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El jardinero que regó a la prima que hacía footing

en Hetero: Infidelidad

 

Mientras arrancaba algunas malas hierbas de un parterre vi que venía hacia mí. Traía su chándal fucsia, el chillón, y la riñonera negra donde siempre guarda el carnet, el móvil y las llaves del piso. Teresa llevaba dos semanas viniendo a hacer footing en mi parque. La saludo y le digo que hoy se ha retrasado más de la cuenta:

— ¿Sabes qué, Andrés? Iba a venir mucho más temprano, pero se me pegaron las sábanas y, puesto que no tengo que cocinar porque mi marido come hoy en el trabajo, prefiero venir ahora, a  las once de la mañana, a hacerlo por la tarde.

Teresa y yo somos parientes; ella es prima hermana de mi madre y, por ende, prima segunda mía. Debe tener 52 o 53 años y es la mamá de Elena, ya casada,  y de Beatriz, la soltera que se halla en Polonia de beca Erasmus. Su gordura no es exagerada, pero anda empeñadísima en perder catorce o quince kilos a base de dieta y ejercicio físico.

 

—Ya verás que me voy a quedar con un tipazo escultural, de modelo, para darles una lección a mis dos hijas, que se están abandonando mucho y poniéndose como vacas.

Teresa es así, dicharachera, de las que no pueden callarse nada, de las que te hablan con total confianza y confiadas, fiándose de ti. Yo soy Andrés, su primito segundo,  y el jardinero titular del parque o, como suelo decirle en broma, «el técnico diplomado en jardinería y floristería». Pertenezco a la plantilla de personal laboral (no funcionario) del Ayuntamiento de mi ciudad, tengo 33 años, soy más bien alto, moreno, fuerte, y digamos que ni guapo ni feo.

 

—Teresa, ¿no has caído en que hoy no hay nadie en el parque?

 

—Pues no, no me he fijado… La verdad es que a esta hora nunca suele haber mucha gente.

 

—Hoy no vienen porque hay alerta amarilla por fuertes lluvias.

 

— ¿Ah, sí? Pues el cielo parece tranquilo.

 

—Hummm… No sé yo… Si cayera una tromba corre hacia aquí para que te guarezcas en mi cuarto de aperos y no pesques una pulmonía.

 

—Gracias, Andrés… Tiro a caminar ya mismo no sea que llueva. Hasta luego.

 

Teresa hace un footing lentito, pero constante, voluntarioso, de distancias largas y sudando de lo lindo. Al estar el parque vallado sólo se puede salir por el mismo portalón que se entra y que permanece abierto por el día y  cerrado por la noche. Así que cuando mi prima llegó al otro extremo del parque, unos quince minutos después, que fue cuando se desató la lluvia, ya sólo tenía dos opciones: recorrer una distancia importante bajo el temporal hasta alcanzar la salida o, tal como yo le recomendé, venir a guarecerse en el cuarto del jardinero, situado en la zona central del parque. Teresa optó por esta segunda opción...

Cuando apareció por allí venía empapada de la cabeza a los pies y muerta de frío, titiritando. Entró corriendo como una loca.

 

—Por favor, Andrés, cierre la puta puerta para que el cuarto no se convierta en una nevera —me pidió con mala baba.

La lluvia arreciaba cada vez con más fuerza, ahora incluso con aparato eléctrico y vientos silbantes. Teresa estaba helada de frío e histérica perdida. Le pasaba también que debía estar mosca con mi cuarto de aperos, pues yo lo tenía medio transformado en un picadero ocasional para urgencias carnales. Disponía de un retrete con inodoro y lavabo; un sofá-cama, un perchero, una mesita, un ventanuco —desde el que veíamos llover—y una estantería para las máquinas y herramientas de jardinería.

Pensando en cómo solucionar el brutal enfriamiento de Teresa, que no dejaba de temblar, recordé que tenía por allí una botella de anís. Enseguida fui a por ella y le serví una copita.

 

—No suelo tomar alcohol, pero pienso que hoy me sentará de maravilla—dijo mi prima toda engurruñada.

Nada más apurar la copa, Teresa me pidió que le sirviera otro poquito, que también se bebió casi de un trago, y yo le hice una sugerencia que le sentó como un tiro:

—Deberías quitarte ese chándal mojado para no caer enferma.

