miprimita.com

Un motivo llamado sexo. Capítulo 1

en Grandes Series

Un motivo llamado sexo. Introducción

Hola, querido lector. Siempre me resulta fascinante el hecho de que me pueda comunicar contigo. Me alucina la intemporalidad de nuestro contacto. Tal vez me estás leyendo al día siguiente de volcar en tinta mis pensamientos, pero tal vez, hayan pasado décadas, o quién sabe si siglos, desde este momento en el que me encuentro relatando y el que tú vives leyéndome.  Y sin embargo es como si ambos momentos se trasladasen a un tiempo distinto al tuyo y al mío, a un tiempo que sólo existe en nuestras almas.

Me parece mágico, casi milagroso, qué podamos estar ahora tan íntimamente juntos, Michelle sincerándose contigo, y tú, querido lector anónimo, escuchándome, como lo haría un amigo, cogiendo mi mano y conociendo, tal vez comprendiendo, mis más ocultos sentimientos.

 

Me llamo Michelle y me gustaría que me consideres tu amiga desde ahora mismo. Espero de tu complicidad, ya que vas a compartir mi vida y mi alcoba.

Soy pintora y escritora aficionada. Nunca he publicado, aunque, eso sí, he vendido algún que otro cuadro.

Desde hace dos años estoy casada con Carlos, me dobla la edad, yo tengo 22 y él, justo 44.

La felicidad, dentro de una monótona estabilidad, presidía nuestra relación. Uno de tantos matrimonios. Con unas contactos sexuales cadenciosos y vulgarmente simples.

Este texto es el relato de algo excepcional, el relato pormenorizado del cúmulo de situaciones e inconfesables vivencias, que han acabado por dar un giro a nuestras vidas. A la de mi esposo, a la mía, y a la de algunas personas cercanas que se han visto involucradas en los hechos. Principalmente a la de mi mejor amiga Irene, que ha vivido todo esto junto a mí, y a la que quiero dedicar muy especialmente este escrito.

Hoy, con el reto del papel en blanco delante de mí, comienzo a dejar constancia, en una especie de diario íntimo, que ahora comparto contigo, de esos acontecimientos a los que he hecho referencia. Es mi deseo contarte con minuciosa exactitud, tal vez con la secreta intención de que me comprendas, cómo han ido sucediendo y describirte las consecuencias que han ido provocando.

Pienso que alguno de mis lectores, tal vez tú mismo, pensarán que Michelle es una vulgar furcia, una mujer sucia, viciosa y depravada. Ni lo confieso ni lo niego. Ahora bien, creo que en general, hemos de abstenernos de juzgar a la ligera a nuestros semejantes, pues con demasiada frecuencia, nuestros juicios, nublados por la parcialidad subjetiva de nuestros propios condicionantes, son erróneos y suelen equivocarse.

No seas excesivamente duro conmigo, querido amigo, la debilidad de la condición humana, tal vez, sea mayor en esta mujer que te escribe.

 

Michelle. Un motivo llamado sexo. Capítulo 1

 

Creo que todo comenzó a cambiar una mañana de febrero. No sé porqué, pero lo cierto es que a partir de ese día se precipitaron las cosas.

Eran mediados de febrero de 2016. En Madrid hacía un frío notable. Las bajas temperaturas que debían haberse instalado desde diciembre y a lo largo de enero, habían llegado con bastante retraso.

Desperté y estuve dándole vueltas a algunos asuntos pendientes. Me gusta emplear mi tiempo en la cama, buscando la solución de algún problema o realizando con la imaginación algún proyecto. Allí, en mi lecho, estoy a  salvo del resto de los seres humanos, a solas con migo misma, en el penumbroso silencio del tálamo.

 Carlos dormía plácidamente sobre su costado izquierdo, orientado hacia mí. Le miré, le miré en una contemplación detallada, amorosa, observando sus rasgos, su respiración pesada por el sueño. Degusté su ausencia del mundo real, enternecida por aquella “carita  de niño bueno”, preguntándome qué pasos andarían sus sueños.

He de hacerte mi primera confesión, querido lector: con más frecuencia de lo que en una mujer se considera normal, sufro repentinos asaltos de erotismo. Desde siempre, desde niña. El deseo y la necesidad de sexo me invaden sin previo aviso. A  veces lucho contra esa colonización salvaje y urgente, pero habitualmente, lo normal, es que me deje llevar por mis instintos.

