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Con la jefa y su marido cornamentado I

en Hetero: Infidelidad

El garaje

Entonces, al llegar a la oscuridad artificial de su garaje, fue cuando, en su coche, acopló su boca a la mía y me recorrió con la lengua, con hambre, con ansia. Su mano en mi nuca me atraía más fuerte, no queriendo que aquello acabara rápido. Su lengua era ágil, provocativa, acariciaba la mía, sus labios solo cambiaban de posición y seguían besándome con el ímpetu de alguien necesitado. Estábamos en su plaza de aparcamiento, después de una larguísima reunión de trabajo y conseguir un nuevo cliente para la empresa. Ella es mi jefa, pero tiene un par de años menos que yo. Trabajamos para una gran firma de consultoría en ciberseguridad y nos conocíamos desde antes de que yo trabajara para la empresa.

No sé, ni supe cómo llegamos hasta ahí, hasta ese momento. Pero siempre había querido meterme en sus bragas, sinceramente. Yo no estoy casado pero ella sí, y ahora estábamos en su plaza de parking, en su casa. Ya había estado allí, cenando con mi ex novia (cosas de la vida), y de pronto, tras ese día extenuante, Sara se me estaba abalanzando. Siempre habíamos tenido mucha química, y era habitual darnos abrazos y besos efusivos (en las mejillas). Pero ahora parecía que estaba prácticamente siendo examinado. Su mano, con un anillo fino y con dibujo en cada dedo, me recorrió el cuello y empezó a desabrocharme la camisa. Me cuido y tengo un cuerpo decente. No abdominales de esos de fregar la ropa encima pero estoy en bastantes buenas condiciones. Sus dedos pellizcaron mis pezones. Se separó. Era un coche muy amplio, un Toyota no sé qué, de esos que tienen una palanca de marchas super pequeñas que no estorbaban, y tras separar las bocas, mirándome un instante con unos bonitos ojos azul claro, sonrió y su cabeza de cabellos castaños bajó. Sus labios se aplicaron a mis pezones y su mano izquierda empezó a manipular mi cinturón, desabrochándolo con habilidad y siguiendo con el pantalón.

Yo la olía, una de mis manos logró colarse y sacarle uno de esos grandes y pesados pechos que tanto me habían quitado el sueño y poblado mi banco masturbatorio, pensando en cómo serían, añadiendo datos conforme la veía en verano, en bikini, en una de esas casas rurales alquiladas entre varios amigos, o cuando venía muy ligera de ropa a la oficina en los días calurosos de menos trabajo, en sandalias, alegres faldas y pegadas camisetas.

Me moría de ganas de llevarme esas tetas, esos pezones, a la boca y morderlos y chuparlos con ganas. Pero ahora me estaba dejando hacer, estaba viendo cómo su mano liberaba mi polla, durísima y venosa, de los bóxers, para sostenerla en la mano y acariciarla suavemente.

—Joder —le escuché decir, ponderando mi miembro en su mano.

Fue todo lo que dijo antes de abrir la boca e introducírselo profundamente. Y fue como meterla en un horno húmedo y libidinoso. Su boca engullía y chupaba, su lengua acariciaba mi glande y todo el tronco para volverla a introducir en su interior. Me la chupó un buen rato, tanto que se apagaron las luces automáticas del parking mientras ellas se afanaba, chupando como si se estuviera deleitando con su caramelo favorito y sin parar. Su mano libre me acariciaba los huevos y un dedo díscolo recorría mi perineo. Su boca ardía y me sentía a punto de estallar.

—Sara, para. Si sigues me voy a correr… —murmuré con la cabeza apoyada en el cabezal mientras sentía sus labios masturbar toda mi polla y llenarla de saliva además de succionar con fuerza.

Redobló su succión y la acompañó con la mano acariciadora para masturbar también acompañando el movimiento de su boca y su cabeza. La sentí ahí. Las ganas eternas de que hiciera eso unidas a cómo lo hacía estaba llevando esa mamada a un nivel épico de placer. Y el orgasmo llegó. Estaba agazapado y sentí cómo me recorría desde mi interior más profundo, arrugándose el escroto y empezando a temblar una, dos, tres veces antes de hacerme gemir y reclinarme más fuerte mientras mi polla estallaba en el fondo de su boca.

