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Un encuentro con Simona

en Hetero: General

Mi esposo Carlos creció muy solo y desde que tuvo memoria sintió angustia frente a todo lo sexual. Tenía cerca de 41 años cuando nos conocimos en la playa. Nuestros contactos se hicieron casi habituales porque nuestras familias guardan un parentesco lejano.

Tres días después de habernos conocido, nos encontramos solos. Yo vestía un delantal negro con cuello blanco. El había venido a mi casa con el pretexto de entregar a mi madre una docena de huevos de las gallinas que un tío común cría en su parcela. Pero mi madre no estaba y aquello le resultó tan maravilloso que el rostro se le iluminó.

Me di cuenta en ese mismo momento de que compartíamos la misma excitación al vernos. El delantal era cortito y dejaba todas mis piernas libres a los ojos de Carlos, que creo que intuía que me encontraba completamente desnuda bajo mi delantal. Yo llevaba medias de seda negra que me subían por encima de las rodillas; A pesar de que mi admirador se había agachado con distinto pretextos un par de veces, aún no había podido verme el culo.

Imaginaba que si apartaba ligeramente mi delantal por atrás, vería mi coñito pelirrojo totalmente desnudo, y pensando en ello se acariciaba sobre el pantalón. A mis diecinueve años mi sexo era para un cuarentón como Carlos toda una tentación, una ensoñación inaccesible y maravillosa.

Llené un plato con agua fría, hacía calor. Carlos no apartaba su mirada de cada uno de mis gestos.

-Carlos, ¿sabes lo que me dijo una amiga?-

-¿Qué cosa?- me respondió.

-Que si tienes calor y te sientas en un plato de agua fría, se va del todo-

-¿Cómo sentarte en un plato?-

-Si tonto, meter el coño en el plato-

A mi delicioso cuarentón se le abrieron unos ojos como ruedas. No acababa de creer que le hubiera dicho aquello. Pero aún fui más lejos: “¿Apuestas a que me siento en el plato?” —”Apuesto a que no te atreves”, me respondió, casi sin aliento. Excitado ante la idea de verme agachar y aposentar mi coño en el plato de agua.

Hacia muchísimo calor. Coloqué el plato sobre un pequeño banco, me instalé delante de él y, sin separar mis ojos de los de aquel cuarentón excitado y cautivado por mis encantos, me senté sobre el plato sin que pudiera ver cómo empapaba mis nalgas ardientes en el agua fresca.

Se quedó, inmóvil; la sangre subía a su cabeza y mientras yo miraba descaradamente su verga que, erecta, distendía los pantalones. Carlos temblaba ligeramente.

Y entonces me sorprendió tomando la iniciativa. Se acostó en el suelo, a mis pies. Yo no me moví dejando que su mirada entrase bajo el delantal negro y por primera vez vio mi carne rosada y el bllo rojizo de mi intimidad. Contempló el coño entrando y saliendo del plato, sumergiéndose rítmicamente en el agua fresca. Permanecimos largo tiempo así, embelesados el uno como el otro. De repente me levanté y mi chico vio recorrer cientos de gotas de agua a lo largo de mis piernas, sobre las medias. Me limpié lentamente mientras Carlos observaba atónito. Lo hice pausadamente, dejando alzado el pie, apoyado en el banco. Yo estaba descalza. uno de mis pies, el des suelo, a escasos centímetros de su cabeza, la otra pierna subida por encima de su cabeza apoyada en el banco sobre el que aún descasaba el plato.

El se frotó vigorosamente la verga sobre la ropa, en un gesto de exhibición ante mí. Acercó su boca al pie que yo tenía junto a su cabeza y sin dejar de mirar como me secaba el coño, comenzó a lamerlo. Me excité tanto viendo el troncho erguido y gordo bajo el pantalón, y sintiendo los lamentones del cuarentón en los dedos de mi pie, que no pude evitar ponerme en acción.

Cuando me hube secado, no del todo, comencé a masturbarme así, en la misma postura, mis dedos entrando y saliendo. De vez en cuando abría los labios del coño a tope, para que él pudiese contemplarlo. Después moje en saliva dos dedos lentamente como si mis dedos fueran su pene y bajé la mano apoyando los dedos mojados contra el clítoris que amasaba ante la atónita mirada de aquel hombre que no acababa de creer que una hermosa niña de diecinueve años se estuviese masturbando para él.

