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La virgen cuarentona

en Sexo con maduras

Desde la ventana de mi despacho la veía llegar cada mañana: paso corto, rostro serio, mirada huidiza. Parecía poco agraciada, vieja incluso, debido a que ocultaba sus encantos detrás de unas horribles gafas de pasta y debajo de faldas y chaquetas de señora mayor catequista. Hasta solía usar zapatos amachados, de cordones, y se recogía el pelo en un moño estilo años del catapún.

Mi obsesión por Begoña surgió a raíz de escuchar ciertos rumores que circulaban en la empresa:

«No ha conocido macho en toda su vida»… «Ni siquiera sabe lo que es un beso con lengua»…«Nunca ha tenido novio ni ningún pequeño flirteo»…«Es una virgen enamorada de los ángeles»…

Esas frases canallas, que corrían de boca en boca entre los trabajadores, me excitaban a más no poder. La idea de cepillarme a una jamona cuarentona así, virgen, no se me iba de la cabeza ni a tiros. Me parecía una aventura selecta, refinada, de las que seguramente habrán podido disfrutar muy pocos hombres en el mundo.

Aquella tarde decidí no retrasar más mi plan. Descolgué el teléfono y la llamé por la línea interior.

—Sube a mi despacho, Begoña.

—Enseguida, don Borja.

Yo tenía veintiocho años y era, al menos en teoría, el director gerente de Costa Albatros, una empresa de mi padre dedicada al suministro de pertrechos para buques.

— ¿Se puede pasar? —preguntó tímida y educadamente.

—Adelante, adelante…Cierra la puerta y siéntate…

—Usted dirá, don Borja…

—Creo recordar que habíamos quedado en que no me tratarías de «don» ni de «usted»,

¿verdad? —comenté sonriendo sibilinamente.

—Es que no me acostumbro. Siempreme dirijo así a tu padre y tú eres su vivo retrato.

Hablaba susurrando, como si estuviera en una iglesia. De joven había estudiado en un colegio de monjas y tal vez por eso seguía siendo una mujer tremendamente beata, de las que no se pierden una misa por nada del mundo.

—Me han dicho que eres masajista profesional en tus ratos libres y que tienes manos de santa.

— ¿Manos de santa? ¡Dios lo quiera, Borja! Y no soy profesional, no… Hice un curso y he visto muchos vídeos de masajes. Nada más. Practico con los viejecitos de la parroquia como una forma de hacer apostolado.

A mi entender era hermosa, de buen tipo, alta, con un par de tetas inhiestas y un culo rayano en la perfección, redondo y alzadito. Pero había que observarla muy detenidamente para descubrir esas virtudes físicas. No es extraño que nunca se le hubiera arrimado ningún hombre sencillamente porque la feminidad y la coquetería brillaban en ella—valga el tópico—por su ausencia.

— Bueno, Begoña, iré al grano: las cervicales me causan dolores en el cuello, la espalda, la cabeza… Por lo visto padezco un desgaste impropio de mi edad debido a las muchas horas que paso delante del ordenador.

Esa mentira era la estratagema clave de mi plan. Jamás había tenido problemas con las cervicales…

—El médico de cabecera sólo me ha mandado una tabla de ejercicios —añadí poniendo cara de circunstancias— y sugiere que me busque a alguien que sepa darme unos buenos masajes. Había pensado si tú…

—No hay problema —respondió ella rápidamente—. Puedo darte los masajes que necesitas. Tengo experiencia en el tratamiento de esas molestias.

—Estupendo, Begoña. Te lo agradezco, y quiero que sepas además que estoy dispuesto a pagarte tus honorarios. Obviamente los masajes no van incluidos en tu sueldo de jefa de almacén.

— ¿Pagarme? ¡Ni lo sueñes! Estos trabajillos los hago siempre gratis, para ayudar al prójimo, como un hobby. Y más a ti, claro, que eres mi jefe.

Efectuó ese último comentario con sorna y por primera vez aprecié que su boca era sensual, carnosa, y de dientes blanquísimos.

— ¿Y cuándo lo hacemos? ¿Cómo? ¿Dónde? Me vendría bien que pudiera ser aquí mismo, a última hora…

Begoña inspeccionó el despacho y pensó unos segundos.

—Ese sofá-cama puede servirnos —indicó señalándolo con el dedo—. Ayuda que no tenga apoyabrazos y parece duro, de los que no se hunden.

