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Ana, la Vecina (6)

en Sexo con maduras

Miguel pasa con cuidado la afilada cuchilla por el bajo vientre, la zona más cómoda cuando de depilarse el tema se trata. Ya se le está poniendo gorda, solo de pensar en que lo que está haciendo, lo hace porque muy mal se tiene que dar la tarde para no meterla en caliente. Ana lleva todo el santo día mandándole mensajitos calentorros, diciéndole las cositas que tiene pensado hacerle en cuanto se quede sola. Paco sale para Portugal en un rato, y el imbécil se va con los abuelos a pasar el fin de semana, así que los amantes tienen la casa de Ana para ellos solos un par de días.

-¡Miguel! ¿Te queda mucho, hijo? ¡Que tardas más que una novia!-. ¡Uy, coño! El aporreo de su madre casi hace que se corte.

-¡No, ya acabo!-. No es del todo cierto, porque aún le queda un repaso para eliminar los pelos rebeldes. A Miguel le da por pensar que Ana podía afeitarse un poco el chumino. No es que le disguste, porque a Miguel, el conejo piloso de Ana lo pone a mil, aunque a la hora de comérselo, resulte a veces un poco engorroso. No le importaría que cuidase un poco las zonas más cercanas a los labios, que son las que él más degusta, dejando en el bajo vientre algo de pelo para que cuando le eche mano al tema, sienta que entre los dedos tiene el coño de una hembra. Sí, le parece buena idea. Y tienen un fin de semana para arreglar el jardín.

Miguel sale del baño bajo la ceñuda mirada de su madre. Miguel, que en el fondo es un buen chico y está contento, le hace un par de carantoñas y le arrea un par de besos para quitarle el gesto. Nota la picha fresca, libre y juguetona, no muy dura pero sí engordando. En el móvil hay varios whatsapp, algunos de sus colegas y otros de Ana. Está que no ve llegado el momento de encontrarse con Miguel...

Del otro lado del patio de luces, Ana mira y remira las agujas del reloj de pared que tiene en la cocina. ¡Madre del amor hermoso, qué ganas de hombre tiene! No tiene que hacer mucha memoria para encontrar el momento en que tuvo una polla entre las piernas por última vez: el sábado pasado, en el rellano de la escalera. La familia estaba en casa, y ella se subía por las paredes. Así que quedó con Miguel para “sacar la basura”. No pensaba Ana que las cosas llegarían tan lejos, pero al final, entre unas cosas y otras, se vió con las manos apoyadas en la pared y Miguel bombeando a su espalda, con las bragas a medio muslo y la bata echada a un lado. ¡Joder, como la puso follar ahí! Que sí, que un segundo antes de que Miguel se la metiera estaba negándose en redondo porque cualquier vecino los podía pillar. Y en cuanto la sintió dentro, apretó los dientes y se dejó llevar. ¡Qué gloria! ¡Qué polvazo, Jesús! Es por el riesgo, piensa Ana. Por la posibilidad de que efectivamente los pillen jodiendo en lo oscuro. La adrenalina no para de fluir, ni siquiera después, cuando Miguel jadeaba recuperando el aliento y ella se limpiaba la lefa del chaval con las bragas. Seguía eléctrica, acojonada y emocionada. Y con ganas de más. Por eso lleva la semanita que lleva, que hasta se planteó arrimarse a Paco.

-¡Ana! ¿Tú has visto el cargador de mi móvil?-. Paco ya debe estar acabando de hacer el cacho bulto que se lleva a sus viajes. El de esta vez será poca cosa, dado que el viaje no es muy largo. ¿Cuántas casas de putas le dará tiempo a visitar?