-¿Por qué no haces tu lo mismo?- Le pregunté con una sonrisa cómplice.

Carlos, tumbado a mis pies, extrajo su polla y comenzó a masturbarse con un gesto de satisfacción. Ya os he dicho que tiene una polla preciosa.

El orgasmo nos llegó casi en el mismo instante sin que nos hubiésemos tocado.

Lo más excitante sucedió entonces, mi madre regresó de repente. Carlos se limpió el semen con un trapo de cocina y mi madre casi le pilla.

Se sentó en una silla tapando disimuladamente su erección, que aún no se había venido abajo. Mi madre se acercó a mí y mientras nos abrazábamos ella y yo, Carlos aprovechó, y mientras permanecía sentado, como estaba tan cerca de nosotras y yo le daba la espalda haciendo imposible que mi madre le viese, levantó por atrás el delantal y puso su mano en mi culo, entre mis dos ardientes muslos.

Carlos regresó corriendo a su casa, ávido de masturbarse de nuevo; y al día siguiente por la noche estaba tan ojeroso que después de haberle contemplado largo rato, le hablé al oído y le dije seriamente “No quiero que te masturbes sin mí. Se que te estás matando a pajas y no quiero que te hagas ni una sola más sin que yo esté delante"

-Te lo prometo- me dijo, alucinado aún por mi petición.

Así empezaron entre la jovencita Michelle y el cuarentón Carlos unas relaciones tan cercanas y tan obligatorias, tan inusuales, tan escandalosas y tan adictivas, que nos era casi imposible pasar un solo día sin vernos.

Debo advertir que estuvimos mucho tiempo sin follar. Aunque Carlos no lo sabía yo no era virgen. Pero lo morboso de nuestros encuentros residía en parte en aquello. No me follaba.

Nuestra relación comenzó siendo algo puramente morboso, sin visos de convertirse a algo trascendente o serio. Aprovechábamos todas las circunstancias para transgredir las normas sociales y los convencionalismos. Nos daba morbo todo aquello que resultase “sociablemente inconveniente”. No sólo carecíamos totalmente de pudor, sino que por lo contrario algo desconocido, una fuerza irresistible, nos obligaba a desafiar juntos, sin importarnos lo que pudiese pasar si nos descubrían.

Eso sí, todo debía suceder tan lasciva e impúdicamente como fuese posible. Es así que justo después de que le pedí que no se masturbase solo, preparé un encuentro que iba a cautivar a mi Carlitos totalmente.

Le cité en lo alto de unos acantilados al atardecer. Es un paraje bellísimo y al que no va nadie a esas horas. Nada más llegar, apenas sin habernos saludado, le bajé el pantalón y le hice tumbarse en el suelo. Luego alcé el vestido, me senté sobre su vientre dándole la espalda y empecé a orinar mientras le pedía que metiese un dedo en mi culo, cosa que hizo sin rechistar.

-Joder, Michelle, me vas a matar con tus ocurrencias-

Yo le orinaba a impulsos, no de seguido, de forma que su mano, la del dedo que metía en mi culo, se convertía en el poste por el que bajaba mi orina caliente.

Allí, en plena naturaleza, con el riesgo de que cualquier desconocido pudiese pillarnos. Aunque cada vez la luz se iba retirando y la noche se apoderaba del cielo. Su dedo me follaba el culo tan rico, tan suave, que entre las meaditas de mi chocho, salía también desde los labios, el dulce aceite de la excitación.

Saqué su pene del sip, cada vez más y más mojado de orina y me dedique a masturbarlo.

Como veis mi relación con Carlos no ha sido nunca nada en absoluto normal. Luego, cuando ya no me quedaba nada en la vejiga, me tumbé junto a él y le pedí que se pusiese de rodillas a horcajadas sobre mí. Cosa que hizo.

-Oríname tú ahora- le dije.

-Pero Michelle, mancharé tu precisa blusa y tu sujetador-

Abrí la blusa, desabotonando rápido los botones y subí el sostén sobre mis pechos.

