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Mi suegra me sorprendió (8)

en Amor filial

Ante todo, quiero pedir disculpas por haber tardado tanto en continuar la serie. No pude hacerlo antes. Gracias a los que me animasteis a continuarlo con vuestros comentarios.

El fin de semana siguiente a mi “regalo” de cumpleaños, mi mujer no estaba de guardia, así que el sábado estuvimos de compras y luego hicimos las tareas pendientes de la casa que se iban quedando atrás durante la semana.  Por la noche habíamos quedado con unos amigos para salir, así que fuimos a cenar fuera y lo pasamos bastante bien con ellos.  A la vuelta, Inma se fue a cambiarse y volvió con un camisón que yo nunca había visto. Hombros de tirantes, un escote de órdago y lo bastante corto como para que yo viese la mitad de su trasero, “cubierto”, por cierto, sólo por la tira del tanga, que se introducía entre sus glúteos y dejaba completamente a la vista sus dos nalgas maravillosas.

Yo me había puesto el pantalón del pijama, sin nada debajo, y nada más verla, mi pene se irguió y se levantó con toda su fuerza.

Ella me miró y sonrió:

— ¡Parece que te alegras de verme!

Yo le guiñé un ojo:

—No soy yo, es él —señalé hacia mi pene—, aunque yo también me alegro de verte así. Ese camisón no lo conocía.

— No, lo compré ayer.  Pensé que te gustaría.

— Me encanta.

Inma se acercó a mí, me empujó sobre la cama y bajó de un golpe el pantalón del pijama. Mi pene se irguió, erecto, apuntando hacia el cielo. Inma lo cogió por la base y empezó a masturbarme, acercando poco a poco su boca a mi glande.  La sola visión de esa boca que se acercaba me fue excitando. Inma recorrió mi glande con la punta de la lengua, lamiendo con suavidad y calma infinita, mientras subía y bajaba lentamente la mano que asía el tronco.

Yo me iba poniendo cada vez más excitado. Al acercarse a mí, Inma se había puesto de rodillas sobre la cama. Su trasero quedaba a la altura de mi brazo, de forma que el instinto me empujó a tocarlo. Sus nalgas eran espectaculares. Con la edad que tenía, su trasero se mantenía terso y erguido, así que empecé a acariciarlo, a amasarlo y a pasar mi mano sobre todo él. Por último bajé un poco la mano y toqué su vulva, que estaba mucho más húmeda que de costumbre.  De un tirón la coloqué sobre mí y empecé a chupar su concha, con la misma suavidad que ella lamía mi glande, separando los labios y llegando suavemente a su clítoris. Noté como el botoncito crecía bajo mis labios. Empecé a escucharla gemir mientras me acariciaba con la lengua. De pronto, rodeó mi glande con la boca y se lo metió dentro. Yo, al sentir aquello empecé a lamer con más fuerza.

En poco tiempo estábamos en pleno sesenta y nueve, dándonos placer mutuamente. Ella se tragaba mi pene cada vez más profundamente, y yo la acariciaba y la lamía cada vez más intensamente. Por fin, cuando notaba que me iba a correr intenté retirarla del pene para no acabar en su boca, pero ella se resistió y se quedó allí, recibiendo todo el semen que salía. No se lo tragó todo, sino que la mayor parte salió por los lados de sus labios, pero la sensación de correrme dentro de su boca fue fantástica. Al mismo tiempo, ella empezó a agitarse, presionando mi cara con su vulva, de forma que casi me ahoga. Yo seguí presionando con mi lengua en la entrada de la vagina al tiempo que le acariciaba el clítoris con la mano, de forma que explotó en un orgasmo con salida de líquidos que estuvieron a punto de ahogarme, porque casi no podía respirar. De todas formas, aquello sabía delicioso, así que acabé tragándome todo lo que cayó dentro de la boca.

Yo pensé que después de la corrida que habíamos tenido los dos, habíamos terminado, pero Inma quería otra cosa.  Empezó  a tocarme otra vez el pene con las manos, pero yo estaba saturado en ese momento y no consiguió que se me levantase de nuevo. Entonces se fue, se lavó y volvió a la cama. Cogió mi mano y la acercó a su vulva. Estaba bastante seca. Me obligó a acariciarla un poco por encima con la mano e, inmediatamente, su raja se llenó de jugos de nuevo. Al sentir como se excitaba con sólo tocarla, mi polla volvió a erguirse. 

