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La seducción de mi tita Irene al detalle

en Amor filial

Los partes meteorológicos  ya venían avisando que aquella noche habría tormenta. Pero no. Lo que hubo fue «la madre de todas las tormentas». Un aguacero torrencial y furioso de granizos gordos y vientos silbantes. La casona-chalet de mis tíos parecía zozobrar con el rugir de los truenos y los cristales de las ventanas amenazaban con saltar por los aires.

Mientras contemplaba aquel empute del cielo me vino a la cabeza una idea sibilina e ingeniosa, un plan que debía llevar a cabo esa misma noche porque coincidía favorablemente que tito Anthony se encontraba en Inglaterra (asuntos laborales), mi prima Teresa hacía que estudiaba en Polonia (beca Erasmus) y a Luz, la criada, la habían ingresado en el hospital (apendicitis aguda). Así que subí decidido a su habitación y llamé a la puerta. Ella se había acostado, pero no dormía:

—¿Se puede pasar, tita?

 

—Pasa, mi niño, pasa…

Entré simulando estar acojonado e histérico; caminaba de una lado a otro mordiéndome las uñas y tembliqueando. Tita Irene —la hermana de mi madre— dejó el libro que leía sobre la mesilla de noche y me preguntó que qué me pasaba. Estaba hermosa con su camisón de dormir verde pálido.  Era, es, una cincuenta y pocos años de carnes todavía lozanas, guapilla, ni flaca ni gorda, ni alta ni baja, buen culo, grandes tetas. Me ponía que siguiera viéndome como «su» niño.

—¿No oye usted esos truenos tan espantosos? En este pueblo suyo no llueve, diluvia…

 

—¡Que exagerado eres. David! ¿Acaso sigues teniendo aquel miedo tan grande a las tormentas que tenías de pequeño?

—Estuve en tratamiento con un sicólogo y creí que ya lo tenía superado, pero ahora, aquí, me ha reaparecido. Es horrible.

 

—¿Y no te da vergüenza? ¡Ya tienes diecinueve años!

En realidad ya había cumplido los veinte, medía 1.83, estudiaba segundo de Ingeniería y pasaba una temporada en la casona-chalet de mis tíos para preparar varios exámenes finales lejos de las novietas y del delirium tremens urbano... Yo ya había disfrutado de  experiencias satisfactorias con cierta divorciada madura ni la mitad de buenorra que mi tía.

 

—Claro que siento vergüenza, tita, pero es algo superior a mis fuerzas, algo que no puedo evitar, una enfermedad.

Siempre cándida, tita Irene, se estaba tragando la bola de cabo a rabo, como también se creyó que yo llevaba varios días sin pegar ojo debido al estrés de los exámenes y que mi cabeza «explotaría» si pasaba otra noche más en vela. Obviamente todas esas mentiras eran las claves de mi plan, pero que nadie se llame a engaño: ni miedo a las tormentas, ni noches sin dormir, ni enfermedad, ni sicólogo, ni nada de nada.

—Tendrá que hacerme un hueco en su cama como cuando era pequeño, pues sólo así me vendrá el sueño…

Le recordé a mi tía que ella siempre fue mi ángel de la guarda, mi tabla de salvación; lo pensó durante unos segundo que se me hicieron eternos, me miró de pies a cabeza, sonrió sarcástica, y me habló en tono altanero, convencida de que controlaba la situación:

—Vale… Duerme conmigo si quieres, pero te acuestas vestido y con esa misma ropa que llevas puesta.

 

—¡¿Queeeeé?! ¿A santo de qué viene esto, tita?

 

—Entiéndelo, David… Eres mi sobrino, sí, pero ya estás muy crecidito y yo soy una mujer casada y madre… Mejor te acuestas vestidito, ¿okey?

Huelga decir que acepté sus condiciones y que acabé metiéndome en la cama con camiseta y pantalón vaquero. Al hacerlo alcancé a ver de reojo que tita Irene no llevaba exactamente un camisón de dormir, sino más bien un blusón ancho, vaporoso, que le tapaba las bragas pero no tanto sus torneados muslos. También noté que dormía sin sostén porque los pezones medio se le adivinaban por el oscurecimiento de la tela.

De entrada ambos permanecimos callados y pensativos, pero a mí enseguida se me ocurrió probar el viejo truco de dar vueltas y más vueltas sobre la cama, como si ni hallara una posición cómoda para dormir, y mi tía acabó mordiendo el anzuelo…

—¿Qué te ocurre ahora, chico? ¡Te mueves más que un barco a la deriva! Ni descansas ni me dejas descansar.

