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La sumisa Japonesa, Nari

en Dominación

NARI

 

La fusta se estrelló en la nalga, blanca y perfecta, creando una momentánea ondulación en la carne, dejando su marca rectangular, rosada, sobre la piel. Hubo un gemido amortiguado por una mordaza de bola, y el cuerpo de la sumisa se estremeció, a medias por la sorpresa del impacto, a medias por el dolor y el placer que sintió de golpe, acompañada de un chorro de adrenalina que aceleró su pulso. La muchacha, Nari, una belleza japonesa, estaba atada, con las manos a la espalda, unidas por una cruel soga que se le clavaba en la carne, y otras varias, que trazaban un arnés en torno a su cuerpo.

Estaba suspendida por un gancho en un intrincado nudo en su espalda, las piernas en tensión, apenas de puntillas, sintiendo las cuerdas sobre la piel del pecho. Sus pechos estaban atados, congestionados por varias vueltas lazadas, y unas pinzas mordían sus pezones tostados. Gemía. Gemía por lo que sentía. Por el dolor. Porque ello le producía un placer que nunca había entendido y que una vez le avergonzó. Gemía porque deseaba más, porque estaba muy excitada, y su vientre ardía de la necesidad de ser poseída, usada, de servir a ese hombre que la mereciera y la reclamara como su esclava y sirviente… y creía que era… él. El último pensamiento se desvaneció con el siguiente golpe de fusta que sacudió su nalga izquierda, y la hizo volver a gemir.

 

Cuando conocí a Nari no estaba pasando mi mejor momento. Me explico. Nari era una chica japonesa que estaba de viaje de intercambio en la Universidad de Barcelona, estudiando arquitectura. Era una joven estudiante de unos veintitrés años, con una curiosidad innata por la historia de su rama de conocimiento. Debía medir en torno al metro sesenta, era de piel blanca, dulces hoyuelos en un rostro en forma de corazón, enmarcado por dos largos flequillos a los lados de la cara, que remataba con pequeños adornos discretos, y un recto flequillo en la frente.

Llamaba la atención por salirse del canon oriental y tener voluptuosas formas, herencia, decía, de sus ancestros del norte de Hokkaido. Era extrovertida, deliciosamente aguda, y culta. No era provocativa vistiendo, pero aun así, su voluptuoso pecho de una talla 95 D, llamaba la atención. Eso y su sonrisa, era garante más que seguro de una larga cola de pretendientes.

Nari llevaba un año en Barcelona, en sus estudios de posgrado, hablando con su gracioso acento el español de forma fluida y atreviéndose con el catalán. Pululaba alegremente por el departamento de la Universidad, y había dado varias clases que habían resultado un éxito de crítica (los alumnos son los más duros críticos de un profesor), y despertó la curiosidad de varias revistas.

Yo llegué a principios de verano, pero no me integré en la Universidad hasta el otoño., cuando ella ya hacía el primer año allí. La vi un par de veces pasar por la puerta de mi despacho, y sus ojos, su mirada de un suave color ámbar, pues tenía un matiz miel en sus iris tremendamente cautivador. Unido a su sonrisa de sus carnosos labios rosados, resultaba una fresca brisa.

Coincidimos un par de veces en el ascensor y tras intercambiar algunas menudencias, quedamos alguna vez para comer en la facultad. Indudablemente pronto empezamos a notar una cierta química entre los dos. Ella solía ser muy aguda en sus apreciaciones y comentarios, y yo le daba la réplica que rara vez le era ofrecida.

Me asenté rápidamente en Barcelona, en una pequeña casa de herencia familiar, en la zona de Vallcarca. Una de esas antiguas casonas con pináculos modernistas que apenas sabía si iba a conservar o no. El lugar acabó agradándome en los meses que estuve allí, y, caray no tenía gastos que pagar, ya que de todo, reparaciones incluidas, se encargaba un fideicomiso de la familia. Era cuestión de pagar los muebles, coche y hacerme con el sitio. Recorrer la ciudad y demás. Tenía para mí una casa, pues, de tres plantas, con desván y sótano, y unas siete habitaciones y varios cuartos de baño. Una pasada para el lugar. No quería ni pensarlo. Necesitaría alguien que me ayudara al mantenimiento y contraté un servicio de limpieza que se encargaría de todo.

Hecho eso, me centré en la Universidad, en mis libros y mis investigaciones.

