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Mi suegra se vino en mi coche

en Amor filial

Un año después de que me follara a mi suegrita Eloísa (véase el relato titulado «Mi suegra se vino en mi moto»), ésta volvió a visitarnos para asistir de nuevo a la fiesta de cumpleaños de su nieta, mi hija, pretexto que le sirvió para pasarse otros cuatro días jugando con la cría. Durante su estancia en casa hablamos con relativa normalidad, educadamente, pero nunca conseguí que me mirara a los ojos. Cuando por fin decidió regresar a su pueblo, mi mujer persistió en abogar por su querida mamá y, claro, sin pretenderlo hizo otra vez de celestina:

—Luis, viendo que no tienes nada mejor que hacer,  ¿podrías llevar a mi madre de vuelta al pueblo? Yo debo quedarme con la niña, que ya sabes que tiene algo de fiebre.

 

—Por mí parte no hay problema, Elena, pero seguro que tu madre prefiere irse en autobús para no molestar.

 

—Sí, bueno, pero ni caso...  La llevas tú al pueblo como el año pasado, comes en la casona, te duermes una siestita y vuelves a las cinco o seis de la tarde, salvo que prefieras hacer noche allí y regresar con la fresca.

Tal como suponía, Eloísa (mi suegra) no quería que yo la llevara a su casa, pero acabó cediendo ante el empecinamiento de mi mujer.  Le pregunté de coña si quería que fuéramos en moto o en coche, y ella ni se lo pensó: «O me llevas en el coche… o me voy en autobús aunque tenga que hacer dos trasbordos y tarde lo que tarde. Las motos tienen demasiado peligro», dijo con retintín y refiriéndose sin duda al polvo que le eché el año pasado tras aparcar la moto detrás de una encina.

Esta vez partimos a las nueve de la mañana y con un tiempo estupendo, sin nada de calor pese a que era verano.  Por delante se me presentaba una conducción de 280 kilómetros, setenta de ellos por una comarcal repleta de curvas y en mal estado... Mi suegra seguía siendo una de esas maduras a las que les gusta gustar, pues vestía elegante, coqueta y juvenil. A mí no me parecía para nada una vieja no sólo por lo bien que llevaba sus sesenta años, sino porque recordaba el placer enorme que me dio cuando follamos. La tenía por una veterana de soberbio culo, tetas grandes y de cuerpo esbelto cuyas carnes seguramente no eran tersas, pero tampoco pellejas... Me sorprendió que mi suegrita Eloísa sacara a colación nuestro tema secreto cuando apenas llevábamos cinco minutos de viaje:

 

—Luis, espero que esta vez te comportes como un verdadero yerno y que me respetes como es debido.

 

—¿Me echa a mí la culpa de lo que pasó entre nosotros? Le recuerdo que fue usted la que me puso cachondo al restregar continuamente sus tetas en mi espalda cuando íbamos en la moto. Se abrazaba a mí como nunca e incluso me desabrochó algunos botones de la camisa.

 

—Imaginaciones tuyas.

 

—¡No me diga!  ¿Me invento también que usted gozó como una loca con el polvazo que echamos?

 

—Una no es de piedra.

 

—¿Y acaso no me dijo que su marido ya no le cumplía en la cama?

 

—No quiero hablar de ese tema.

Esa mini conversación tan temprana me llevó a pensar que mi suegra volvía a ponérseme a tiro, pero decidí no forzar los acontecimientos e ir paso a paso, incluso aparentando ser más cordero que lobo. Lo cierto es que de repente sentí un deseo enorme de follármela otra vez y sobre todo de sodomizarla, de catarle su atrayente culo.

La conducción por la autopista fue cómoda y bastante agradable debido a que encontramos poco tráfico. Al igual que el año pasado, sólo paramos una vez, en un área de servicios, y ya muy cerca de la desviación hacia la carretera comarcal de marras. Allí repostamos gasolina, usamos los baños y estiramos las piernas, además de tomarnos un refresco y un café. Media hora después estábamos de nuevo en ruta y al poco entrábamos ya en la carretera de mis quebraderos de cabeza. Seguía habiendo  piedras sobre la calzada, además de socavones, baches y cientos de curvas, pero debo reconocer que yendo en coche se recorría mucho mejor que en la moto. El traqueteo esta vez no le produjo ningún calentón a Eloísa ni tuvimos que pararnos para que meara. Así que llegamos a la casona sobre las doce del mediodía,  hora y media antes que el año pasado, porque, todo sea dicho,  esta vez no nos paramos a echar un polvo. Mi suegro, que se hallaba en la casa, me dio un abrazo de bienvenida y en cambio se mostró distante y agrio con mi suegra, como si recientemente hubieran reñido. Lo mejor de todo fue que el viejo se quitó de en medio casi sobre la marcha…

 

—Cómo no sabía que ibas a regresar hoy, resulta que he quedado a comer con unos amigos y a jugar después un torneo de dominó—dijo mi suegro, Tomás, dirigiéndose a Eloísa.

