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Mi suegra me sorprendió (7)

en Amor filial

Después de que mi suegra Andrea hablase con mi mujer sobre nuestra vida sexual, yo esperaba que hubiera conseguido algún cambio, pero la verdad es que la vez siguiente que me acosté con mi mujer fue ese domingo por la noche y no noté ningún cambio en los hábitos de mi esposa. La semana pasó sin pena ni gloria. El sábado siguiente era mi cumpleaños y decidimos irnos a comer los tres a un buen restaurante. Inma no tenía guardia ese fin de semana.

Mi esposa, mi suegra y yo comimos en un restaurante cerca de la playa un almuerzo excelente. Al final del almuerzo llegaron los regalos. No esperaba regalos importantes. La verdad es que nunca hemos celebrado mucho los cumpleaños.  Nos esforzábamos mucho en los regalos de navidad, pero el resto eran más bien anecdóticos. Un detallito.

Mi suegra me regaló un pañuelo para el cuello, de los que ella sabía que me pongo de vez en cuando. Era bonito. Le di las gracias.  Mi mujer me presentó una corbata italiana, de seda. Muy bonita, pero nada espectacular. Junto a la corbata venía una nota. Abrí la nota con curiosidad, esperando que dijera “felicidades”. Mi sorpresa fue el contenido real de la nota: “La corbata es solo una tapadera. El verdadero regalo es este: YO, TU ESPOSA INMA, ME COMPROMETO A CUMPLIR TU VOLUNTAD, SEA CUAL SEA, DURANTE 24 HORAS, EL SÁBADO, 23, A PARTIR DE LAS 11 DE LA MAÑANA. POR FAVOR, NO HABLEMOS DE ESTO HASTA QUE LLEGUE EL MOMENTO. ”

Leí  la nota disimulando para que mi suegra no se diera cuenta del contenido, sobre todo por Inma, ya que yo pensaba contárselo en cuanto pudiese. Parece que la charla de mi suegra si que había dado resultado en el ánimo de mi esposa. Me relamí por adelantado por lo que iba a disfrutar. Mi esposa no sabía donde se había metido. Además, yo ya había decidido que mi suegra iba a ver todo lo que pasara. Quería que viera los frutos de su charla y aprovechar para excitarla a ella también.

Durante la semana no hablamos del tema. Yo hice algunas compras al salir del trabajo para prepararme. El martes, antes de que le volviera mi esposa le conté  a Andrea, mi suegra, lo de la tarjeta regalo de mi esposa. Ella se sorprendió mucho del cambio de actitud. Le dije que el cambio era gracias a ella. Y que Inma había buscado la forma de hacer lo que quería sin tomar la iniciativa. Le enseñé a mi suegra a manejar las cámaras desde el ordenador para ver mi casa y le pedí que siguiese lo que hacíamos todo el sábado. También le dije que estaba pensando en contar con una pequeña colaboración suya. Que  estuviese preparada.  Me dijo que no quería participar en eso, que no quería ni verlo.

  —Ya veremos —le dije yo.

Cuando llegó el sábado por la mañana, Inma se levantó, desayunó y se puso un chándal. Yo no había desayunado y estaba sentado en una silla de la cocina. Cuando dieron las once, ella se acercó a mí, se me puso delante y me dijo:

— Empieza tu regalo. ¿Qué quieres?

— Dado que la mayor parte del trabajo de la casa lo hago yo, porque tú trabajas muchas horas, hoy vas a encargarte tú de la casa. Me harás un buen desayuno, limpiarás la casa, prepararás la comida, lavarás, y harás todo lo que sea necesario en la casa.

La cara de Inma cambió. Ella esperaba que me lanzara sobre ella y la violase y se encontró con que solo le pedía que se encargara de todas las tareas un día. Su cara reflejó alivio y también decepción.

— Lo que tú ordenes.

— Pero antes, subirás a nuestra habitación y te pondrás todo lo que hay en la cama. Y sólo eso. Te quitarás todo lo que llevas ahora.

Su cara cambió al escucharlo. Y eso sin ver lo que había.  Subió al dormitorio. Yo tenía conectada la tablet con la cámara del dormitorio. La encendí y vi como mi esposa entraba en él. Se acercó a la cama y miró lo que había en ella. Empalideció.  Sobre la cama yo había dejado un uniforme de camarera que compré en el sexshop. Tenía una falda tan corta que podría llamársele cinturón.  Por encima de la cintura se completaba con un delantal que le cubría hasta por encima del pecho, con la espalda al descubierto. Por detrás sólo se veía la falda y el lazo para atar el delantal, que quedaba por detrás en la cintura. Llevaba también una cofia y yo lo había completado con unos zapatos negros de tacón con un tacón muy alto.  El uniforme traía también un tanga, pero el tanga yo lo había escondido en el armario.

Ella lo fue levantando y mirando todo y se fue poniendo cada vez más pálida. Por fin se decidió y empezó a desnudarse. Guardó su ropa en el armario y empezó a ponerse el uniforme. Lo primero que buscó fueron las braguitas, pero lógicamente, no encontró ningunas, así que dejó las suyas puestas.