-En el cuarto de baño lo has dejado-, responde Ana, haciendo como que limpia la mesa de la cocina y mirando de reojo la pantalla del móvil. Espera alguna respuesta de Miguel. ¡Ay, majo! La de cosas que Ana tiene pensadas hacer este fin de semana con la verga del muchacho. Ésta última semana ha hecho algo que nunca pensó que haría. Se ha metido en páginas porno. En general, son muy explícitas, sexo hecho para tíos. Ana no disfruta viéndolas, aunque sí hay cosas que motivan su entrepierna. Eso sí, Ana está convencida de que no disfrutaría demasiado hincándose un nabo de esos tamaños hasta el fondo de la garganta. Ni tener dos pollas taladrándola al mismo tiempo, una en cada agujero. Lo de despertar a Miguel con una mamadita es otra cosa. Eso sí la entona, igual que lo de hacerle una paja lenta, metida entre sus piernas, dejando que el chico goce con la visión de sus pechos de madurita. Por supuesto, forrarle la polla con las tetas es otra de las cosas que sí que la ponen, porque siente la cercanía del miembro, y puede olerlo... Normalmente, pensar en el olor de una polla le da asquito, sobre todo porque el aroma que le viene a la mente es el de requesón pasado, o sea, el aroma de macho de Paco después de diez horas sentado al volante. Pero Miguel huele de otra manera. Es fuerte, sí, pero no asqueroso. A Ana la calienta que no veas. Otra cosa que le baja un poco la libido es ver a los actores machacándosela como si no hubiera un mañana, a escasos centímetros de la cara de la actriz. La chica espera con la boca abierta la explosión de semen del mozo, frotándose las tetas y diciendo (supone Ana, que no entiende ni papa de inglés), guarradas bien subidas de tono. Vamos a ver. Que Miguel se le ha corrido entre el cuello y el pecho, y algunas gotitas han saltado a las mejillas, y eso a la mujer también la pone en órbita. Pero fue una cosa accidental, porque Miguel, duro como una roca, se le había montado encima para meterla entre las tetas de Ana. Y lo que era un preliminar sucio, se convirtió en un orgasmo inesperado. Miguel no pudo controlarse, y eso a Ana le encanta, porque es la constatación del calentón que provoca en el macho, así que no le molestó nada de nada que Miguel soltara el caldo y le salpicara la cara. No es lo mismo que arrodillarse y abrir la boca para que te enchufen directamente, no... Ana levanta la vista. Han pasado tres minutos y medio desde la última vez que miró la hora. ¡Ay, joder! ¡Qué tarde más larga! Ana se plantea encerrarse en el baño y hacerse un dedito. ¡Uy, qué calores!

A solas en la habitación, con la puerta cerrada, Miguel se pone crema hidratante en la polla y los huevos, extendiéndola con brío. Procura que no parezca que se está haciendo una paja, pero el resultado es el mismo. Recién pelado se siente muy sensible, y se la ve más grande, y su amigo reacciona como debe: empalmándose. Satisfecho con el buen funcionamiento de la herramienta, Miguel piensa en el modo de aprovecharlo. Plantándose delante del espejo, apunta con el móvil y saca un perfil de su rabo mirando el techo. Después de esconderla debajo de unos gayumbos, repite la operación, que se vea bien el relieve del miembro bajo la tela. Y ya vestido, se deja caer en la cama con las piernas cruzadas, enviando ambas instantáneas a Ana. Sonríe suponiendo cuál será la reacción de la vecina. Le parece una respuesta gráfica muy acorde con las cochinadas que le ha estado diciendo la hembra durante todo el día. Miguel está contento, y piensa que tiene suerte. Que Ana no es un pibón de revista, porque tiene curvas, y un par de asitas en los costados, y sus melones no son tan firmes como los de sus compañeras de clase, pero Ana folla. ¡Y de qué manera, tío! Todavía se acuerda de los remilgos del principio, cuando a su hembra le daba palo quedarse en bolas delante de Miguel y trataba de esconderse detrás de sus manos. Con la luz encendida, Ana era un manojo de nervios excitado, y con la luz apagada, era una mujer con hambre de años. Le daba vergüenza todo, desde mirar la desnudez de Miguel hasta abrir la bata. Pero cuando se calienta... ¡Ay, amigo! Ahí sustituye los colores por los calores, y se transforma en un volcán. Se muere por mamarlo, y no se corta un pelo a la hora de ponerle el chichi abierto y peludo en la boca, ordenándole, exigiéndole y celebrando con gemidos y suspiros los lametones de Miguel. El chico no tiene claro que eso lo hagan sus compañeras de clase, por mucho que alardeen de liberalidad y de lo hábiles que son. A la hora de la verdad, Miguel piensa que no son tan... cálidas como Ana.

Ana responde rápidamente con unas caritas de salida. Miguel otea por su ventana, por si Ana está en el cuarto del imbécil. No hay suerte, las persianas del vecino están levantadas, y por ahí trastea el chaval de Ana y Paco. ¡Qué lástima! Sería un buen momento para que su hembra le enseñara un poquito de mercancía, a lo que él mismo respondería de la misma manera. Repetir el jueguecito con el que empezaron le sigue poniendo mogollón, y aunque follen cuando pueden, Miguel sigue inspirándose en aquellos momentos cuando Ana no está disponible. Y se lo cuenta, claro: “Ana, hoy me he hecho una paja acordándome de cuando me enseñabas las tetas por la ventana”. Ana no contesta esos mensajes, espera a que estén juntos para recordárselos, porque a la mujer le encanta saber que despierta ese deseo en el chaval. La pone tontita, y se ufana pensando que a lo mejor ya no tiene el cuerpo de una veinteañera, pero es capaz de provocar que un adolescente se haga pajas con sus pechos, o su trasero, o su conejito.

“¡Menuda polla!”. Miguel sabe que Ana está salidorra por el empleo de según qué palabras. Por ejemplo, en sus mensajes, pocas veces usa ese término.

“¿Te gusta?”.