—Me corro… me corrooo… aaaagh! —mi último gemido desató el derrame seminal en su boca.

Escuché cómo el líquido le llenaba la boca, cómo tragaba ruidosamente con la polla lo más clavada posible en su garganta. Se separó despacio, con una última succión potente que me arrancó otro manguerazo de semen que llenó sus labios. Se lo limpió con la lengua y me miró.

—¿Quieres subir? —me preguntó.

—Pero tu marido…

—Aún no ha llegado. Y si llega, tendrá que esperar su turno si quiere algo. Además me pone que nos encuentre follando. A fin de cuentas a él no le importe. Y puede que hasta participe… Si no se amedrenta al ver tu herramienta.

Mi herramienta se está desinflando y la voy guardando en los calzoncillos mientras ella esconde ese generoso pecho. Me sonríe.

—Vale. Subo.

 

Su casa.

Salimos del coche y vamos hasta la puerta del ascensor. Hoy lleva unos zapatos de tacón cerrados, sin medias, falda elegante y negra y blusa blanca. La chaqueta la lleva sobre el bolso. Si no es porque me acaba de hacer una de las mamadas más intensas y con ganas que me han hecho en mi vida, diría que está cansada de un día largo en la oficina.

Subimos en su lujoso ascensor. No puedo evitarlo y me acerco a ella. Sentimos el impulso y de nuevo sus labios se pegan a los míos con ganas. Sabía ligeramente a semen, ese sabor entre dulce y agrio. Mis manos volaron a sus pechos y los agarré casi con ansia. Saltó un botón de la blusa y mi mano fue a soltar el sujetador sin hombros que llevaba. Lo hice y arranqué prácticamente el sujetador. Sus pechos salieron bamboleándose. Separados, pero pesados, un poco morenos pero menos que el resto de la piel. Tenía el pezón grande y la areola ancha y rosada. Sabían un poco a su sudor, de todo el día, y a su piel cuyo sabor empecé a conocer. Los mordisqueé suavemente hasta que el «ping» musical del ascensor indicó que habíamos llegado a su gran apartamento, dentro de una de las urbanizaciones más «in» de la ciudad.

Se abrieron las puertas, Sara recogió el sujetador.

Se lo quité de las manos.

—No. Déjalo aquí. Ve sin sujetador. Quiero ver cómo se te marcan los pezones.

Ella sonrió, entre azorada y excitada, aún con los labios hinchados de los besos que nos habíamos dado.

—No te pongas mandón, que me calientas… —me comentó dándome otro beso aun a riesgo de que se cerraran las puertas.

Cogió el bolso y dejó el sujetador allí, colgado en la barandilla reposamanos del ascensor. Salimos. Sus pechos se bambolean alegremente y sus pezones parecían a punto de rasgar la tela. Solo había tres apartamentos por piso, y llegamos enseguida a la puerta que abrió con un código de seguridad y una llave. Se escuchó un zumbido y entramos al recibidor. Todo eran variedades de madera color miel, paredes de un blanco apagado y piezas de arte. Me precedió y me deleité en su culo, moviéndose por el pasillo pidiendo guerra. Seguimos el pasillo hasta el salón, después de que se cerrara la puerta. Cuando entré en la pieza, unos segundos después, entretenido dejando en la entrada el maletín del portátil, ella, que se había descalzado nada más entrar y pude ver que tiene las uñas pintadas de un delicado color malva ya se había desnudado.

Se había parado en medio del salón, con los pies dentro de una acariciante alfombra blanca y marrón. Me miró. Sus pezones estaban durísimos y se marcaban, invitadores, como toda ella.

—Dime… dime que soy… una zorra por chupártela en el garaje.

La voz le salió trémula y miraba al suelo. Sus dedos de los pies se arrugaron hacia adentro y afuera.

—No… No te voy a llamar zorra, Sara… Te voy a tratar como a tal —le dije.

Ella me miró. Por un momento aprecié una chispa de rebeldía y luego abrió la boca para hablar.

—Desnúdate. Si eso es lo que quieres, te trataré y usaré como la zorra que eres y te sientes. Vamos.