La cogí, la coloqué sobre mí y empecé a penetrarla poco a poco. Yo estaba sentado y ella estaba sentada sobre mí, de frente, de forma que sus pechos quedaban justo al alcance de mis labios.  Comencé a penetrarla y a morder sus pechos al mismo tiempo. Mordisqueaba sus pezones y ella soltaba grititos de placer.  En poco tiempo estaba gimiendo de nuevo como una loca. Yo estaba excitado, pero como me había corrido poco antes, no podía correrme de nuevo tan pronto.  Inma se corrió aullando. Cuando terminó, se acercó a mi oído y me preguntó:

— ¿Te has corrido?

— No, todavía no.

— ¿Qué te apetece?

— Nada, déjame a mí.

Ella ya se había salido de mi pene después de correrse, pero yo estaba totalmente empalmado. La tumbé boca abajo en la cama y empecé a besarla en la nuca, bajando por su espalda lentamente, beso a beso, caricia a caricia. Inma, incluso después de correrse dos veces, comenzó a gemir suavemente al sentirlo. Cuando llegué al trasero, empecé a mordisquearlo.  Ella se estremeció. Empecé a darle golpecitos en el trasero alternándolos con los mordisquitos.  Ella se estremeció. Empecé a golpear un poquito más fuerte. Le susurré al oído:

— ¿Te molesta, guarrilla?

— Me encanta, y más que me llames guarrilla. Dame más fuerte.

Empecé a darle más fuerte con la palma de la mano alternando con mordisquitos, caricias y lametones.

Abrí el cajón de la mesilla y saqué un bote de lubricante que había comprado sin que  Inma lo supiera.  Lo dejé caer desde arriba sobre la raja de su trasero y ella dio un grito al sentir el frío que le caía.

— ¿Qué es eso?

— Nada, no te preocupes.

Empecé a extender el lubricante por su vulva y, sobre todo por su ano, que tenía contraído.  Me extendí por toda la vulva para confundirla, pero mi objetivo era muy distinto. Fui lubricando su ano con sucesivas pasadas, hasta que metí un poco el índice en su trasero. Ella dio un respingo:

— ¡Eso no!

—¡Déjame! ¡Si no te gusta lo dejo, pero déjame probar!

Inma se calló, pero no estaba muy convencida.  Le había metido el pulgar un poco y le metí el índice en la vagina. Ella gimió al sentirlo. Fui masturbándole la vagina con el índice mientras le metía el pulgar poco a poco, sacándolo para lubricar de nuevo. Cuando sacaba el dedo notaba que el ano se quedaba un poco abierto y aprovechaba para echarle lubricante dentro. Luego seguía extendiendo ese lubricante; el dedo entraba en el trasero cada vez con más facilidad. Ella se estaba excitando cada vez más. Empecé a hacer la pinza con los dos dedos apretando el que tenía en el ano con el que tenía en la vagina con la pared vaginal entre ambos.  Inma empezó a gemir.  Por fin noté que el ano estaba bastante dilatado. Sin sacar el dedo de su vagina la hice ponerse a cuatro patas. Me acerqué a ella con el pene tieso. Ella, al ponerla en esa postura empezó de nuevo:

— No…

— Calla. ¿Te he hecho daño hasta ahora?

— ¡No, pero tengo miedo!

— ¡Ya te lo he dicho, déjame probar! ¡No te arrepentirás!

Acerqué mi glande a su agujero y empecé a empujar suavemente. Ella soltó un pequeño gemido:

— ¡Es demasiado grande para eso!

— ¡Pssss…!

Saqué el glande y lo unté de lubricante. Mientras, con la mano, seguí penetrando su vagina con dos dedos y acariciando el clítoris con otro.  Ella siguió excitándose. Volví a poner el glande en su trasero y empujé suavemente. En este momento entró el glande completo. Inma suspiró, pero no se quejó como antes. Fui empujando poco a poco, mientras la masturbaba con la mano. Ella pasó de gemir a gritar. Cada vez  gritaba más fuerte, y empezó a moverse de atrás y adelante para que mi polla se moviera dentro de ella. Ella tuvo un orgasmo increíble, como yo no había visto nunca, ni siquiera cuando era mi esclava.