—Vale. —le contestó ella secamente, y añadió: —Yo le preparé alguna comida a Luis para que luego duerma una siesta reparadora antes de salir de nuevo a la carretera para pegarse el palizón de vuelta.

Poco después mi amable suegro se fue tan tranquilo, seguramente dando por sentado que yo, su joven yerno, el marido de su hija, era un miembro más de la familia y que por tanto no suponía ningún peligro para su mujer,  a la que además supuestamente debía ver como una vieja. Pero el buen hombre se equivocaba de pleno. Yo tenía la certeza de que Eloísa estaba todavía buenísima y por supuesto que ya maquinaba cómo camelármela.  De hecho, nada más irse mi suegro corrí a cerrar la puerta por dentro, con el cerrojo de su seguridad, de manera que si a Tomás o a su hija la soltera, Lisa,  que estaba de becaria Erasmus en Polonia, les diera por aparecer y quisieran entrar no tendrían más remedio que llamar a la puerta.

La comida que preparó mi suegra fue sencilla y apetitosa. Ella también se sentó a la mesa, pero comió poco y apenas habló. Seguía con cara seria y se limitaba a oír mis intentonas fallidas para relajar el ambiente. Cuando acabé de comer Eloísa me sirvió un café cortado y, mientras lo bebía, ella se puso a fregar los platos. Desde la mesa de la cocina, a tres metros de distancia, yo podía analizar su cuerpo de arriba abajo y especialmente su modelado culo, redondo, de nalgas todavía más o menos recias, que me seguía pareciendo espectacular y más deseable que nunca. Mi polla no tardó en levantarse en pie de guerra. Diecinueve centímetros de carne rolliza y venosa, dura, marcando un bulto tremendo en mi pantalón. Me levanté de la silla casi como un autómata, caminé hacia mi suegra, y la abracé por la cintura a la vez que le afianzaba mi verga en la quebrada de las nalgas. Ella trató de zafarse sin conseguirlo…

 

—¡Suéltame inmediatamente, Luis!

 

—Me tiene muy caliente, suegra. Quiero que duerma la siesta conmigo.

 

—¡Ni lo sueñes!

Mientras le hablaba no paraba de besarla en el cuello y de magrearle las tetas con la mano metida por dentro del sostén. Cada vez le notaba la respiración más entrecortada y los pezones más duros. Eran síntomas inequívocos de que estaba a punto de rendirse…

 

—Podemos pasar un ratito maravilloso, Eloísa. No sea tonta,  no deje escapar la ocasión. Sé que anda necesitada de sexo..

 

—Eres el marido de mi hija y está muy mal que nos acostemos;  eso no puede ser, no debemos. Lo siento.

 

—Su hija folla conmigo todas las noches, ¿por qué está mal que usted y yo follemos una o dos veces al año? ¡Prejuicios absurdos! Ella no tiene porqué enterarse de nada y además todo queda en la familia. Recuerde lo mucho que la hice gozar el año pasado.

 

—Que no, Luis, que no follo contigo ¡y no insistas! ¡Y suéltame de una puñetera vez!

 

Pero por descontado que no la solté, y en cambio sí insistí en besarla y en manosearla por todas partes, además de que seguía restregándole mi polla en el culo. Poco a poco mi suegra fue cediendo su resistencia y acabó cansada, entregadita, débil, dejándome hacera mi antojo. La llevé hacia su propio dormitorio, la desnudé en un pispás y la tumbé sobre la cama bocarriba. Y allí se quedó quietecita, en pelotas, aguardando a que yo me quitara la ropa. Su coño se me antojaba más peludo que la otra vez y en él volvían a destacar los anchos y oscuros labios de su vulva, ya humedecidos por los flujos vaginales. Nada más sacarme los calzoncillos mi polla salió disparada apuntando alto, tiesa como un mástil. Mi suegra la miraba absorta, como hipnotizada, seguramente porque llevaba tiempo añorando una así de grande y así de gorda. Ya estábamos muy excitados y no necesitábamos de ningún preliminar, por lo que al punto me coloqué entre sus piernas y le metí la polla en su succionante y mojadito coño. Con sólo un par de golpes de cadera se la entré toda, entera,  fácilmente además, y luego me la follé briosamente, con energía. Le di con creces los pollazos que ella me demandaba y sin demoras ni pausas, a piñón fijo. Eloísa era, es, una de esas mujeres que no paran de jadear, resoplar y gritar mientras follan. A veces podía entender lo que decía…