Cuando por fin tuvo el escaso uniforme puesto, cambió de color al mirarse al espejo. En lugar de ponerse blanca, cambió al rojo.  Al verse en el espejo empezó a tirar de la falda, pero la falda era tan corta, que le servía de poco. Dejaba la mitad de su trasero al aire y por delante se entreveía las braguitas. Cuando daba el tirón lo tapaba todo, pero un segundo después volvía a subir a su sitio y se volvía a ver. El pecho lo tenía cubierto, pero cuando se ponía de lado se le veía todo.  La verdad es que estaba muy, muy sexy.

Cuando bajó,  se colocó delante de mí y me dijo:

—¿Está así a tu gusto?

Yo sabía lo que iba a decirle.

—Esas braguitas no estaban en la cama.

—Pero… no había braguitas en la cama.

—Te dije que sólo te pusieras lo que había en la cama. Quítatelas. Y dámelas.

—Pero…

—Si no quieres seguir no pasa nada. Dímelo y lo dejamos.

—…no…

Empezó a sacarse las braguitas. Cuando se las quitó alargué la mano y se las pedí. Me las dio y me las guardé en el bolsillo. Ahora estaba casi como yo quería. Abrí el cajón de la mesa y saqué un collar de perro que había comprado. También había comprado la cadena, pero en principio solo saqué el collar. Se lo enseñé.

—Te voy a poner este collar de perro. Durante todo el día de hoy serás mi esclava. Este collar será el símbolo de tu esclavitud. Si quieres dejarlo, sólo tienes que quitártelo. Mientras lo lleves, harás exactamente lo que yo te ordene, no te sentarás en mi presencia más que en el suelo, y eso si yo te autorizo. Me llamarás Amo. No me hablaras si yo no te doy permiso para hablar. Para pedir permiso para hablar te pondrás delante de mí, de rodillas en el suelo, con la cabeza gacha, y esperarás a que yo te de  permiso. Sólo entonces podrás hablar. Comerás y beberás lo que yo te permita y dormirás cuando y donde yo lo permita.  Exijo sumisión total. Si no estás dispuesta es un buen momento para cancelar tu regalo.

Me dio lastima de ella. Las condiciones que yo estaba poniendo a mi regalo eran brutales y esperaba que lo dejase en cualquier momento. De alguna forma la estaba probando. Me sorprendió que siguiera.  Le puse el collar.  Inmediatamente ella se puso de rodillas en el suelo delante de mí, con la cabeza gacha.

—¿Qué quieres?

—¿Por dónde empiezo?

—Prepárame el desayuno.

Se levantó y empezó a trajinar en la cocina. Puso la cafetera, cortó y preparó tostadas, me hizo un zumo natural de naranja y mango e hizo tortitas. Yo estaba sentado en la mesa de la cocina. Nuestra cocina no es grande, así que yo la tenía casi todo el rato al alcance de mi mano, puesta de espaldas a mi. Empecé a acariciar su espalda cada vez que pasaba junto a mí. Cada vez que yo la tocaba se estremecía, pero seguía moviéndose por la cocina.

Cambié de tocarle la espalda a tocarle el trasero, que quedaba a la vista por debajo del uniforme. En un momento determinado adelante la mano hasta su vulva. La noté chorreando. Parece que a la santita la ponía cachonda sentirse esclava. Además, soltó una exclamación al tocarle la vulva.

—…ah…

Le di una palmada fuerte en el trasero.

—No te he dado permiso para hablar, esclava. No querrás que te castigue, ¿verdad?

Seguí acariciándole la vulva cada vez que se ponía a mi alcance. Ella terminó el desayuno y me lo sirvió. Le dije:

—Ahora de rodillas en el suelo mientras desayuno. A cuatro patas y de espaldas a mí.

Me comí el desayuno observando el fantástico trasero que tenía a la vista. La verdad es que me estaba poniendo muy cachondo. Sobre todo porque en el centro de ese trasero veía una vulva empapada por sus jugos.  Le dije:

— No me has puesto la nata para las tortitas —Ella fue  a levantarse, pero le di otra palmada fuerte en el trasero:

—No te he dado permiso para levantarte, esclava. Yo lo arreglaré. Buscaré un sustituto de la nata.

Cogí la primera tortita que había en el plato y la pasé por su vulva, mojándola con sus jugos. Luego me la comí. Estaba muy sabrosa.  Cogí la segunda, y como su vulva ya estaba menos mojada, la enrollé y se la metí dentro hasta la mitad. Noté como se estremeció. Pero estaba aprendiendo. No dijo nada. Cogí la tortita y la acerqué a su boca.

—Pruébala y dime si te gusta —Puso cara de repulsión, dudó, lo olfateó, pero finalmente, abrió la boca y se la comió. Me dijo:

—Me gusta, amo. Sabe ácida, pero muy rica.

Terminé de comerme las tortitas mojándolas en la vagina de mi esclava. Luego le ordené:

—Ya he terminado el desayuno.  Recoge y limpia la cocina.