Creo que la escucharían gritar hasta en el Ayuntamiento del pueblo, que estaba en el otro extremo.  Al sentir ese orgasmo yo no pude aguantar más y me corrí, llenándole el culo de leche y cayendo agotado sobre ella. Ella cayó sobre la cama al sentir todo mi peso y no tener ya fuerzas.  Me deslicé a un lado, la abracé y le di un beso. Nos  dormimos abrazados.  Ya casi dormida me susurró al oído:

— ¡Nunca pensé que iba a disfrutar tanto que me rompieran el culo! ¡Habrá que repetirlo!

Seguimos haciendo el amor suavemente durante todo el día siguiente, sin exaltación, pero casi sin pausa. Cada vez que hacíamos algo juntos acabábamos acariciándonos el uno al otro. He perdido la cuenta de cuantas veces lo hicimos.  Yo ya no soy un niño y necesito un tiempo para recuperarme, pero aquel fin de semana fue de locura.

El lunes, cuando volví del trabajo, Inma no había llegado aún, así que aproveché para repasar las grabaciones de la casa de mi suegra. No me sorprendió descubrir que mi suegra se había acostumbrado a vigilarnos a través de las cámaras mientras hacíamos el amor. Como tenía una cámara que mostraba la pantalla de su ordenador, me di cuenta de que mientras yo le partía el culo a mi esposa, ella se había masturbado frenéticamente hasta correrse.  Decidí que se acercaba el momento de volver con ella. Llevaba dos semanas con mi esposa y tenía bastante abandonada a mi suegra. Pero el próximo fin de semana mi mujer tenía guardia de 48 horas, así que podía dedicarme a mi suegra de lleno.

Para empezar, compré unas braguitas con vibrador y mando a distancia. Yo ya sabía que el sábado había quedado para almorzar con sus amigas y amigos. Normalmente iban al bar de la urbanización donde comimos los dos la última vez. Le dejé las braguitas en el cajón donde guardaba las cosas, en su dormitorio, aprovechando que salió a comprar. Cuando volvió, esperé a que faltaran diez minutos para la hora a la que se iba y le mandé un e-mail.

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De: Desconocido

Asunto: Instrucciones.

Contenido:

Se que has quedado a comer con tus amigos. Abre el segundo cajón de tu cómoda y cambia tus braguitas por las que encontrarás ahí. Luego ve con tus amigos. 

Aviso: Este e-mail es de obligado cumplimiento.

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Como siempre, se quedó, pensativa, pero por fin abrió el cajón, sacó las braguitas y las examinó. Eran unas braguitas normales con un pequeño bolsillo para el vibrador que quedaba justo encima del clítoris. Lo volvió a pensar un instante y finalmente, se quitó las braguitas que llevaba y se puso las nuevas.  Levaba un vestido de flores, y, lógicamente, no se le notaba nada. El vestido le llegaba por debajo de las rodillas, así que no le podían ver nada extraño.

Se fue a su comida con los amigos con cara de preocupada. Yo había salido antes que ella, y había aparcado mi coche cerca del restaurante. Esperé dentro, con unos pequeños prismáticos para vigilarla. Afortunadamente, mi coche era un modelo corriente, aunque con lunas tintadas, así que no me veían desde fuera. Andrea llegó y se sentó con sus amigas y amigos. Empezaron a comer. Yo había traído el mando a distancia de las braguitas y estaba colocado lo bastante cerca de ella para hacerlo funcionar.

Andrea miraba a su alrededor de vez en cuando con aprensión, pero no se fijó en mi coche. Como ya os dije, es un modelo corriente. Se veía que estaba esperando que lo activara, así que decidí esperar lo suficiente para sorprenderla. Cuando llevaban ya media hora charlando y comiendo, decidí que había llegado el momento. Puse el mando al mínimo de intensidad y lo activé un par de segundos. Luego lo paré. Mi suegra pegó un respingo. Empalideció. Pero apenas le dio tiempo a reaccionar y ya había acabado. Volvió a mirar. Sus amigos notaron algo raro.

— ¿Pasa algo, Andrea?

— No, no pasa nada. Ha sido sólo un escalofrío.