“Ya sabes que sí”

“Cuando quieres que te la dé?”

“Se van dentro de un rato”

“Qué estás haciendo?”

“La bolsa de mi hijo”. Miguel vuelve a mirar por la ventana, porque la bolsa debería estar haciéndola en la habitación del imbécil.

“No te veo”

“Espera”. Unos segundos después, Ana entra en la habitación con una bolsa de deporte en las manos. El chaval tiene varios montoncitos de ropa encima de la cama, ni que fuera al exilio. Ana está en blusa y vaqueros, informal, como si estuviera preparada para salir a la calle. Alborota el cabello del imbécil, que aparta la cabeza de la caricia, y mete en la bolsa el primer montón. Miguel saborea esas caderas y ese pandero que Ana le da, imaginando el bamboleo de sus pechos debajo de la blusa. Que bien pensado, no hay tal meneo, porque Ana las llevará a buen recaudo. No es hembra de ir con ellas sueltitas, salvo cuando queda con Miguel, y muchas veces, el chico le tiene que arrancar la mordaza. Pero la imaginación es libre, y Miguel decide que sí, que Ana las lleva sueltas en ese mismo instante. Y que lleva un tanga fino que se le cuela por la raja del culo, enmarcado por delante entre los labios vaginales. Rosa, para más señas. Los pelitos del chumino de su hembra escapan por los costados de la ínfima prenda, y el hecho de saber que Miguel la está observando desde su habitación hace que la almeja empiece a lubricar. Miguel aparta la mano de su paquete, que sin darse cuenta empezaba a hacer cosas inapropiadas, sobre todo, porque el imbécil sigue revoloteando por la habitación. Parece que quiere hacer mudanza.

“Qúe culo más rico tienes, Ana”, escribe Miguel, consciente de que Ana no lo leerá hasta que salga del cuarto. “Te lo voy a poner colorado”, añade travieso. Y ya puestos, garabatea: “Me voy a correr en tus cachas”. Piensa en calentarla más, diciéndole algo así como que se estaba tocando mientras ella acababa de hacer la mochila, y no lo hace porque el ambiente está suficientemente caldeado entre ellos. Una cosa es subir la temperatura y otra, quemarse. Miguel nota que su picha rezuma liquidillo, señal de que la cosa está en un punto óptimo.

Ya se lo contará luego a Miguel, pero ser consciente de que su macho la vigila desde el otro lado de la ventana mientras ella hace la bolsa... ¡puf! ¡Señor, qué calentura! No se da mucha cuenta de qué ha metido en la bolsa, pero como el niño va a casa de los abuelos, no estará desatendido. La verdad es que Ana estaba más pendiente de doblarse bien que de hacer la bolsa. Y, bueno, leer los mensajes de Miguel... ¡Buf, buf! ¡Qué ganas de que cumpla! A Ana se le mojan las bragas con las palabras de Miguelito, que no sabe qué tendrá el cabrón para ponerla así. Bueno, sí que lo sabe, y le mola comprobarlo. No ve llegada la hora de que Paco se lleve al crío. Una ducha rápida para recibir a su semental y a calmar los ardores. Debería sentirse culpable, y lo que siente es un picorcillo eléctrico por toda la piel, con más intensidad en determinados puntos de su cuerpo. Tiene los pezones para cortar cristal, o sea que menos mal que lleva un sujetador de copas de tela fuerte, que se los borra del todo. No sea que Paco le mire las tetas y se piense lo que no es. Para Miguel será otra cosa. ¡Cómo le gusta cuando el chaval se amorra y se los chupa! Como si quisiera sacarle la leche, vaya. Las adora, y Ana no tiene ya duda de ello, por la manera en que las trata y las mima, aunque a veces el manejo sea un poco brusco. Que eso también le gusta, porque en esos momentos, Ana quiere guerra, no paz.

-¿Está listo? ¡Que nos tenemos que ir!-. Paco se dirige tanto a Ana como al crío. Ahora que llega el momento, Ana sí que siente una punzadita de pena, no por Paco, sino por el chavalín. Apenas le ha prestado atención, y aunque solo es un fin de semana, es su hijo y lo echará de menos.

-Pórtate bien-, aconseja, después de darle un beso en la mejilla. El chaval acepta el ósculo casi a regañadientes, y sale disparado al pasillo. Paco agarra la mochila del chaval, y sin saber muy bien cómo despedirse, planta un par de besos en las mejillas de Ana.

-Iré con cuidado-, promete, casi entre dientes. Ana no tiene mucho que decir. Sobre todo desde que le puso encima de la mesa los cargos de la tarjeta. Y Paco sabe que el matrimonio aguanta por el qué dirán y porque Ana, a fin de cuentas, no tiene dónde caerse muerta. Pero como Paco no es mal tío, trata de encajar la nueva situación de la mejor manera posibles. Al menos, no le ha pedido el divorcio después de saber que Paco, que no es mal tío, sí es un putero.

