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Teresa y el tabernero apodado Cipote (y 2)

en Hetero: General

Diez minutos después de quedarme a solas en aquel cuarto tipo picadero  llegó Cipote  y acto seguido me volvió a hablar de la «noche inolvidable» que según él teníamos por delante:

—Perdona la tardanza, cielo, pero ahora todo está bajo control, sin cabos sueltos que puedan enturbiar la noche de ensueño que nos espera. Jacinto seguirá haciéndose cargo de la taberna y no hay ningún problema.

 

Yo ya había decidido entregarme de nuevo a aquel individuo que tanto me había hecho disfrutar. La verdad es que me repateaba su fingida delicadeza («cielo», «cariño»…) pero sí me sorprendía gratamente que siempre mostrara tanto o más interés en mi placer que en el suyo propio. Suponiendo que el polvo del baño fuera una violación, que ya es mucho suponer, mi violador era desde luego de lo más atípico…

—Cerraré la puerta con llave para asegurarme de que nos dejan tranquilos, pero ni necesitaríamos hacerlo. Tu marido duerme como un angelito, sobre una colchoneta, y Jacinto sabrá como entretenerle si se despierta.

 

Mientras me daba esa explicación observé el tremendo bulto que se le marcaba en la entrepierna y entendí sus prisas por pasar a la acción:

—Desnúdate, Teresa, ya ves cómo estoy… La polla amenaza con descoserme el pantalón.

 

Sonreí abiertamente. ¡Qué diferente era todo! A mi marido tenía que trabajármelo durante un buen rato para que empalmara y no siempre lo conseguía… Cipote se desnudó deprisa y yo intenté hacer lo propio pero, obnubilada ante la enorme polla que tenía delante, no acertaba a quitarme el pantalón vaquero. Tuve que pedirle que me ayudara. Vista de frente, su verga aún me parecía mucho más grande, más gruesa y más cabezona.

—Ven, cielito, túmbate en el centro de la cama bocarriba. Ya sabes que mi polla no te causará ningún daño.

 

Le hice caso y me acosté, claro, pero él prefirió permanecer de pie unos segundos para recrearse en mi desnudez.

—Tienes el cuerpo de mujer más perfecto que he visto en mi vida, tan carnoso, tan curvo, con esos magníficos pechitos. No hay otra como tú.

 

Aunque no me había tocado ni un pelo yo ya sentía flujos en mi coño tras oír aquella oda a mi figura. Menos mal que Cipote no me hizo esperar. Primero me dio un beso en la boca, saboreando mis labios, recorriéndolos con la lengua, y luego me acarició y me apretujó todo el cuerpo, especialmente las tetas, los pezones, la pelvis… Yo me arqueaba para facilitarle la tarea y él aprovechaba parasobarme también las nalgas y la raja del culo.

— ¡Estas volviéndome loca! ¡No voy a poder aguantar, cariño! —,  dije sorprendida de que a mí también me saliera espontánea la palabra «cariño».

—No te contengas; córrete si quieres porque voy a hacer que te vengas ¡veinte veces!

 

Yo estaba excitadísima, jadeante de lujuria, y él, dueño absoluto de la situación, remataba con la boca el trabajo previo de sus manos. Mordisqueaba mis pezones, los chupaba, los sorbía, les daba lengüetazos, los engullía… Me los dejó tan envarados que sentía como si me fueran a estallar. Normal que me corriera por segunda o tercera vez, pero él seguía exprimiéndome sin darme ni un respiro. Llevó la boca a mi húmedo coño y lamió a diestro y siniestro para centrarse luego en el clítoris y masturbarlo con su lengua hasta hacerlo parecer un micro pene.

Una sacudida eléctrica me recorrió de pies a cabeza. Era mi cuarto orgasmo. Aquel sujeto me estaba trasportando al delirio, al goce supremo, y yo me sentía desfallecer. De seguir en ese desempeño no me quedarían fuerzas ni para abrir las piernas y por eso busqué acelerar los acontecimientos:

— ¡Fóllame ya, tío! ¡Métemela hasta el fondo de mi coñito!  ¡Tú zorra quiere que la folles! ¡Atraviésame!

 

Yo no daba crédito a lo que era capaz de decir. Utilizaba palabras que nunca antes habían salido de mis labios. Eran pruebas claras del deleite tan grande que me provocaba aquel macho.