Tuve que contenerme para no exteriorizar mi alegría. El plan estaba saliendo a pedir de boca…

—Serán dos sesiones por semana, de media hora cada una. Si quieres empezamos esta misma tarde sobre las siete ymedia… —añadió demandando una respuesta.

—Por mí encantado, pero esa hora es fuera de tu jornada laboral. ¿No será mejor empezar más temprano?

—No, Borja —replicó intransigente—. Esto hay que desvincularlo del trabajo. Es un favor personal hacia ti, nada más, y prefiero hacerlo cuando se hayan ido todos los compañeros para evitar habladurías.

Volví a darle las gracias y nos despedimos con un «hasta la tarde». Mi polla festejó alborozadamente el acuerdo: «En tu despacho, a las siete y media, y cuando todos se hayan ido…». Era como si la inocente Caperucita Roja aceptara abrirle la boca al lobo…

Aquel día me pareció que el reloj andaba lentísimo, pero por fin marcó la hora convenida. Begoña llegó puntual. Yo había decidido seguirle el juego y no precipitar los acontecimientos...

—Quítate la corbata y la camisa y túmbate en el sofá boca abajo —dijo con voz marimandona—. Hoy sólo será una sesión ligera, preliminar, ya que ni siquiera dispongo de aceite esencial para calentarte la zona.

Obedecí al instante, pero previamente abrí el sofá y lo convertí en cama. Ella también se quitó su chaqueta.

—Primero voy a realizarte una fricción palmo digital deslizante…

Las palabras técnicas me sonaban a chino, pero su voz era melosa, dulce, y sus manos ágiles, sabias, relajantes…

—Este masaje es agradable, ¿verdad?

—Mucho —dije casi jadeando y ya empalmado.

—Ahora procederé a una remoción nudillar por el occipital, las cervicales, trapecios y primeras dorsales…

La presión de sus nudillos se me antojaban caricias. Mi polla parecía que fuera a estallar. O interrumpía aquellos masajes, o me correría en un descuido. Así que me levanté deprisa, como impulsado por un resorte y, de improviso, sin pensarlo, acorralé a Begoña contra la pared.

— ¡¿Qué ocurre?! ¡¿Te he hecho daño?! —preguntó sobresaltada.

— Mira… mira cómo me la has puesto, ¿ves? —indiqué señalando a la entrepierna—. Mi polla está muy malita, dura e hinchada. Tendrás que curarla…

Begoña procuraba disimular su miedo; se esforzaba en mostrarse tranquila, como si controlara la situación.

— ¿A mí me acusas de semejante cosa, Borja? Sabes de sobra que mis masajes son terapéuticos…

—Sí, pero terapéuticos para tus viejecitos. ¿Nunca habías dado esos masajes a un hombre joven?

—No, jamás.

—Pues ya sabes lo que provocan…¿Y ahora cómo resolvemos este problema?

Esa pregunta la dejó patidifusa y muda. Yo aproveché su perplejidad para darle un beso suave en los labios. No quería forzarla. Me proponía engatusarla y calentarla. Seducir a una virgen de cuarenta y pocos años, beata, y totalmente plana en el terreno amoroso es una exquisitez al alcance de unos pocos privilegiados…

Se estremeció. El beso la hizo tembliquear. Seguro que nunca la habían besado. Begoña no sabía qué hacer ni qué decir. Estaba vencida, sin fuerzas, paralizada. El milagro del cielo no llegaba, sus plegarias no servían. Un diablo llamado Borja comenzaba a propasarse con su cuerpo.

Otro beso. Más largo, más intenso, más húmedo. Mi lengua tanteando sus labios, recorriéndolos por dentro y por fuera. Begoña quieta, observando sin ver, sintiendo quizás algún ardor raro. No daba crédito. No era posible. Jamás había atraído a ningún hombre. Ahora sí, ahora lo atraía. Y no estaba dormida, no era un sueño…

—Déjame, Bego… déjame que te quite esas gafas tan feas… Aquí no las necesitas… Tus ojos son lindos, vivarachos…Quiero acariciarlos con mis labios…

Un beso en uno, otro en el otro, y otro boca a boca. Los tres prolongados, pero aún tiernos y mimosos. Ella seguía sin hallar una explicación medianamente lógica. Ella siempre pasó desapercibida ante los hombres y, de repente, Borja no paraba de besarla. Y sin avisar, a traición. Un diablo ladrón de besos.