Con cierta melancolía, Ana deja que Paco cierre la puerta de la casa. La pena le dura un suspiro. De repente, le sobra toda la ropa. Siente los pezones duros e irritados por el roce con la dura tela de las copas del sujetador. Las bragas están humillantemente mojadas, y la piel le arde. Ana palmea los muslos, quitándose de encima la extraña sensación y pensando en lo que tiene por delante. Sonríe recordando la cantidad de cositas que tiene pensado probar, y se da media vuelta soltándose los botones del vaquero.

La ducha es rápida, un buen frote en los pliegues de su cuerpo para que Miguel no arrugue la nariz cuando la huela, y trata de no verse reflejada en el espejo, y no porque no se guste. Desde que Miguel se la folla, se ve diferente. Deseable. Follable, como la define el niño, y que es una palabra que la pone en órbita. Por eso no se mira, porque anda tan caliente que a lo mejor sus dedos la traicionan. Con la piel húmeda y sensible, entra en su habitación. Abre el armario y rebusca en lo alto. Se ha comprado unas cositas para Miguel y tiene unas ganas enormes de colocárselas. No es gran cosa, piensa, desplegando las dos prendas. Un conjunto de tanga y sujetador, gris con ribetes negros, lo más parecido que encontró a lo que vio en uno de los vídeos porno de internet. El tanguita se ajusta perfectamente a su cintura, abultándose sobre el bosquecillo. La tira de atrás se encaja entre sus nalgas, bastante cómodo para lo que suelen ser los tangas. Ana ajusta los bordes, tapando el exceso de pelitos, guardándolos todos debajo de la tela gris. El sujetador no es demasiado erótico, porque el conjunto es más deportivo que excitante. Pero está elegido a conciencia. No le aplasta del todo los pechos, y sí que deja un canal entre ellos muy escandaloso. Y el borde inferior es muy suave, elemento esencial para lo que Ana tiene pensado. ¡Ay, jolín! Se le moja el higo solo pensando que faltan unos minutos para hacer realidad su fantasía.

Ana echa otro vistazo al espejo, soslayando sus asitas y concentrándose en el efecto de la ropita. Asiente, contenta con los pezones que se marcan suavemente en el sujetador, y con la manera en que la tirilla del tanga desaparece entre sus nalgas. Recuerda la promesa de Miguel de correrse sobre ellas, y se le seca un poco la garganta imaginando a su macho rozándose ahí. Bueno, a Miguel entero, no. La verga dura del chico, enterrada entre sus cachetes, explotando y dejándola marcada.

Ana completa el vestuario con unas mallas deportivas, azul eléctrico, que se pegan a sus curvas, y un top que le aplasta las domingas. Más o menos, el look de la actriz porno de su vídeo. Hace una cola larga con su pelo y se sorprende al mirarse, porque le asalta un pensamiento totalmente novedoso. Si fuera un tío, desearía montarla. ¡Joder, qué calentón! Ana mira el reloj de la cómoda. Son las seis y media, quizá un poco pronto para que Miguel pueda escaparse. Pero tampoco se ve con ganas de aguantar mucho más. Tiene el chichi a punto de ebullición, se siente putísima y tiene ganas de polla. Así que agarra el móvil.

“Ya estoy sola. Vienes?”. A Ana le gustaría poner algo más subido de tono, más de putón, pero le da corte. Se sonroja pensando en sí misma de esa manera, pero es un sonrojo mezcla de vergüenza y de excitación. Obviamente, no le gustaría nada de nada que alguien descubriera su rollo y la tachara de infiel, o de guarra, o de puta; y al mismo tiempo, la excita una barbaridad ser infiel, y comportarse como una guarra. Lo de “puta” no lo encaja, porque a fin de cuentas, no cobra por dejarse follar, que lo hace con gusto. ¿Eso la convierte en una fulana? Ana no lo cree, aunque algún día tienen que jugar a eso. Miguel viene con dinero fresquito, se lo mete entre las bragas y le hace lo que quiera, porque en ese juego, Ana será la ramera de Miguel y no podrá negarle ningún capricho, siempre que lo pague, claro.

Miguel recibe el mensaje de Ana justo cuando acaba de ponerse delante del ordenador para terminar un trabajo de clase. Mira el reloj, y se dice, molesto, que es demasiado pronto. ¡Mierda! No encuentra una excusa que suene real para desaparecer una tarde de viernes a esas horas. Quizá un poco más tarde, pero ahora... complicado. Eso sí, antes de darse por vencido, le da unas cuantas vueltas. Ha sido escuchar el tono del mensaje y ponerse duro.

