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La golfilla de mi cuñada (3): la terraza.

en Amor filial

Continúo donde lo dejamos en el capítulo anterior. Yo me había tirado a mi cuñada en el baño mientras hablaba con las vecinas. Luego estuvimos en la playa. Después de la playa comimos en casa y llegó la hora de la siesta.

Yo tenía pánico a que pasara lo del día anterior y que mi esposa nos pillara. Cuando mi mujer se fue al dormitorio a echarse la siesta, yo me senté en el sofá en el lado que estaba más cerca de la televisión, para que mi cuñada no pudiera apoyar la cabeza en mis piernas. Pero ella no se cortó. En lugar de tumbarse en el lado que estaba más cerca de la televisión, puso un cojín en el otro lado y se tumbó en la misma dirección, pero poniendo esta vez sus piernas sobre las mías. Esta vez no estaba en bikini, llevaba una camiseta larga. Eso me alivió. Pobre iluso.

Al poner las piernas sobre las mías, se le subió un poco la falda y yo eché un vistazo de reojo y me puse blanco. Resulta que se había puesto la camiseta, pero no llevaba nada debajo. Al subirse la camiseta se veía su vulva perfectamente, rosada, un poco brillante. Se ve que a la guarrilla la ponía cachonda estar sin bragas. También me fijé en que no llevaba tampoco el sujetador.

De todas formas yo había decidido no arriesgarme más, así que decidí estarme quieto a pesar de que mis impulsos eran muy grandes. Ella cerró los ojos y se hizo la dormida. Yo le tiré un poco de la camiseta y se la bajé para que no se le viese nada. Tuve suerte, porque un momento después se abrió la puerta de mi dormitorio y mi mujer salió, saludo, se dirigió al baño y luego volvió al dormitorio. Mi cuñada seguía haciéndose la dormida.  

Al final no pude resistir la tentación y le metí la mano por debajo de la axila de la camiseta. Encontré su pecho turgente, lleno, hinchado… Se me disparó el pene hacia arriba. Su pezón se puso duro como la piedra. Los pechos aumentaron de volumen  con la excitación. Su respiración estaba ya alterada. Con el brazo por debajo de la camiseta, fui acariciándole los dos pechos y el vientre.

Yo estaba enfadado, no con ella, sino conmigo por no ser capaz de estarme quieto a pesar de lo que me estaba jugando. Por ese enfado empecé a acariciarla, tanto el pecho como el vientre, con más fuerza de la que sería aconsejable, así que esperaba que en cualquier momento protestara y me retirase la mano, pero por el contrario, mi violencia contenida y el pequeño dolor que le podía causar, parecía excitarla más aún. Siguió simulando que dormía y no hizo ningún gesto para pararme. Solo jadeaba cada vez más, aunque se veía que se esforzaba por no hacer ruido.

Con la mano que me quedaba libre empecé a acariciarle las piernas, desde los tobillos hasta los muslos, subiendo cada vez más por ellos hasta llegar al pubis. Estaba estrujándole los pechos y pellizcándole a la vez la vulva con la otra mano. Ella me estaba frotando la polla con la rodilla. Los dos jadeábamos en silencio. Por fin le metí un dedo en la vagina, y viendo que prácticamente no se inmutaba le metí dos y después tres mientras le apretaba el clítoris con el pulgar. Por fin noté que se corría por las contracciones de la vagina. Por la fuerza de las contracciones deduje que la corrida era brutal. Le miré la cara y vi como se retorcía como una máscara de goma, pero se mordía los labios para no hacer ruido. Yo en ese momento le estaba bombeando con una mano en el coño y con la otra le estrujaba las dos tetas con mucha fuerza. Por fin se relajó. Sus contracciones fueron parando y se fue relajando, pero yo no me había corrido, así que en plena excitación no estaba dispuesto a dejarla, a pesar del miedo que tenía de que nos pillara mi mujer.

Con los jugos que tenía en los dedos, seguí acariciándole la zona del trasero, recorriéndola de arriba a abajo. Empecé a empujar con el dedo medio en su ano. Ella dio un respingo, pero siguiendo con su papel en el juego, no dijo ni una palabra. Seguí recogiendo jugos de su vulva, que estaba inundada, y volviendo atrás hacia el culo, donde fui empujando con el dedo cada vez más a la vez que lo iba lubricando con sus propios líquidos. Por fin le metí el dedo entero, entrando y saliendo. Ella estaba un poco parada. Era evidente que no estaba acostumbrada a eso. Pero estaba atrapada en su propia trampa de simular que no estaba ocurriendo nada.