La dejé que siguiera charlando y al cabo de dos minutos, volví a activarlo. Todavía al mínimo. Esta vez ella lo estaba esperando y no se inmutó. Simplemente se quedó callada. Noté que su  cara se estremecía, pero sus amigos no se dieron cuenta.  Esta vez lo dejé durante diez segundos. Observé como su cara luchaba por mantenerse impávida.  Cuando lo apagué, noté como su cara se relajaba.

Seguí con ese juego durante un buen rato. Cuando ella ya había aprendido a  controlarse yo aumentaba la intensidad. Yo veía como su cara se contraía por el esfuerzo de que no se le notase.  Por fin ella se levantó y fue al servicio. Estoy seguro de que se iba a dar una buena corrida a mi salud, y aunque no sabía si el mando llegaría hasta allí, lo puse al máximo de potencia y lo dejé encendido más de dos minutos, por si acaso. Después me fui a mi casa, a esperar que mi suegra volviera.

No la oí llegar.  Al cabo de una hora, recibí un e-mail.

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De: Andrea

Para: Desconocido.

Asunto: Sorpresa.

Contenido:

Dile a Simón que venga a verme.

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Me sorprendió que Andrea me llamara por e-mail. Normalmente cuando quería algo se asomaba por la puerta. Me acerqué a la puerta y abrí. Mi sorpresa fue mayúscula cuando pasé al otro lado. Allí estaba Andrea, en el centro del salón, desnuda, de rodillas en el suelo y con la cabeza agachada. Pero cuando aluciné por completo fue cuando vi que Andrea llevaba al cuello el collar que yo había usado con Inma y luego tirado a la basura.

A pesar de haberme oído no se movió. Entendí lo que pretendía. Me acerqué a ella, la toqué en el hombro y le dije:

— Quiero saber qué haces.

— Mi amo sabe lo que quiero.

— ¿Dónde has encontrado ese collar?

— Vi como lo tirabas a la basura y fui a tu casa cuando no estabais y lo recogí de la basura.

— ¿Por qué lo cogiste?

—Verte dominar a mi hija me puso como una loca. Después, cuando me obligaste a pegarle y a lamerla y besarla, al sentirme dominada y humillada, mi placer fue enorme. Estuve toda la noche siguiente corriéndome sin parar, incluso sin tocarme, solo con pensar que tu me tratabas como una esclava, igual que a Inma aquel día. Entonces fue cuando recogí el collar, lo limpié y lo guardé, pensando en ofrecerte este regalo. Hasta hoy no me atreví, pero me has puesto tan cachonda en el bar con tu último regalo, que casi me llevo a uno de mis amigos para violarlo en el servicio. Por eso he decidido hacerlo hoy que Inma está de guardia y yo estaba lo bastante excitada para saltarme la vergüenza.

— Está bien. Acepto tu regalo. Ya conoces las condiciones. Pero, ya que tú las has pedido voluntariamente, las tuyas serán más duras. Serás mi esclava todo el día de hoy, hasta la hora de que vuelva Inma del trabajo. Ya que estás desnuda, seguirás estando completamente desnuda, sin ponerte nada encima, pase lo que pase. Sólo podrás sentarte en el suelo. Ni siquiera en las alfombras.  Sólo andarás a cuatro patas a no ser que yo te ordene otra cosa. No podrás hablar sin que yo te autorice. Ya sabes la forma de pedir permiso.  No podrás usar el baño sin mi permiso. Tampoco podrás comer más que lo que yo te diga y como yo te lo diga.  Si tienes algo que decir, ahora es el momento.

—¿Me castigarás con dureza? — En su tono se notaba que la idea la excitaba y la asustaba a la vez.

—Si  eres mi esclava, haré lo que quiera contigo. Te castigaré con dureza o no según me apetezca, y dará igual que tenga motivo o no.  Si no te gusta, puedes quitarte el collar. Al ser voluntario, no tendrás ninguna sanción por quitártelo. De todas formas, si sigues, podrás quitártelo cuando quieras, y se acabará la esclavitud en ese mismo momento. 

Me quedé pensando que hacer  con esa esclava que me había aparecido de repente, ya que no tenía nada preparado.  Afortunadamente lo único que no me falta es imaginación. Me fui a buscar entre algunos juguetes que había comprado para el futuro, y volví a donde estaba mi esclava Andrea. Ella se había quedado de rodillas en el suelo sin moverse mientras yo iba a casa. Al parecer se había aprendido bien su papel. Seguro que después de ver a su hija, no esperaba lo que yo iba a hacerle para comenzar.  