“Pensaba que tardarían un rato más...”, se excusa Miguel. Hasta puede sentir la frustración de la hembra al otro lado del patio de luces. Miguel gira en su silla, quedando de cara a la ventana. La persiana sube, y Ana abre la ventana. El chico se la come con los ojos, encantado de la pinta que tiene Ana y más jodido porque no sabe cómo escapar de casa y entrar en la de la vecina. Comprueba que no hay moros en el pasillo y abre su propia ventana. No es ni cómodo ni seguro hablar por el patio de luces.

-¿Vas a hacer deporte?-, cuchichea Miguel, recreándose con el vestuario de Ana. Sobre todo, en las mallas, porque ya se las está imaginando bien pegadas a las cachas de Ana, marcándole el conejito de una manera escandalosa.

-Todo el que quieras-, responde Ana, después de cerciorarse que no hay ninguna cara asomada a las ventanas. Miguel, después de hacer lo propio, dice:

-¿Así vestida...?-. Ana se sonroja un poco, como siempre que empiezan con esos jueguecitos. Como anda calentorra y se ve bien follable, no se amilana, como las otras veces.

-Depende... ¿cómo lo prefieres?-. Traviesa, Ana apoya las manos en el alféizar de la ventana, mostrando la versión aplastada de su melonar, donde Miguel deja vagar su mirada sucia.

-Mmmm, tengo que pensarlo-, reconoce el chico.

-¿Cuándo vienes?-, pregunta Ana. Siente la entrepierna dispuesta, hambrienta, y con su mirada busca esas partes de Miguel que la ponen burra, y no solo la barra de carne, sino los músculos del vientre, y la piel blanca del muchacho.

-Dentro de un poco, lo siento-. Miguel vuelve a cerciorarse de que nadie mira al patio de luces. –Pero estoy... mira-. Miguel la saca, escondiéndose un poco en su habitación. Ana abre los ojos, flipando con el miembro de Miguel. Brilla por la crema hidratante que se ha puesto, y está firme como el poste de una bandera. Las pelotas lampiñas están arrugadas justo debajo, apiñadas. A Ana le gusta cuando cuelgan, calentitas y liberadas, y se balancean adelante y atrás golpeándole en los muslos. Ana se da cuenta de que está más cachonda que nunca.

-¡Jo, Miguel!-, jadea. El chico señala el pecho de Ana con un gesto de la cabeza, una, dos y tres veces. Ana no atiende hasta que Miguel guarda la verga. –No, Miguel-, contesta, meneando el pecho. –Tendrás que venir...-. Y dicho esto, Ana cierra la ventana y levanta los brazos para descorrer bien las cortinas de la habitación. Miguel sabe que es la excusa para mostrarse delante del chaval. ¡Y vaya si lo hace! Al chico se le seca la boca admirando las mallas azules, que efectivamente, se pegan como una segunda piel al cuerpo de Ana. Hasta le dibuja la rajita...

-Salgo un momento...-. Miguel ni siquiera tiene pensada una excusa si a su padre le da por preguntarle a donde va. Pero tiene suerte. El padre, atento al documental de la “2”, asiente con un murmullo. La visión de la raja en las mallas de Ana lo ha decidido, y en ese momento, no hay nada en el mundo que le impida aporrear la puerta de la vecina para asaltarla.

-¡Pensaba que vendrías más tarde!-. Ana casi no tiene tiempo de cerrar la puerta antes de que Miguel la atenace contra la pared, pegando pecho contra pecho y muslo contra muslo. -¡Jo, cómo vienes!-, farfulla Ana, enlazando los brazos detrás de la cabeza de Miguel. ¡Por fin! ¡Por fin lo siente ahí!

-¡Jo, qué ganas tienes tú también!-, responde Miguel, separando a duras penas los labios propios de los de su hembra. Las manos de Miguel están prendidas de las nalgas de Ana, sopesándolas, amasándolas, estrujándolas, haciendo todo lo que puede con ellas. Las mallas son tan fina que parece que Ana no lleva nada, y Miguel fantasea pensando que efectivamente, la hembra no se ha puesto bragas para facilitar el momento.

-¡Ni te lo imaginas, Miguel! Llevo una semanita que ni te cuento...-. Manoseada como una adolescente, arrastra a Miguel al salón. Solo tienen que tener cuidado a la hora de pasar por delante de la puerta de la cocina, que junto a la habitación del chico, son las únicas piezas de la casa por las que los padres de Miguel los pueden cazar. Pero el salón y la habitación de Ana dan a la calle, así que por ahí, no hay problema. ¡Es una gozada meterse mano sin prisa!, piensa Ana, notando los labios de Miguel recorrer su cuello, mientras las manos no se apartan de su grupa.

-¿Qué? ¿Tú no te haces dedos?-, pregunta Miguel, lamiendo la barbilla de Ana. –Porque yo me la he machacado a gusto-, añade lascivo, sabiendo que a Ana le mola saber que se toca pensando en ella.

