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¿Te cuento cómo me follaron dos viejos?

en Sexo con maduros

—¿Te cuento, primo, cómo me follaron dos viejos en Galicia? —me espetó Ana.

En cuanto lo dijo —como habréis adivinado no es una chica que tenga muchos filtros—, casi se me sale el té por la nariz.

Nos conocemos desde pequeños y en más de una y de dos ocasiones, pese a ser precisamente primos hermanos, hemos acabado tonteado y, en algún caso de calentamiento extremo, follando. Sí, follando. Entre primos. Joder, esto parece una historia de esas de Todorelatos…

En fin, os cuento.

Ana es una mujer atractiva, pelirroja, con caderas ligeramente anchas, pechos pesados y de areola rosa oscuro; tiene la piel tan blanca que los pechos se le marcan de venas muchas veces, sobre todo cuando está muy excitada. Tiene veintiocho años y trabaja en un laboratorio; también tiene un novio para mi gusto un poco pazguato, con gafas y aspecto conservador, y al que sé de buena tinta que le pone los cuernos sin ocultárselo. No es que sean pareja liberal, creo que es algo que le pone a él… No sé. Yo no juzgo esas cosas. Entre otras porque alguna vez nos ha pillado follando y ha llegado a cerrar la puerta de la habitación con un «Oh, no sabía que estabais ocupado». Aquella vez fue curioso, porque acababa de correrme dentro de Ana, y ella se levantó, se fue al salón donde estaba Anselmo, el novio en cuestión, haciéndose una triste paja, y se le puso delante. Fue interesante. Yo después de lavarme me acerqué y vi cómo lo trataba. Le estaba obligando a hablar y él decía que se sentía como un gilipollas, un cornudo gilipollas, mientras veía cómo mi semen resbalaba por el muslo de Ana. «Es que lo eres Anselmo» le decía, «yo tengo que buscar buenos hombres que me follen porque con esa birria ya me dirás tú que hago». Le ponía el pie en la polla, sentada en la mesita del salón y lo masturbaba. Le prohibía tocarse y luego él se corría. Solo lo vi un par de veces y en una de las ocasiones aproveché y le metí la polla en la boca a Ana. Porque era divertido hacer sufrir al cornudo de Anselmo. Él se corrió y el semen llegó a la barriga de mi prima, así que le obligó a limpiarlo mientras me comía la polla hasta la empuñadura. Buenos tiempos, mejor prima, lo que yo os diga.

Después de esta anécdota sobre cómo es Ana, os cuento la historia que me refirió en aquella tetería. La cuestión es que la muy cabrona me la empezó a contar y sacó el pie de la sandalia para ponérmelo en el paquete, sobándome. Luego me las pagaría todas juntas.

*

Estábamos en Galicia, en una casa rural perdida en los montes de Ourense. La familia de Anselmo es de por allí y le dije que quería un sitio que realmente me apeteciera, no irme a un pazo oscuro. Prefería algo más tipo spa. La cuestión es que encontró uno, un sitio que era una casa señorial perdida en los bosques pero que tenía la particularidad de tener varias pozas termales. Y a mí esas cosas me pirran. Y si puedo ir en pelotas, mejor todavía. A esas cosas no me puedo resistir.

Fuimos en coche, y pronto abandonamos la autovía para entrar en los caminos de asfalto negro y brillante flanqueados de hayas y olmos. El sitio estaba perdido, realmente, pasados varios pueblos de aspecto hosco y donde los paisanos miraban pasar el coche como si fuera algo venido del futuro. Allá donde mirabas solo veías el verde de la hierba y los árboles y el marrón profundo de la tierra. Pronto la carretera quedó escoltada por un murete de piedras negras de granito y por un barranco. Serpenteaba un poco y a cada vuelta parecía que íbamos a retroceder en el tiempo. Tras media hora larga vimos las verjas del lugar. Eran dos casonas grandes y con un gran cercado que tenía aspecto de no haber sido modificado desde hacía siglos. Debía de ser algo más moderno de lo que parecía porque las puertas se abrieron nada más acercarse el coche, y al llegar entramos en un amplio aparcamiento de grava blanca.

