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La borracha que tenía un cuerpo diez

en Hetero: Infidelidad

Tercer sábado raro rarito. Mi novieta ha dejado de ser mi novieta. Otra vez solo como la una. Decido irme de cacería a la zona peatonal de copas y me siento en una terraza a estudiar el paisaje femenino. Quiero un café cortado. El camarero me mira como si yo fuera un bicho raro. A esa hora —nueve de la noche— la gente ya suele pedir cañas y cubatas. En la mesa contigua hay una pareja que habla a gritos. Ella se llama Luna. Lo sé porque a él le escuché decir: «No me cabrees, Luna, que me largo y te dejo sola». Han bebido hasta por las orejas. Él está borracho y ella también, pero menos. Discuten casi por cualquier cosa y bastante acalorados. En un momento dado él pega un golpe en la mesa y se larga despidiéndose a lo bestia: « ¡Vete a tomar por culo! ¡Estoy harto de que me des la murga! ¡Ahí te pudras, puta!». Luna se ha quedado de piedra, helada, nerviosa; le caen lágrimas y le tiemblan las manos. El camarero, que ha visto toda la movida, se acerca solícito:

 

— ¿Algún problema, señora? ¿Ha ocurrido algo?

 

—No, nada, no se preocupe. Dígame qué se debe...

El camarero saca su block de notas y le comenta:

—Se deben nueve euros, señora. El señor que se marchó había pagado todo lo anterior, pero no las últimas consumiciones.

Luna rebusca en su bolso y saca una billetera sin billetes y un monedero con calderilla menor. Mira a un lado y a otro, histérica, y se enfurruña a media voz:

—Jo, menudo marrón me deja el hijo de puta. Ahora resulta que no llevo ni dinero ni tarjeta de crédito ni nada. ¡La madre que lo parió! ¡Qué mierda de tío!

La mujer es bastante mal hablada, seguramente por efecto del alcohol que ha ingerido. Yo intervengo sin esperar a nuevos insultos. Le digo al camarero que me dé mi cuenta y que incluya la de «mi amiga». Ella me mira sorprendida, pero agradece el detalle con una sonrisa de oreja a oreja. Y supongo que está más agradecida cuando observa que no sólo voy a pagar la cuenta, sino que procuro sacarla del apuro lo mejor posible:

 

—Es que yo les había invitado a la última ronda, ¿sabe? —le comento al camarero, y añado dirigiéndome a ella: — ¿Acaso no te acuerdas, Luna?

—Sí, me acuerdo ahora que lo dices…— contesta captando mi intención y extrañada de que supiera su nombre.

Saldada la cuenta, Luna y yo nos alejamos de allí andando juntos y muy dicharacheros, hablando de cualquier cosa, sin que el camarero nos quite el ojo de encima. El hombre está mosqueado. No se ha tragado lo de que la mujer sea «mi amiga»; tiene claro que no nos conocemos. «Que le den por saco al comemierda ése», dice Luna refiriéndose ahora al camarero cotilla. «Tranquila, Luna, que lo importante es que ya has salido del apuro. El camarero que piense lo que quiera». Caminamos durante tres minutos —con el rumbo que yo marco más o menos disimuladamente— y después me detengo y se detiene. Ella parece que quiere decir algo, pero me adelanto y hago las presentaciones en plan cachondeo…

 

—Encantado de conocerte, Luna. Mi nombre es Miguel, pero me llaman Míguel y soy tu ángel de la guarda —digo tendiéndole la mano.

 

—Yo también estoy encantada contigo, ángel. Me ha venido que ni pintado que bajaras del cielo dice ella mientras nos estrechábamos las manos. Su aliento a alcohol es notable.

 

— ¿Y qué era lo que ibas a decirme antes?  —le pregunto amablemente curioso.

 

—Pues ni idea. Se me ha ido del coco. A lo mejor quería saber tu nombre, pero ya me lo has soplado.

— ¿Y ahora qué, Luna? Seguirás un rato conmigo, o te irás a buscar a tu pareja el maltratador psicológico…

 

—No he pensado en nada. Proponme algo a ver si me mola…

 

—Tomarnos la penúltima y charlar para conocernos mejor.

 

—Nada original, pero acepto. Tú al menos no tienes pinta de maltratador.

 

La miro de arriba abajo y de abajo arriba. Ella ya sabe, siempre lo ha sabido, que soy un cazador nato y que la tengo en el punto de mira. Pero le gusta el juego pícaro y acepta jugar. Cree que domina la situación y que sabrá manejarla bien, tal vez porque no tiene en cuenta que está pasadita de copas. Sonríe coqueta y yo la desnudo con la mirada. Luna es una mujer joven, pero bien adulta, de treinta y tres o treinta y cuatro años, guapa con delito: ojos claros, piel bronceada, pelo castaño cortado en media melena, nariz y boca pequeña de labios sensuales. Está buenísima. Un cuerpo diez, top, de metro setenta y  cinco, escultural, ni gorda ni flaca, tetas medianas turgentes y culo redondo prieto y altivo. Hay que estar loco de remate (o borracho como una cuba) para enfadarse con un hembra así…

—El pub que tienes delante puede servirnos. Es muy tranquilo y suelen poner música ambiental muy agradable, ¿te vale, Luna?