-Alguno, pero no es lo mismo-, reconoce Ana. Se muere de ganas por sentir las manos de Miguel en la espalda y, sobre todo, en los pechos. ¡Menuda sorpresa tiene para él!

-¡Claro que no es lo mismo!-. Miguel suelta el culo de Ana, atrapando la cara de la mujer. Apunta y se funde con ella en un beso largo, amplio, demorándose donde toca, derritiendo a la mujer. ¡Cómo besa el muchacho! Precisamente eso es de lo que más le gusta. Que la bese. Que le coma la boca ansioso o que le bese los hombros después de un buen polvo. Que le mande besos por whatsapp, y que se los pida por la ventana. Y si le busca la lengua así, tal y como hace ahora... ¡Brrrr! Ana siente escalofríos de placer recorriendo la espina dorsal. Si estaba dispuesta a rendirse, ahora mismo el chico puede pedirle lo que quiera.

-¡Ay, joder, cómo te he echado de menos!-, dice Ana, atrapando ahora la cara de Miguel. Al chico le brillan las pupilas de deseo.

-Y yo a ti-, responde Miguel. Le encanta besar a Ana. Bueno, a Ana, y a todas las chicas que pueda. Pero con Ana es sustancialmente diferente, porque busca agradarla con los besos, pero sobre todo, porque la hembra se enciende como una antorcha.

-¿Alguna parte de mí en especial?-, pregunta Ana, coqueta, soltando la cara de Miguel. Nota el corazón a cien por hora, y tiene unas ganas de que la empotre de mil demonios, pero también le apetece alargar el juego de seducción. Bueno, de seducción, no. De calentamiento.

-Alguna, alguna...-, sonríe Miguel, conforme. Ya se van conociendo, y las pocas veces que tienen tiempo para hacerlo, juegan. Se calientan. Se pinchan. Ana es más osada cada día, y a Miguel le mola ver la transformación de la ama de casa.

-¿Por ejemplo, ésta?-. Ana se palmea una nalga, alzando el talón correspondiente.

-Esa no, pero la otra... ¡puf!-, responde Miguel, malicioso. Ana se voltea, mostrándole el esplendor del trasero.

-Pues yo pensaba que echarías más de menos el conjunto...-. Miguel está de acuerdo. Se ha pajeado gustosamente con las cachas de Ana, esas que procura amasar en el ascensor cada vez que coinciden en el estrecho espacio. Incluso con gente. Sobre todo, se corrige Miguel, cuando están con otros vecinos. Ana, ajena a los pensamientos lúbricos de Miguel, continúa el contoneo. Ahora está frente a Miguel, mirándolo desde abajo. –También yo he echado esto de menos...-, susurra, señalando con el índice la entrepierna de Miguel.

-¿Cuánto? ¿Mucho?-. Miguel se deja caer en el sofá, bien abiertas las piernas, exhibiendo orgulloso el paquete que lo adorna.

-Mucho, mucho...-. Ana da un paso, casi entrando en el ámbito de las piernas de Miguel.

-Y... ¿cuántas...?-. Ana sonríe, como una niña pillada en una trastada. Le avergüenza y le excita reconocer que al menos un par de pajitas se ha hecho a la salud de las manos de Miguel recorriendo sus curvas, pellizcando sus pezones mientras se la folla contra la pared del rellano de la escalera. Levanta dos dedos tímidos, y añade un tercero en respuesta a la ceja alzada de Miguel.

-¿Sólo tres? Yo... un par diarias-. Miguel sonríe, satisfecho por su hombría. Y no se ha hecho más porque no encuentra todos los momentos que le gustaría para estar a solas consigo mismo. Ana forma una “O”, con los labios, asombrada de la virilidad de Miguel.

-¡Salido!-, insulta Ana, encantada.

-La culpa es tuya-, responde Miguel. Ana constata que mientras habla, la está desnudando con la mirada.

-¿Mía? No sé porqué...-. La mujer se agacha, entrando definitivamente en el radio de alcance de las piernas de Miguel.

-Sí que lo sabes...-, ronronea el chico, poniendo los brazos en lo alto del reposacabezas. Ana sonríe agradeciendo el piropo.

-¿Quieres que te haga una?-, pregunta, poniendo por fin la mano en el muslo de Miguel. El chico no pensaba venir a que le hicieran una gayola, precisamente. Pero tampoco puede estar mucho en casa de Ana, que tiene que volver a la suya. Así que... ¿por qué no? Bien pensado, hace un montón que Ana no se la machaca.

-Para empezar...-, accede Miguel. –Pero no te creas que te vas a librar con eso-.

-Será mejor que no te lo creas tú-, responde Ana, con las manos en la cintura del pantalón de Miguel. –Que no pienso conformarme con sólo eso-, añade, sacando la punta de la lengua por la comisura de los labios. Miguel ayuda levantando las caderas. Calentorro como es, no lleva nada debajo, así que la porra saluda a la señora, sorprendiéndola.