En ese instante, cuando mis ojos contemplaban a Carlos durmiendo, sufrí uno de esos ataques. Y esta vez, di rienda suelta al galope de mis impulsos, montando a lomos del caballo desbocado. Sabía que el placer que me iba a proporcionar sería superior a ningún otro placer de los que el ser humano encuentra en la naturaleza. Ese placer llamado sexo que culmina en el orgasmo.

El erotismo me atenazó, preñando mi mente de ganas, de muchas e intensas ganas de sexo, de lujuriosos y poderosos impulsos. De repente mi piel se había tornado más receptiva y sensible y el cuerpo de mi esposo pasó a ser un juguete, un consolador vivo e inmenso con el que comenzar a travesear.

 Hedonistamente, gozando de cada movimiento y de cada gesto, me despojé del pantalón del pijama, sintiendo mis piernas desnudas acariciadas por las sábanas. Mis manos reconocieron la tira del tanga, recorriéndome sobre la cadera hasta llegar al tejido, sobre el pubis. En ese contacto sufrí la primera descarga de placer, con la yema de mis dedos apoyada sobre la curva del montecito, transparentemente tapado por el encaje de la braga.

Mis dedos tantearon, sin querer tantear, tan solo leves roces que erizaron mis pezones de forma automática. Y entonces decidí sacar el tanga de su sitio y desnudar toda mi intimidad.

Lo hice lentamente, gozando del viaje del elástico por mis muslos, del enganche de la prenda en las rodillas y más tarde en los tobillos. No pude reprimir una tentación y al sacarlo de debajo de las sábanas lo acerqué a mi nariz y lo olí. Olor a raja femenina, y humedades íntimas, a orina seca.

Miré a Carlos y no reprimí mi deseo. Acerqué el tanga a su nariz. Dormía, no hubo ninguna respuesta, ninguna reacción.

Remangué la blusa hasta situarla bajo mis axilas, descubriendo mis senos totalmente. El erotismo que me invadía entrecortaba mi respiración, haciéndola mucho más honda, mucho más pesada. Acaricié levemente mis pezones, con la palma de la mano extendida, viajando los montes y valles hasta el ombligo, y luego, casi sin querer por el pubis, con los muslos cerrados, como jugando a resistir, como si fuese otro el que me acariciaba.

Levanté las sábanas para verme desnuda. El brazo derecho de mi marido reclinado junto a mí, casi me rozaba. Me deslicé como una serpiente, reptando sobre mi espalda, muy, muy lentamente, sobre la sábana, hasta situarme junto a él, hasta sentir que sus dedos rozaban mi cintura.

Fuera de mí, con la fiebre del deseo carnal ahogando cada poro de mi piel, abrí las piernas, acercando los pies a mis nalgas y separando las rodillas. Cuando una mujer se abre así, desnuda, y siente los labios del amor abrirse entre las ingles, se siente indefensa, totalmente expuesta a merced de lo que venga.

Comencé a deslizar mi mano por el vientre, a jugar a encontrarme con sorpresas. Allí estaban mis dedos enredando con la depresión carnosa que dibujan los labios, con la protuberancia del clítoris, siempre rozando sin tocar con contundencia. El dedo anular, el más sabio de los que tengo se internó sibilinamente en el desfiladero. La otra mano arriba, recorriendo la planicie de mi cuerpo, pellizcando con dulzura la cumbre de mis senos.

La humedad que nacía entre los labios de abajo y que ya disfrutaba el dedo instalado en su interior, delataba mi estado de frenesí. Abrí aún más las piernas y tomando el brazo de Carlos por la muñeca, elevé su mano hasta posarla donde la necesitaba. Él casi ni se inmutó, tan sólo un leve respingo, estaba profundamente dormido. Mi mano sobre la suya, posada sigilosa, temerosa de despertar su sueño. Guiaba con mis dedos sus dormidos dedos.

Mire los números rojos del reloj de mesita. Las 09.07. Las persianas las habíamos bajado a tope por el frío y, aunque ya era de día, nuestro cuarto permanecía oscuro. Desdibujando los contornos de las cosas, de los muebles y los cuerpos. Sentía los dedos de Carlos rozarme y moví las caderas para situarlos mejor. Bailaba la pelvis arriba y abajo y en círculos, provocando el contacto de su mano en mi sexo, imaginando que eran sus ganas las que me tocaban. Estaba cachonda, caliente, casi sudando por el ardor. El que Carlos durmiese mientras me acariciaba, inconsciente, era todo lo morboso y erótico que podía desear.