Empezó a quitar la mesa y a fregar los platos y el mármol de la encimera.  Mientras limpiaba de espaldas a mi, me bajé los pantalones. Por supuesto, tenía una erección de caballo. Me acerqué a ella por detrás, le empujé la espalda haciendo que su pecho se estrellara sobre la encimera. Le sujeté la cabeza contra la pared de enfrente de forma que no se pudiese mover. Su trasero se quedaba así levantado mostrando los labios mayores. Sin dudarlo ni un segundo, le metí el pene hasta el fondo de la vagina de un golpe y le dije:

—No te muevas.

Y empecé a bombear con todas mis fuerzas dentro de su vagina. Me sentía en la gloria, dominante, poderoso, controlando la situación.  Ella desde el principio empezó a gemir. Su vagina chorreaba. Parece que era efectivo mi sistema para mojar tortitas, porque estaba empapada desde que la metí por primera vez y entró sin ninguna dificultad, mucho mejor que en nuestros tristes misioneros habituales. Antes de que yo me corriera, noté como la vagina de ella explotaba. Me ponía empapado y las contracciones de su vagina me apretaban la base del pene haciéndome sentir en el cielo. Me vacié por completo dentro de ella. Luego la solté.

—  Me voy a trabajar un rato en el ordenador. Sigue limpiando. Si viene tu madre te comportarás con naturalidad con ella, le hablarás y le explicarás lo que te pregunte, sin engañarla. Pero no podrás cambiarte ni taparte.    

Subí a mi ordenador y conecté las cámaras. Inma estaba terminando de limpiar la cocina. Después pasó al salón.

Conecté con la casa de mi suegra y vi que estaba mirando a mi mujer desde su propio ordenador. Me fui a ver la grabación anterior de mi suegra al momento en el que yo me había tirado a mi mujer en la cocina. Vi como mi suegra se había excitado al verlo y se había estado tocando por encima de las bragas mientras nos miraba.

Le escribí un e-mail.

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De: Desconocido

Asunto: Instrucciones.

Contenido:

Ahora irás a visitar a tu hija, te harás la sorprendida cuando la veas con esa pinta y le preguntarás que hace .Pregúntale como se siente. Estarás un ratito con ella y luego te marcharás.

Aviso: Este e-mail es de obligado cumplimiento.

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Mi suegra se levantó, se quedó un momento parada en medio de la habitación, son saber si negarse o no. Finalmente se lo pensó y bajó hasta la puerta de comunicación de las dos casas. Abrió la puerta y se asomó a nuestro salón. Allí estaba Inma limpiando:

— ¿Qué haces limpiando con esas pintas?

— Mamá, este es un capricho de Simón. Me ha pedido que limpie así.

— A ver, siéntate aquí conmigo y cuéntame eso más despacio.

— Pues nada, mamá, que después de hablar contigo sobre mi vida con Simón decidí cambiar nuestra relación para que no fuera aburrida, así que por su cumpleaños se me ocurrió darle como regalo un vale por veinticuatro horas en que yo haría lo que el quisiera.

— ¡Pues menudo cambio!

— Yo sólo quería darle la oportunidad de hacer alguna cosita distinta sin sentirme culpable, pero no veas como me está tratando. Ahora si que me siento una puta. Me ha vestido como una puta y me trata como una esclava. Hasta me ha puesto un collar de perro.  Me obliga a limpiar medio en pelotas, y encima no para de tocármelo todo cuando paso a su lado.

—Pues se ha pasado mucho, hija. Yo te dije que animaras un poco tu vida sexual, no que hicieras esto.  Niégate. Te está forzando a algo que tú no quieres. No tienes por qué hacerlo.

—  No me está obligando a nada, mamá. Soy su esclava porque quiero. Para dejar de serlo, sólo tengo que quitarme el collar y se acabó. Sin reproches. Pero firmé un recibo comprometiéndome a hacerlo.

— Entonces quítatelo ahora mismo. Yo te ayudo. Tu marido te está humillando al tratarte como una esclava y vestirte de esa forma para ponerte a limpiar. Ese papel no tiene valor legal.

— No, mamá. Lo hago porque quiero. Y lo que es peor, me gusta. Me odio por decir esto, pero esta situación me tiene excitada. Además, no te puedes imaginar lo que hemos hecho en la cocina.

— No me cuentes detalles, hija.

— No te cuento detalles, pero te digo que ha sido la mejor vez de mi vida con Simón.

—¡Haz lo que quieras! Pero por lo menos ponte una bata mientras estoy  yo aquí. Así te tapas un rato.

— No puedo, mamá, Simón me ha prohibido cambiarlo ni taparlo con nada.

— ¡No entiendo por qué aguantas esto!  ¡Me marcho entonces! ¡No quiero molestar!

— Mamá, no te enfades conmigo, hago esto porque quiero hacerlo. Y tú fuiste la primera que me animó a avanzar.

— No me refería a esto. Pero vale, no me enfado contigo.  Me marcho. Tengo que pensarlo con calma. Nos vemos luego.