 

—Dormir con un pantalón vaquero que para colmo te queda estrecho es como un martirio chino. Me da que no voy a pegar ojo en toda la noche, salvo que usted permita que…

—Quítatelo, anda, quítatelo… Pero después te estás quietecito y callado para que podamos dormir, ¿me has oído?

Me bajé de la cama para sacarme el pantalón y, mientras lo hacía, tita Irene se colocó de costado dándome la espalda, quizás para ahorrarse el apuro de tener que verme en calzoncillos. Al volver a la cama yo también me acosté de lado con la polla apuntando a su culo. La tormenta se agravó y los truenos rugieron como nunca. Me pegué a ella y la abracé por el vientre. Así lo hacía de niño en noches de tormenta y así volvía a hacerlo doce años después. Mi boca le respiraba ahora en la nuca y en el cuello. Podía hablarle bajito al oído, en susurros, y así lo hice…

—Tita, ¿no se habrá molestado por…?

 

—¿Por qué te hayas pegado a mí como una lapa? Me esperaba esa costumbre tuya. Hay cosas que no cambian.

 

—Ocurre que yo necesito…

 

—Sí, ya… necesitas sentirme cerca, sentir que te protejo ¿no?

La polla acababa de ponérseme morcillona y tenía la certeza de que cuando empalmara del todo me sería imposible disimularla.

—Temí que pensara que lo hacía a mala idea.

 

—No sólo no lo pienso así, sino que agradezco tu calorcito porque soy demasiado friolera.

Después de oír estaba más que justificado darle otro achuchón y pegarme más a su cuerpo. Ella entendía que lo hacía como medía preventiva contra su frío, pero debió notar también que mi polla se le incrustó bastante en la canaleta de las nalgas, todavía con ropas de por medio.

—Conmigo aquí le juro que usted nunca pasará frío…

 

—Mmmm… No sé qué te diga… A veces se me congelan hasta los huesos. Esta casona es muy húmeda….

Mi erección era ya inminente… Mi polla me daba unos tirones que no dejaban dudas. Se me ocurrió una manera de advertírselo a mi tía para que luego no se llevara una sorpresa incómoda.

—Ya verá que esta noche no pasa ni una pizca de frío, aunque le ruego que me disculpe si…

 

—¿Si qué, David?

—No, nada… nada importante. Ni sé lo que iba a decir…

 

—¿De qué debo disculparte, di, de qué?

 

—Que no tita, que no vale la pena… Cambiemos de tema…

 

—¡No, ahora me lo dices te guste o no!

 

—Me cuesta hablar de ello.., Entiéndame usted…

 

—¡Que lo sueltes de una vez, puñetas!

 

—Pues que le ruego que me disculpe si la polla se empalma un poquito, ya sabe, si se me pone durilla…

 

—¡¿Queeeeé?! ¡Soy tu tía, David!

 

—La naturaleza no entiende de parentescos.

 

—Pero si hasta soy demasiado vieja para ti.

 

—¿Vieja, dice? Usted está mejor que muchas de mis novietas.

 

Yo sabía bien que resortes tocar. Mi tía era una narcisista agua y le privaba que estimularan su ego, lo necesitaba incluso. También sabía que era muy tiquismiquis y que por  tanto debía conducirme con mucha delicadeza, sutilmente.

—No me adules, pillo, que te veo venir…

 

—Es la verdad, tita: tiene usted un cuerpazo que ya querrían algunas actrices ¡de Hollywood!

El giro que está tomando la conversación regocijaba a mi tía. Verse comparada ventajosamente con estrellas de cine y novietas veinteañeras era algo que la hacía flipar. Ella fingía no creerme, pero en verdad se lo creía todo al pie de la letra.

—¡Qué pico te gastas, bandido! ¡Eres más peligroso que una piraña en una bañera!

A estas alturas mi polla andaba encabritada, burra total. Ella tenía que estar notando en el culo su grosor y largura pese al camisón, la braga y el calzoncillo, pero ni se cabreó ni me echó de la cama. Hablaba con toda normalidad y, al igual que yo, cada vez lo hacía más bajito, musitando, saboreando la charla.

—¿Peligroso, yo? ¿Lo dice por mi labia?

 

—Sí, claro. Seguro que eres un encantador de mujeres. Tendrás atolondradas a un montón de niñatas.