Lo primero que hice fue ponerla de pie, ponerle los brazos hacia arriba y ponerle unas esposas. Después sujeté una cadena que había traído a las esposas y, subiéndome en una silla, la sujeté al gancho de la lámpara. De esa forma quedaba un poco de puntas sobre los pies, aunque no demasiado. Yo sabía que el gancho de la lámpara aguantaría su peso porque lo había instalado yo y sabía que era fuerte.  Exclamó:

—¡Me duelen los brazos! — le di un fuerte azote en el trasero.

—¡No te he dado permiso para hablar, esclava! ¡Sólo hablaras si quieres dejar de ser mi esclava!

Noté que se mordía los labios para no responder.

Estaba muy sexi allí colgada. Me acerqué, le cogí la cara apretando las mejillas y la besé. Apenas un pico.  Mientras lo hacía bajé la mano por su pecho hasta llegar al sexo. Estaba empapado.  Le susurré al oído:

— ¡Estás cachonda, guarra!  —Le tapé la boca para que no pudiera contestarme—.  Ahora te voy a hacer un regalito.

Cogí un pañuelo y le vendé los ojos. Me gusta hacerlo porque eso aumenta la agudeza del resto de sus sentidos.  Una vez sujeta y con los ojos tapados, le recorrí el cuerpo por delante con la uña del meñique. Se estremeció.  La rodeé e hice lo mismo por la espalda, desde el cuello hasta el final de la columna. Se estremeció otra vez. Volví a recorrer con mi meñique su cuerpo. Esta vez por el costado derecho. Luego por el costado izquierdo. Ella se removió inquieta, subiendo y bajando sobre la punta de los pies.

Con la uña del mismo dedo acaricié su pubis, bajando hacia la vulva y siguiendo hacia el ano. Al notar el dedo ella abrió un poco las piernas, aunque la postura en la que estaba la forzaba a ponerse más sobre la punta de los pies para abrir las piernas. Le aflojé un poco la cadena para que pudiera apoyar las piernas y abrirlas. Su expresión de alivio fue inmediata. Empecé a acariciarla con la yema de un dedo, apenas rozándola. Ella se movía buscando aumentar el contacto, pero yo procuraba evitarlo.

Cogí un vibrador y, después de lubricarlo, lo fui introduciendo poco a poco en su vagina.  Ella se estremeció más todavía. El vibrador no era muy grande, así que se lo metí casi entero. Ella se derretía. Lo notaba. Puse el vibrador en marcha, despacio. Ella soltó un gemido. Le sujeté las piernas juntas, apretando el vibrador con ellas.  Le susurré al oído:

—Procura que no se te caiga. Si se cae tendrás un castigo muy duro.

Noté como su cara cambiaba. El placer que reflejaba su cara pasó a preocupación.  Sus piernas, que al soltarlas yo habían comenzado a abrirse, volvieron a cerrarse de golpe. Aguantó un par de minutos sin abrir las piernas, pero yo, que me había sentado enfrente, veía como sus músculos de las piernas se relajaban y se volvían a contraer rápidamente cuando se daba cuenta de que se había relajado.  Al mismo tiempo notaba que se iba excitando cada vez más con la situación. Su rostro alternaba continuamente entre la angustia y el placer. Cada vez estaba más cerca del orgasmo.

Sus piernas se fueron abriendo sin remedio. Por fin jadeaba y gemía. Estaba a punto de correrse. Yo sabía que era imposible que retuviera el vibrador en la vagina. Cada vez estaba más abierta de piernas y más lubricada, así que con la lubricación, la vibración y la abertura, más temprano que tarde caería.

Por fin sentí como se corría. Pegó un grito, y sus piernas temblaron convulsamente. Dejó su cuerpo colgando de los brazos. El vibrador cayó al suelo.  Detrás del vibrador salió un enorme chorro de flujo que corrió por sus piernas hacia abajo.  Me acerqué y la sujeté en alto para que no descansara todo su peso en los brazos hasta que se recuperó un poco, pero no la solté.  Le susurré de nuevo:

—Te avisé de que no lo dejases caer, zorra.