 

— ¡¿Queeeeé?! ¡¿Por quién me has tomado, capullo?!

 

—No me malentiendas, prima. Lo que quiero decir es que te cambies y te pongas una camisa de las mías, de franela, que te dará calorcito y casi te quedará como una bata tuya.

 

—Te lo agradezco, pero no.

 

—Allá tú… Ten por seguro que mientras no te quites esa ropa mojada seguirás congelándote.

 

No hizo ningún comentario respecto a esto último, pero sí dijo que el anís le estaba sentando estupendamente y que quería que le pusiese otra copita.  Se la serví, claro, pero su frío no acababa de irse y Teresa, ya mucho más desinhibida gracias al alcohol, de repente decidió aceptar mi proposición:

—Buena, vale, me quito el chándal. Dame tu camisa  y mira para otro lado para que pueda cambiarme.

No pude evitar mirarla a hurtadillas, de reojo, y la sorpresa que me llevé fue que mi prima se sacó además el sujetador porque también debía estar mojado o muy húmedo. Pude ver que sus tetas eran grandes como melones, de anchas areolas, levemente caídas, y que sus bragas tenían un diseño clásico de “chica sin novio”,  el polo opuesto a una braga tanga. Después de esa visión robada empecé a pensar que Teresa aún estaba más que follable y que no era nada vieja.

Fuera seguía lloviendo a cántaros y, pese a quitarse el chándal mojado y ponerse la ropa seca, mi prima continuaba teniendo un frío de mil demonios precisamente porque mi camisa le cubría más o menos hasta la mitad de los muslos y le dejaba al aire las piernas. Decidida ella a entrar en calor fuera como fuera, volvió a beberse lo menos tres copas más de anís y enseguida se sintió mareada y soñolienta:

—Primo, porfa, te agradecería que me prepararas la cama del sofá para que pueda echarme un ratito. Estoy que me caigo por culpa del traicionero anís y necesito descansar urgentemente.

 

Hice lo que me dijo y Teresa se acostó sobre la marcha, vestida, y se tapó luego con una manta fina que había por allí. Dos o tres minutos después ya dormía la borrachera como una marmota, incluso roncando y resoplando, y desde luego sin dar ya señales de que tuviera frío. Por mi cabeza pasaron un montón de ideas para sacar tajada de aquella situación, pero al final me incliné por esperar a que mi primita agarrara el sueño profundamente para después acostarme con ella y lanzarme a por todas.

Pasado ese tiempo, y aprovechando que Teresa dormía de costado, me quité el mono de jardinero y me acosté en pelotas haciéndole la cuchara, con mis genitales apretados contra su culo, mi boca comiéndole la oreja y el cuello, mi mano izquierda amasándole una teta o tirándole del pezón y mi mano derecha medio haciéndole de almohada. En unos segundos la polla se me puso burra total: diecinueve centímetros de carne dura, gorda, tubular y venosa levantada en pie de guerra, rígida y tiesa como una porra de policía.

Con una erección así, y teniendo a tiro a una mujer como Teresa, mi calentura se elevó a la quinta potencia y ya no sólo extremé el manoseo por todo su cuerpo, sino que le saqué las bragas y la camisa dejándola en pelotas y luego le coloqué la polla entre los muslos apuntando a su coño. Justo cuando iba a metérsela, ella se despertó sobresaltada y, todavía bajo los efectos resacas de su borrachera, no sabía muy bien ni dónde estaba ni qué le estaba pasando...

— ¡¿Qué coño haces, Andrés?! ¡¿Vas a violarme?!

 

— ¿Violarte, yo? ¡Por supuesto que no, Teresa! Sólo estoy haciendo lo que tú me pediste que hiciera…

 

Le hablaba despacio, bajito y al oído, susurrando, bisbiseando, con mi voz más seductora, un método que me suele funcionar con las mujeres.

 

— ¡¿Qué yo te pedí qué?! Estás fatal del coco…

 

Mientras hablábamos  no paraba de toquetearle las tetas y el coño, sin ningún rechazo por su parte. Tenía la sensación de que Teresa estaba excitadísima, pero que trataba de disimularlo…

 

—Te volvió un frío espantoso y me pediste que me acostara contigo para que te diera calorcito con mi cuerpo…

 

— ¡Mentira cochina! ¡De mi boca no ha salido eso!