 

—Si fuera un encantador de mujeres, no dude que la encantaría a usted ahora mismo.

 

—Te recuerdo que soy tu tía, además de una señora casada…

Ya no ponía el grito en el cielo cuando le decía algo atrevidillo y si seguía apelando a la cantinela de que era «mi tía» o «una señora casada» lo hacía más bien como una contestación al uso, estándar, de mero trámite…

—Lo que yo veo es a una mujer diez que está para mojar pan… Lo demás me parece secundario.

Se le escaparon unas risas a causa de mi desparpajo y también porque seguía ensalzándola. Mi tía parecía cada vez más relajada y más a gusto, pero a mí el calzoncillo me chinchaba bastante. Opté por fingir un ataque de tos y, con disimulo, me lo saqué en un pispás; luego volví a pegarme a ella y le reinstalé la polla, ya sin calzoncillo, en la raja de las nalgas. Desconozco si notó o no el truco, pero en todo caso no hizo ningún comentario.

 

—Bueno, David, cállate ya a ver si nos dormimos ¿eh?

 

—Estoy tan a gustito aquí, pegadito a usted, que prefiero no dormir par así disfrutar más del momento.

Tita Irene había cerrado los ojos para conciliar el sueño o tal vez para disimular que estaba calentándose. Ahora la veía turbadilla, confusa, y teniendo yo su cuello y su oreja tan a tiro de mi boca no pude evita darle chupaditas en el lóbulo y en la nuca. Ella encajó esos mimos de buena gana, dejándose hacer, aunque tergiversándolos astutamente:

—¡Qué bien! Esas caricias “tiernas” me ayudarán a dormir…

Dado que fuera como fuera ya tenía su plácet, ahora me metía en la boca toda su orejita pequeña y fina, de mujer, y se la chupaba a barbecho. También la inflaba a succiones y lengüetazos en el cuello. Quería tirármela lo antes posible porque si no terminaría corriéndome fuera del coño, precoz como un quinceañero. Apuré las acciones metiéndole mano por debajo del blusón y agarrándole una teta. La sorpresa fue que ella no rechazó el magreo y sí lanzó un suspirito de aprobación. Mi trabajo de calentamiento ya daba frutos. Ahora podía amasarle sus grandes perolas a mis anchas y ponerle los pezones tan duros que parecía que fueran a estallar.

—Hummm… ¡Qué rica está, tita!... ¡Y qué culito tiene, qué delicia!... Hummm… ¡Sus tetas son de diosa!

Mis palabras sonaban en su oído narciso a música embriagadora. Mi tía ya no podía ocultar su excitación: jadeaba, movía la cabeza como loca, respiraba entrecortadamente, restregaba el culo en mi polla. Entendí que era el momento óptimo para meterle la mano por dentro de la braga y al hacerlo me vi de golpe atravesando su selva de pelos rizados sedosos. Pero no pude tocarle el coño a mi gusto porque enseguida me apartó la mano y luego lo cubrió con la suya a modo de escudo protector…

—Es que por esas no paso, David… Mi coño es de Anthony en exclusiva… Nunca le he sido infiel…

 

—Sólo catarlo un poquito, tita…

 

—Olvídate de eso.

 

—No sea mala, ande…

 

—Ya te he permitido más de lo que debería.

 

—Tocarle el coño un ratito, y ya me paro. Palabra…

 

—Si dejo que me lo toquetees, luego querrás metérmela y eso ni lo sueñes ¿te enteras? Ni-lo-sueñes.

 

Viendo que no cedía opté por presionarle las manos de manera que sus propias palmas frotaban y presionaban el coño y el clítoris. Era como golpear a un gladiador con su propio escudo. El resultado de ese lance fue que mi tía se arqueaba exponiendo mejor su entrepierna y que poco a poco fuera retirando sus manos y dejaran libre la zona para que mis dedos pudieran trabajar con eficacia. Estaba tan entregada que hasta me ayudó a quitarle las bragas y, ya puestos, yo también me quité la camiseta y me quedé desnudo. Al caer en la cuenta de que ambos estábamos en pelota picada, ella intentó un pacto amistoso…

 

—Dejaré que me toques por ahí, pero antes debes prometerme que no irás más allá, tú ya me entiendes…

 

—Le prometo que no pasará nada que usted no quiera que pase.

 

—Júramelo, que no me fío…

 

—Se lo juro una y mil veces.