 

—Okey, perfecto. Tranquilidad es lo que más necesito ahora, pero te aviso que vas de culo si crees que esta noche follarás conmigo porque me hayas pagado una cuenta de nueve euros —dice medio en broma medio en serio, haciendo una mueca rara que pretende ser una sonrisa. Su aliento etílico no decrece.

Ni le contesto. Hago que entre en el pub, que está casi vacío, y ocupamos uno de sus confortables e íntimos habitáculos. El local ha sido decorado en estilo tropical, con cañas de bambú, luces tenues y suave música hawaiana. El dueño, que me saluda porque me conoce, nos invita al coctel de recepción especial de la Casa. La bebida se llama Krakatoa y, como el volcán del mismo nombre, echa hasta humo. Debemos beberla del mismo recipiente troncocónico de cerámica, cada uno chupando de su pajilla. Sé de sobra que aquella bebida está muy rica, pero también que es demasiado fuerte y traicionera. Dejo que Luna beba  bastante más que yo. Cuando la acabamos, ella prefiere volver a su cubata de ron y yo me pido otro para seguirle el rollo, pero bebo poco y muy despacio para que me dure. Luna termina el suyo enseguida y pide otro. Pronto está borracha de caerse. Ya hipea y gaguea; le cuesta articular cualquier palabra, las estira. Más o menos entiendo que dice que se siente mareada, que todo le da vueltas, y que quiere salir a tomar a tomar el aire. Le hago un gesto al dueño del bar para que apunte las consumiciones en mi cuenta, y nos vamos. Luna apenas se tiene en pie, pero podemos caminar llevándola de la cintura y haciendo que recueste su cabeza en mi hombro. Toma aire fresco sólo unos instantes porque enseguida entramos en el portal de al lado y subimos en el ascensor hasta la quinta planta. Ella va media dormida y hasta grogui de tanto alcohol. La entro en mi apartamento evitando hacer el menor ruido porque algunos vecinos me la tienen jurada y están tratando de pillarme en un fallo. Respiro hondo cuando llegamos al dormitorio y la siento a los pies de la cama. Ella se ayuda de las manos para mantener el torso en posición vertical. Suerte he tenido con que no me haya vomitado encima. Le hablo mientras actúo rápido, sin perder ni un segundo:

—A ver cariño… Te voy a quitar el vestido para que duermas fresquita y para que no se te arrugue ni se te estropee.

 

—Gracias, Míguel… ¡Hip, hip!... Eres un sol… ¡Hip!... Es un vestido ¡hip! muuuuy caro.

 

—Y ahora te descalzo porque no querrás acostarte con zapatos, ¿verdad?

 

—Sí, quítamelos… Odio esos zapatos… ¡Hip!... Quémalos... ¡Hip!

 

—También te quito el sujetador. Que nada oprima tus tetitas…

 

— ¡Hey, tuuuuú!... ¡Hip!... Te estás pasando... ¡Hip!...

 

—Y ya que estamos te quito las bragas, ¿eh, Luna? En pelotas dormirás fenomenal. Lo hago por tu bien…

 

— ¡¿Por mi bieeen, cacho cabrón?!... Eres un abuuuusador…

 

Verla desnuda me excita sobremanera. Su cuerpo no tiene desperdicio. Las tetas son más grandes de lo que yo creía y le lucen firmes, turgentes; sus pezones oscuros se alzan sobre anchas areolas, también oscuras.  No me resisto a darles varias chupadas ante la mirada turbia-atónita de Luna, que no atina a pronunciar palabra. Su coño, de labios extremadamente rojizos, sobresale entre una abundante y  tupida mata de pelo negro y rizado. La tumbo hacia atrás sobre la cama y le lengüeteo el clítoris y los labios vulvares. Me pareció que de manera refleja abría algo las piernas para facilitarme la tarea, pero también que protestaba algo…

— ¡Hip!... Te denunciaré a la poli… ¡Hip!... No me reeeespetas… ¡Hip! Soy una mujer casada ¡Hip!... Teeengo una hija… ¡Hip!

Tampoco es cuestión de precipitar los acontecimientos ni armar un lío. Le digo que sí, que tiene toda la razón, que me perdone, que caí en la tentación porque su coño es una «maravilla maravillosa», una «delicatesen»…  También le prometo al oído que la dejaré tranquila un buen rato, pero primero la acomodo bien en la cama y la arropo con una sábana y una colcha fina no sea que se me constipe. Nada más colocarla así, Luna se duerme como una marmota, resoplando y roncando, y yo empleo el impasse en tomar un zumo en la cocina mientras cavilo mis asaltos a su cuerpo.

Para dar tiempo a que pille el sueño lo más profundo posible me desvisto poco a poco, con toda la pachorra del mundo, y me doy una duchita rápida. Salgo fresco y en pelota picada, con el nabo bamboleante. Gasto unos minutos en un afeitado rápido no muy necesario. Me veo en el espejo estupendamente. Tengo treinta abriles; es decir, soy tres o cuatro años  más joven que Luna, y desde luego bastante más alto, un metro ochenta y cinco centímetros. El pádel me mantiene fibroso, sin nada de grasa. 