-Méame en las tetas-

Hizo lo que le dije, pero apenas lo había hecho me inundó de nuevo, pero esta vez de hermoso y blanco semen.

El olor de la mar se mezclaba con el de la ropa orinada, el de nuestros cuerpos desnudos y el del semen. Definitivamente llegaba la noche y permanecimos ambos tumbados en aquella mágica situación sin movernos, hasta que escuchamos unos pasos que rozaban la hierba.

Carlos hizo ademán de levantarse.

Sin que él lo supiese yo había citado a Simona, mi mejor amiga, siempre dispuesta a lo que yo le pidiese. Le expliqué como debía comportarse así que cuando Carlos la vio llegar, yo ya sabía todo cuanto iba a suceder.

Simona se acercó hasta nosotros en silencio. Le había pedido a mi amiga que no hablase, como si fuera muda.

Carlos y yo nos sentamos sobre el suelo. Teniamos las piernas de Simona a escasos centímetros, la minifaldita ondeando incitadora.

Carlos no la conocía, me miró con gesto interrogativo y yo puse un dedo sobre sus labios. Invitándole a callar y dejar pasar las cosas.

Levanté la falda de Simona. Carlos me miraba sorprendido. No comprendía que todo aquello tuviese sentido.

-Date la vuelta Simona- dije con voz autoritaria. Ella es bellísima, rubia, más joven que yo, tan solo dieciocho años en aquel momento.

Bajé las bragas de florecitas hasta sus rodillas. Miré a Carlos que me devolvió con otra mirada, ésta de agradecimiento.

-Bésalo- dije a Carlos mostrando el culo de Simona.

Carlos besó el bello culito de Simona sin poder evitar comenzar a masturbarla. Metiendo su mano entre aquellas lindas y jovenes piernas y alcanzando el sexo puber.

Me puse de pie y bajé los tirantes de su vestido. No llevaba sujetador pues apenas tenía pecho. Lamí sus pezones mientras Carlos la follaba con los dedos.

Simona comenzó a jadear de excitación, y carlos coló su cara entre los muslos de la niña y lamió su culo, el arete del ano, sin dejar de masturbarla. Así pasaro unos diez minutos, yo comiendo los pezones y su cuello. Besando la boca de Simona. Carlos sumergido entre los muslos follándola con los dedos y disfrutando del sabor de todo lo que Simona ofrecía. Y así estuvimos hasta que Simona apretó los muslos en su orgasmo tremendo. Casi tuve que sujetarla para que no cayese al suelo.

Mientras tanto, el cielo se había puesto totalmente oscuro y, con la noche, llegó una inesperada tormenta de verano. De repente, caían gruesas gotas de lluvia que provocaban la calma después del agotamiento de una jornada tórrida y sin aire. El mar empezaba un ruido enorme dominado por el fragor del trueno, y los relámpagos dejaban ver bruscamente, como si fuera pleno día, los dos culos masturbados, el de Simona y el mio, que habíamos quedado mudas.

Tumbé de nuevo a Carlos, y entre Simona y yo le despojamos de toda la ropa.

Un frenesí brutal animaba nuestros cuerpos. Dos bocas juveniles la de Simona y la mía comenzamos a disputarnos el culo de Carlos, sus testículos y su verga.

Carlos palpaba nuestros coñitos, nuestras piernas, mientras Simona y yo le comíamos la polla y los testículos y el culo. La tormenta descargaba con toda su furia, bañando nuestra desnudez.

Se había hecho de noche y tan sólo la luz de los relámpagos dejaba ver nuestras carnes blanquecinas. Simona, manchada de barro se masturbaba con la tierra y gozaba violentamente, golpeada por el aguacero, con la cabeza de Carlos abrazada entre sus piernas sucias de tierra, su rostro enterrado en el charco donde agitaba con brutalidad mi propio culo, que la tenía abrazada por detrás, tirando de su muslo para abrírselo con fuerza..

Le metí los dedos en el coño y gritó, mezclando su alarido con el ruido de un trueno.

Carlos avisó: - No aguanto más. Niñas me corro-

Acudimos al pene raudas lamiendo la lluvia de semen que se mezcló con la del agua de la tormenta sobre nuestros rostros.

Un frenesí de lenguas tocamientos y finalmente de orgasmos del que jamás me olvidaré.