—A ver, cariño, voy a deshacerte ese moño caduco… Con el pelito suelto estarás guapísima… ¿Lo ves? La melena a media espalda te va mejor… Divina… Estás divina… Me gustas, Bego… Así me encantas, así me vuelves loco…Eres mucho más hermosa de lo que pensaba…

Sus manos se apoyaban en mi pecho a modo de tímido freno, pero mis dedos ya desabrochaban imparables los botones de su camisa y dejaban las primeras caricias en la carne blanca, delicada, que asomaba por encima del sujetador. Begoña parecía histérica, acalorada. Nunca un hombre la había tocado por allí. Nunca la habían atormentado con esas guarradas. Borja era un embaucador. La engañó diciéndole que le dolían las cervicales.

Sólo rompió su mutismo cuando advirtió que me disponía a sacarle la camisa. Begoña debió caer en la cuenta de que mi jueguecito amoroso no era exactamente un juego, sino que iba a por todas inmisericorde, con desatino.

—No, no, Borja no… Por favor, no… No me desvistas, Borja… No, no… —suplicaba insistentemente.

La camisa primero y el sujetador después. Sus dos tetas al aire en segundos. Espléndidas, turgentes, ricas, de pezones desafiantes. Mi boca y mis manos se empacharon a tirones, pellizcos, apretones, caricias, besos, chupadas, succiones, lametones. El repertorio lascivo al completo. Noté en ese momento el primer gesto cómplice, quizás inconsciente, de Begoña: posó sus manos por detrás de mi cabeza y ayudó vagamente a retener mi boca en sus senos. Era un gesto impreciso, difícil de calificar: ¿instinto maternal?

¿resignación? ¿ternura? ¿ardor? Me propuse aclararlo sin más demora…

—Ven, acompáñame, no tengas miedo, ven… —sugerí tirándole ligeramente del brazo y conminándola a dar unos pasitos en dirección al sofá.

Se movía despacio, como una autómata, mecánicamente, como si flotara, sin la menor resistencia…

—Siéntate ahí, en el sofá —ordené autoritario.

Me encantaba darle órdenes y ver que las cumplía como una perrita faldera amaestrada.

—Quítate esos zapatos, venga, que además de ser feos ni siquiera son femeninos…

Desanudó los cordones con desesperante parsimonia, pero terminó mostrándome sus pies desnudos, blancos como la leche, pequeños y bien cuidados.

—Túmbate…

—No, no… ¿para qué?... ¿Qué vas a hacerme?…Nome tumbaré…no, señor…

Fue un impulso reflejo de rebeldía que no me alteró lo más mínimo. Me limité a agarrarla por las piernas y subirla a la improvisada cama. Ella, boca arriba, fijó su mirada en algún punto indefinido del techo. No quería ver cómo me desnudaba ni cómo mi polla, gorda y tiesa, apuntaba también al techo. Pero acabó viéndome sin remedio. Todavía de pie, y delante de sus ojos, le quité la falda…

—Borja, ¿qué haces? ¿Estás loco? Te vas a condenar…Eso no… Eso no…

Sus palabras me hacían reír, pero no era momento para carcajadas. Me di al rito mágico de sacarle las bragas…

— ¡Dios mío!... ¡Eres malo!... ¡Eres Lucifer, Borja!... ¡Irás al infierno!... ¡Las bragas, no!... ¡Déjalas quietas!...

Bragas, fuera… Begoña pretendió taparse con sus manos, pero se las aparté con brusquedad. El chocho que surgió ante mis ojos se veía tremendamente peludo, frondoso; la mata de pelo negro y rizado formaba un triángulo perfecto, ancho, pero aún así los carnosos labios de aquel coño asomaban rojizos entre la pelambrera.

Apenas se resistía y apenas protestaba. Su resignación aparentaba ser casi mística, como la del mártir ante los leones, pero por un momento tuve la sensación de hallarme ante una apariencia engañosa. Sus temblores ya no parecían la exteriorización del miedo, sino más bien agitaciones y palpitaciones de placer; sus ruidos sonaban a jadeos y sofocos, no a quejidos. Me preguntaba si la estaría seduciendo o si, por el contrario, la sometía una violación atípica, de violencia psicológica… Para mí todo era blanco y negro, misterioso, dulcemente misterioso. Hasta podía ser que, a su manera, se estuviera entregando, que disimulara su deseo íntimo de ser poseída y de sentirse, por primera vez, una hembra de pies a cabeza, encelada, y a punto de follar con su macho.

