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El hambre del pájaro negro (parte 1ª)

en Confesiones

Siempre hay que poner comillas. A las circunstancias, a los hechos, incluso a tus propias reflexiones acerca del pasado.

Hubo un tiempo en el que me gustaba conducir hasta cualquier monte perdido. Dirigía el automóvil por sinuosas cuestas y empinadas pendientes hasta llegar a senderos donde no podía continuar. Salía a respirar. Inspiraba grandes cantidades de aire, como un nadador poco experto que alcanza la superficie, y al instante volvía a una vida de mierda. Pero lo que yo no sabía entonces es que, aparte de éste, existia otro mundo más allá, accesible para seres con alas.

Las piedras, los arbustos mecidos por el viento. Así he aprendido a mecer mi cuerpo imbuido en pereza. Y el trino de los pájaros me acompaña en el viaje, sonoro, cansado, abatido. Entre las ramas descubro pasados adheridos a la pared interna de mis muslos. En las ramas, por las ramas, como lo cotidiano que simplemente cae al ser mecido por otro viento más interesante.

¿Soy feliz, o sólo lo aparento? Ilustro con colores malva este mundo, cubriendo con el rodillo los cuadros, las fotos. Pero siempre me faltan capas. Me gustaría lucir una roja, una grande atada a mi cuello, como una condena que me recordará el precio de mis superpoderes. Yo fui la mujer escorpión, lagarto y ahora alondra. Huidiza y volátil como las nubes de mayo. Escapando volando de todo problema, sin lógica ni plan definido. Y al elevarme tan alto alcanzó a ver las sombras cuadradas del mundo de abajo. Tan necesario como prescindible. Si pudiera dejarme caer en barrena elegiría sin duda esos tiempos de oscuridad. Es lo que siempre decimos al plantearnos la hipótesis de un viaje en el tiempo. Conservar experiencias con años y locuras de menos. Aunque "locuras" se queda corto al citar lo que ocupaba mi mente por aquel entonces. Con la sangre adolescente aún hirviendo en mis venas, ansiaba experiencias que me elevaran sobre los tejados. Que hicieran resbalar mi ropa interior para poder verla caer, despacio, muy despacio, hasta posarse en los sucios adoquines de la calle. He de confesar que aquello era una practica que me gustaba realizar. Esperaba a ensuciar mis bragas (de flujo, ciclo, o cualquier cosa), y cuando encontraba el momento y lugar propicio las lanzaba al aire. Luego esperaba escondida. Me gustaba espiar la reacción de aquellos que se las tropezaban en su camino. Lo cierto es que había de todo: Personas que las miraban con repulsión, como si miraran algo muy desagradable. Otros que, simplemente las ignoraban (como si tropezarse con bragas usadas fuera algo común en su vida). Y otros (mis preferidos) que volvian la vista atrás. En los ojos de estos últimos podía notar el influjo de la atracción que les producía aquello. Algunos salivaban, y ello me hacía salivar a mi también. Por arriba y por abajo.

Ni qué decir tiene que en aquellos tiempos buscaba un macho como agua de Mayo. Mis escasos contactos con el genero másculino se podían contar con los dedos de una mano, y la calidad de ellos dejaba mucho que desear. ¿Donde estaban los amantes de las peliculas? Los de los libros y relatos eroticos... Ahora lo sé. No existen. Todos los que pisamos este planeta somos en el fondo niños egocentricos esperando a que los satelites y planetas nos orbiten en algún momento de nuestra vida. Y eso no es malo, pero puede ser crónico.

En mi querida habitación guardaba un rincón especial para cada uno de mis monstruos. En la pared, junto a la puerta, tenía dibujado un corazón negro. Ese era el rincón de los muertos. Los deseos insatisfechos y las decepciones tenian allí su muelle donde la marea los mecía. En el otro lado, bajo la ventana, estaba el rincón más luminoso. El mismo donde de pequeña me gustaba jugar a ser princesa. Ese era el lugar de despegue. La pista desde donde me elevaba hasta el cielo rojo de la tarde imaginando encuentros no tan casuales y relaciones a distancia (que terminaban atracadas en el muelle de la otra parte). Por supuesto también existía la esquina de la sangre, y la pared del autoengaño, donde mis dedos eran silenciosos verdugos de esa rea adolescente, que sufría e imploraba perdón mientras era fusilada una, dos y tres veces por noche.

De vez en cuando abofeteaba a mi hermana pequeña. Ella era culpable, pero aún no sé de qué. Recuerdo como en más de una ocasión me llegó a descubrir tumbada en el suelo, jadeando y con las bragas por los tobillos. Supongo que aquellas visiones tan perturbadoras patrocinarian un cachito de lo que es ahora su personalidad variable e insegura. No lo sé, ni tampoco me importa. Lo cierto es que yo también soy, como el mundo, una egocéntrica.

Pienso en ello aquí posada. En la rama del pino más alto que he podido encontrar. Mis alas negras brotan de mis omóplatos y me nivelan sobre la inestable superficie mientras canto, como un jilguero, mis desdichas.

Estoy desnuda. Y el mundo entero tiene permiso para entrar en mí. Observo sin querer las nubes, grandes, largas y cilíndricas, las gruesas ramas, oscuras y rodeadas de nudos, todas formas fálicas que voy descubriendo a mi alrededor mientras los labios van dejando escapar el flujo, que servirá para hacer crecer este arbol fuerte y robusto. Como el miembro que yo ansío. A lo lejos distingo una serie de cabañas. También hay una piscina y el rumor de la gente me indica que se lo están pasando en grande mientras bañan sus envolturas epiteliales en el líquido elemento.

Vuelo y me elevo hacia allí.

Y con grandes espectativas, como todo en mi vida, me dejo caer sobre ellos.

Infelices.

La sangre lo es todo. Es el alfa y el omega. Me dejo penetrar por cualquiera, mientras me sumerjo en el agua. Ésta también me inunda cada poro de mi piel, empapa mis plumas dejándolas inoperantes. Y elevando el trasero, espero. Conjunciones humanas, que no astrales, conspiran sobre intereses. Me aferran de las caderas y empujan con brio.

Y mientras yo pío y pío.

La sensación de ser invadida. La carne entrando en la carne. El vaivén de la cordura se transforma en dictadura. Y pío deshaciendome en un gemido profundo. Los flujos combinados, Seminal y vaginal, se alían para formar un nuevo elemento. Un ser eléctrico y diacrítico que aleje la ambigüedad de mi mundo. Que se “corra” sobre mi espalda y lubrique mis sentidos.

Sobre mi rostro, mis muslos, rodillas, mi culo. Toda imbuida de vida. Todo es poder. Toda es mia.

Han sido cuatro los muertos. Les observo con desgana mientras me alejo desnuda.

Sobre el agua flotan inertes, mientras tropiezan con mis plumas.

- “Ahora me siento bien” -. Me digo caminando hacia el coche. Pero... ¿Cuanto durará esto? ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas?

Pronto volveré a necesitarlo.