja de Ana.

-¡No tienes que hacer nada!-, protesta la mujer. Pero, ¡qué maravilla de manos tiene el jodío! Ana apoya las palmas contra la pared, dejándose manosear a gusto, sintiendo los pellizquitos que Miguel le da a los pezones y el cangrejeo de la otra mano encima de su chochito. -¡Uf, Miguel!-.

-¿Sabes qué, Ana? No sé si te he dicho que me pone como una moto tu conejo-. Miguel abre los pantalones del chándal de Ana, colando una mano por el hueco. Después del fregao que llevan, ya no está fría, así que nota cierto contraste de temperatura en los muslos de Ana. Sabe que con el antebrazo está rozando la vulva de su hembra.

-¿Mi conejo? ¿Te gusta mi conejo?-. Ana lo repite extasiada porque no suele verbalizar esas cochinadas, así que cuando está al lío, la pone cachondísima que Miguel le hable así.

-Sí-. Miguel planta la mano sobre el monte, todavía con las bragas de por medio. Ana ahoga un gemido, echando instintivamente el culo para atrás, hasta que se topa con la dureza de Miguel. “¡¿Está empalmado ya?!” –Me encanta tu peluche...-. Con una habilidad pasmosa, Miguel pasa la mano por el costado de las braguitas, palpando la almeja húmeda y hambrienta de Ana.

-¡Ay, joder! ¿Mi peluche? ¿Lo llamas así?-.

-Sí, tu peluche. Es suave y me ayuda a dormir por las noches-, susurra Miguel, acariciando los labios. Lo hace con suavidad, recorriéndolos bien antes de detenerse en el capuchón que cubre el clítoris del Ana. La mujer suspira de pleno gozo. Y separa un poquito los muslos, que Miguel se lo hace de cine. –Me flipa el color de tu peluche, Ana-. A modo de demostración, Miguel pasa a enredar los dedos mojados entre el matojo de color arena que tiene Ana. La mujer está a punto de caramelo, con todo ese manoseo y todo eso que le dice Miguel... y la luz del portal los ilumina. Ana siente la manaza de Miguel tapándole la boca, y justo a tiempo, porque ahoga el gritito que se convierte en un quedo murmullo. Es plenamente consciente de que la otra mano de Miguel sigue enredada entre el matojo arenoso y el clítoris hinchado, y una sensación rarísima, entre el estallido placentero y el terror absoluto le llena el cuerpo. Miguel la nota temblando, envuelta entre sus brazos. Él también está asustado, pero sobre todo, excitado. Empuja a Ana contra el rincón, de manera que no sean demasiado visibles, y escucha el sonido de la puerta al cerrarse. Menos mal que tienen un recibidor bastante largo...

-Tranquila...-, susurra Miguel. Ana descubre que su macho también está nervioso porque la mano se queda quieta en sus bajos. Ven una sombra que se detiene delante de la puerta del ascensor, y luego escuchan como el trasto desciende lentamente. Miguel, pensando que lo peor ya ha pasado, mueve un milímetro los dedos... y Ana estalla. Lo nota porque la mujer se revuelve entre sus brazos, intentando no ser demasiado brusca, pero es que las piernas no la sostienen. “¡Hijoputa, para qué haces eso!” Miguel descubre flipado que los ojos de Ana están en blanco, vueltos para atrás, y que la mujer engarfia los dedos contra la pared. Menos mal que la tiene bien agarrada, sino, se caería al suelo.

La puerta del ascensor se abre y se cierra, la luz se apaga unos segundos después y entonces Miguel cree que ya puede soltar a Ana.

-¡Cabrón!-, es lo primero que escupe la mujer. Inmediatamente, le busca la cara para comérselo a besos. -¡Ay, Dios, qué miedo he pasado! ¡Y qué gusto, mi vida!-. Ana lo devora, forzando la boca de Miguel en busca de la lengua del chico. –Pensé que nos pillaba, y luego vas tú, y...-.

-Creí que ya estábamos seguros, y que no estabas tan cerca, de verdad-.

-¡No importa! ¡Joder, qué subidón!-. Ana deja que Miguel se suba los pantalones, que hace fresco y después de todo, sigue con la polla al aire.

-Sí, lo malo es que no he tenido tiempo...-. Ana lo mira con extrañeza.

-¿Tiempo? ¿Para qué?-. Ana cree que el fregao que se han dado es de lo más... cojonudo que han hecho. Sobre todo, por el susto que ha pasado.

-Es que quería quedarme con algún pelito...-. Ahora que la cosa está tranquila, a Miguel le da palo hablar de la idea que tenía mientras estaba con la mano en la almeja de Ana.

-¿De qué hablas?-. Ana esconde una sonrisilla. ¡Por eso le decía lo del color!

-Que quiero un pelo de tu chocho, Ana. ¡Hala! Ya lo he dicho...-.

-Bueno...-. A Ana le parece extraño que Miguel quiera un vello de su chichi. -¿Lo coges tú o te lo doy yo?-. Pero no le va a negar el capricho al chaval.