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Madre, hija y abuela, folladas entre los plátanos

en Hetero: General

Mi amigo Jorge heredó una finca de plataneras que le da para vivir holgadamente sin pegar golpe. Sus plátanos se venden en supermercados, pero él, para entretenerse y para ligar, también realiza ventas ambulantes en zonas turísticas aprovechando el tremendo maletero de su monovolumen. Guaperas de treinta años, alto, moreno y bien dotado de genitales, Jorge no tiene problemas para entenderse con las guiris porque además habla inglés y chapurrea el alemán. Normal que un tipo así tenga un montón de historias de cama de las que te ponen los dientes larguísimos. Aquí va una que me contó no hace mucho:

Aquellas tres turistas suecas llevaban un par de días acercándose al monovolumen para comprar plátanos. A Jorge le resultó fácil entablar conversación con ellas —madre, hija y abuela— porque las dos primeras estudiaban español y les encantaba practicarlo. Pronto supo que Erika, la madre, de unos cuarenta y cinco años, estaba recién divorciada y que su hija Greta, de dieciocho, hacía patinaje sobre hielo. A Jorge tampoco le pasó inadvertido que la abuela Helga, sesentona, se conservaba estupenda y  aparentaba tener menos edad. Él  opinaba con rotundidad que las tres eran tres rubias  atractivas, guapillas de ojos azules y muy parecidas de  cara, pero bien distintas de cuerpo. Erika estaba super buena y  era alta, tiposa y de grandes tetas, mientras que la joven Greta, que tampoco tenía desperdicio, era menos alta que su madre, delgada, tetas de buen tamaño pero no grandes y culo escaso, duro, de bonito contorno. Incluso la abuela Helga tenía un cierto puntito sexy a pesar de que era la regordeta del trío. Sus tetas, ya caidillas, recordaban por su tamaño las ubres de una vaca, pero a mi amigo lo ponía palo su culote redondo, de nalgas modeladas y todavía aparentemente recias.

Jorge vio los cielos abiertos cuando las tres nórdicas le indicaron que tenían mucho interés en conocer todo lo relacionado con el plátano y con el cultivo del plátano, algo verdaderamente inusual en las turistas, más proclives al baño en la playa o en la piscina y a broncearse tumbadas al sol como lagartos. Estas guiris eran raras avis a las que les gustaba empaparse de las singularidades de los sitios que visitaban. Así que Jorge, viendo una ocasión de oro para ligar, les ofreció que visitaran su plantación:

Sería una excursión original, muy distinta a las que figuran en los programas de las agencias de viajes, y yo estaré encantado de hacerles de guía. Recorrerán mi finca de punta a punta y les explicaré todo sobre el plátano y su cultivo, dijo Jorge solícito, pero disimulando su entusiasmo para no levantar sospechas.

Antes de que ninguna de ellas respondiera, siguió abrumándolas con otra invitación complementaria a la anterior:

—Y, dado que las tres me caen estupendamente, también están  invitadas a comer en mi casa rural, construida en el centro de la plantación. Podrán disfrutar del campo, del aire puro, y hasta de una estupenda piscina.

Madre, hija y abuela se miraron una y otra vez hechas un mar de dudas. La idea les gustaba, claro, pero recelaban de Jorge que, si bien daba la impresión de ser todo un caballero, también podría ser un lobo disfrazado con piel de cordero. Las tres lo discutieron en voz baja y en sueco, para que Jorge no se enterara de nada, y al final convinieron en que sí, en que aceptaban la invitación. Pasó que Greta, más atrevida y más ligera de cascos, muy amiga de las correrías y las aventuras, presionó con insistencia a su mamá y a su abuela para que aceptaran y ambas acabaron cediendo para hacerle el gusto a la “nena”.

Los cuatro quedaron para el día siguiente, sábado, y acordaron que Jorge pasaría a recogerlas por el hotel a las 10.00 horas, como así fue.  Llegaron a la plantación sobre las 10.30 después de conducir el monovolumen por una carretera repleta de curvas Las tres turistas quedaron impactadas con la finca. Nunca habían imaginado que fuera una extensión de terreno tan grande y tan verde. Las plataneras medían entre cinco y seis metros de alto y estaban cargadas de racimos de plátanos todavía sin madurar, así como de grandes hojas verdes. Aquellas suecas disfrutaron de lo lindo paseando entre las frondosas plantas —«las plataneras no son árboles porque no tienen tronco», apuntó Jorge— y  se hicieron gran cantidad de fotos y videos. Él les explicó paso a paso los mil y un secretos del cultivo del plátano y a ellas les pareció una excursión «estupenda, divertida y provechosa».

