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La Pandemia Roja (I)

en Fantasías Eróticas

Nadie sabe como comenzó. Un buen día comenzaron a escucharse noticias en la televisión de altercados en diferentes puntos del mundo. La gente enloquecía sin ningún motivo y se atacaban los unos a los otros. Una extraña pandemia fue poco a poco conquistando las principales capitales del planeta. Los países del continente americano fueron los primeros en sufrirla, y no pasa un solo día sin que apareciese en los medios alguna noticia de ataques salvajes a civiles y gente inocente.

Aún no se conocía qué había provocado la infección, ni a qué tipo de sujetos contagiaba con más facilidad. Los infectados destacaban sobre todo por su agresividad sin límites y por su instinto primario, que los hacía ser prácticamente animales sin raciocinio. En televisión pude ver en más de una ocasión como familias enteras habían sido asesinadas brutalmente por culpa de algún infectado que no había dudado en atacar salvajemente a sus propios hijos, primos, esposas o padres.

Aquí en España pasó mucho tiempo hasta que apareció algún infectado. En mi ciudad todo seguía como siempre, aún cuando todos teníamos en mente que algún día podríamos llegar a estar en cuarentena como tantas ciudades del centro y norte del pais.

Pero antes de nada me presentaré. Mi nombre es Noelia y tengo 18 años. Soy estudiante de bachillerato en un instituto de un pueblo costero del levante español. Vivo con mi hermano pequeño Isaac, mi madre y su novio en una urbanización cercana al pueblo, pero en cierta manera, un poco apartados de la civilización. En verano todos estos bungalows y chalets se llenan de gente, pero ahora en invierno esto parece un desierto. Lo cierto es que vivimos tranquilos. Hace unos años vivíamos en una ciudad cercana, pero cuando mis padres se separaron, cada uno tiró para un lado. Mi padre se quedó allí y mi madre, cansada del estrés del tráfico y la gente, aprovechó la oportunidad para comprarse este pedacito de retiro al lado del mar junto a su novio.

Quizá por vivir aquí no llegamos a sufrir la epidemia cuando llegó a estas tierras.

Un día el novio de mi madre me acercó al instituto, y no habíamos terminado de salir a la carretera cuando nos dimos cuenta de que algo no iba bien. No había nada de tráfico, y los pocos coches que circulaban iban en servicio de urgencia con las luces rotativas encendidas.

No tardamos en llegar a las alambradas que construyeron los militares alrededor de la ciudad. Allí nos dijeron que volviéramos a casa y permaneciéramos allí hasta que los medios de comunicación dijeran que era seguro salir. Aunque eso nunca llegó a pasar.

Javier, que así se llamaba mi padrastro, hizo acopio de comestibles en un supermercado de la urbanización, y al mismo tiempo les alertó del peligro. Los pobres abuelos que regentaban el establecimiento no hicieron mucho caso de la advertencia diciéndole que: “si habían pasado una guerra, pasarían lo que viniera”.

Ya de regreso a casa mi madre nos estaba esperando preocupada. Javier la había avisado de lo que ocurría por mensaje. Gracias a Dios todos estábamos a salvo y así permanecimos durante los días siguientes. Lógicamente todos nos preocupamos por nuestros otros familiares (tios, abuelos, primos), pero el teléfono nos ayudó a estar comunicados con ellos.

Javier decidió viajar hasta la ciudad de sus padres, ya que hacía dos días que nadie le contestaba al teléfono, y la televisión no paraba de dar noticias de ataques en diferentes puntos de nuestra provincia.

Tras aprovisionarse de comida y con una espada samurái que tenía como defensa (era aficionado a coleccionar estos tipos de juguetes), cogió el coche y se encaminó carretera abajo. Mi madre lloró mucho en su ausencia pensando que nunca más lo volvería a ver. También se equivocaba.

Las malas noticias no paraban de sucederse. En una llamada de teléfono, mi abuela nos anunció entre lágrimas que mis tíos habían sido atacados y habían desaparecido sin dejar rastro. Sobre nosotros no paraban de pasar aviones y helicópteros militares, y el sonido de las sirenas se había hecho una parte más del medio ambiente.

Llegó el día en que dejamos de tener noticias de Javier.

Mi madre se volvió loca. Decidió pedirles a los vecinos su coche para ir a buscarlo, pero éstos no se lo dejaron. La pobre rompió el teléfono móvil en un acceso de furia al no encontrar respuesta de su hombre. Tras varios días sumida en su desesperación, decidió bajar al pueblo a conseguir un coche. Yo no le dejé. Le dije que ni loca hiciera esa locura. El pueblo estaba infectado y nadie sabía lo que podría haber allí. Pero ella estaba desesperada. Una noche desapareció. A la mañana siguiente nos encontramos un montón de comida que había conseguido de “dios sabe dónde”, y una nota.

“volveré pronto. No te preocupes mi niña.”

Ella tuvo intenciones de volver cuando escribió esa nota, pero se equivocó.

Pasé junto a mi hermano las semanas siguientes.

Hice las cosas como Javier nos tenía acostumbradas. Por las noches apagaba todas las luces y atrancaba todas las puertas y ventanas. De vez en cuando escuchaba algún ruido y gritos nocturnos, pero permanecía agazapada junto a mi hermanito en la cama sin mover ni un músculo.

Una mañana descubrí con horror que la televisión no funcionaba, y horas después el horror se tornó terror al descubrir que el teléfono tampoco.