—Espera un poquitín. Enseguida haré lo que me pides, pero quiero que primero me la chupes. Eso no te cansará nada y hasta recuperarás tus fuerzas.

 

Cuando vi que se ponía a horcajadas a la altura de mi s pechos, me metí en la boca todo lo que pude de aquella descomunal verga y estuve chupándola y frotándola durante un rato pero, al advertir que se enervaba todavía más, me la saqué rápido y le hablé mirándole a los ojos:

—Por favor, Cipote, que te quede claro tu leche no me da ningún asco, pero no quiero que derrames ni una sola gota en mi boca; quiero que te vacíes en mi coño, que me lo inundes.

 

Él me miró algo mosqueado pero, sí, estimó que era el momento oportuno. Fue bajando hasta que su polla estuvo a la altura de mi pelvis, me abrió las piernas, apuntó hacia la raja y me la clavó entera de un par de bombeos penetrando hasta el fondo de mi húmeda vagina. Cuando me noté tan super ensartada sollocé de placer: « ¡Oh!... ¡Ah!... ¡Oh!... ¡Ah!». Y cada exclamación mía era respondida por él con fieros empujones. Sentí que me horadaba hasta el confín de mi chocho y se lo dije alucinada, en trance:

— ¡Así, cariño, así se folla! ¡Eres un genio! ¡Que gusto me das! ¡Sigue, sigue…!

 

En otro de mis múltiples arrebatos de placer saqué a relucir mi fijación más íntima:

— ¡Córrete, macho mío! ¡No te importe preñarme! ¡Préñame! ¡Quiero que me preñes! ¡Hazme un hijo! ¡Córrete mucho! 

 

Estas palabras encendieron a mi amante. Me penetró a lo bestia, como un loco desagallado, sin inmutarse porque sus huevos se estamparan violentos contra mis carnes. Nos llegaba el éxtasis. Dos cuerpos jadeantes, convulsos, presos de estremecimientos, gozaban a la par de un clímax total. Él me anegó el coño con su semen espeso e hirviente; yo sentí como un torrente de leche se fundía con mis jugos vaginales.

Nos habíamos ganado un descanso. Cipote se tumbó de espaldas y yo me recosté sobre su pecho. Hasta echamos una cabezada de media hora. Él se despertó con una idea fija en su cabeza, como si hubiera soñado con ella, y no dudó en planteármela de una manera más o menos envolvente:

 

—Me he portado bien contigo, ¿verdad, Teresa?

 

—Bien, no; yo diría que requetebién. Mejor, imposible…

 

—Y he conseguido que llegaras al orgasmo, ¿a que sí?

 

— ¿Acaso lo dudas? Has hecho que me corriera lo menos cuatro veces. Nunca me había pasado algo así.

—Ya… Estupendo sí… ¿Pero sabes qué Tere? Pienso que deberías darme un premio…

 

— ¿Un premio? ¿Qué premio?

Cipote no me respondió con palabras. Se limitó a recorrerme suavemente la raja del culo con su dedo índice y a presionarme ligeramente el ojete. Enseguida supe a qué premio se refería.

— ¡Dios mío!... ¡No, no!... ¡Cipote, no!... ¿Estás loco? ¡Tú quieres matarme! —, dije aterrorizada.

—No te alarmes, cariño. He traído del baño una crema lubricante que nos facilitará las cosas —dijo él pausadamente mientras me acariciaba mis temblorosas nalgas.

— ¡Qué va!... Tu polla es demasiado grande y demasiado gorda… Me destrozarías… Por ahí soy virgen.

 

—Lo imaginaba. Por eso quiero que mi premio sea tu culo.

 

— ¡De ninguna manera! ¡Me niego!  Si quieres te la chupo o te montas una cubana entre mis tetas, pero no dejaré que me la metas por detrás.

—Sí, Tere, sí me dejarás… No querrás que me enfade contigo después de lo bien que los hemos pasado, ¿verdad?

Cipote me apretaba las nalgas y poco a poco iba dándome la vuelta en la cama y colocándome bocabajo.

 

—No, Cipote… Por favor, no… Me harás un estropicio…

 

—Esa murga ya le escuché  antes y sólo te di gustito.