Por entonces hacía unos meses (los que llevaba en Barcelona) que había dejado una tormentosa relación en la que había conocido en profundidad mis tendencias en BDSM. No tenía muchas ganas de volver a empezar en este mundillo, menos aún tener pareja. Pero sí conocía a gente y de vez en cuando me dejé caer por el ambiente en alguno de los locales y en un par de fiestas de alto copete, donde dar solaz al cuerpo, en casonas aisladas, lejos de la gran urbe.

Su trasero estaba rojo, incandescente, ardiendo, como su sexo, como su alma de sumisa. La fusta la había castigado por última vez hacía cinco minutos, y su respiración era rápida y muy agitada. Él había parado un momento, para darle descanso. No los había contado. No sabía si muchos o pocos. Solo sentía cómo su piel caliente era recorrida por su mano, despacio, trazando círculos… y cómo le gustaba…

Desde que estaba en sus manos no había tenido que para la sesión, no había tenido que usar la palabra de control ni matizar ninguno de los juegos. Sí, la gente que quedaba para sesiones, va a lo que va, pero eso no garantizaba, sin una pareja que te conociera mucho,  que todos los juegos y prácticas fueran a ser de agrado, dentro de lo convenido. A veces se disparaba esa alarma interna que te hacía pararlo todo y salir de allí, sabiendo que sólo había un velo tenue que si se traspasaba, de palabra o acto, haría que algo se torciera y estuvieras en una situación incómoda.

Él la levantó, con gentileza. Soltó el amarre al techo y la ayudó a incorporarse. La cadena que unía las pinzas de sus pezones tintineó, y sintió cómo se movían dolorosamente, atrayéndolos hacia abajo. De la bola que la amordazaba caían hilos de saliva que no había podido retener… y mucho se temía que no era el único sitio del que se le escapaban fluidos. Se notaba inflamada, hinchada, deseosa…

—Te has portado bien —dijo él—… y creo que te ha gustado bastante.

Acto seguido la miró profundamente a los ojos mientras su mano derecha se deslizaba hasta su rasurado sexo, atravesado por dos cuerdas que le apretaban el clítoris y daban la vuelta, por su ano, hasta su espalda. La cuerda estaba empapada. Desplazó los dedos, apartó las cuerdas e introdujo en la excesivamente lubrificada vagina. Volvió a gemir y entrecerró los ojos. Respiró profundamente mientras sentía los dedos jugar en su interior, separando más las piernas. Sí… que siguiera así, por favor… que entrara, que la tomara, más… con su… con su miembro, y la hiciera suya… Se mareaba. Sentía el dolor del trasero, las pinzas palpitando, su olor envolvente, su respiración sobre ella…

Sacó los dedos despacio y sin dejar de mirarla, se los introdujo en la boca.

—Sabes a diosa venida del mar, pequeña sumisa… sabes a mi propia sirena…

Soltó la mordaza con un gesto rápido y cogió su barbilla.

—A ver qué sabes hacer con esa deliciosa boca, pequeña sumisa…

Nari fue toda una sorpresa. Realmente todo empezó una noche de jueves. Fui a una de las noches temáticas de uno de mis locales favoritos, el Attica. Allí iban a hacer varias performance y demostraciones del intrincado y siempre seductor shibari por parte de algún virtuoso local de las cuerdas.

Yo había ido decentemente vestido par aun evento de este tipo en el que se requería etiqueta: botas pesadas, pantalón de cuero de doble abotonadura, una camiseta negra ceñida (no soy un adonis pero tampoco ando mal de forma, para mi metro ochenta y cinco), y una chaqueta piel negra con adornos rojos. Muy oscuro todo, muy malote… reminiscencias de otros tiempos.

El local olía a promesas, como siempre. A algunas exóticas bebidas alcohólicas y a sexo incipiente. Varias parejas se habían acercado a las zonas VIP para parejas y los sumisos y sumisas aguardaban a los pies de sus Dominantes, de rodillas, con sus collares puestos. Los mirones se agolpaban en las zonas cercanas al escenario donde había un pequeño espectáculo de perforación y suspensión (técnicas avanzadas y complicadas), y la sumisa, en este caso, con las manos y piernas atadas en complicada postura, miraba al público con ojos brillantes, desnuda, con varios tatuajes y perforaciones en su cuerpo, que la avalaban como una cognoscenti de esas complejas técnicas, además de alguien que obtenía sumo placer de ello.