Dejamos el coche allí y bajamos las maletas. Habíamos reservado para el fin de semana y Anse que es muy prudente había hecho las maletas con todo lo necesario para divertirnos. Je, je… Ya me entiendes…

«Joder, eres un guarro, cómo se te está poniendo de dura…».

«Cállate y sigue; voy a pedir más té».

La recepción era poco más que una antigua mesa restaurada del siglo XIX o así, con su lamparita verde y una butaca de piel verde oscuro. Muy conservador todo. Vimos la gran chimenea encendida en el salón, a la derecha, aunque no parecía hacer frío, y a la izquierda el camino a una sala más amplia. Parecía la casa de un puto noble inglés, de verdad. Todo, piedra, madera, alfombras y sofás Chesterfield.

Nos registramos. Al parecer había otra pareja, unos alemanes, nos dijeron, y poco más. Nos dieron una habitación muy bonita, en el piso de arriba, de paredes color salmón y una cama enorme con una otomana a los pies, de piel. Joder, tuve que usarla. Me moría por pajearme en ella. Luego haría que Anse me follara allí. Pero primero quería refrescarme. Preguntamos en la recepción por las pozas termales y nos dijeron que estaban a unos ciento cincuenta metros, medio metidas en el bosquecillo que los rodeaba. Estaba aislada del bosque por la propiedad, desde luego, y los animales salvajes no se acercaban nunca allí. Era un detalle no encontrarse un jabalí mojando las pelotas en la piscina, desde luego.

Dijeron que las pozas podían estar ocupadas por algunos invitados, pero no entraron en más detalle. Bueno, a la porra mis ganas de bañarme en pelotas. Joder, qué equivocada estaba…

Descansamos un poco, yo me refresqué y me puse un bañador; encima una falda corta y un jersey fino. Nos habían dicho que las pozas había una garita y un vestuario con duchas y toallas a nuestra disposición. Y era una casucha muy apañada, de madera y con luces que eran antiguos candiles de petróleos modernizados con bombillas dentro. Gemían un poco porque a rachas hacía un poco de viento. Pero lo que me enamoró de verdad fue que alrededor de todo el sitio, conforme bajábamos la pendiente para llegar al sitio, mediante unas escaleras naturales delimitadas por raíces, nos rodeó una niebla densa pero baja. Casi no me veía los dedos de los pies en las sandalias. Se estaba poniendo el sol y yo pensaba que haría frío pero al contrario: hacía un bochorno húmedo horroroso. Mejor.

Cuando salimos de la garita aquella vimos las tres pozas. Nos habían explicado que una de ellas tenía burbujas naturales, cosa que es una pasada. Otra era de barro sulfuroso y la tercera de aguas quietas pero calientes, y la habían tallado por dentro para hacerle unos asientos. No vimos a nadie, aunque con aquella niebla tampoco se veía mucho. Lo más bonito de todo fue que varias luciérnagas se dejaron ver por el bosque, dándole a todo aquello un aura irreal, fantástico y etéreo.

Me apetecía meterme en la poza de aguas burbujeantes, y no vi a nadie más así que miré a Anse y me quité el bañador. Hay algo de maravilloso en desnudarse en plena naturaleza. Los pezones se me pusieron duros al instante, y lo disfruté. Una brisa cálida, como si el bosque respirara, me rodeó y me besó toda la piel. Después, metí primero un pie y sentí que el agua estaba realmente caliente, pero no como para escaldarse. Fue divertido. Estuve como unos veinticinco minutos en esa poza, medio amodorrada. Anse me miraba desde la de barro, que estaba en medio, entre la mía y la de aguas tranquilas. Poco a poco nos atontamos un poco. Más tarde sabría por qué, pero en aquel momento lo atribuí a lo relajante del baño. Si mirabas al cielo podías ver las estrellas con todo detalle, la vía láctea y los planetas entre los claros de los árboles, que se mecían lentamente llenándolo todo con el susurro de sus hojas.

Atontada, me salí de la piscina aquella. Noté algo de frío al rodearme el viento, y con pasos vacilantes fui hasta la poza tranquila. Anse se dio la vuelta en la de barro y me siguió sin salir de ella. Me invitó a la suya, pero pasaba de que se me manchara el pelo con barro. No me apetecía. Luego, quizás.