—No he podido evitarlo, Simón.

Le di un golpe en la nalga.

—¡No te he dado permiso para hablar! ¡Y no olvides llamarme Amo! —Al mismo tiempo que le dije esto le di un pequeño pellizco en el pezón derecho, que seguía de punta.  Ella soltó un gemido, pero no habló de nuevo. Aprendía rápido.  Continué.

—¡No quiero oírte hablar a no ser para dejar de ser mi esclava! ¿Quieres dejarlo? ¡Puedes hablar!

—¡No, … Amo!

—¿A pesar de saber que te toca un castigo por no cumplir mis instrucciones?

—¡No, Amo!

La dejé allí y me di una vuelta por la casa. En el baño cogí un cepillo para el pelo. En la cocina una paleta de silicona que parecía nueva o casi nueva.  Me acerqué a ella. Ahora te voy a dar diez azotes para que aprendas a cumplir mis instrucciones. Quiero que los vayas contando a medida que te los doy. Si se te olvida contar alguno te lo repetiré.

La golpeé con la parte trasera del cepillo, bastante fuerte. Su cuerpo se fue hacia adelante. Se mordió los dientes. Le dije:

—Cuenta.

—¡…un… uno!

Me acerqué y le acaricié la vulva con la paleta de silicona. No lo esperaba. Se estremeció.  Pese a ello, estaba tan húmeda, que la paleta se deslizó sola sobre la vulva. Le di el segundo golpe con el cepillo. Gimió.

—¡Dos!

Volví  a acariciarla con la paleta. Al abrir sus piernas noté que su flujo volvía a caer a pesar de que acababa de correrse.  La golpeé de nuevo:

—¡Tres!

Seguimos así hasta llegar a cinco. Primero la golpeaba en el glúteo y luego la acariciaba en la vulva. Su trasero se iba enrojeciendo cada vez más. Ella daba un respingo y gemía alternativamente.  Me acerqué a su oído:

—¿Quieres que te quite el collar?

—¡No!

La golpeé entonces en el otro lado del trasero. Más fuerte.

—Seis. —Volví a acariciarla con la paleta de silicona. La paleta salió empapada de sus jugos. Seguí golpeando y acariciando hasta llegar a diez. Con los últimos golpes gritaba por el dolor e inmediatamente gemía de placer. Temblaba cada vez que yo la tocaba o golpeaba. Después de llegar a diez le toqué la vulva y la encontré empapada:

— ¿Te has corrido, guarra?

— ¡Dos veces, Amo!

En ese momento decidí probar otro juguetito que había comprado.  Era una especie de consolador del que salía una larga cola por la parte trasera. La dependienta del sexshop me dijo que se colocaba para simular que la persona que lo llevaba era un caballo, pero yo lo consideré adecuado para una perra como la que tenía delante. Empapé mi mano en sus propios jugos y la acaricié en el ano. Ella seguía colgada del techo y con los ojos tapados. Se estremeció.

Cuando le metí el dedo por detrás no pudo evitarlo:

—¡No!

La golpeé con la cola en el pecho con bastante fuerza, dejándole una marca roja que le recorría el costado y el pecho izquierdo. Gimió con fuerza. Le  dije:

—¡No quiero oírte hablar mas que para dejarlo! ¿Quieres dejarlo?

—…No…

Seguí lubricándole el trasero con mis dedos hasta que dilató lo suficiente. Le puse el consolador en el culo. Se estremeció.  En este caso no tenía vibrador y no era demasiado grande. La parte que se introducía estaba diseñada para sujetar la cola sin salirse, por su forma.  Me acerqué a su oído.

—¡Mi perra tiene ahora un bonito rabo!

La solté, le quité la venda de los ojos y la puse enfrente del espejo para que viera el efecto de la cola saliendo de su trasero.  La notaba excitarse al moverse con aquello metido por detrás, pero no habló.

—Ven conmigo —le dije.

Cuando empezó a andar le di un empujón y la puse en el suelo:

—¡A cuatro patas, perra!

Me dirigí al dormitorio y me tumbé encima de la cama, desnudándome antes por completo. Me tumbé boca abajo. La miré.

—¡Quiero sentir la lengua de mi perra en mi cuerpo! ¡Procura no dejar nada atrás!