 

— ¿Ah, no? Lo que pasa es que no te acuerdas de nada por el pedo que tenías…

 

— ¡Pero si me tienes hasta en cueros! ¿O también me quitaste las bragas para darme “calorcito”?

 

—Las bragas te las sacaste tú sola… Cuando yo me acosté ya tú estabas completamente desnuda…

 

— ¡No me digas, hombre! Y también te desnudé a ti, ¿no?

 

—Bueno, no, eso sí que lo hice yo, pero para estar igual que tú y para que nuestros cuerpos pudieran calentarse mejor.

 

—Claro, claro… Y yo me chupo el dedo, ¿verdad?

 

—Es lo que querías, Teresa, y encima la cosa ha funcionado de maravilla puesto que se te ha quitado el frío cuando hasta hace un rato estabas congelada y a punto de darte un yuyo.

Ya le metía hasta dos y tres dedos en su chochito húmedo y tibio, y de un momento a otro pensaba clavarle la polla. Ella seguía dale que te pego con su matraquilla, disimulando su calentura, pero de cuando en cuando no podía evitar que se le escaparan suspiros y jadeos:

—Vale, me trago todas tus trolas, pero ahora que ya no tienes que salvarme la vida, te estás quietecito, te levantas de la cama y te vistes, que yo haré exactamente lo mismo para irme a casa tan pronto escampe.

 

— ¡¿Queeeeeé?! Me has excitado a tope, tengo una erección bestial,  ¿y ahora quieres dejarme con dolor de huevos? ¡Ni de coña, prima!

 

Nada más soltar esas palabras la pesqué sonriendo con picardía, maliciosamente, señal clara de que me estaba tomando el pelo o que me vacilaba.  Esa actitud de niña traviesa fue para mí la luz verde, el pistoletazo de salida que necesitaba para ya follármela sin reparo alguno a sabiendas de que no estaría forzándola y de que Teresa lo deseaba tanto como yo. Así que le metí la polla en el coño con total confianza, seguro de mi hombría, haciendo que la sintiera entrar centímetro a centímetro, que notara como se lo llenaba y como se la metía hasta el fondo, enterita, desde la base a la punta, toda, hasta que mis huevos chocaban contra sus ricas carnes. Después ya me concentré en el mete saca con brío, con ahínco, cambiándole de un ritmo super rápido a otro más cadencioso, ora frenético, rabioso, desatado, ora lento, calmo, suave. Ella acompañaba esos ritmos de maravilla, apretándome  la polla con sus músculos vulvares y  probándome que el suyo era un chocho hábil y succionante... Las corridas fueron copiosas y  abundantes, tremendas. Por momentos parecía que mi polla no iba a terminar nunca de soltarle lefa, lechita espesa y caliente ávida de inundarle y anegarle aquella cueva de placer. Sus fluidos formaban una pátina deliciosa en torno a mi polla. Teresa no hablaba ni gritaba, pero sus constantes jadeos, sus suspiros y sofocos, su respiración entrecortada, como si se asfixiara, eran melodías de placer en mis oídos.

Fue un polvo estupendísimo, ella y yo de costado, pero tras reposar algunos minutos decidimos rematar la faena con un misionero de lo más clásico. Teresa tumbada en la cama bocarriba, abierta de piernas, y yo encima de ella, primero mordisqueándole las tetas y comiéndole la boca y la lengua, y luego follándola enérgico, entrando y saliendo con mi pollón de su largamente insatisfecho chocho, y ella arqueándose para ayudar a que la penetración fuera lo más profunda posible. Mis depósitos seminales debían tener buenas reservas porque otra vez tuve una corrida espectacular, soltándole e manguerazos de leche en los últimos recovecos de su coño. Teresa me juró que ella se había venido lo menos tres veces y que nunca una polla le había llegado tan adentro. A modo de despedida quise follarle el culo, pero mi prima se negó en redondo alegando que ya estaba más que bien para aquel primer día.

Pero mantengo viva la esperanza. Teresa sigue viniendo a hacer footing en mi parque y, aunque de momento no quiere repetir, sé que antes o después volverá a guarecerse en mi cuarto de jardinero.