Sentí una mano en mi hombro. Domina Gía, una mujer italiana de caderas y pechos rotundos, embutida en cuero y con una fusta blanca en la mano, mi miró desde la profundidad de unos ojos oscuros y juguetones. La conocía desde hacía tiempo, y me dedicó una sonrisa de sus labios pintados en púrpura. Era una de las socias fundadoras del Círculo, y dueña del local. Tras ella, de una cadena que pendía de una argolla en su cinto, venían dos de sus esclavos, que, al detenerse ella, se pusieron de inmediato en posición de espera.

— Gía, mi querida Gía… Te encuentro espectacular esta noche…

Ella rio. Le encantaban las historias de vampiros, y se había implantado unos colmillos de pega, que brillaron, marfileños.

—Eres un adulador, Valac — (vale, cuando me puse nombre en este mundillo atravesaba una época de gustos oscuros y usé este oscurantista sobrenombre, lo reconozco) —, siempre lo has sido. Una deliciosa serpiente…

—Si lo dices por lo que pasó la otra noche… en fin, yo estaba necesitado, tú estabas a tiro y aburrida… y lo de tus ataduras vino solo…

—Eres el único que lo ha hecho… y ha sobrevivido, caro —me dijo, con un matiz molesto en la voz—. Pero te perdono. Fue delicioso y lo disfruté…

— ¿Qué tenemos hoy? —pregunté poniéndome a su lado y mirando al escenario.

En ese momento la chica en suspensión abría la boca y era suavemente columpiada, con garfios en su piel que la mantenían a un metro del suelo, y recibía la hinchada verga de un invitado de su dominante sin ninguna dificultad en todo el interior de su garganta. Su rostro se congestionó cuando pasó un tiempo en esa posición, mientras su boca era usada sin mucha piedad, hasta que volvió a ser balanceada.

—Lo de siempre… pero… sí, creo que tengo algo para ti. Algo de tu gusto.

— ¿De mi gusto…? ¿Qué sabes tú de mí…? —empecé a protestar, pero me callé. Gía es muy intuitiva, y me fiaba de su criterio.

—Ven conmigo, caro —me dijo. Se adelantó un poco, y pude ver que la negra falda que llevaba no estaba totalmente cerrada en el trasero, sino que tenía tiras de cuero entrecruzado que dejaban la porción de sus nalgas y la tibia oscuridad que las unía al descubierto. Siempre provocando… Sentí que mi entrepierna se tensaba al pensar en tener a esa mujer en mi cama y hacerle lo que quisiera... una domina así de fuerte era toda una delicia para los sentidos de un dominante como yo.

Me condujo hasta un grupo de sofás en círculo donde había una bandada de buitres en torno a una belleza que no pude ver bien… hasta que Gía espantó a los señores diciendo que reclamaba el sitio para hablar con la “invitada”. Y cuál fue mi sorpresa cuando allí me encontré a la dulce Nari, sentada recatadamente, con un jersey blanco, una falda negra y medias negras y unos discretos zapatos de tacón. Llevaba una cinta de terciopelo negro en el cuello con un curioso adorno. Parecía un anillo de “O”, pero estaba roto en la parte baja. Significativo.

Nari abrió mucho los ojos cuando me vio allí, e hizo gesto de levantarse. Gía la tomó de la mano.

— ¿Os conocéis? —preguntó, al ver que los dos nos quedábamos un poco en blanco.

Nari allí. La dulce y enigmática Nari, la chica nipona sonriente y que olía a piel fresca y suave… con un collar en el cuello… Mi erección fue brutal e instantánea. Tanto que me dolió en los pantalones.