-¡Pero mira que eres cochino! ¿Cómo se te ocurre salir en comando?-, reprende Ana, echando mano al bamboleante aparato. Nota el calorcito que desprende el cuerpo del rabo de su macho, y descubre el brillante capullo amoratado de un rápido movimiento de muñeca. Miguel pelea con los pantalones para llevarlos hasta los tobillos mientras Ana se divierte escondiendo y descubriendo el cabezón. Advierte que Miguel sigue con las pelotas bien apiñadas bajo la raíz del miembro. –Espera, que te ayudo-. Ana suelta el rabo, saca las zapatillas de Miguel y arrastra los pantalones. El chico se queda en pelotas de cintura para abajo.

-Y tú, ¿qué?-, dice Miguel, acariciándose la verga. No hay necesidad, es puro vicio.

-¿Yo qué de qué?-, responde Ana. Se muere de ganas por enseñar el conjuntito, y la cosa va de perlas para hacer lo del vídeo.

-¿Vestida?-.

-Ya te dije que como prefieras...-. Miguel sonríe, entornando los ojos.

-Por favor...-. Ana asiente, condescendiente. De rodillas, saca el top que le aplasta a las chicas, y se queda con el sujetador mono de estreno. Los pezones hinchados arrugan la prenda, por lo demás, perfectamente pegada a sus senos. Ana acomoda lúbricamente la prenda a sus curvas, contenta al comprobar las cabezadas inconscientes de la verga de su macho.

-¿Es nuevo?-, pregunta Miguel, llevando la mano al pecho. Ana se aparta rápidamente.

-Ahá... pero no me lo quites-, pide. Miguel no pregunta, y Ana, ufana, lo empuja hacia atrás, hasta que Miguel queda con la espalda pegada al sofá, las piernas bien abiertas y la polla erizada y pegada al vientre del muchacho, manchándole con el pringoso liquidillo que mana del ojo del capullo. –Y ahora, amiguito, disfruta-. Ana rodea el falo de Miguel con ambas manos, delicadamente, sin apretar. Enlaza sus dedos, ajustando la medida al contorno de la verga del chico. -¿Bien?-. Miguel acomoda el trasero, sin quitar ojo de las maniobras de Ana.

-Muy bien-, dice. Ana aprieta y afloja, mientras sube y baja lentamente. No piensa, solo se deja llevar, concentrada en los gestos de Miguel, y en las palpitaciones que le llegan a través de las venas que atraviesan el bálano. Le mosquea que los huevos de su chico sigan apretados, así que sin pensarlo, y forzando un poco la posición, saca la lengua para lamerlos. Tiene que soltar la presa de las manos para acomodarse bien, y Miguel alaba el esfuerzo con un gemido explosivo, separando más las piernas. Miguel no tiene mucho pelo, ni siquiera en las piernas o en los sobacos. Mientras pasa la lengua por as arrugas del escroto del alucinado chaval, Ana se pregunta hasta dónde pasará la cuchilla su macho. Desde luego, el vientre, el nabo y los huevos los lleva bien pelados. Ana hunde más la cabeza entre las piernas de Miguel, probando a meterse una bola en la boca. Succiona con cuidado, porque es la primera vez que lo hace y a lo mejor le hace daño, pero parece que no. Miguel levanta los talones, volviéndose más y más accesible. Ana suelta ese huevo y va en busca del otro. Ya le parece que están más sueltitos, más como a ella le gustan, y aún así, sigue lamiendo, chupando y succionando. En su nariz se cuela el aroma del macho, fuerte, sí, intenso y nada asqueroso. A Ana le encanta ese olor... Un momento después, lo que siente es puro morbo. El corazón da un salto cuando Ana es consciente de lo que se le acaba de pasar por la cabeza. No es algo completamente inconsciente, porque eso es otra de las cosas que ha visto en internet, lo que le sorprende es que cuando lo vio, le dio un poco de repelús. Y ahora no. Ahora se ve con ganas de probar. ¿Por qué no? Ana hunde más la cabeza entre las piernas abiertas de Miguel. Los cojones del chico rozan su nariz y sus mejillas. Ana tiene prendida la diestra al palo de Miguel, mientras la punta de la lengua se desliza por debajo de los huevos, hasta esa zona de piel lisa y suave... y un poquito más allá. Miguel sofoca las explosiones de aire que se le escapan por la boca, alzando definitivamente las piernas porque Ana parece que... ¡Oh, coño, qué rico! Ana encuentra el ojete de su macho, una arruga enorme en medio de esa piel lisa, y sorprendentemente, no le da el asco que esperaba. Le parece sucio, guarrísimo, y al mismo tiempo, súper íntimo y excitante. Pasa la punta de la lengua por ahí, notando las rugosidades del ojete en claro contraste con la piel lisa que lo rodea. Le duele el cuello por la posición forzadísima, y le encanta sentir los huevos llenos de Miguel sobre los párpados. Hurga un pelín más, casi asfixiada, y se retira por el mismo camino, lamiendo el perineo, los huevos y el cuerpo de la polla. ¡No veas cómo le mola la cara de pasmo que tiene Miguel cuando acaba dándole un besito en el capullo!