Comenzó a acariciarme con la punta de la lengua en el cuello y poco a poco bajó por la espalda hasta llegar a mi trasero. Me lamió los glúteos y pasó a las piernas. La cogí del rabo y le tiré hacia arriba.

—¡Se te olvida lo de en medio! —Le di un pellizco en el pezón, que ya estaba muy tieso en ese momento y que se puso rojo inmediatamente.  Me miró con cara de pánico, pero yo le sostuve la mirada sin pestañear. Iba a probar hasta donde llegaba mi perrita.

Finalmente se acercó a mi trasero, separó mis glúteos y fuel lamiendo la raja y el ojete varias veces hasta que la empujé para que siguiera por las piernas. Yo estaba excitado. Era una sensación increíble sentir como me iba mojando con su saliva y como después esa saliva se iba enfriando poco a poco sobre mi cuerpo.

Lamió todas mis piernas y llegó hasta los dedos de los pies. Me di la vuelta.  Mi polla estaba tan dura como no recordaba yo haberla visto nunca.

—¡Sigue por delante, pero deja la polla para el final!

Siguió lamiéndome por todo el cuerpo, rodeando la polla sin tocarla en la primera pasada. Cuando terminó con la cara bajó de nuevo hacia la polla y empezó una mamada espectacular. Me mordía suavemente, me empapaba con su saliva y se la metía y sacaba de su boca hasta el fondo.  Yo ya no podía más. La situación me tenía frenético. Me corrí en su boca, sin avisar. Le di un aviso.

  —Si se te cae algo atente a las consecuencias.

Vi que se ponía roja y cerraba la boca. Después tragó varias veces sin abrirla. Por fin la abrió y me enseñó que no quedaba nada dentro.

—Muy bien, perrita. Ahora al suelo, que es tu sitio.

Se quedó de rodillas hacia mí con la cabeza baja, en la postura que parecía pedir permiso para hablar. Se lo di.

—¡Habla!

—Amo, me he quedado muy mal. Necesito correrme. Déjame al menos que me masturbe.

— Si veo que te tocas te ataré las manos. Ya te he dicho que mi esclava sólo hace las cosas cuando a mi me apetece.  Y ahora quédate de rodillas, de espaldas a mí.

Al cabo de cinco minutos empecé a acariciarla como si fuera una perra. Le acariciaba la espalda, el pelo, detrás de las orejas, la barriga. La cola que salía de su trasero se estremecía. Cuando vi que estaba a punto de correrse paré. Su mano se dirigió instintivamente a su vulva. Le di un manotazo:

— ¡A cuatro patas, perra!

Volvió a apoyar las dos manos en el suelo, pero noté como juntaba las piernas y se acariciaba la vulva con los muslos.  Le di una fuerte palmada en la nalga derecha, que tenía más cerca.

— ¡Abre bien las piernas! ¡Guarra!

Obedeció en el acto. Le saqué el consolador del ano y la dejé allí, a cuatro patas en el suelo y jadeando de deseo insatisfecho. Poco a poco fue perdiendo la excitación. Yo simulaba dormir mientras estaba pendiente de lo que hacía ella. No se movió, pero yo notaba que ya no estaba tan excitada. Había dejado de jadear y de removerse en el suelo.

— ¿Puedo hablar, amo?

— ¡Habla!

— Necesito ir al servicio. No puedo aguantar más.

— Hoy no quiero que te laves.

— No es eso.¡ Me voy a orinar encima si no me dejas ir!

— Esa es una buena idea.  ¡Túmbate boca arriba!¡Y junta las piernas! ¡Quiero que aguantes todo lo que puedas!

La verdad es que Andrea aguantó un buen rato, pero finalmente la naturaleza hizo lo inevitable y un gran chorro de orina salió entre sus piernas juntas  le bajó por todas las piernas. Ella se tapó la cara con el brazo, avergonzada.  La levanté. La puse a cuatro patas. Su culo estaba delante de mi, todavía un poco abierto.  Sin avisar la penetré por detrás con fuerza. Soltó un grito cuando se la clavé de un golpe, pero entró con facilidad hasta el fondo. Empecé a bombear y le susurré:

— ¡Ahora puedes correrte, perra!

Pareció que al escucharlo algo hizo contacto en su interior, ya que dio un grito y se corrió de una forma brutal, gimiendo y gritando como una loca. Yo me corrí de nuevo Al cabo de un rato, dijo:

— ¿Puedo hablar, amo?