Lo hizo. Se sacó la blusa por la cabeza rápidamente para no tener que desabrocharla. Sus tetas se movieron alegremente. La falda tardó segundos en orillarse a sus pies y el tanga que llevaba también. Estaba muy húmeda, pude apreciar mientras se lo quitaba, con una pequeña y húmeda resistencia. Se quedó totalmente desnuda. Sus caderas anchas, el pubis solo con un pequeño y recortado mechón de vello en un prominente monte de venus. Iba a hacer además de cubrirse.

—Estate quieta, no me tapes las vistas. Y hablando de vistas…

El salón tenía un gran ventanal que daba al puerto con unas vistas increíbles de la parte litoral de la ciudad. Ya había estado antes allí así que sabía dónde estaba el mando. Pulsé un botón y las cortinas se deslizaron hacia un lado para revelar un marco negro por la noche incipiente urbana, punteada por las luces tanto de calles y carreteras como de algunos barcos perezosos que se deslizaban en el horizonte. A un lado se veía la silueta oscura de un gran hotel vanguardista con numerosas ventanas iluminadas. Si alguien mirara en aquel momento, aguzando un poco la vista, podría ver el salón y a una mujer desnuda en medio dando la espalda. Y no sería lo único que verían. El ventanal era del techo al suelo, así que cualquier cosa que hiciéramos sería públicamente visible.

—Eres un jodido exhibicionista —me dijo ella mirando por encima de su hombro.

—Pero no me dices que cierre las cortinas —le respondí.

—No. Déjalas como están —me sonrió.

Vi sus nalgas, grandes pero redondeadas, mucho más grande que mi mano. Joder, necesitaría dos manos y media para cada nalga. Me encantaba. Me acerqué por detrás. La erección en mi pantalón dolía, recuperada mi polla de la augusta mamada que me hizo en el parking. La rodeé, besándola en los labios en su rostro ladeado. Y por fin, después de dos años de intensa tortura y fantasías, agarré sus tetas, cubriéndolas con mis manos. Las sopesé, las apreté ponderándolas: eran perfectas. En peso, en tersura y densidad, joder me encantaban. Deslicé las manos sobre el pezón, despacio, haciéndola gemir en mi boca. Su brazo izquierdo agarró mi cabeza y la hizo despegar y bajar por su cuello, por su hombro, hasta insinuarme lo que quería. Y lo hice. Ella misma me ofreció los pechos y los levantó para que pudiera chupar sus pezones, lamerlos, poseerlos con los labios y la lengua. Y Sara gemía, aplastándome contra ellos. Percibí que se movía suavemente pero, poseído como estaba por las ganas de comérmelos no prestaba atención hasta que quedé justo ante el sofá.

La hebilla de mi cinturón volvió a volar y el pantalón cayó al suelo. Sara me empujó y caí en el sofá, donde me quité la camiseta.

—¿Tienes más ganas de mi polla?

Asintió.

—Pero qué zorra eres —dije mirándola a los ojos.

Respondió con una sonrisa hambrienta y brillo en la mirada de febril excitación. Respiraba rápido, olía muy excitada y sentí sus manos deslizarse por mis piernas hasta llegar de nuevo hasta mi polla. La asió y masturbó, húmeda de la succión anterior como estaba, y aún algo sensible, pero no dudó. A la boca. Se la clavó más profundamente, aunque no entera. Me excitó ver su espalda arqueada, su nuca, su cabeza subiendo y bajando mientras sentía su cómo su boca se llenaba con mi miembro, sus labios apretaban con fuerza su lengua, dentro y fuera de la boca, acunando ya acariciando la parte baja de mi polla, llenándola de saliva. Mantuvo la polla bien dentro hasta que le dieron una, dos, tres arcadas. La sacó y volvió a meter más fuerte. Su mano insinuó que quería que le apretara la cabeza. Viajó hasta su pelo y tiré de él. Ella me miró, incrédula por un momento y leí sus ganas y su excitación.

—Que te la metas entera en la boca, zorra, que se clave bien dentro de ti —le dije. Y viendo sus ojos brillar le di una bofetada. Sonó por todo el salón y ella sonrió y soltó una risa gutural y excitada para abrir la boca y sacar la lengua.