— Mamá, preferiría que no vinieras antes de mañana a las once, porque no se lo que hará Simón durante las veinticuatro horas y no quiero que te agobies.

— ¡Vale! ¡No volveré! ¡Adiós!

Andrea se marchó a su casa. Me llamó al móvil:

— Simón, te estás pasando con Inma. La estás humillando mucho.  Deberías dejarlo, o por lo menos calmarte.

— No te preocupes. Lleva muchos años sin permitir nada. Sólo quiero saber hasta dónde es capaz de llegar. Se que lo que no haga hoy ya no lo hará nunca. Y además, le he dado la posibilidad de dejarlo cuando quiera. Y parece que no quiere. Parece que lo está disfrutando.

— Eso es lo que me da miedo. Como se va a sentir después. Quizás se sienta más culpable y se hunda.

— Dame una oportunidad. Yo creo que, al contrario, se va a sentir mucho más libre cuando terminen esas veinticuatro horas.  Además no la pierdas de vista, que no quiero que te pierdas nada.

—¡Eres un pervertido!

— ¡No lo sabes tu bien! ¡Hoy me vas a conocer mucho mejor! ¡Estate atenta al correo! ¡No me falles! Además, ¡te has estado tocando mientras estábamos en la cocina! ¡No te hagas la puritana! ¡Te pone cachonda verla!

Andrea colgó el teléfono de golpe sin despedirse.

Bajé a sentarme en el comedor, mientras Inma seguía limpiando el polvo.

Me senté en  el  sofá y la llamé. Deja de limpiar y ven a sentarte conmigo.  Inma abandonó el trapo y vino a sentarse en el sofá. Le di una buena palmada en el trasero y un empujón:

— Nada de sofá. Te he dicho que hoy sólo te podías sentar en el suelo y eso con mi permiso.

Se sentó en el suelo junto al sofá, agachando la cabeza.  Al tener la falda tan corta, se le quedaba la vulva directamente sobre el suelo. Noté que había sentido el frío al sentarse. Intentó levantarse para arreglarse la falda y le empujé hacia el suelo. Me tumbé en el sofá poniendo la cabeza  a la altura de la suya. Ella estaba apoyada de espaldas en el sofá. La rodeé con los brazos y empecé a acariciarle los pechos. Sus pezones estaban de punta. Los senos levantados.

La verdad es que Inma es una mujer de bandera.  Cuando empecé a acariciarle el pecho se estremeció. Con una mano empecé a acariciarle el pelo mientras le pellizcaba un pecho con la otra. Su respiración se alteró. Seguí acariciándola con una mano mientras empezaba a tocarme yo mismo con la otra. Le cogí la cabeza y la obligué a mirarme mientras me tocaba. Le susurré al oído:

— Mastúrbate. Quiero verte hacerlo.

Inma fue a hablar, pero lo pensó mejor y se calló. Empezó a acariciarse por debajo de la falda.  Yo me iba excitando mientras la miraba. Al cabo de un tiempo, ella estaba muy excitada. Le dije:

—Deja de masturbarte. Tócame a mí.

Inma se resistió un poco a parar porque estaba muy excitada, pero finalmente paró y empezó a acariciarme a mí. Subió por mis piernas hasta llegar a mi pene y empezó a masturbarme. Primero suavemente y después cada vez con más fuerza. Para llegar bien a mi pene se había puesto de rodillas. Empujé su cabeza hacia mi pene, pero sin forzarla. No le dije nada. Quería que entendiera lo que quería, pero sin obligarla a hacerlo, ni siquiera dentro del  juego. 

Cuando solté su cabeza, cerca de mi pene, pero sin tocarlo, se paró un momento y luego acercó su boca y lo besó suavemente en la punta. Luego siguió besándolo desde la base hasta el glande.  Aprovechando la postura en que se había colocado, toqué su vulva con la mano. Me sorprendió. Estaba empapado. Mucho más que en la cocina. Eché un vistazo al suelo, donde había estado sentada. Parecía que estuviera recién fregado, por lo mojado que estaba. De un tirón subí sus piernas a los lados de mi cabeza dejando su vulva al alcance de mis labios.

Al notarlo, paró los besos sobre mi pene y pareció quedarse pensativa un segundo. Luego se tragó el glande de un golpe, llenándolo de Saliva.  Mientras tanto yo le mordía los labios mayores suavemente. Incluso con mi pene en la boca, la oía gemir cada vez que le mordía los labios o los muslos. Por fin, con la punta de la lengua empujé los labios mayores para separarlos, dejando a la vista los labios menores y ese botoncito que adoro acariciar.  Empecé a tocarla suavemente con la lengua. Ella se estaba tragando mi pene con todas sus ganas. Subía y bajaba sin parar; no se la tragaba toda, pero aumentaba el ritmo. Yo estaba en  el cielo. Sentía que estábamos los dos a punto de corrernos. Dejé de lamer su vulva mientras me corría. Cuando noté que iba a explotar aparté su cabeza para que no le saltase dentro de la lengua. Ella me lo agradeció masturbándome de nuevo con las dos manos. Cuando terminé de expulsar el semen ella se acercó y saboreó un poquito que había quedado en la punta. Me sorprendió que lo intentara, porque pensaba que iba a poner cara de asco, pero no fue así. Pareció gustarle. Estaba muy excitada e intentó bajar el clítoris para restregarlo con mi boca. Yo le di una palmada y la bajé del sofá, volviendo a sentarla en el suelo.