Al tercer día de aislamiento en mi casa, la comida comenzó a escasear. Decidí salir con mi pequeño Isaac al supermercado de los ancianos, y lo que descubrí en el exterior me puso los pelos de punta. Todo estaba destrozado. Había coches volcados en los arcenes y algunos cadáveres tirados por el asfalto. Llorando comprobé con alivio que ninguno era de mi familia. Tras llegar al supermercado descubrí desconsolada que había sido saqueado. No quedaba nada de nada. Solo el cadáver del anciano desmembrado y desperdigado por toda la tienda.

Salí del supermercado vomitando. Isaac me seguía temeroso. Después de reponerme decidí visitar las casas de los vecinos. La verdad es que fue una buena idea, ya que saqué comida por lo menos para sobrevivir un mes entero.

Nadie acudió a socorrernos en ese mes. Pero los sonidos de las ambulancias y la policía si fue gradualmente desapareciendo. Solo una pequeña radio me mantenía informada de lo que ocurría a nuestro alrededor. Precisamente esa radio fue nuestra perdición.

Una noche mientras dormíamos, la radio comenzó a sonar. Isaac la había estado trasteando el día de antes y había activado sin querer la alarma. Rápidamente intenté desconectarla, pero un golpe en la puerta me hizo tirarla hacia el suelo con toda mi fuerza. Me quedé paralizada. No sabía si había escuchado realmente un golpe o habían sido mis propios nervios los que habían provocado que escuchara cosas extrañas. Otros golpes más en las paredes me convencieron de que no estaba escuchando alucinaciones.

Fuera de nuestra casa había más gente golpeando las paredes y la puerta con extrema violencia. Les podía escuchar dando gritos incongruentes. Con presteza cogí en brazos a Isaac y subí a la parte alta del dúplex, pero allí el terror me paralizó. En la terraza permanecía un hombre vestido con harapos tras el cristal de la ventana. Al verme golpeó fuertemente su cabeza contra el cristal rompiéndolo en mil pedazos.

Gritando bajé de nuevo, pero la puerta estaba cediendo bajo los envites animales de aquellos salvajes. Sin pensarlo siquiera abrí el horno y metí dentro a Isaac. Me aseguré de desenchufarlo y le ordené que por ningún concepto dijera una palabra. Debía permanecer callado viese lo que viese. Le prometí que volvería a por él.

Dicen que en momentos de tensión la mente piensa con máxima velocidad y es así. En decimas de segundo recordé los juegos de espadas que guardaba Javier en la habitación de arriba. Decidí que si quería sobrevivir tenía que hacerme por lo menos con un método de defensa, pero había un inconveniente. En esa habitación había uno de esos salvajes entrando.

Sin pensarlo más pasé junto a él y abrí el armario. El salvaje intentó agarrarme con sus manos llenas de sangre y cristales, pero la persiana se lo impedía, aunque no fue un gran impedimento ante sus puñetazos que la sacaron del sitio.

Cuando se abalanzó sobre mí yo ya sostenía la gran caja que contenía las espadas samuráis. El animal dio un tirón de mi pelo y me tiró de espaldas. La caja cayó ante mí y se abrió. Desde allí puede ver que faltaba una espada, la más grande. La que se había llevado Javier. Pensé: “ojalá estuviera aquí. No era mi padre pero me daba confianza y calidez. Era una parte muy importante de mi familia y lo quería.”

Con un estremecimiento me di cuenta de que estaba desvariando mientras ese salvaje tiraba de mí, me golpeaba y me estrujaba. Yo no podía defenderme. Su fuerza era muy superior a la mía y por mucho que luché, sus enormes manos no tardaron en agarrarme y llevarme hasta él, que tenía aún medio cuerpo en el balcón de la terraza. Su enorme fuerza me atrajo hasta la ventana y me hizo atravesarla. Noté como los cristales me cortaban los muslos y la cara.

Una vez estuve a su merced, aquella bestia se apresuró a despojarme de la ropa ensangrentada. Agarró mi camiseta y mis pantalones y de un tirón me los arrancó. Hizo lo propio con mi ropa interior y con un solo gesto me incorporó y ya de pié comenzó a frotarme contra él. Yo estaba conmocionada por los golpes, pero eso no me impidió saber lo que ese animal quería hacerme.

Un enorme miembro salió de entre los harapos de sus pantalones y con gran dolor comprobé que el instinto de la reproducción permanecía intacto en esas bestias a pesar de que otros los habían perdido.

Con gran violencia introdujo su pene en mi vagina y comenzó a moverme arriba y abajo con rapidez. Yo ya no sabía ni lo que hacía. Comencé a llamar a Javier sin quererlo mientras esa bestia me violaba a voluntad. Tras unos minutos interminables me sacó de su verga y mi vagina sonó como cuando descorchas una botella. Agarró mis pequeños pechos con las manos y me levantó haciéndome mucho daño. Despues me tiró al suelo dejándome boca abajo, y con violencia se abalanzó contra mi, cubriéndome como un animal.

Tras unos minutos noté como unos espasmos, y el fluido seminal comenzó a fluir de mi vagina. Yo ya no podía moverme. Estaba tan conmocionada que no podría haberlo hecho de quererlo.

En ese momento me cercioré de que los otros estaban mirándonos desde la puerta de la habitación. El infectado que me había violado comenzó a golpearles y a gritarles, y estos se amedrentaron. De pronto aquella bestia me cogió como un paquete y saltó conmigo del balcón. Tras dar unos saltos encima de los coches se internó en la arboleda de pinos detrás de los bungalows, y desde allí, a toda velocidad, corrió sin parar.

Las nauseas y los vómitos hicieron presa en mí y perdí en conocimiento.

(Continuará)