Empujé su cabeza hasta mi polla y con las caderas empujé fuerte en su interior hasta que volvió a tener arcadas varias veces. Con un sutil apretón en mis muslos la dejé sacársela tirándole del pelo hacia arriba. Tenía la mejilla encendida y los labios hinchados. Le colgaban espesos hilos de saliva, densos y brillantes que cayeron entre sus pechos. Mi polla tenía un perfecto y rutilante recubrimiento salival. Suavemente me apartó el brazo de su pelo, me abrió más las piernas para colocarse en medio y aprisionó sus tetazas en torno a mi polla. La saliva actuó como lubricante y ella empezó a moverlas, masturbándome con los pechos con gesto experto. Mi polla empezó a latir.

—Para, zorra, que ahora quiero follarte.

—¿Aquí, en mi salón? —me preguntó.

—Sí. Para que cada vez que te sientes o tumbes en él te acuerdes de cómo te follé.

Su risa gutural volvió a aparecer y se levantó. La senté en la postura en la que yo estaba antes y de rodillas, muy despacio, acerqué mi polla a su coño.

—Joder, sí, métemela, préñame cabrón.

Casi me corta la mención a eso, pero estaba demasiado tomado al asalto por las hormonas, y mi polla saltó. Me la enristré con una mano y la puse en la entrada de ese coño que ahora, por fin, veía de primera mano. Era de labios externos gruesos, un prominente clítoris y unos labios menores ligeramente prominentes. Su entrada oscura estaba empapada y un hilo denso caía sobre la alfombra. Metí solo la punta y sentí cómo su vagina se comprimía sobre mi glande, como queriendo atraparlo entero, pidiendo más.

—Te la meteré entera, y te voy a follar. Al final tu marido preguntará, con el tiempo, por qué tu hijo tiene mi cara.

Aquello la hizo gemir, y sin delicadeza ninguna se la metí entera con un sonido chapoteante que le hizo gritar más alto.

—JOOO-DEEEEEEERRR… ¡Fóllame, fóllate a tu zorra, joder, préñame, rómpeme el coñoooo!

Realmente lo último que esperaba era que la prudente de Sara fuera tan deslenguada en la cama, pero no solo no me molestó sino que me endureció definitivamente al espesor molecular del cemento armado. Empecé a bombear con fuerza y ganas, haciéndole saber en cada envite que estaba tomando aquel coño al asalto. Chof, chof, chof… Ella se estrujaba los pezones, juntaba los pechos y los amasaba, tarea en la que le echaba una mano con las mías pues estaba enamorado de esas tetas.

Y sentí que se corría y su cadera se elevaba. Entonces lo hice. Me levanté, la así de las caderas dejándola prácticamente inclinada y reventé su coño a base una cadencia implacable mientras ella bramaba que debía follarla así a diario, que necesitaba esa polla todas las noches, en su boca, en su coño y en su culo por más que su marido estuviera mirando como un cabrón.

Enardecido y con los embates a mil por hora como un metrónomo infernal de carne y esperma miré de lado y vi a Conrado sentado en una silla, en la mesa. Había llegado y yo no me había dado cuenta. Se había bajado los pantalones, dejándose la camisa y el traje, y se estaba pajeando viendo la escena. Y no me importó. Me dio igual. Aquel coño era demasiado delicioso, era un puto mundo, era el coño de Sara donde quería permanecer e hincharlo a litros y litros de semen.

Estaba cerca del orgasmo, que se había retrasado por la mamada anterior, y supe que cuando explotara iba a dejarlo todo como un puto Jackson Pollock de semen y elegante piel marrón del sofá. Y lo hice. Me separé de ese coño que me consumía y apunté la polla hacia Sara que abrió la boca y se cogió las tetas como en los más obscenos videos porno en que podáis pensar, gimiendo mientras le venía otro orgasmo. Y estallé. El semen voló de mi polla a su cara, al sofá y a sus tetas. Uno de los potentes chorros —parecía que me hubieran metido una manguera por el culo y que se hubiera conectado a mi miembro— entró directo en su garganta, y varios impactaron en su cara y en sus pechos.

Gemí mientras me corría, igual que Sara, que recibía mi semen hasta que dejé de expulsarlo. Acercó la cara, después de tragar el que le había entrado en la boca y me chupó delicadamente la polla, aún con mi mano asiéndola y apretando, para limpiarla de todo rastro y gota, mirando directamente a su marido.

—¿Te gusta cómo me folla, cómo se folla a esta zorra, como tú nunca lo harás, pedazo de mierda? —le espetó a Conrado.