Ella, desesperada, intentó tocarse con sus manos. Le sujeté las manos:

— No tienes permiso para correrte ni para tocarte ahora, esclava. Si lo haces ahora te castigaré. — Liberó una de sus manos y la bajó hasta su clítoris. Estaba desesperada. La levanté, la puse sobre mis rodillas, y le azoté el trasero con fuerza varias veces.

— Te he dicho que no tienes permiso para correrte. ¿Quieres que te quite el collar y te libere?

— No, por favor, no quiero quitarme el collar.

— Entonces nada de correrte ahora. — La volví a poner en el suelo y le ordené — No te muevas de ahí.

Fui a la cocina y recogí la correa, que estaba en el cajón.  Se la puse en el collar y tiré de ella:

— Sígueme, perra.

Fui tirando de ella hasta el dormitorio. Me siguió a cuatro patas.  Al llegar allí la hice subir a la cama, y amarré la correa del collar, al cabecero de la cama. La tumbé, abrí un cajón, saqué unos pañuelos y le tapé los ojos con uno de ellos.  A continuación le até las manos y las piernas a la cama, dejándola con brazos y piernas abiertas.  Le desaté el delantal y se lo quité, dejándole los pechos al aire. Le quité también la falda. La dejé sólo con los tacones.

Le acaricié la vulva un par de veces. Seguía encharcada. Empezó a jadear de nuevo. Dejé de tocarla. Me estuve quieto un rato junto a la cama. Al no oírme empezó a ponerse nerviosa. Me llamó:

— Simón, ¿estás ahí?

Le di una palmada fuerte en la nalga y le dije:

— Te avisé que no podías hablar sin permiso. Además no me has llamado amo, sino Simón. Te mereces un buen castigo.

La solté  de las piernas y le di la vuelta, colocándola boca abajo. Ella me dijo:

— ¿Puedo hablar, Amo?

— ¡Habla! ¿Quieres que te suelte?

— No, Amo. Se que me merezco un castigo. ¿Qué me vas a hacer?

— No te haré ningún daño permanente ni grave.  Lo que te voy a hacer ya lo verás. No quiero que hables si no quieres acabar.

Eché un vistazo a la tablet. Mi suegra estaba en su ordenador sin perder detalle de lo que estaba haciendo a su hija.  Salí de mi dormitorio muy lentamente para no hacer ruido y fui a la puerta de mi suegra. Entré en su casa y me dirigí al estudio donde estaba con el ordenador.

— ¡Ven conmigo! — le dije—. Y no hagas ruido. Sobre todo no hables. Quiero que me  ayudes con tu hija.

— ¡Tú estás loco! ¡Puede verme! ¡No quiero tener nada que ver en esto!

— ¡Demasiado tarde! ¡Tú lo empezaste! ¡Haz lo que te digo o me voy y no vuelvo!

— ¡Pues vete! ¡No estoy dispuesta a hacer esto!

Me marché a mi casa. Mi suegra se quedó llorando. Pensé que había fallado el órdago y que había perdido a mi suegra, pero a los dos minutos escuché como se abría la puerta de comunicación.

Yo todavía estaba en el salón.

—  Ven conmigo.  No hagas ruido. No hables.

La acompañé al dormitorio. Antes pasé por la cocina, para coger una paleta madera que tenía allí. Se la di a mi suegra.

— Tú vas a azotar a tu hija. Le darás palmadas de cinco en cinco cuando yo te lo indique.  Yo le daría más fuerte que tú, así que mejor lo haces tú, pero ten cuidado, porque si  veo que das demasiado flojo para no hacerle daño, se las daré yo y le daré el doble.

Me miró con la cara horrorizada.

— Si no quieres hacerlo lo hago yo.

Mi suegra negó con la cabeza. Subimos al dormitorio.

Llegamos junto a la cama. Le dije a Inma:

— Has sido una chica mala. Te voy a azotar unas cuantas veces. ¿Quieres dejarlo ya?

Inma negó con la cabeza.

Indiqué a su madre la zona del trasero donde quería que la golpeara.

Le dio una primera palmada en la nalga izquierda. Le dio muy suave y yo hice ademán de quitarle la paleta. Ella se negó y pegó una segunda palmada mucho más fuerte. Esa si le dolió. Inma soltó un gemido.  Le señalé de nuevo la misma nalga. Le dio otra vez. Y otra, hasta cinco.

Inma soltaba un gemido con cada palmada.  Volví a acercarme a la cama silenciosamente:

— ¿Quieres que se acabe?

Inma volvió a negar con la cabeza. Le indiqué a su madre la otra nalga, ya que la primera estaba muy roja.  Señalé cinco dedos. Volvió a empezar en la  otra nalga. Con cada golpe el gemido era más fuerte.  Con el último soltó un grito.