 

—Pues ya lo sabes, David: ni se te ocurra metérmela, ¿eh? Me lo has prometido y me lo has jurado…

 

—No se preocupe, mujer… Yo sé bien lo que le he jurado.

Le recoloqué otra vez la polla en la rajada de las nalgas, ahora sin telas de por medio, piel fina contra piel fina, y le trabajé el chocho a consciencia, ya fuera masajeándolo, palmeándolo, restregándolo o cosquilleándole el clítoris. Mi tía entró en un trace y no paraba de pegar el culo a mi polla como una posesa. Su coño era pura llama y ni mano ni mis dedos daban avío con sus ansias. Tuve que meterle hasta tres dedos para intentar sofocar su fuego uterino, pero ella quería más, mucho más, aunque se movía en un mar de contradicciones…

—¡Ahhh! Me tienes frita, cabrón, pero a mí no me follas…

Haciendo oídos sordos a sus palabras, yo había conseguido desde atrás que mi polla se abriera sitio entre sus muslos hasta tentar los labios carnosos de su coño, aún taponado por mis dedos. Esperaba pacientemente el momento oportuno para clavársela sin tener que violentarla. Pasaba que tita Irene se hallaba alarmantemente fuera de sí, arrebatada, de jadeo en jadeo, como poseída. No tenía nada claro de qué locura podía ser capaz.

 

—¡Ahhh! ¡Soy más decente de lo que crees, niñato! ¡Nunca le pondré ni un solo cuerno a mi Anthony! ¡Si me la metes atente a las consecuencias, gamberro!

Aproveché un momento de tensa calma para intentar parlamentar y obtener otra vez su visto bueno:

 

—¿De verdad, tita, que no me va a dejar que la folle?

 

—Claro que  no, y tú me juraste que así sería…

 

—No exactamente… Le juré que yo no se la metería si usted no quería que se la metiese, y por eso necesito su permiso…

 

—¿Mi permiso? ¡Vas listo!

 

—Pero si usted también lo desea, mujer, ¿cree que no lo sé?

 

—No insistas…

 

—Déjeme al menos meterle la gorrita, la puntita…

 

—¿Cuántas veces voy a tener que decirte que no, chiquillo?

 

Observé que hablaba con la voz enronquecida, ladeando la cabeza lascivamente y estampando su culo contra mi polla. Era como si dijera que «no» y su cuerpo se empeñara en decir que «sí». Esa apreciación hizo que me pasara por el forro sus  negativas. Arrimé bien la polla hasta donde asomaban mis dedos y, nada más sacarlos, le metí el glande a la primera, y después se la clavé entera, toda, de dos o tres golpes de cadera.

 

—Te dije que no me la metieras…

 

—Es que… no sé… le entró sin yo darme cuenta…

 

—¡Sácala y no me tomes el pelo!

 

—¿Acaso no le gusta tenerla dentro? ¿Cuánto tiempo hacía que no le metían una así? ¡Está hecha a la medida de su coño!

 

—No trates de liarme y retírala de una vez…

 

Tita Irene insistía en que se la sacara, pero se reacomodaba para que mi polla le entrara aún más adentro. Llegué a la conclusión de que todo era un simulacro, un jueguecito, que le proporcionaba un algún plus de placer o de excitación.

 

—¿Sabe qué, tita? ¡Me tiene harto! Se la saco y que le den… A mí  no me van a faltar mujeres…

 

—Bueno, no, no… no la saques… déjala ahí un ratito más.

 

—¿Qué dice? ¿Qué hago? ¡Hable claro, cojones!

 

—Que me folles, puñetas… que me folles bien follada… ¿Por qué leches has tardado tanto en metérmela, niñato?

Este último comentario de tita Irene terminó por encabronarme; así que la coloqué bocabajo para estar más cómodo y follé el coño a piñón fijo, fieramente, sin darle el menor respiro. La de mi tía es una vagina caliente y succionante que me embutía la polla de maravilla. Yo me corrí copiosamente y, la verdad, no sé si ella se vino dos o tres veces. Lo que sí sé es que, sin sacársela,  le eché el segundo polvo y que un ratito después le casqué el tercero. Por la mañana le di otro repaso antes de desayunar y más tarde me la volví a follar en la misma cocina, después del café y las galletas. Desde entonces hemos probado en mil y una posturas, pero aún  no he podido catarle el culo porque dice que le duele. Todo se andará. Ya se ha hecho adicta a mi polla…