Empecé a meter y sacar el dedo lubricando cada vez más. Sentía la resistencia de su esfínter cada vez que lo introducía, y como rodeaba mi dedo con él una vez que estaba dentro. Empecé a masajear en círculos el trasero que se iba dilatando cada vez más, hasta que pude meter el segundo dedo. Ella volvía a estar excitada. Parecía extrañada de lo que sentía, pero le estaba gustando. Cuando ya estaba bien dilatada, le metí los dos dedos por el ano y el pulgar por la vagina, y me puse a frotar la pared entre el ano y la vagina con los tres dedos. Se puso como loca. Se volvió a correr como las locas. Pero consiguió mantener un silencio casi absoluto.

María ya se había corrido dos veces, pero yo no me había corrido ninguna. Ya era tarde y mi esposa debía estar a punto de despertarse, así que la dejé, ella se levantó y fue a su habitación a ponerse un bikini debajo de la camiseta. Después volvió a tumbarse en el sofá. Creo que incluso dio una cabezada de quince minutos. Al cabo de diez minutos se levantó mi esposa.

Como casi todas las tardes, ellas dos se fueron a la playa y yo me quedé en casa, enredando con el ordenador. Cuando volvieron nos duchamos los tres y nos fuimos a cenar en la playa, en uno de los muchos chiringuitos que hay. A la vuelta, estuvimos un rato viendo la televisión y mi esposa dijo que estaba cansada y se quería acostar. Yo, que me había quedado con un calentón desde la tarde y de pronto me apeteció mucho follarme a mi mujer. Es verdad que en verano, con el calor, lo hacíamos menos, pero no lo abandonábamos del todo. Cuando dijo que se quería acostar le dije que yo también. Mi cuñada se quedó en la terraza mirando al mar y  al cielo cuajado de estrellas que había ese día. Decía que le apetecía relajarse un rato sin televisión.

Por el pasillo dirigiéndonos al dormitorio abracé a mi mujer y empecé a besarla en el cuello. Mi mujer entendió perfectamente el mensaje y ronroneó satisfecha. Una vez en la habitación cerramos la puerta y yo abracé a mi mujer mientras la desnudaba y me desnudaba yo. A mi mujer y a mí nos gusta el sexo variado, y aquel día yo estaba juguetón. Abrí el cajón de la mesita y saqué la  cinta negra de seda que solía usar para atarla a la cama. Saqué también un cepillo del pelo que usaba a veces para darle azotitos: se lo enseñé en silencio, preguntándole si le apetecía ese tipo de juego. Creo que ese día no esperaba ese tipo de juego, pero sonrió y asintió en silencio.

Se tumbó en la cama y levantó los brazos hacia el cabecero. Yo cogí la cinta y le até las manos al cabecero con suavidad. Después cogí otras cintas y le até los pies a la cama también, dejándole también las piernas abiertas con las rodillas dobladas de forma que no las pudiese cerrar.

Cogí una última cinta y le vendé los ojos. Después saqué una pluma y empecé a acariciarle el torso. Empecé en la cara, seguí por los hombros y la parte alta del pecho, baje entre las tetas hasta llegar al vientre y luego me desvié hasta bajar por una de las piernas y subir por la otra. Terminé en el pubis, pero sin tocar la vulva. Empecé a tocar con la pluma en puntos distintos del cuerpo. Empecé a alternar los toques con la pluma con golpecitos dados con bastante suavidad, peor de forma que ella nunca sabía cuando le iba a llegar una caricia o un golpe. Poco a poco iba subiendo la fuerza de los golpes. Ella se iba excitando cada vez más.  No podía moverse mucho por como estaba atada, pero su cuerpo se retorcía.

Seguí jugando por todo el cuerpo con la pluma y el cepillo, pero centrándome más en la parte interior de los muslos y empezando a tocar también el pubis. Se iba poniendo frenética. Entonces le desaté las piernas y se las levanté hacia arriba y las até de nuevo, pero esta vez al cabecero, de forma que se quedaban levantadas. Nunca lo había hecho así. Esta postura dejaba a la vista todo el trasero, la parte posterior de los muslos y la vulva un poco presionada entre las piernas. Seguí con las caricias y los golpes, centrándome sobre todo ahora en los glúteos y los muslos por detrás. Después le acaricié con la pluma por toda la vulva y el trasero. Seguí dándole también con el cepillo en la vulva, aunque más suave.