Realmente aquella poza era tranquila y agradable, como la anterior pero sin el vaivén continuo de las burbujas. Pasó otro rato. Anse y yo charlamos tontamente y nos medio dormíamos. Mi piscina estaba casi entera cubierta de niebla. Y entonces pasó.

—Te follaron dos viejos —sentencié.

—Sí y no. Pero vámonos de la tetería. Vamos a casa. Te invito a cenar. Y puede que a que me cenes.

—No sé, no sé, Ana, si te van los viejos no quiero forzarte a nada… —dije con cierta maldad.

Ella me dio un sopapo en todo el brazo.

Pagamos y nos fuimos de allí. Por el camino me siguió contando. Yo tenía una erección como una catedral. De dura y de solemne.

Su casa quedaba cerca así que tomamos el ascensor y se puso a magrearme. Al llegar a su casa, entramos y casi sin dar tiempo a cerrar la puerta, se me echó encima.

—No, no, no… nada de follar hasta que me lo cuentes todo.

—¿Ni una chupadita? —me dijo mordiéndose un dedo, en plan Lolita.

—Japuta que eres… —me moría por metérsela en la boca hasta que se atragantara, me palpitaba en los pantalones, y quería sentir su lengua recorrer mi polla entera y lamerme los huevos—. Vamos a hacer la cena, anda, y me cuentas.

—Vale. Me cambio.

Hijaputa es poco. Volvió cambiada, sí. Solo con un delantal puesto. Las tetas casi se le salían y mi erección pugnó por tirarla en la mesa y penetrarla como se limpia a un boquerón, como decía nuestra prima Natalia. (Ya os hablaré de ella en otro momento).

—Si serás cabrona…

—Jijijiji… —se dio la vuelta. Llevaba un plug anal, una joya de color azul oscuro, y algo que parecía cordel, unas bolas chinas, vería después, metidas en su más que chorreante coño—. Pero nada hasta que acabe de contarte la historia.

Atrapado por mis propias palabras solo podía darme la vuelta para ponerme a cocinar o echar abajo un tabique a vergazos. Y como aún están pagando la casa, me puse a cocinar. Soy cocinero profesional así que en su casa siempre tengo una chaquetilla y una manta de cuchillos.

Empecé a preparar la cena, concentrado en escuchar la historia e intentar que la cena no llevara dedos extra.

*

 En uno de los lados de la piscina había un grueso lecho de raíces que daban un aroma al agua parecido al de la hierbaluisa, cítrico y agradable. Hacía apenas cinco minutos que Anse se había metido también en esta piscina —después de darse una ducha breve para quitarse el barro— y estábamos disfrutando del lugar. Entonces escuché un cuchicheo. Casi un siseo. Pero me sentía pesada, medio adormecida. Y el olor. Empecé a sentir un hormigueo en el cuerpo y me di cuenta de que casi sin ser consciente me estaba masturbando. M imano izquierda aplastaba uno de mis pechos, retorcía mi pezón como me gusta, con fuerza. Tenía la boca entreabierta, los labios hinchados. Y la mano derecha… ufff… estaba afanadísima. Mi clítoris estaba siendo frotado con ganas, y de tanto en tanto entraba en mi vagina reclamando flujos que, de haber estado fuera, estarían chorreando. Sé que una no debe hacer esas cosas en esos lugares. Que una se contagia de mierdas, pero chico, estaba zombi perdida. —Y no, no cogí nada; ¿propiedades de las plantas? Yo qué sé—.

He empezado esta historia hablándote de cómo dos viejos me follaron. Bueno. Dos viejos de campo. Uno era más delgado, con los músculos muy secos pero definidos, toda la vida escarbando y peleando con el campo. El otro tenía barriga pero dos brazos de oso, algo peludo, no como el otro que era lampiño y solo se le marcaban las venas. De las caras mejor ni te hablo. No me fijé mucho en ellas. Quizás por la excitación, quizás por la niebla.

Aparecieron al otro lado de la piscina. Parecían haber estado allí sentados todo el tiempo. Y no hablaron mucho, solo sintieron mi pulsión. Parecieron haber visto cómo no dejaba de tocarme y de gemir, y murmuraron con guasa un «Mociña, si quieres te axudamos», o algo así.