Ha pasado casi una hora. Ya es tiempo de volver al dormitorio y entrar en acción. Me meto en la cama de costado, en paralelo a ella. A mi polla le basta con rozar unos segundos la piel suave de su culo para ponerse gorda, dura, venosa, grande y cabezona, calibre 20-21 centímetros. Luna no para de roncar pese a que yo me pego a su cuerpo con fuerza, presionante, mientras pellizco y tiro de sus pezones. No tardo en rebuscar en la selva negra de su entrepierna hasta encontrarle el chocho y meterle un par de dedos para comprobar que está húmedo y para fijar el punto de entrada. Al poco ya tengo que sacarlos para dejarle el sitio a mi polla. Se la clavo entera, toda, hasta el tope, hasta que mis huevos rebotan en sus nalgas. Ella sorprendentemente sigue sin despertarse aunque me la follo sin tregua, con penetraciones fuertes y  profundas, a un lado y a otro, a ritmo rápido y a marcha lenta. El de Luna es un coño carnoso, labial, rodeado de una pelambrera que no podría cubrir ni con un plato; un coño acogedor, succionante, que hasta me parece poco usado. Cuando me corro le vacío todo el depósito en el interior. Borbotones de leche espesa y caliente le anegan su chocho. Ella continúa dormidita, pero su coño ha disfrutado de la penetración, del reencuentro con una buena polla.

Vuelvo a dejar a Luna larga en la cama, durmiendo a pierna suelta, y me voy a la cocina para reponer fuerzas con pistachos, nueces, aceitunas y una bebida de cola. Poco después ya estaba de nuevo bravo como un toro y dispuesto a empitonarle el culo, aquel soberbio culo que captó mi atención nada más verla; un culo redondo de nalgas grandes pero modeladas, robustas, duritas, con hoyitos. Cuando regresé al cuarto pensé que Luna, seguramente soñando, había adivinado mis propósitos. Lo cierto es que ahora duerme boca abajo, centradita en la cama, y con su culito en pompa. Yo todavía le adecúo más la posición colocándole una almohada bajo el vientre para que su culo esté a mejor altura, más a tiro. Primero me afano en lengüetearle toda la zona, raja abajo raja arriba. Se la dejo bien empapadita por todos lados, pero aun así prefiero untarle el agujerito con una crema lubricante y me doy también en el nabo.

Con todo ya dispuesto, me encaramo sobre ella, apunto la polla al ojete, y al tercer o cuarto intento logro meterle un buen trozo y luego otro y otro. Veinte centímetros de polla gorda y dura sodomizando aquel culo pelón, virgen, o que como mínimo no ha conocido nada tan grueso como mi rabo. Es un recto estrecho y ardiente que me la embute a la perfección, como si estuviera hecho a mi medida. Aquí Luna sí que se me despierta, claro, y encima hecha un basilisco con malas pulgas. A gritos me ordena que se la saque porque le duele una barbaridad y, según ella, porque le estaba haciendo hasta sangre, desgarrándola. Ni puto caso. No sólo no aflojo ni un punto, sino que me lo follo como nunca me he follado a un culo, al galope salvaje, entrándole a saco sin darle respiro, inflándolo a pollazos despiadados, fieros, dándole guerra sin tino a ritmo frenético, invadiéndole hasta el rincón último. Me corro copiosamente todo lo adentro que puedo y pese a ello un riachuelo testimonial de semen, mezclado con algún hilito de sangre, sale al exterior raja abajo. Luna muerde y arrebuja la sábana bajera. Llora desconsolada mientras yo me muestro tierno y cariñoso tratando de calmarla. Me dice varias veces que yo soy un maldito cabronazo hijo de puta y otras lindezas similares, pero al poco consigo que se duerma otra vez.

Cuando Luna se despierta yo ya la tengo bien limpita y con sus braguitas y su sostén puestos. Ella sólo tiene que ponerse su trajecito estampado en tonos verdes y venirse conmigo a la cocina. Una cafetera de café recién hecho la está esperando. Se toma dos bien oscuros, pero no quiere comer nada. Habían pasado casi tres horas. Me pidió que la llevara a su casa y, caballeroso como soy, la devuelvo a su hogar sana y salva, entera y sobria. Me dice que no se arrepiente de nada, salvo de estar demasiado borracha, y que le dirá al «maltratador psicológico» que estuvo todo el rato en casa de su hermana porque no quería verlo ni en pintura. Pero lo más probable es que no necesite darle ninguna explicación porque, como siempre ocurre cuando bebe en exceso, estará dormido como un tronco o resacado, sin saber si estaba o no estaba su mujer en casa, sin recordar nada de nada. Las copas las llena el diablo. Luna sí recuerda algunas cosas buenas y otras no tanto. Tiene mi número de móvil por si acaso cambia de opinión y quiere llamarme…