-¡Cagüen la puta, Ana! ¡Qué bueno! ¡Repite, repite!-. Miguel está encantado. Eso lo ha visto en internet, pero ni de coña se imaginaba que Ana iba a ponerlo en práctica. ¡Alucina! Además, le pone mogollón la cara colorada de Ana después de hacerlo. ¡Es brutal!

-Shhh-, acalla Ana, otra vez enlazando los dedos en torno al rabo del chico. Está encantada con el efecto. –Más tarde, cielo-. Ana adopta el tono de zorrón que a veces le sale, sobre todo cuando está caliente como una perra. –Ahora toca otra cosa...-. Miguel está rojo, congestionado de excitación. Ana descubre hasta la vena del cuello hinchándose, y sonríe satisfecha. Aprieta los dedos, presionando la verga. Asiente al comprobar que los testículos de su semental ya cuelgan como deben, elásticos y llenos de vida. -¿Te gusta así?-.

-¡Oh, joder, sí!-, jadea Miguel. -¡Quítate el sujetador, Ana! ¡Quiero verte las tetas!-, suplica. No sabe dónde poner las manos, de ahí que éstas vuelen por el sofá, arañando la superficie del mismo.

-No, espera, tengo algo mejor-, contesta Ana. Con la polla de Miguel apuntando al cielo, Ana deja caer una generosa cantidad de saliva que procede a extender por todo el miembro. Luego, ceremoniosamente, acerca el pecho a la polla, encantada con la mirada de loco salido que se le pone a Miguel cuando intuye qué quiere hacer Ana. La polla del chico desaparece bajo el sujetador para asomar la cabeza entre las tetas de Ana, contenido además por el sostén gris. Ana acomoda el cipote entre las cántaras, apretándolas, hasta que la cosa queda perfectamente encajada. -¿Qué tal así?-, pregunta, moviendo el cuerpo arriba y abajo.

-¡La madre que te parió!-, farfulla Miguel, alucinando. Ana no se la toca nada más que con las tetas, porque las manos le sirven de apoyo. La hembra se mueve, pajeándolo con los melones, y Miguel empieza a sentir el cosquilleo, y con él, las caderas se le van solas. Ana descubre las señales, acelerando el movimiento.

-¡Ya veo que te gusta!-, dice, bajando, agachándose hasta que la verga de Miguel queda aplastada contra su propio vientre. Ana nota los rápidos latidos de Miguel en su pecho, y desliza el miembro entre las chicas, porque ve que Miguel se va a correr.

-¡No, no pares!-, suplica el chico, meneando las caderas con más ritmo. Está a puntito de caramelo.

-¿Te vas a correr ya?-. Ana vuelve a alzarse, esta vez ayudando a las mamas con las manos. Aprieta fuerte, aprisionando la verga de Miguel entre las tetas, forzando el roce todo lo que puede.

-¡Sí, coño, sí!-, gime Miguel, aferrándose a los cojines del sofá. Los nudillos se le ponen blancos, y aprieta las nalgas intentando contener un segundo más el orgasmo, pero el placer lo derrota, y espesos chorros de semen golpean la barbilla de Ana, que sigue dale que dale con las tetas arriba y abajo.

-¡Oh, Miguel!-, exclama, sorprendida y encantada. Gira la cara a un lado para que la lefa del macho no se le meta por la nariz, y siente los cálidos regueros en su cuello y en la papada.

-¡Joder, Ana, joder!-. Miguel continúa follándose las tetas de Ana, ahora sin poder frenar, soltando el caldo retenido con una fuerza poco normal. Al abrir los ojos, descubre el desastre provocado por la hembra. Ana sonríe, con semen en el pelo, y las mejillas, y en el cuello y, sobre todo, en el pechos. El sujetador gris tiene unos lamparones negros allí donde el semen ha caído.

-¡Vaya, sí que tenías ganas!-. Ana levanta un poquito el sostén para liberar el miembro de su macho. ¡Menudo desastre! Ana se mira el pecho, y se pasa los dedos por allí donde nota que le ha caído pringue. Mientras Miguel retoma el aliento, la mujer se lleva los dedos a la boca, degustando el sabor salado y fuerte de la leche de su semental. Resulta excitante, sí, y no niega que le ha gustado, pero sorprendentemente, le ha parecido mucho más evocador lamerle el culo a Miguel que hacerle una cubana. Pensando en lo irónico del asunto, Ana decide que puede tachar no una, sino dos de las cosas que vió en internet.