Cuando le introdujo la endurecida polla en la boca, por la rezumaba el dulce y viscoso fluido de su excitación, Nari tuvo que contenerse para no abalanzarse con voracidad vulpina. Abrió bien la boca, sintió el olor. Sus rodillas se clavaban en el suelo… lo que habría dado por tener las manos libres y poderla acariciar… tocar ese escroto, esa piel incendiada, esas venas abultadas… El sabor la sorprendió, delicioso, embriagador, y empezó chupando despacio el hinchado prepucio, recorriendo con la lengua la corona que lo remataba, sacándola, reclamando su parcelita de poder, y paseando por toda la piel, notando vena a vena. Bajó y devoró vorazmente los testículos, chupándolos, sintiendo cómo él se tensaba, controlándose. Decidió, traviesamente, subir la apuesta. Volvió al principio, absorbió el glande, tras chuparlo lentamente, solo con los labios; después, unas cuantas lamidas largas, ampliando la lengua todo lo posible, y entonces, lo miró fijamente. Él apenas la veía, con los ojos entrecerrados, ambas manos, ahora, sujetando la fusta a su espalda, y Nari empezó a chupar en profundidad, ganando un centímetro más a cada chupada de ese miembro, torturantemente lenta, nada de hambre desenfrenada. Sintió entonces que llegaba al final de su boca y abrió bien, hasta que casi le dolió, y chupó por última vez ese largo y duro miembro para llegar hasta el pubis.  Escuchó un gruñido bajo, proveniente del amplio pecho del hombre, y supo que su pequeña parcela de libertad acababa. Las manos de él cercaron su cara de generosos y dulces carrillos, echó la cadera para atrás.

—Ahora me toca a mí, mi pequeña perra.

Y empezó, despacio, pero de forma continua a follarse su boca. A irrumarla. A usar esa cavidad húmeda y ardiente para darse placer, objetificando a Nari, convirtiéndola en recipiente de su sed se sexo. Los labios se le hinchaban por el trabajo, sentía la polla entrar y salir de su boca cada vez más rápido, lamiendo sólo en los momento en que reposaba apenas unos segundos dentro de su boca. Era suya, su sumisa. Era la boca que se follaba, el cuerpo que él usaría como quisiera… y eso no hacía sino encender más y más a la japonesa, hasta sentirse casi mareada de necesidad.

—El último sitio donde esperaba encontrarte, amiga mía, es aquí… —dije con la voz oscura, más grave de lo que quisiera. Más preñada de necesidad de lo que deseaba reconocer.

Ella abriendo mucho los hombros, se irguió, dejando su pose más relajada, para juntar las rodillas y poner las manos sobre ellas, dedos cerrados, gesto tenso.

—Hola. No sabía que tú venías aquí. Yo… sí. Bueno. Vengo aquí —vi cómo se desprendía de su pudor (años de práctica, supongo) y vergüenza—. Me gusta esto. Supongo.

—Vaya, vaya… el pajarito habla —dijo Gía, juguetonamente. Sus afiladas uñas lacadas en un profundo color púrpura, a juego con sus labios, se acercaron, sentándose junto a Nari, y acariciándole la barbilla. Debo decir que Gía es todo impulso sexual, y es muy difícil negarse a algo. Es segura, fuerte y avasalladora.

Ahí me di cuenta de que Nari no era nueva en esto, de que sabía del tema. La uña de Gía recorrió el cuello, y Nari sintió algo. Cerró los ojos y lo ofreció al descubierto, sin pestañear… La Domina se acercó y lamió suavemente. Percibí cierta inquietud en sus mascotas. Yo por mi lado tenía la erección cada vez más tremenda y dolorosa.

—Dime pajarito —dijo al oído de la japonesa, llegando a él con la lengua—, ¿qué busca un exótico ruiseñor como tú…?

Lo había dicho lo bastante alto como para que yo lo escuchara.

Nari tardó en responder, respirando profundamente.

—Yo… quizás conocer a alguien… Nada rápido… ehm… nada de una noche. Quiero conocer a hombre que domina. Me gusta eso. Me gusta… estar al otro lado.

Gía rio malvadamente.

—Es un dulce, amigo mío —dijo, mirándome fijamente—. Y si os conocéis… probad, probad, queridos míos. Os dejo una de las habitaciones. Y el material que necesitéis. Y ya me contáis.

Nari estaba confusa y me miró un poco perpleja. Iba a negar. Se mordió el labio. Me miró de arriba abajo, y reparó en mi entrepierna, abultada. Yo me limité a arquear las cejas. Estaba en horas bajas, hacía tiempo que no se me apetecía tanto algo y ahora lo tenía en bandeja. Y para colmo esa chica me ponía como una moto solo con la perspectiva de saber que era sumisa.

Me levanté, y le tendí la mano.

—Ven. Vamos a… hablar, supongo —le dije.

Ella alargó temerosamente la mano. No era muy dada al contacto físico, como buena japonesa, y siempre se obligaba, por ejemplo, a los dos besos, al saludar o a estrechar manos, como poco. Pero me cogió la mano fuertemente, al final, apretando el pulgar. Su tacto era firme, suave, dulce.