— ¿Quieres que te suelte?

— ¡¡¡No!!!

El grito le salió del alma. Su madre estaba sorprendida de que no pidiese acabar de una vez.  Le di a su madre un bote de crema refrescante y le señalé que se la pusiese en los cachetes. Inma suspiró aliviada al sentir la frescura de la crema. Luego le volví a desatar las piernas y la puse de nuevo boca arriba. 

Mi suegra se había retirado. La cogí de la mano, le acerqué la cabeza al pecho de su hija e hice el movimiento como si estuviera mamando. Ella negó con la cabeza. Puse cara de enfadado y le señalé la puerta.  Por fin se acercó a su hija y la besó en el pecho. Empezó a acariciarlo con los labios hasta llegar al pezón. Cuando llegó al pezón empezó a mordisquearlo. 

Al mismo tiempo, yo empecé a acariciarle el otro pecho con una mano, primero con suavidad y después con más fuerza.  Acabé pellizcándole un pezón mientras su madre mordisqueaba el otro.  Ver como mi suegra chupaba el pezón de mi hija me estaba poniendo a mil. Por fin le indiqué a mi suegra que bajara los besos hacia el vientre y las piernas, besando sobre todo la parte interna de los muslos.

Al principio dudó, pero al final acabó por claudicar. Mientras ella la besaba, yo empecé a acariciarle el clítoris con la mano. No podía creerme como estaba después de azotarla poco antes. Parecía como si le hubiera gustado. Por fin aparté a su madre y la envié de nuevo al pecho a acariciarlo con la mano, empezando yo a chupar y a lamer su clítoris. Sorprendentemente, tan sólo con lamer un par de veces la vulva y el clítoris, explotó como una bomba de placer, aullando y gritando mientras se corría. Se retorcía gritando y moviendo los pañuelos que la ataban. Yo pensaba que los iba a romper.

Por fin, cuando se quedó tranquila, le dije:

— No te puedes quitar la venda de los ojos, perra.   Y como buena perra, te vas a dormir a la alfombra.

Le desaté las manos y los pies, pero no le destapé los ojos. La cogí de la mano y la llevé a la alfombra.

— ¿Puedo hablar, Amo?

— ¿Qué quieres?

— Me gustaría ir al servicio y lavarme, Amo.

— Eso lo harás cuando yo te lo diga. Esta noche no cenas, no te lavas, y si tienes que hacer tus necesidades, lo haces en la alfombra.

—Si, Amo.

Mi suegra me miró con cara alucinada e hizo ademan de irse. Le hice señas de que volviera. Me tumbé en la cama, me bajé el pijama y le señalé mi pene, que estaba en plena forma.  Ella, asustada, negó con la cabeza. Volví a señalar la puerta indicando que si no lo hacía, habíamos acabado.  Por fin se vino hacia mí.  Con cuidado se tumbó a mi lado en la cama. Empezó a acariciarme. Yo toque su vulva por encima de la ropa y comprobé que estaba mojada. Le indiqué que se desnudara y se montara encima de mi pene por señas. Negó con la cabeza. Insistí con mis señales. Ella señaló a su hija. Yo señalé a mi pene.  Por fin se puso encima de mí y empezó a moverse lentamente. Hacíamos poco ruido, porque se movía con suavidad, pero Inma notó algo y preguntó:

— Amo, ¿puedo hablar?

— ¡Habla! —me tuve que aguantar para sonar normal.

— Oigo que parece que te estás masturbando. Déjame que sea yo la que lo haga. Estoy a tu servicio.

— Calla, perra, si no quieres que te azote de nuevo. Si yo quiero masturbarme sólo, lo haré y tú te callas y te estás en tu alfombra como una buena perra. A partir de ahora, escuches lo que escuches, no hables y te quedas ahí.

Mi suegra, empalada por mi polla, se había quedado completamente quieta. La empujé para volver a moverse muy suavemente.  Los dos estábamos excitadísimos de estar haciendo el amor sin que nos oyera Inma al lado nuestro. Yo me permitía jadear fuerte porque Inma pensaba que me estaba masturbando, pero su madre no podía hacer ningún ruido. En pocos minutos, los músculos de la pelvis de Andrea me aprisionaron el pene con sus contracciones, mientras se corría. Yo me corrí dentro de ella. Inmediatamente ella se levantó en silencio y se fue.

Miré a Inma y vi que estaba llorando.

— Perra, puedes hablar. ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?

— Lloro porque mi Amo prefiere masturbarse el sólo en lugar de pedírselo a su esclava.

— No, esclava. Las cosas no son así. Tu Amo se masturba sólo para que entiendas que él es el que manda y el que decide. Tú sólo haces su voluntad.  Lo tocas cuando él quiera, no cuando quieras tú.

Me acerqué a ella, le quité la venda de los ojos, y, llevándola a cuatro patas, con la correa,  la llevé al baño y la metí en la bañera.  Le avisé. 

— Si quieres hacer tus necesidades hazlas ahí, porque no te vas a acercar al váter, ¿entendido?