 

—Ahora es distinto… Mi culo no resistirá… No seas abusón... Ya me has follado dos veces…

Le hablaba suplicante, hasta lloriqueando, pero Cipote no sólo hacía caso omiso de mis sollozos, sino que esta vez me agarró el cuello y me lo apretó fuerte contra el colchón como si quisiera asfixiarme.

— ¡Déjate de historias, puta! ¿O es que voy a tener que ponerme violento? Preferirías que no me obligaras a eso…

 

—No… no… no… —dije asustada y por pura inercia, ya sumisa, buscando mi acomodo sobre la cama, y añadí: —Por favor… ¡ponme crema! ¡Mucha! Sólo así tengo alguna posibilidad de…

—Sí, cariño, lo sé, no te preocupes —me interrumpió él mientras aprovechaba para colocarme una almohada debajo de la pelvis y levantarme el culo.

Cipote tomó el tubo de crema y untó con delicadeza el pequeño  orificio; luego introdujo un dedo para embadurnar también las paredes y finalmente otro más, girándolos en el interior a fin de lubricar convenientemente el túnel de placer que tanto ansiaba.

—Tere, mira un momento, ¿ves? Así te entrará de maravilla…

 

Al volver mi cabeza observé que Cipote se ponía crema en el glande, pero reparé sobre todo en lo encabritada que se veía a aquella descomunal verga. «Madre mía, la que se me viene encima, parece la de un caballo», fue la reflexión que hice a la vez que estrujaba las sábanas de los nervios que tenía.

Cipote, sin más dilación, se colocó convenientemente sobre mis nalgas y me enfiló la polla al ojete. El contacto con aquella piel tan íntima le enloqueció y, empujando fieramente, me metió en el recto casi la mitad de su enervado pene. Yo aguanté el fuerte dolor como mejor pude y él, agarrándome por los hombres y dejándose caer sobre mi cuerpo, acabó por ensartármela toda, enterita, hasta hacerla desparecer en el interior de mi culo. En ese momento volví a quejarme con un chillido estremecedor y Cipote, que estaba a lo que estaba, creyó oír un gritito de placer. Incluso me moví en vano tratando de desalojar aquella tremenda verga que me tenía tan fuertemente empalada, pero pronto vi que era inútil y absurdo seguir intentándolo… Cipote cerraba los ojos con regocijo a sabiendas de que mi culo abrasador ya era enteramente suyo y que podía hacerle lo que le diera la gana. Me besó en mis esquivas mejillas y se dio a la tarea de joderme, primero con movimientos lentos de pistón, entrando y saliendo suavemente, y luego con embestidas furiosas. Yo poco a poco fui rindiendo,  entregándome, dándoselo todo, moviéndome hacia atrás para atrapar su polla y repletarla de gozo. Minutos después Cipote vació su lechita en mi culo, en el culo que acaba de estrenar, y yo, al sentir sus calientes descargas, también me vine bastante convulsivamente.

Al poco de que me sacara la verga, le pregunté a Cipote por su verdadero nombre, me dijo que era Arturo, y después me quedé dormida en sus brazos. A la mañana siguiente desperté con mi esposo al lado, tal como me había prometido mi “violador”, pero seguí haciéndome la dormidita…

— ¡Tere, despierta! ¡¿Sabes dónde estamos?! —, dijo Jaime todavía medio somnoliento y aturdido.

—Buenos días, cariño. ¿No recuerdas nada?

 

—No… no sé… El partido… ¡Me duele la cabeza!

 

—La resaca, cielo. Demasiado güisqui. Debiste sufrir una bajada de tensión porque estabas inconsciente. Menos mal que el tabernero me consoló y dejó que pasáramos la noche aquí. El hombre fue muy gentil. Dijo que nosotros mismos cerráramos el local por que él se iba de vacaciones. Hay un muelle muy cerca y venían a recogerlo en un yate.

 

— ¡Ah, ya! ¿Y le pagaste? Yo no recuerdo haberlo hecho…

 

—Se cobró lo que le dio la gana, y más…

 

—Pero al menos no me perdí el partido y lo disfruté a tope. ¡Y qué partido! Fue una noche inolvidable.

 

—Sí, cierto, verdaderamente inolvidable.

 

Nueve meses después di a luz un hermoso niño y el ricachón de mi suegro me pidió que le llamara Arturo, como él. Yo acepté a la primera, encantada, y Jaime también estuvo de acuerdo en que llevara el nombre de su padre.