Pellizqué el mamelón terso y erizado de mi pecho mientras jugaba con los movimientos para rozarme con los dedos de mi esposo apretando mi mano sobre ellos, untando, manchando su piel con la miel que brotaba de mi sexo. Carlos había despertado, lo supe. Me gustó que siguiera haciéndose el dormido. Disimulando, como si no sintiese aceitarse mi intimidad, como si no tuviese ya medio dedo dentro de mí. Como si su mástil, bajo la tela del slip, no estuviese ya duro como el acero.

Volví a mirar bajo las sábanas, cuando vi su excitación, el volumen, el tamaño de la erección, casi me vino el orgasmo. Hacía muchos días que no estaba tan cachonda.

-No despiertes amor- le susurré en el oído. Mi dedo anular estaba sobre el suyo. Lo empujé dentro de la rajita mojada. Cuando estuvo allí, agarré con mis dos manos la suya, por la muñeca, y comencé a introducir y sacar, a sacar y meter. Carlos me siguió el juego. No movía ni un solo músculo. Sólo su tremenda erección, elevando el algodón blanco del calzoncillo, delataba el placer que destilaba de mi perverso juego.

Cesé de bombear, pero dejando instalado el anular de Carlos dentro de mi desfiladero, lo más dentro que pude. Bajé mi mano y la aterricé sobre el slip, justo encima de aquel obelisco hinchado y duro. Acaricié, dibujé con las yemas de los dedos los perfiles gloriosos de la erección. Él me sentía, dibujando su sexo, con su anular dentro del mío.

Aparté, no sin pena, el brazo de mi esposo, extrayendo el anular de Carlos de entre los labios jugosos de mi entrepierna. Bese el vello de su pecho, con mi mano aferrada el tronco, sobre el slip. Deslicé mi naricita por su estómago redondo, besé el ombligo y, sibilinamente, como una serpiente, continué el viaje, buceando entre las sábanas, hasta situar el rostro a la altura de la entrepierna de mi esposo. Iba dispuesta a ocuparme en el trabajo que más me gusta. Tomé en un último gesto la mano de Carlos, la mano con la que me había estado penetrando y lamí el dedo que había tenido dentro. Sé que a los hombres les encanta que lamas sus dedos como si de su pene se tratase.

-Vas a ver lo zorra que es tu esposa Michelle- dije apenas en un susurro, muy cerquita de sus testículos, lamiendo el límite del calzoncillo y su muslo. Después, y con una lentitud casi exasperante, resbalé el elástico del slip, descubriendo el leño de mi amado.

Carlos la tiene preciosa. No muy grande, de unos quince centímetros. Eso si gordita. Me encanta su olor.

Le saqué definitivamente los calzoncillos y los tiré en el suelo. Lamí sus esferas mientras masajeaba el cilindro con la mano. Lentamente a ratos, a ratos acelerando. Lamiendo el cuerpo duro, la cabeza redonda.

Paré un momento a causa del cansancio.

-Sigue, sigue, no pares- La voz de mi esposo llegó a través de la sábana, excitada y suplicante. Sonreí triunfante.

-¿Pero te gusta?- Mi pregunta la realicé antes de meterme su erección hasta la garganta.

-¡Dios!- Exclamó entre dos jadeos de placer.

Abrí las piernas de Carlos sin dejar de comerme el instrumento, duro, casi pétreo.

Se me ocurrió una idea algo más retorcida, sodomizaría su ano. Subí mi mano hasta su boca e introduje el dedo índice en su boca.

-Lámelo amor mío. Voy a metértelo por el culo- Noté un respingo en su erección. Le había excitado mi frase. Lamí el ano, haciéndome rogar. Sé que deseaba aquella pequeña sodomización.

Cuando llegué con el dedo el aflojó el esfínter y le penetré sin esfuerzo. Con el nudillo del dedo tocando el ano, todo el índice dentro de su recto, lamí el prepucio, succionando como si fuese un pezón gigante.

-¡No aguanto más, Michelle!-

Carlos se vacía dentro de mi boca, suele hacerlo cuando se la como, y a mí me encanta. Saqué el dedo de su culo y se lo hice lamer mientras tenía las contracciones en el falo. Luego le besé en la boca. La mía aún conservaba gran parte de su semen.

-Me encanta lo guarra que eres Michelle- Me dijo ya relajado tras el orgasmo. Acaricié su mejilla, y volví a besarle con otro beso espermático.

-Y a mí me vuelve loca ser tu zorra, amor mío-