— Pero Amo, no puedo hacer eso. Me lo voy a hacer encima.

—Ésta será tu última oportunidad. O lo haces aquí o lo haces después en la alfombra.

Noté como dudaba, pero al final empezó a orinar abundantemente, claro que al estar  a cuatro patas en la bañera, todo le chorreaba por las piernas. Volvió a soltar dos lagrimones mientras lo hacían.  Le volví a preguntar:

 — ¿Te quito el collar?

— ¡¡¡No!!!

Después de orinarse en la bañera, la lavé con una esponja natural que había comprado para la ocasión y con toda la suavidad y el cariño del mundo, pero sin dejarla incorporarse. Después la sequé y, volviendo a  poner la  correa en el collar la arrastré hacia la cama. Cuando ella se iba a la alfombra la llevé a la cama y la hice subirse.  A partir de ahí le solté la correa y empecé a besarla y acariciarla con mucho cariño. Acabamos haciendo el amor tiernamente varias veces esa noche. No se como pude. Nunca me había podido correr tantas veces.  Por último nos quedamos dormidos en la cama. No la obligué a dormir en la alfombra pese a lo que le había dicho. Por la mañana la desperté a las diez. Le recordé que todavía me quedaba una hora de mi regalo y le pregunté si estaba dispuesta a dármela.

 — Por supuesto —me contestó un poco asustada otra vez.

— Quiero que en esta hora me cuentes cómo te has sentido durante estas 23 horas y por qué me hiciste este regalo.  Sin mentiras. Si no quieres contarlo te quito el collar, pero si no, no quiero mentiras.

— No hace falta que me quites el collar. No te mentiré —dijo. Y continuó:

— Aunque va a ser difícil para mí, voy a hacerlo mientras sea tu esclava, porque cuando sea tu esposa no seré capaz de contar esto. Todo empezó cuando mi madre me preguntó si teníamos problemas, porque te veía triste.  Yo le expliqué que no. Me preguntó como nos iba en la cama. A mí me daba mucha vergüenza hablar de eso con mi madre, pero tenía miedo de que fuese verdad lo que decía y que te estuviera perdiendo.  Le expliqué que nuestro sexo no era muy especial sobre todo por mi vergüenza, para que no pensaras que yo era una puta.

— Pero yo nunca pensaría que tú eres una puta.

— Eso yo no lo sabía. Cuando era joven tenía una amiga que hacía todo lo que los chicos querían y al final todos la tenían con una puta y solo querían estar con ella un rato.  Yo pensaba que tú no me ibas a querer si yo era muy lanzada.

— Eso es una tontería. Yo te quiero mucho, hagamos lo que hagamos en la cama.

— Después de hablar con mi madre llegué a la conclusión de que tenía que cambiar, pero no sabía como, porque me daba vergüenza lanzarme. Empecé a buscar páginas web sobre sexo y viendo algunos sexshop, se me ocurrió lo del regalo. Así yo no hacía nada vergonzoso, sino que lo dejaba todo en tus manos.

— ¿Y cómo te sentiste cuando empezamos?

— Cuando empezamos, tuve dos sentimientos contradictorios: por un lado, la sensación de que ya no era responsabilidad mía lo que pasara. Todo quedaba en tus manos. Haría lo que me pidieras sin sentirme mal porque de alguna forma la “responsabilidad” es tuya. Por otro lado, tenía un miedo atroz a lo que fueras a pedirme —y siguió diciéndome: 

— Cuando empezaste, otra vez un sentimiento ambiguo. Por una parte, alivio. Sólo me pedías que hiciera las tareas de la casa. Por otra decepción. Me ofrezco como esclava sexual y me pones a fregar.  Me sentí humillada. Luego, cuando me dijiste que me tenía que poner la ropa del dormitorio, sentí que el juego volvía a empezar, pero no esperaba que fuera así. Me impresionó ver el uniforme que me habías preparado. No se dónde habías encontrado esa ropa, pero me sentía más que desnuda. Ahí si que me sentía como una puta, pero ya había decidido seguir, pasara lo que pasara. Así que bajé. Cuando me dijiste que no podía llevar braguitas y que me las quitara se me cayó el mundo encima. No podías pedirme que fuera peor que desnuda haciendo las tareas por casa.  Cuando me explicaste lo del collar y pedir permiso por hablar y demás estuve a punto de retirarme. Pero algo me decía que tenía que probar si quería salvar nuestro matrimonio, que sentía irse a pique después de hablar con mi madre.

— Yo noté que estabas a punto de retirarte. ¿Por qué seguiste?

No sé. Me parecía todo horrible, pero encontrarme allí casi desnuda, a tu completa disposición me aterraba y me excitaba. Si, me sentía excitada como no me había excitado nunca.  Cuando me pusiste en el suelo a cuatro patas y empezaste a mojar las tortitas en mí, creía que me derretía.  Ni en mis peores sueños había soñado una experiencia tan erótica. Luego, cuando prácticamente me forzaste sobre la encimera, tuve el orgasmo más brutal que había tenido nunca. Comparado con este, todos los demás orgasmos de mi vida son insignificantes.  Fue en ese momento cuando decidí que, si me dabas ese placer, iba a aguantar hasta el final, hicieras lo que hicieras. No quería perderme nada como aquello otra vez.