Él no contestó. Tenía la mano manchada de su propio semen y el pene fláccido mientras mi monstruosa erección remitía y su mujer se recogía con los dedos, rebañando, el semen, de su cuerpo, y se lo metía en la boca.

—Vamos a la ducha, Gabri, que este imbécil lo limpie todo.

—Pues tiene faena —dije, siguiéndole el rollo. En realidad apreciaba a Conrado, pero preferí no romper el encanto del momento y dejar que la estúpida realidad social nos cubriera con sus mierdas morales. Aquella noche se estaba presentando así de intensa y así iba a seguir.

—Pide pizza, capullo. Ya sabes lo que quiero, una barbacoa para Gabriel, el que se folla a tu mujer y lo que tú quieras. Y vino. Algo de vino. Quiero un buen vino para seguir follando después.

—Claro, cariño —fue lo que respondió Conrado sin moverse del sitio, viendo cómo nos íbamos a la ducha mientras ella se reía con carcajadas crueles, llevándome de la mano.

En la ducha.

Nos besamos lentamente en la ducha mientras el agua caliente nos cubría y recorría. Inundaba su boca que aún sabía a mí y acariciaba todo su cuerpo. Su lengua no dejaba de buscarme como yo a ella. Mis manos estrujaron de nuevo sus pechos, haciéndola gemir.

—Qué bien follas, Gabriel…

—Pues anda que tú… con tu lengua de zorra y perversa…

Rio con maldad acariciándome y bajando hasta tocarme los huevos. Su tacto me excitó pero mi polla necesitaba un poco más para recuperarse.

—¿Siempre eres así con Conrado? —le pregunté.

—La verdad es que no. Lo quiero con locura. Pero siempre hemos tenido esta fantasía. Y alguna vez hemos hecho algo parecido pero tan potente como contigo, tan intenso y que saliera tan natural, no.

»Una vez, con un albañil cubano que conocimos, hicimos un rol. Él entraba en casa y me violaba delante de Conrado. Luego me gustaba y acabábamos follando como locos con Conra atado y amordazado. El cubano le restregó la polla por la cara y todo. Estuvo muy bien, pero era eso, un rol, un papel, una actuación. El sexo estuvo bien, pero no dejó de ser sexo con un desconocido en un casi intercambio de pareja. Nos gustó, pero no lo suficiente como para sentir que debíamos repetir eso. Pero contigo… joder, siempre me has gustado y hasta podría sentir algo por ti, además de por mi marido. Y ha sido tan natural. También que tú tampoco te hayas cortado, que hayas actuado como lo has hecho, humillándolo corriéndote encima de mí, tratándome como la zorra que me siento cuando follo y que tanto me gusta…

—Oye —le dije abrazándola sin dejar de mirarla a los ojos, después de un par de besos más, sintiendo sus duros pezones contra mi pecho—… ¿tomas la píldora?

—¿Importaría?

Me callé en silencio un rato. Ella me besó en el cuello, en el pecho. Bajó por mi vientre, se acuclilló y se metió mi polla fláccida (y algo dolorida) en la boca, chupando pesadamente unas cuantas veces para después volverse a incorporar, buscando una respuesta en mi mirada.

—No. No importaría.

—Dímelo otra vez —me dijo poniéndome mis propias manos en sus pechos, mirándome a centímetros de distancia, de puntillas.

Mis manos se liberaron, la apreté contra la pared de alicatado negro y moderno, con una mano tirando de su pelo, haciendo que mirara hacia arriba, a mi cara, entre las volutas de vapor y con la otra buscando su coño. Abrió las piernas y le metí dos dedos, cosa que la hizo boquear, para luego meterle otro más. Sentí su coño cerrarse en torno a ellos. Y se lo dije. Despacio, en el oído, apretándola contra la pared, haciéndola sentir mi —por fin— tibia erección que empezaba a descollar con maldad:

—No. No me importa preñarte. Llenarte de semen y dejarte embarazada de un hijo mío delante de tu marido, so zorra, puta, chupapollas. Sara.

Y se corrió. Tuvo un puto orgasmo en mis dedos. Sentí cómo el anillo carnoso de su vagina se comprimía eléctricamente y con espasmos. Fue tan fuerte que se orinó encima, gritando, tirándome del pelo.

—DI-OOOOSSSSS ME CORROOOOOOOO…

—Pues no hemos acabado —dije mientras los espasmo la recorrían.