— ¡Habla!

— Me siento asquerosa. Huelo a orines, necesito lavarme.  Déjame que vaya al baño.

— ¡De eso nada! Mi esclava no pisará el baño hasta que pasen las 24 horas. ¿Quieres que te quite el collar?

— ¡No! — exclamó con violencia.

La cogí con cuidado,

La levanté despacio, la deposité sobre la cama y, cogiendo los pañuelos, la até a los barrotes de la cama. La dejé allí y me fui a mi casa. La estuve vigilando por el sistema de cámaras. Me puse a trabajar y le iba echando un vistazo de vez en cuando. Al principio se quedó tranquila, e incluso se durmió un rato. Pero al final, sus necesidades volvieron a darle urgencia y empezó a revolverse en la cama.

Volví a su casa, la solté y la llevé a la bañera.

— ¡Si quieres hacer tus necesidades las haces ahí, sin agacharte!

—No entiendo por qué haces esto.  El váter está ahí mismo. Haces que me sienta más sucia que antes.

— De eso se trata. Si eres mi esclava, el único motivo para hacer algo es porque yo lo deseo, sin cuestionarte nada. ¡Quiero ver como te orinas encima! ¡Otra vez!

— Pero eso me hace sentirme humillada, no feliz.

— Esa es la base de este juego. Si quieres te quito el collar ahora mismo. —No dudó ni un instante.

— ¡No! ¡Si eso es lo que quieres, lo haré!

Y empezó a  orinarse encima lentamente, como si le costase un enorme esfuerzo hacerlo. Al mismo tiempo que le caía por las piernas, dos lágrimas cayeron de sus ojos. Yo empecé a sentirme mal por hacerle eso, pero en cuanto terminó me miró sonriendo:

— ¿Mi amo está contento con la obediencia de su esclava?

— Tu amo está muy satisfecho. Eres la mejor perra que he tenido nunca.

Abrí el agua caliente y  empecé a enjabonarla muy suavemente. Después la sequé y la llevé a la cama. Pasamos el resto de la tarde y de la noche acariciándonos y durmiendo a ratos, con cariño, ya sin condiciones. 

Al rato de marcharme a mi casa, por la mañana, recibí un email.

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De: Andrea

Para: Desconocido.

Asunto: Sensaciones.

Contenido:

Vuelvo a contarte, como exigiste, lo que he sentido mientras estaba con Simón.  Esta vez va a ser especialmente difícil, porque ni yo misma se lo que sentí demasiado bien, pero iré escribiendo lo que me vaya saliendo.

Empecé cuando me pediste que cambiara mis braguitas por las que me habías dejado.  Mes sentí irritada. Siempre me haces estas cosas cuando quedo con mis amigos. Pero ya sabes que eso me excita y me cabrea a la vez. Había visto el vibrador en las braguitas, pero no vi el mando, así que supuse que lo tenías tú y que te encargarías de ponerlo en marcha.

Tardaste  tanto en empezar que ya no lo esperaba. Casi me da un infarto. Después intenté disimular, pero al final no pude más y  me fui al servicio a masturbarme. Estaba muy excitada. Cuando salí ya no volvió a activarse, así que supuse que te habías ido. Al volver, se me ocurrió que era el momento de sorprenderte yo a ti. Me había excitado tanto verte esclavizar a Inma, que entré en vuestra casa a hurtadillas y recogí el collar de la basura y lo limpié. No tenia claro usarlo, pero decidí guardarlo por si acaso. Hoy estaba tan caliente después de lo del bar, que no pude resistir la tentación de ponérmelo y llamarte.

El resto lo puedo resumir en una frase. Me sentí totalmente humillada. A ratos asqueada. A ratos también cabreada. Pero no quería que se acabara nunca. Cuanto más cabreada, más humillada y más sucia me sentía, mas me excitaba por la sensación de abandono, de indefensión, de dependencia absoluta. Sabía que podía pararlo cuando quisiera, pero no quería en ningún momento, ni cuando me pegabas, ni cuando me humillabas, y ni siquiera cuando me obligaste a orinarme encima.

Ha sido una experiencia increíble. Aunque no siempre, me gustaría repetirla algunas veces más.

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