Justo cuando nos dábamos la vuelta, Escuché la aterciopelada voz de Gía.

—Querré un pago por esto, amigo mío…

Volviendo sólo a medias la cara, arqueé interrogadoramente una ceja.

—Que me dejes usarla un día… a mi modo…

La miré, volviéndome.

—Con dos condiciones. Una, siempre que ella quiera. Ya sabes. Tabúes y demás. Y, dos: yo estaré, y participaré, pero no sometido. Yo dominaré.

Vi el desafío en los ojos de Gía. Tuvimos un encuentro hacía unos días y había probado algo que nunca creyó que le pasaría, y menos que le gustaría.

—Hecho.

Sonreí, me acerqué por sorpresa y le di un buen morreo para sellar el trato. Vi que estaba algo descolocada por el gesto y aproveché para irnos, escaleras arriba, a las lujosas habitaciones que sabía que tenía allí, con toda la parafernalia y attrezzo que iba a necesitar si se daba el caso.

El hombre se contuvo magistralmente y con mucho esfuerzo para no correrse salvajemente sobre la ávida sumisa. Se retiró. El miembro le daba saltos, latido por latido. Tirando firme pero suavemente del pelo de la japonesa, hizo que se levantara. Soltó las ataduras de sus manos, y aflojó un poco las de los pechos, sin retirarlas, para darle algo de riego. Eso haría que a la sumisa empezaran a hormiguearle un poco, y puede que a darle algunas punzadas. Y él se regodearía en ese dolor.

La tumbó en la cama haciendo que levantara las caderas y apoyara las rodillas. Los brazos estirados, que ató juntos, y de un cabo, a la cama, en una de las argollas que tenía el mueble en el lateral.

Ahora la tenía entera ofrecida, su sexo rezumaba como una catarata, invitadoramente, su ano, ligeramente abierto, apenas medio centímetro, palpitaba de anticipación. Cogió una fina vara de sauce verde. Aquello iba a doler, lo sabía. Igual que sabía que estaría el doble de excitada cuando la tomara. Cuando él dijera. A su manera. A veces los duelos de voluntades entre dominante y sumisa eran sutiles. Y uno debía apercibirse de ello.

El primer impacto fue recibido con un chillidito de sorpresa. Se dio la vuelta.

—Ahora, pequeña sumisa, contarás cada golpe de castigo que te dé. ¿Me has entendido?

—‘Ha… hai’ —respondió la japonesa instintivamente, en su idioma—… eh… sí, Señor. Contaré.

Del armario sacó un plug anal de buen tamaño y un consolador. Mojó el plug en los fluidos de ella, que gimió larga y profundamente. Lo introdujo entero, salvo la base, para lubricarlo, y lo puso en la entrada del ano de la sumisa. Empezó a empujar y retirarlo despacio. El plug era de material transparente y le permitía ver el delicioso panorama del esfínter al ceder y devorar el artefacto entre gemido y gemido de la sumisa.

—Seee… Seññoooor… mi… culo… mi culo se corre si sigue, por favooooor…

Exactamente no supo muy bien por qué imploraba, si por correrse o porque lo retuviera. Así que redobló el movimiento. Con un buen orgasmo aguantaría aún más dolor. Y eso era lo que quería. Folló el culo de la sumisa con el plug en un movimiento rápido y profundo, introduciéndolo entero y sacándolo, viendo cómo le palpitaba, hasta que estuvo a punto de correrse.

—Me corroooo…

—No. Aún no. Cuando yo te diga… —y empezó a contar hacia atrás conforme seguía usando el plug—. Cinco…

—Aaaaah…

—Cuatro —lo metió con fuerza.

—Aaaaaaaaah…

—Tres… —lo sacó de golpe, viendo cómo el ano apenas se cerraba, para volver a ponerlo delante, en la misma entrada y que ella lo sintiera.

—Poooor favoooooor…

—Dos —lo volvió a meter fuerte, de una sola vez, y ella gritó, sin controlar la salivación, sintiendo cómo un nudo de placer estaba a punto de estallar en su ano y su vientre.

—Gaaaaaaaaaah…

—Uno… —lo sacó con rapidez y esta vez veía las fuertes palpitaciones previas al orgasmo. Si seguía así, ella se iba a correr… y él también, de pura excitación, sintiendo cómo le palpitaba la polla, con deseos homicidas de sustituir el cacharro de silicona.

—AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHH…

Metió de golpe el plug y tiró del pelo de ella. La sumisa sintió el miembro de su Señor que de repente la había penetrado con fuerza y su mente se nubló totalmente para solo sentir corrientes y vaivenes de placer.

—Ahora.

Fue como el estallido de un látigo.  La sumisa sintió cómo algo en su interior estallaba. Su ano empezó a palpitar rápidamente, desbocado, para de repente sentir cómo se paralizaba de alguna forma que la inundó de placer, oleadas eléctricas, fuertes torrentes de placer que apenas le permitieron darse cuenta de que el Señor había empezado a follársela.

Mientras tanto, el sentía los espasmos de ella alrededor de su polla, bien enterrado en su interior.

Cinco minutos después, ella empezó a gemir de nuevo, recuperando la respiración y sintiendo los embates. De pronto, él salió. Su pene palpitaba salvajemente, agraviado por no permitírsele acabar.

Blandió la vara y la estrelló en la nalga.

— ¡Cuenta, perra!

A la sumisa le costó reaccionar. Para cuando dijo ‘Uno’, ya tenía un segundo azote en la nalga derecha.

 

Cuando llegamos a la habitación, sentí a Nari temblar a través de su mano. No quise mirarla hasta estar dentro.

Una vez cerré la puerta, la vi, en medio de aquel suntuoso aposento, mordiéndose el labio.

— ¿Qué te apetece, Nari? Realmente, qué esperas, qué quieres hacer en un sitio como este…

Tardó en responder, sin dejar de mirarme y empezando a mover la cintura, como una niña indecisa.

—Yo… yo quiero esto. Yo sé. Mucho. He estado antes. Y me gusta. Yo… yo soy… —y antes de acabar la frase, se clavó de rodillas en el suelo en posición de sumisión perfecta, casi goreana—. Yo deseo encontrar a alguien a quien entregar. Soy su… sam… sunsi… sumisa. Y deseo sexo sumiso. Mucho. Llevo mucho, y yo necesito sentir, para estar mejor fuera.

Miré a Nari. Lo extraño era que entendí todo el torrente de palabras que dijo. Sólo tenía que verla. Me acerqué hasta estar a unos centímetros de ella.

— ¿Deseas que te someta? ¿Deseas que sea tu Dominante ahora mismo y te tome y use como quiera? —pregunté.

Ella me miró con los ojos grandes y ávidos.

Hai… sí. Deseo. Por favor. Me gustaría. Mañana ya pensamos. Ahora, nosotros.

Al menos era decidida y directa.

Convinimos rápidamente las normas y reglas, los límites de aquel primer encuentro.

—Levanta, pequeña sumisa —fue mi primera orden. Seca, pero amable. Firme—. Y desnúdate.

En aquellas habitaciones donde primaba el color madera, con una gran cama adoselada y preparada para el BDSM de todo tipo, argollas en postes y en los bajos, con un gran armario surtido y dos sillones, uno de ellos victoriano y acolchado, el otro de madera y con herrajes y argollas, su cuerpo blanco y perfecto destacó. Desde los rosados dedos de los cuidados pies hasta su rostro enmarcado. Pude ver sus firmes muslos, fruto del entrenamiento, su sexo depilado y rosado, lujurioso, su vientre plano y sus pesados pechos de pezones picudos y ligeramente tostados. Me dirigí al armario y saqué un collar.

—Esta noche, serás mi perra.

—Gracias, Señor —dijo inclinando la cabeza.

El hombre la azotó diez veces exactas. La sumisa notó cada uno de los abrasadores latigazos y sintió la excitación aumentar en su interior. Después, fue masturbada hasta que suplicó tres veces que se le permitiera correrse. Pero no iba a ser así.

—No, pequeña sumisa. No lo harás, hasta que yo me satisfaga en tu interior. Hasta que yo esté contento.

Se volvió al armario y sacó una larga cadena. La enganchó en el collar de ella y enrolló el sobrante en su puño, una vez se puso detrás, de nuevo. Y tocó su coño húmedo con su pene hinchado y deseoso.

Empezó a penetrarla con fuerza. Ella gritaba. Placer, el dolor de las pinzas en los pezones, del trasero cruzado de varazos, la humillación de sentirse a merced de él, de no poder reclamar sus orgasmos, de estar atada e indefensa, sometida, las cuerdas en torno a sus pechos y su sexo, sentirse usada… todo a la vez, como un torrente de información que su cuerpo tradujo como un profundo deleite imposible de alcanzar de otro modo, con el sexo normal. Y sintió los embates de ese pene de buen tamaño reclamando cada pedazo de su interior. Entrando y saliendo a su merced, el tirón del collar cuando él entraba con fuerza y la usaba para su placer.