¿Y qué hizo la tarada de tu prima? Pues decirles que sí, que se acercaran, que estaba necesitada de un buen polvo y que el capullo de mi novio estaba allí solo mirando mientras se le empañaban las gafas.

Me dijeron algo de que me acercara más al otro lado, que cubría menos, que podían ayudarme mejor en ese lado.

Al acercarme, apartando la niebla en cada chapoteo, y descubriendo que era casi física, pude ver que en esa parte, donde estaban sentados había una superficie de piedra ondulada y suave por el agua. Estaba un poco por encima y parecía curva, como una de esas hamacas para follar que venden ahora los sex-shops. Y vaya si lo era. Me puse a horcajadas en ella, casi hipnotizada. Me vieron salir desnuda, puesto que esa parte apenas cubría por el muslo y al tumbarme el agua no me llegaba al cuerpo. Pero la piedra estaba cubierta de un musgo verde y profundo, cálido, espeso. La mejor colcha del mundo. Joder. Seguía oliendo a aquella planta y parecía que todas mis inhibiciones habían escapado. Y de pronto, sentada en esa tumbona extraña, aparecieron dos pollas. Una larga y venosa, la otra gruesa y cabezona. Y se me hizo la boca agua.

«Ahora quieres polla, ¿eh, mociña?» dijo el flaco. Parecía sonreír de través, aunque no le veía mucho la cara. Sí veía su cuerpo seco y duro por el trabajo, con varias cicatrices. «Pues pide, pide, hixa. Pide por esa boquiña. O por ella. O para ella». No sabría decirte cómo, pero ha sido una de las veces que más ganas he tenido de comerme una polla. Y tenía dos delante… Olían un poco, la verdad, pero no podía evitarlo. Iba a cogerlas cuando una mano me tiró del pelo. No me despejó para nada, si te lo estás preguntando. Solo escuché y obedecí, como en un sueño. Lo único que sentía vivamente era lo cachonda que estaba, lo profundo que me estaba metiendo los dedos en el coño, que me ardía, como si estuviera hinchado, y las tetas que las sentía pesadas, con los pezones durísimos y pidiendo guerra, pellizcos y mordiscos. Y vaya si los tuvieron…

«Ha dicho que lo pidas. Educadamente», me dijo el gordo. Su voz sonaba algo más raspada. Una mano regordeta me cogió la mandíbula.

«¿Puedo… puedo comeros la polla?» pregunté. Solo quería que me respondieran que sí para metérmelas en la boca, y por todos mis orificios. Era difícil soportar lo jodidamente cachonda que estaba. Pero me veía incapaz de desobedecer, de intentar hacerlo por mi cuenta. Sabes que soy mandona por naturaleza.

«¿No le importará a tu mociño?» preguntó el Seco.

«Él… ufff… él es un cornudo. Y le gusta… ufff… le gusta verme follar. Luego se pajea. Follamos poco. No es malo follando pero me divierte demasiado humillarlo. Y él se pone como una moto. Seguro que se tocará y todo…»

Ambos se rieron y le dijeron a Anse que se acercara, que se sentara donde antes habían estado ellos para ver mejor. Lo hizo. Como yo, no parecía capaz de evitar acatar lo que nos dijeran Seco y Gordo.

Seco me cogió del pelo.

«No chupes hasta que te diga, ¿eh?». Yo me limité a asentir. Tenía los labios hinchados y varias lágrimas caían rodando, pesadas, por mis mejillas, de tanto que necesitaba hacerlo, comerme esas pollas.

Y ambas empezaron a restregarse por mi cara y por mis tetas. Los dueños de dichos aparatos empezaron a tantearme el cuerpo con las puntas hinchadas de sus capullos mientras yo me tocaba como una loca. Pero era para peor: no parecía capaz de correrme. Llegaba hasta el límite y luego el orgasmo se me escapaba de entre las manos, de entre los dedos y los fluidos. Huía espantado para presentarse justo después. Y sentí. Sentí cómo me tocaban, me estrujaban las tetas y tiraban con fuerza de los pezones, elevando los pechos y dejándolos caer después. Me dolían, los tenía hinchados, pero cada pellizco era casi un orgasmo.

Ambos glandes discurrieron por mis mejillas, mis labios sin que pudiera yo abrir la boca por algún motivo extraño, y por toda mi cara. Los olí en profundidad, salados, oscuros, palpitantes, quemaban.