— Sigue.

— Luego llegó mi madre y me pilló así. Le conté lo que hacía e insistió en que estaba loca y que lo dejara, pero yo estaba cada vez más excitada pensando que era tu esclava.  Me estabas humillando, me sentía humillada, tratada como un objeto, y eso me excitaba más. Cuando me sentaste en el suelo, la falda no me cubría y notaba el frio de la solería en la vulva, pero no me dejaste acomodarme.  Cuando me pediste que me masturbara no sabía que hacer.

—¿Por qué?

— Yo no me había masturbado nunca, ni siquiera de adolescente.  Pero estaba tan caliente que empecé a tocarme y salió solo.  Cuando me obligaste a parar estaba a punto. Te hubiera matado. Pero entendí que era parte de tu dominio. Luego, al pedirme que te la chupara, sentí bastante asco; nunca había hecho algo así. Me sentí más humillada todavía. Estabas poniendo a prueba todos mis límites.

— ¿Y que más?

Cuando sentí tus labios en mi vulva me volví loca, y al lamerme el clítoris, ya no pude pensar en nada más que en corresponderte comiendo aquella cosa maravillosa que tenía delante. Fue una tentación irresistible.  Cuando probé un poquito de tu semen, al final, descubrí que estaba un poco amargo, pero no repugnante, como yo pensaba.  Luego, cuando me dejaste a medias y no me dejabas tocarme, te hubiera matado.

— Sigue.

— Cuando me llevaste como una perra hasta el dormitorio me sentí más que humillada. Tu tirando de la correa y yo a cuatro patas. Y cuando más humillada estaba, más cachonda me ponía. Cuando me tapaste los ojos y me ataste creí que explotaba. De pronto el mundo desapareció y solo había sonidos y contactos en la piel, y la deliciosa sensación de no ser responsable de nada porque no podía hacer ni evitar nada. Cuando me dijiste que me castigarías por hablar sin permiso fue horrible. Te fuiste un buen rato y yo no sabía que pensar; ¿qué me ibas a hacer?, ¿dónde estabas? ¿Me ibas a dejar así toda la noche y te ibas a olvidar de mí? ¿Me harías mucho daño?

— Continúa.

— Cuando volviste y empezaste a azotarme con algo, al principio pensé que era un juego, porque sólo me diste una palmadita, pero luego me diste fuerte. Fue algo increíble. Era un dolor bastante grande con cada golpe, pero al mismo tiempo, la sensación de inevitabilidad, el no poder hacer nada, el sentirme dominada hasta ese punto, me excitaba.  Tú no te diste cuenta, pero cuando me estabas golpeando el segundo cachete, tuve un orgasmo muy grande, aunque seguramente tu pensaste que los gemidos eran por el dolor.

— No sabía yo que te habías corrido con los azotes. Se ve que  eres más guarrilla de lo que yo pensaba.

— Luego empezaste a acariciarme, a lamerme, a estrujarme, a chuparme, fue increíble, parecía como si tuvieras cuatro o cinco manos. Unas fuertes, impulsivas, otras suaves, cariñosas, no se. Me sentí muy extraña y  muy a gusto.

— ¿Y lo demás?

— Cuando me mandaste a dormir en la alfombra y empezaste a masturbarte me sentí fatal, porque yo ya no servía ni como objeto, pero luego me llevaste al baño me puse contenta. Por fin contabas conmigo. Y entonces nueva humillación. Tenía que orinarme encima. Me sentía horrible, despreciable, humillada… y muy, muy excitada. En aquel momento yo era una auténtica perra.  Luego me metiste en la cama y me hiciste el amor con una ternura con la que no lo has hecho jamás. Entonces comprendí que todo lo que había pasado había merecido la pena, y no sólo eso, sino que lo había disfrutado de verdad también, incluso las humillaciones, como una auténtica perra.

— ¿Y ahora?

— A partir de ahora el sexo mejorará, no me importa chupártela o que me lo chupes o cualquier otra cosa que se nos ocurra,  pero no me siento con fuerzas para repetir algo así. Y, por favor, no me hagas hablar de ello a partir del momento que me quite el collar. Esto no ha ocurrido.

— Una última pregunta: ¿Cuál ha sido el peor momento de estas veinticuatro horas?

— Sin ninguna duda, la última hora. Lo más duro para mí ha sido hablar tan claramente de mis sentimientos, pero me alegro de haberlo hecho contigo.

Entonces, viendo en el reloj que eran las once del domingo, le quité el collar del cuello lentamente, la besé en los labios con mucho cariño, la abracé un tiempo, y luego fui a por el desayuno que le había preparado, mientras aún dormía, para traérselo a la cama. Luego, cogí el collar y lo tiré a la basura.

A pesar de ello, esta no sería la última vez que vería ese collar, pero esa es otra historia que contaré en otro momento.