—Así, Luis, así… Dámela toda, taládrame, métemela mucho, así yernito, duro, como tú sabes, que te sienta dentro, muy adentro, así, así… ¡Qué bien me follas, pirata! Sigue, sigue… ¡Ay! ¡Uy! ¡Ay! ¡Uff! ¡Uff! ¡Uff!

 

Y otras veces no entendía ni jota, si es que había algo que entender. Más bien soltaba refunfuños  raros, gruñidos, berridos...

 

—¡Grrrr!  ¡Mmmm! ¡Agggggh! ¡Brrrr! ¡Uuuujuu!

Tenía a mi suegra sumida en un sinvivir, trasportada a algún paraíso, loca total, sofocada de placer. Debió de correrse lo menos dos veces, y yo le descargué dentro una corrida bestial, copiosa, que le inundó el chocho de lefa caliente. Ambos flipábamos. Eloísa dijo que yo follaba de maravilla y que su hija era muy afortunada al tenerme como marido. Correspondí diciéndole que ella seguía estando muy buena, que su coño me recordaba bastante al de su hija, y que me había dado un enorme placer debido a que aún era una hembra de primera categoría. Relajada como estaba, no tardó en quedarse dormida con mi polla descansando entre sus nalgas, mientras yo jugaba a enredarle la pelambrera del coño. Pasados unos minutos me volvieron las ganas y me vino la gran idea. Pillé una crema que encontré por allí,  me di un poco en la polla, y le embadurné a tope el ojete.  Después preparé el conducto metiéndole primero uno y dos dedos, y luego hasta tres. Ni se enteró ni se despertó. Así que la induje a moverse hasta lograr que se tendiera boca abajo e incluso le puse una almohada a la altura de la pelvis para alzarle un poco las nalgas. Llegaba mi momento. Acerqué mi polla al ojete, lo enfilé, y apreté con fuerza hasta meterle el glande y dos o tres centímetros más de verga. Ella se agitó tratando de desalojarla, pero yo no aflojé ni un punto y seguí metiéndosela. Tuve que hacer caso omiso a sus gritos y quejidos…

 

—¡Sácala, cabrón, que me duele mucho! ¡Tu polla es demasiado gorda para entrar por ahí! ¡Me vas a matar! ¡Sácala ya, hijo de perra!

Pero no se la saqué. Seguí penetrándola sin piedad hasta sentir que mis huevos chocaban contra su chocho, hasta que mi polla quedó totalmente desaparecida y embutida en el interior de su espléndido y acogedor culo. Le dije lo típico en estos casos, que le dolería sólo al principio pero que luego ya no, que la toleraría bien y sin grandes problemas. Me insultó otra vez, ahora llamándome hijo de puta y moco verde asqueroso. Ni caso. Las suegras siempre protestan por cualquier cosa de nada. Sí noté que hacía tiempo que no la sodomizaban y eso ayudaba a que su recto ejerciera la presión justa sobre mi verga, la más placentera. El mete saca empezó a parecerme de lo más perfecto, como si entrara y saliera en una cálida cueva hecha a medida, diseñada para mi polla. Me la enculé a fondo, sin miramientos de ninguna clase, y a ritmo cambiante; primero despacito, suave, para que el conducto se fuera adaptando a su grosor y largura, y luego cada vez con penetraciones más duras y más rápidas, endiabladas, salvajes, como si de verdad quisiera romperle el trasero para que no se pudiera sentar en días. Me dijo que era un yerno  cabronazo y malo, y en ese momento me corrí a borbotones. Chingarazos de mi hirviente y espesa leche le empaparon los rincones últimos de su culo, los que yo creo que nunca antes habían sido horadados.  Cuando le saqué la polla, una hilacha de sangre y semen se vino con ella.

Creo que mi suegra no se corrió esta vez. Una pena. Me duché, me vestí y emprendí el viaje de vuelta. La misión estaba cumplida. Habrá que ver qué ocurre en el próximo cumpleaños de mi hija...