Y al final escuché aquella frase que hizo que tuviera el primer orgasmo:

«Ya puedes chuparlas, pequeña».

Y abrí la boca hasta que casi se me desencajó la mandíbula para atracarme con la de Seco. Era más fina que la de Gordo pero me llegó al final enseguida. Él no se movía, me dejaba hacer. Yo trataba de calmar lo que me dolían los labios que estaban tan hinchados que parecía que me había golpeado con algo y estuvieran inflamados. Los pasé, húmedos y cubiertos de saliva, por todo el tronco de la polla para bajar hasta los huevos, pesados y colgantes; luego retrocedía, miraba hacia arriba sin ver su rostro, y me la metía poco a poco, centímetro a centímetro, en la boca, todo lo profundo que podía, hasta que me llegó al fondo. Y empecé a recorrer una y otra vez su largura mientras mi mano derecha acariciaba sus huevos. La otra mano, la izquierda, masturbaba a Gordo. La mano casi no me cerraba en aquel monstruoso e hinchado tronco. Al rato cambié de polla, preguntando si podía hacerlo y respondiéndome que sí. Hice lo mismo pero aquel pollón me costó tragarlo. Pero, dios, qué rica estaba. El olor era muy profundo, salado. No como si estuviera sucia y llena de esmegma, pero sí muy penetrante, hasta el punto de olerlo en la nariz a cada chupada. Ambos hombres olían a antiguo, ligeramente a sudor de trabajo (que no a rancio) y jabón lagarto, áspero y verde. La polla de Gordo se me atragantaba y hacía que me cayeran espesos hilos de baba hasta el punto que de alternar entre polla y polla casi las unía un rosario transparente de mi saliva.

Me seguía palpitando desde la cabeza hasta los pies, y el coño era una bomba por estallar.

«¿Podéis… podéis follarme… por favor…? Os lo suplico… me duele el coño de no tener pollas dentro» recuerdo que dije. Ahora me pongo roja de recordarlo, pero y tanto que era así.

Ambos rieron. Hicieron que me tumbara en la parte más alta, abriéndome bien las piernas. Aquellos dos viejos, que estaban entre los finales de la cincuentena y los sesenta, tenían las manos grandes, ásperas, producto de una vida entera trabajando con ellas y ganándose el sustento. Sentía sus callos cuando recorrieron mis piernas blancas y me tocaron el coño. Esa mano, la de Seco, tenía los dedos muy gruesos y nudosos, y las uñas cortas. Metió uno, dos y tres dedos en mi coño, haciéndome gritar. Casi me corro. Por el otro lado vi aparecer, oscureciendo el cielo nocturno, le pollón de Gordo, que como una nave extraterrestre apareció en mi ángulo de visión con la punta chorreante y los cojones arrugados  y comprimidos. Retrocedió un poco y entonces tuve aquella brutal sensación.

Sus pollas se sincronizaron para follarme, un viejo, mi coño. El otro, mi boca.

Seco puso su polla en la entrada rezumante de mi coño y empezó a entrar mientras mi boca se abría todo lo que podía, sacando la lengua, para hacer sitio a aquel monstruo de carne palpitante. Los dos viejos me ensartaron y rítmicamente se follaron a aquella Ana de veintiocho añitos y medio drogada, hipnotizada, abducida o lo que fuera lo que me estaba pasando.

Hostiaputa. Mi garganta albergó como pudo ese pollón mientras entraba y salía. Mi coño hacía sitio al miembro de Seco, que me agarraba con sus manos ásperas las caderas para encajarse dentro de mí. Y me corrí. Dos veces. Quería gritar pero apenas podía respirar con la polla de Gordo follándome la garganta sin piedad, sin detenerse. Solo lo hizo cuando se apartó, se agarró con fuerza la polla, como si se le fuera a escapar, y se me vino encima una corrida de caballo. Me llenó la boca, la garganta, me subió por la nariz y salió por ella. La barbilla me chorreaba y me llegó a las tetas. Seco por su lado se clavó en profundidad en mi coño y sentí su lefazo en mi interior, estallando. Me llenó tanto que empezó a rezumarme, y mira que tengo el coño profundo. Mi cuerpo se estremeció, mis pezones ardieron y casi parecían a punto de eyacular algo.  Me agarré con fuerza las tetas mientras convulsionaba y sentía el orgasmo adueñarse de mí totalmente, arrasando casi mi cordura. Aquellos dos viejos me estaban follando a fondo, como nadie, o casi nadie había hecho.