Le di la vuelta, separé más sus piernas, y cogí el aceite corporal que había en la repisa. Lo eché en mis dedos y gritó suavemente. Lo hizo. Cuando metí mi dedo lubricado en su culo.

—Te voy a sodomizar después, delante de tu marido. Posiblemente sobre la mesa. Puede que en el suelo. Puede que mientras se la chupas a Conra. Puede que me corra en tu culo. O que te llene el coño para preñarte. Pero una cosa es segura: voy a follarte como la zorra que eres hasta que la polla se me caiga a pedazos.

—Si sigues… me… correré otra vez… o por el culo…

—Córrete por donde quieras zorra, pero guárdate alguno para correrte mientras te embarazo.

—Jooooodeeeeeeer…

Y otro orgasmo más que cayó mientras escuchábamos el timbre que anunciaba nuestra cena.

El salón.

Antes de volver nos secamos en el baño y cuando iba a ir a vestirme, Sara me cogió de la mano.

—Vente, Gabri —me dijo tirando de mi mano.

Me llevó hasta su habitación, una elegante y cara habitación moderna, con un gran cabecero presidido por un lienzo abstracto —hablando de Pollock—, y con un cabecero y un gran armario empotrado. Me quedé de pie mientras ella rebuscaba en una cajonera dentro del armario. Sacó un gran neceser y me lo tendió. Después, se puso a cuatro patas en la cama.

—Si quieres follarme el culo, antes prepáramelo. No quiero ir escocida mañana a trabajar… —me dijo.

Se separó las nalgas diligentemente mientras yo tomaba un bonito plug de cristal templado rosa y le untaba un lubricante efecto calor, con una sonrisa malvada en los labios.

—Hecho —le dije.

La punta del plug jugueteó con su esfínter que, al sentir el calor, fue abriéndose despacio para acoger con gusto aquel instrumento de placer, no sin antes haber lamido yo ese esfínter para escucharla jadear y gemir. El plug entró entero y quedó ahí atrapado por su tope, en forma de flor. Ella se dio la vuelta.

—¿Te quieres poner algo más cómodo? ¿Un chándal o algo así de Conrado? —me preguntó, siempre práctica.

—Es buena idea. Tenemos la misma talla prácticamente.

—No de todo, querido, no de todo —me dijo mirándome la polla con voracidad, que estaba morcillona perdida, queriendo algo más de protagonismo.

Me reí, halagado.

Me puse un caro chándal de marca y me dispuse a ir con ella al salón donde Gabri había puesto la tele y servido las pizzas. Había encendido unas velas y dispuesto tres copas de vino.

Charlamos un poco, de forma natural. Conrado en ese tiempo se había puesto algo más de estar por casa, otro chándal, y sonrió, a la par que miraba hacia el suelo, avergonzado, al ver que yo llevaba su chándal que, al parecer era nuevo. Además sin calzoncillos, con toda mi polla rozando y humedeciendo algunos puntos de la prenda. Comimos con voracidad y deleite y el vino pronto se agotó. Conrado se ofreció a ir a abrir otra botella.

—Mira que es servicial —le dije a Sara. Ella sonrió.

—Y tiene un buen culo —me confesó.

—Pues lo mismo se lo follo también —le dije, confesando en una frase mis tendencias bisexuales.

—Joder Gabriel. No… no hagas depende de qué promesas…

—¿Quién dice que no la vaya a cumplir? —le espeté.

Escuchamos el taponazo del vino al abrirlo, y cómo Conrado lo iba decantando.

—Ven. Tienes trabajo que hacer zorra —le dije a Sara cogiéndole del pelo.

Sus ojos volvieron a brillar. Ella llevaba un largo camisón de raso negro, que marcaba sus pezones que de inmediato se pusieron duros y también parte de la areola excitada.

Cuando Conrado volvió, su mujer, sentada e inclinada a mi lado me chupaba con fruición la polla como si fuera el mejor postre del mundo.

—Vamos cornudo —le dije indicándole que se sentara a mi lado—. Sostén la cabeza de tu mujer mientras me la chupa. Ya veremos si tú también pillas o si te acabo pillando yo el culo y te parto en dos después de embarazar a tu mujer.

Conrado casi deja caer el caro decantador de cristal tallado.

Continuará...