Le costaba respirar, pero no por el collar, sino por lo que sentía. Un embate, otro, otro más… era un oleaje inacabable de la polla mejor usada que había sentido nunca. Fuerte… lento… entero… solo la punta hasta que ella movía la cadera para reclamar más…

De pronto las fuertes manos de él le dieron la vuelta. Sus brazos se cruzaron, le abrió las piernas y se arrodilló en la cama. Encajó su cadera en la de ella y la penetró con profundidad. Nari sintió cómo su clítoris se estrellaba con el pubis de él, con fuerza, dándole oleada tras oleada de pequeños, rápidos y fuertes orgasmos que le arrebataron el habla para solo gemir.

—Y ahora, pequeña sumisa —dijo él, jadeando—, voy yo.

Redobló los embates y soltó la cadena.

—Señor… Amo… yo… yo me corro…

Él aprovechó eso y agarró la cadena que unía sus pezones y empezó a tirar. Nari abrió mucho los ojos y empezó a gemir fuerte.

Empecé a aumentar la velocidad, tiré de la cadena. La polla me iba a estallar, Nari estaba al borde del desmayo. Su sexo olía profundo, fuerte, dulce, mareante. Y lo sentí venir. Ella también y sentí su vagina latir con hambre y empezar a correrse con fuerza. Gritó. No había pedido permiso para correrse. Sonreí, sin humor, mientras retenía apenas unos segundo mi orgasmo, que prometía ser brutal.

Tiré con fuerza de la cadena, que castigó sus pezones y la hizo chillar de dolor cuando se soltaron, pues unas pinzas duelen más… cuando sueltan su presa. Y gritó. Gritó que se corría, gritó cosas en japonés que no entendí. Y no me importó, porque estallé. Estallé como si llevara años sin follar. Sintiendo ese horno palpitante mí alrededor y cómo mi semen se estrellaba en su interior. Tiré de su cadena al cuello hasta que la levanté un poco y entre lágrimas me miró y vi algo profundo en su interior… un “click”… y una conexión que no esperaba.

Mi polla no me dejaba, palpitaba y la corrida parecía no acabar, hasta que me hizo gemir a mí también, cosa que, cuando Domino, trato de retener al máximo.

Sentí que se me bajaba a erección muy lentamente, como me pasa cuando estoy muy muy excitado, y me contengo mucho tiempo. Nari trataba de recuperar una respiración normal, para no hiperventilar, luchando contra la sensación de suavidad que se le había quedado tras la larga sesión.

Me apresuré a quitarle las cuerdas, para que recuperara el flujo normal de la sangre, y la llevé en brazos hasta la ducha. Cuando la estaba enjabonando, no pude evitar soltar la frase que había estado guardando durante tanto tiempo, del mundo del D/s…

 

Gía gemía en la oscuridad del cuarto de vigilancia, desde el que podía ver las cámaras de todas las habitaciones. Delante de ella, en el monitor grande, tenía el de la habitación donde la muchacha japonesa había tenido lo que parecía ser la sesión más intensa de su vida… y la Domina no podía evitar sentir algo parecido a los celos. Una de sus mascotas estaba de rodillas delante de ella. Lejos de masturbarse, le había ordenado a uno de sus sumisos que se afanara con la lengua en su humedísimo coño, para calmar lo que sentía, y ahora se corría alocadamente, con las últimas imágenes de aquella sesión.

Cuando sintió los últimos espasmos del orgasmo, mientras se retorcía el pezón derecho, de un color granate intenso, escuchó lo que estaba sucediendo en el baño de la habitación:

 

—Nari, esto no se lo he dicho a nadie. Y no sé por qué te lo estoy diciendo a ti. Pero, ¿sabes por qué te estoy limpiando yo?

—Sí, —respondió la japonesa—, porque cuidas de tu propiedad.

Gía abrió mucho los ojos, y enseñó los colmillos instintivamente, provocando que sus mascotas se refugiaran, abrazadas, en un rincón.

Las dos personas de la habitación se miraron con mucha intensidad. Aquella no había sido sino la primera de muchas sesiones que estaban por venir.

DB