Cuando volví a ser consciente, estaba a cuatro patas apoyada en la parte más alta del respaldo de aquella extraña piedra. No podía ver mucho, pero tenía en frente, otra vez dura, la polla de Seco. Me estaba limpiando. Me había tragado todo el semen que había caído en mi boca pero apenas me había quitado el que tenía en la cara. Seco cogió algo de agua y me cubrió la cara. Sentí que me amodorraba otra vez.

«Ya estás cachonda, mociña» dijo. No era una pregunta. Parecía casi una fuerte sugerencia, rozando la orden. Y me sentí arder por dentro. Mi coño pulsó con fuerza, mi ano empezó a latirme, demandando jarana, y mis pechos, que me colgaban, se volvieron pesados otra vez.

«Si tu mozo sirviera de algo lo usaríamos también, pero míralo ahí, pajeándose… qué triste cornudo» dijo Gordo, detrás de mí. Y entonces, mientras Seco me metía la polla en la boca, que de nuevo desalojó a la lengua para hacer sitio, sentí cómo un grueso dedo entraba por mi culo. Primero sentí un cierto ardor, y escuché y sentí después cómo dejaban caer agua en él. Y de pronto ya no me dolió sino que quería más. ¿Un dedo? No, joder. Dos. Tres. La puta mano…

Parecía haberse vuelto totalmente elástico. Yo sabía que una polla como la de Gordo podría destrozarme. La tuya ya lo hace muchas veces, primito… Y vaya. Allá iba. Mientras chupaba la polla de Seco como si mi vida dependiera de ello, Gordo me percutió el culo, como tú dices cuando me la calzas por ahí. Mi ano se ensanchó y recibió el pollón de Gordo, que gimió cuando la hubo colocado toda dentro. Acto seguido empezó a embestirme y follarme el culo. Una polla entraba en mi garganta y otra me espetaba el ano, sincronizadas. Las manos de Seco me cogieron la cabeza para follarme la boca entera a su ritmo mientras Gordo tenía sus gruesas manazas en mis caderas y de vez en cuando me arrancaba cuasi orgasmos palmeándome el culo con fuerza. En otras ocasiones me habría dolido pero en aquel momento cada palmetazo arrojaba sobre mi cuerpo una oleada tras otra de placer que me endurecía los pezones y me hacía gemir aun con la polla de seco en la boca.

Entraban y salían, usaban mi cuerpo, y me gustaba demasiado. Había una pequeña humillación latente sabiendo que aquellos dos viejales estaban tomando mi cuerpo, y a la vez me gustaba. Sentía que el coño me rezumaba como loco y me corrí varias veces, meándome, o eyaculando. No lo sé. Ya no lo podía saber pero lo hacía. Y mi cuerpo se estremecía, respiraba cuando podía, me follaban a su gusto, me tomaban una y otra vez.

Gordo me llenó el culo de semen, lo sentí adentrarse en mis tripas. Joder casi podría haberlo vomitado. Pero Seco me llenó también por el otro lado y el semen llegó directo a mi estómago. Me sentía sucia, usada, puta… y me gustaba.

Al momento estaba cabalgando a Gordo cuyo pene me horadaba las entrañas como si las quisiera deshacer, apoyada sobre su barriga y lamiéndole los pezones velludos mientras Seco me follaba por el culo pese a que de él no dejaba de salir semen de Gordo. Coño y culo, ocupados, mi boca entre los pezones de las fláccidas tetas de gordo y su boca, cuya lengua imperiosa que sabía a tabaco y orujo reclamaba cada hueco de mi boca, mis labios y mi lengua.

Me moría con cada orgasmo y parecía que cada vez podía respirar menos. Me mordieron los pezones y las tetas. Recorrieron mi vientre y se vaciaron una y otra vez en mi interior: en mi boca, en mi culo y en mi coño.  No sé cómo no me quedé preñada.