Cuando me coloqué a horcajadas sobre su cuerpo, Begoña chilló. Mi enervada polla había golpeado sin querer en su chocho, lastimándola, y desde luego todavía no era el momento para una embestida tan feroz. La descansé horizontalmente a lo largo de su cálido y acogedor Monte de Venus, hasta llegarle al ombligo, y me enfrasqué de nuevo con sus pezones. Más estrujones, más mamadas, más lamidas. Se los puse como pitones, y cuando los tuve así me pasé a su entrepierna y a sus ingles. Allí lengüeteé con saña, arriba y abajo, a izquierda y derecha, ensalivándolo todo y esmerándome en los labios de la raja y en la ranura misma. Luego me cebé en su clítoris, chupándolo, estirándolo, pajeándolo con los labios y la lengua hasta dejarlo turgente y recio. Begoña seguía con negativas, pero ya no podía disimular su excitación…

— ¡Ah!... ¡No!... ¡Ah!... ¡No!... ¡Ah!... ¡Ah!—gritaba y susurraba alternativamente.

Ahora sí. Ahora era el momento cumbre. Apunté mi polla hacia la raja, golpeteé con el glande para abrir los labios, y presioné hacia dentro hasta clavársela entera, toda, milímetro a milímetro, hasta que mis huevos chocaron contra sus ardientes y sudorosas carnes, hasta que sus pelos se entrelazaron con los míos.

— ¡Aaah! ¡Aaah! Aaaaah! —jadeaba ella de manera incontrolada, transida de placer…

— ¡Ooh! ¡Oooh! ¡Oooooh! —gritaba yo impulsivamente, envalentonado y frenético…

No aprecié que mi polla atravesara ningún himen. Quizás se desprendió solo con el paso de los años, o quizás naciera sin él. No sé. Pero sí sé que el conducto era estrecho, sumamente estrecho, y que tenía toda la pinta de no haber sido nunca horadado. Su estrechez embutía mi pinga con fuerza; la aprisionaba, la abrasaba con su calor y la empapaba con sus humedades. Aquel chocho era una maravilla. Un chocho de alto poder succionante, de los que consiguen que te corras en un abrir y cerrar de ojos si no andas listo, si no cambias de ritmo continuamente.

Gracias a que capté pronto esas excelencias pude follármela durante largo rato. Unas veces la penetraba con lentitud, casi jugueteando; otras la empalaba salvajemente, con fieras embestidas, y a veces entraba y salía con embates irregulares muy rápidos. Begoña era inexperta, pero de naturaleza sabia. Enseguida supo acomodarse a mis movimientos y acompasarlos con hábiles vaivenes de sus caderas. Se dejaba llevar por sus instintos, por sus deseos carnales, y acudía al encuentro de mis pollazos cada vez más frenéticamente.

Acometiendo, empujando vigorosamente, ensartando mi pinga en lo más recóndito de su ser, llegó lo que tenía que llegar… Vino acompañado de una tormenta de meneos violentos, salvajes y tumultuosos; vino envolviéndonos en un éxtasis y sumergiéndonos en un mar de jadeos: «¡Aah, aa…ah, aa…aaah, aaaah!». Me corrí muy adentro. Begoña enloqueció de gozo al sentir mi hirviente semen y soltó también su torrente de flujos vaginales. Fue el delirio. Un trasporte al paraíso…

A la mañana siguiente, desde la ventana de mi despacho la vi llegar: paso firme, rostro alegre, mirada viva. Traía un vestido última moda, en tonos rojos y blancos, manga hueco y amplio escote. Los zapatos de tacón a juego acentuaban su esbelta figura. Era una Begoña despampanante, remozada y fresca. Los hombres la miraban con deseo y las mujeres con envidia.

Cuando supuse que habría llegado a su puesto de trabajo la llamé por la línea interior:

—Las cervicales me tienen frito, Bego. ¿Tendremos esta tarde otra sesión de masajes?

—Sí, Borja. Sobre las siete ymedia, en tu despacho.

Colgué el teléfono con regocijo, frotándome las manos, y pensando que su boca y su culo todavía estaban por horadar. Ya les contaré otro día…