De pronto sentí una corriente de aire y miré hacia la puerta. Me di cuenta de que mi cuñada había abierto la puerta, y en vista de que mi mujer tenía los ojos tapados se había metido un poco en la habitación y estaba mirándonos follar con total descaro.  Yo decidí hacer como ella hacía últimamente: ignorarla y dar un espectáculo que la excitara.

La vulva brillaba por el líquido que desprendía. Dejé de acariciarla con la pluma y aproveché el mango del cepillo para acariciarla, por contraste, con algo más duro. Ella estaba excitadísima, sobre todo por la expectación de no saber lo que le esperaba. Aunque se lo hiciera mil veces, ella nunca sabía que esperar, porque cada vez era distinto. Esta vez, después de acariciarle con el mango, sin parar, cogí el mango y se lo metí de un golpe en la vagina. Ella dio un salto. Desde luego, no esperaba esa brusquedad. Empecé a meterlo y sacarlo. Duro, insensible. Ella soltaba quejidos leves, dolorida, pero el mango salía cada vez mas empapado. Evidentemente lo estaba disfrutando.

Por último, cuando vi que le faltaba poco para correrse, saqué el mango del cepillo y de un golpe también le metí la polla. Yo estaba a punto de correrme. Ella también. Empecé a meterla y sacarla cada vez más frenético hasta que explotamos en un orgasmo los dos.

Entonces empecé a soltarla.  Mi cuñada se marchó cerrando la puerta con suavidad. Yo  solté del todo a mi mujer, la abracé y la besé en toda la cara: en la frente, en los ojos, en las mejillas, en la barbilla, en los labios…

Nos quedamos abrazados un rato. Al final ella se quedó dormida, pero yo no me había relajado. A pesar de haberme corrido, seguía medio empalmado y excitado. Decidí salir a fumarme un cigarro a la terraza.

Cuando llegué arriba me encontré una sorpresa. Yo pensaba que mi cuñada estaría ya en su habitación durmiendo. Pero estaba en la terraza, en uno de los sofás que tenemos allí,  bajo un toldo, tapada con una colcha vieja. Yo me senté en el otro sofá y me quedé mirando a las estrellas mientras fumaba un cigarrillo.  Ella me sonrió, y con el tono que se dirigía siempre a mí, con una especie de ironía inocente, me dijo:

― ¿Por qué no te sientas conmigo? ¿Es que me tienes miedo? Ya deberías saber que yo no te voy a hacer nada. ¡Ni que te fuera a meter mano!

Este era el mismo tono burlón que tenía siempre, siempre de broma.  Seguía haciendo como si entre nosotros no hubiera pasado nada.

Entonces me senté a su lado.  Cuando rocé su cuerpo con el mío, descubrí con estupor que la piel que rozaba con mi cuerpo no se interponía ninguna ropa más que la mía.  Ya no pude contenerme. La abracé, la levanté me tumbé en el sofá y puse su coño sobre mi cara. Empecé a lamérselo, a mordérselo, a chupárselo. Me sentía una fiera salvaje. Ella, al sentirlo, se dejó caer hacia adelante y empezó una mamada fenomenal. Nos llevó al cielo a los dos. Al final yo le llené la boca de leche y ella llenó la mía con sus jugos. No sé qué había pasado. Yo me había corrido dos veces seguidas y aún así no me bajaba el empalme. Normalmente después de la primera vez, yo necesitaba un ratito grande para recuperarme, pero esa noche llevaba dos seguidos y seguía con el periscopio en alto. María parecía agotada, pero no la dejé descansar. La cogí, la puse a cuatro patas y le metí la polla hasta el fondo. La cogí del pelo y empecé a bombear en su vagina hasta que se volvió a correr.

Se dejó caer a mi lado y me dijo:

― Necesito crema. No sé por qué, pero tengo el coño escocido. Será el calor.  

De nuevo no reconocía que hubiera pasado nada. Yo cada vez me sentía más culpable, pero ella cada vez me excitaba más.

Y lo que ocurrió después ya te lo contaré en el siguiente relato.