Cuando una polla no estaba en mi boca era porque ambas estaban en mi interior, compartiendo agujero o no.

No sé cuánto tiempo estuve así, pero empezaba a clarear cuando me desperté en la cama esa de musgo, mecida por el agua que me lamía los muslos. Seco y Gordo me habían comido el coño y el culo, recorriéndolo con sus lenguas y parecía que tenía la impresión de que volvían a hacerlo, pero no, solo era el viento cálido de lo profundo del bosque. Me desperecé un poco con el frío. Sentí que estaba pegajosa. Tenía el cuerpo cubierto de semen. Cara, cuello, tetas, vientre, muslos… mi coño era una fuente, y mi culo peleaba por dejar salir todo lo que habían vaciado en su interior.

Urgida por la necesidad me mentí entera en la poza y me lavé. Debería estar horrorizada por lo que me había pasado, pero no podía pensar en términos de asco. Ese semen parecía ser la única pista de que lo que había ocurrido era verdad. Y pronto desapareció. De inmediato me metí por un momento en el bosquecillo y me acuclillé. Y de mi vientre manó un buen rato la semilla de los dos viejos que me habían follado. Conforme salía sentía cada centímetro de polla que había entrado en mi cuerpo, despacio o fuerte, gentil o brutalmente. Me corrí sin tocarme, medio llorando, no sabía si por no saber si había sido verdad o por lo que me había gustado. Oriné sobre las hojas y mi culo me escoció cuando dejó salir las últimas gotas. Mi coño ya se había vaciado. Mi orgasmo acompañó la larga y tibia meada, que levantó vapor. Volví a la caseta. Dentro, dormido, estaba Anselmo, sin el bañador, y con marcas por el cuerpo. Nunca le pregunté qué le pasó a él. No hablamos de eso.

Nos duchamos. Me despedí del sitio, porque sentía que no volvería a experimentar aquello aunque volviera.

Cuando pasamos por la recepción, Carmiña, la dueña nos miró extrañada. No sabía que habíamos salido aquella mañana. Le dijimos que sí, que muy temprano. Íbamos vestidos con las ropas del día anterior, pero sin los bañadores debajo, y a mí se me notaban los pezones, cosa que hizo que doña Carmiña entrecerrara los ojos censuradoramente.

*

—Venga ya prima —dije levantándome de entre sus piernas.

Le había estado comiendo el coño después de comer, pues se había empezado a masturbar y estaba cachondísima. Entre suspiros y tres orgasmos me contó el resto de la historia. Uno de sus bonitos pies estaba apoyado en mi hombro y el otro sobre la mesa. Tenía ante mí el bocado perfecto, su coño depilado y rosado con tan solo una cresta pelirroja, nominal.

—Te juro por tu polla que es verdad.

Para nosotros ese juramento, por mi polla o por su coño era el más serio que podía hacerse y estaba conminado a creerla.

—Pero ahora es cuando todo se pone creepy, primo. Inquietante y jodido.

—¿Más? —dije levantándome.

Nos dirigimos a la habitación.

Allí, Ana se desnudó y yo empecé a comerle las tetas, sus deliciosas tetas, con fruición mientras ella me acariciaba la enorme y palpitante erección que pronto la sodomizaría. A tientas abrí un cajón de la cómoda, saqué el lubricante y empecé a untarle el ano a ciegas, penetrándolo con un dedo y haciéndola suspirar, sin dejar de meterme en la boca sus pezones cada vez más duros. Tenía toda la intención de follarle el culo a conciencia, hasta que pidiera piedad. Como le gustaba. Y si aparecía Anselmo, mejor.

*

Iba a subir a la habitación cuando vi una de las fotos que pendían en la pared de la escalera. Era vieja, en sepia, y con el semblante muy serio, sobre un trazo que tenía escrito «1937» vi a Seco y Gordo, ambos mirando ceñudos al fotógrafo, vestidos como los campesinos de la época.

—Doña Carmiña ¿quiénes son estos dos hombres de la foto? —pregunté.

—Los abuelos de mi marido. Atanasio y Mariano. Murieron en el 40. Los encontraron muertos en el bosque, no muy lejos de aquí. Es una vieja historia de ánimas, mociña. Nada de lo que hablar a estas horas. Esta noche se la cuento.