Pero la cosa no paró ahí... Hacia las doce del mediodía entraron todos en la casa o en el chalet, como se prefiera, porque venía a ser un cruce entre la típica casa rural, adaptada para la labranza, y un chalet de dos plantas más o menos convencional, incluso con solárium y piscina. Ni cortas ni perezosas enseguida las tres suecas se pusieron sus bikinis para disfrutar del sol y de la piscina, y Jorge hizo lo propio después de preparar en el jardín una mesa con bebidas y frutos secos a modo de aperitivos. A  las guiris se las notaba contentitas, como si estuvieran en un hotel cinco estrellas. Antes de zambullirse en el agua Erika, Greta y mi amigo se sirvieron cervezas frías, mientras que la abuela Helga, que no iba a meterse en la piscina, se zampó un lingotazo de whisky que dejó a Jorge boquiabierto. Ya desde el agua mi amigo vio como la vieja se servía dos o tres copas más.

Jorge salió de  la piscina antes que Erika y Greta, para ir sirviendo la comida, y la abuela Helga, desinhibida total gracias al alcohol, se dedicó a seguirlo como una perrita faldera, embobada, incluso lanzándole miradas y sonrisas descaradamente provocativas que terminaron por calentar a mi amigo. Así que la hizo entrar en la cocina, miró a un lado y a otro para cerciorarse de que nadie se percataba de la jugada, y cerró la cocina por dentro. Allí se sacó su ya morcillona polla para que la vieja beoda se la chupara. La señora lo entendió a la primera y no sólo no protestó, sino que le agarró la polla, se la pajeó un poco, y se puso a mamársela tan ricamente, con ritmo y  golosita. La sorpresa fue que la mamona se adelantó a los acontecimientos y le pidió a Jorge con gestos que le follara el culo. Puede que Helga hubiera notado las miradas de deseo que a cada momento él le lanzaba a su culo, y tal vez pretendía compensarle por sus muchas atenciones. Lo cierto es que Jorge le quitó  el bikini, la recostó bocabajo sobre la mesa de la cocina y desde atrás, de pie, le ensartó la polla en el recto con relativa facilidad debido a que aquel culo veterano estaba bien acondicionado y entrenado para el polvo anal, lo que no impidió que la doñita lanzara gritos de dolor seguramente porque no acostumbraba a encajar una polla de veintitrés centímetros. Ya aplicado con fervor a la faena, a Jorge le importó una mierda los chillidos de la doña y continuó hincándole su verga como si tal cosa, incluso con saña, aunque es verdad que poco a poco ella se fue adaptando a su pollón y que los gritos quejicas se tornaron en jadeos de placer. Mi amigo tardó más de la cuenta en correrse, pero cuando lo hizo parecía que no iba a terminar nunca. Manguerazos de caliente semen inundaron el culo de Helga que, orgullosa de provocar tan caudalosa corrida, llegó a sonreír pícaramente rebosante de satisfacción. Concluida la enculada, Jorge acompañó a la señora al baño más próximo, para que se aseara utilizando el bidé, y  luego hizo que se pusiera el bikini  y que se alejara de la cocina para evitar suspicacias.

Un ratillo más tarde, cuando mi amigo tuvo la mesa servida, llamó a las guiris para que pasaran al comedor. La comida era más bien informal, a base de picoteos y de platos para compartir, pero a las tres suecas —muy buenas de boca— les pareció una comida excelente y desde luego se pusieron moradas. El postre fue de lo más lógico: plátanos de inmejorable aspecto.

Nada más comer pasaron al salón para tomar café y algún licor «digestivo», pero al poco rato la abuela Helga y la mamá Erika se quedaron dormiditas en el sofá, mientras que la joven Greta y Jorge, que no tomaron vino en la comida,  se sentían despiertos, vivos y llenos de energía. Consciente de que estaba otra vez ante una oportunidad pintiparada, Jorge le propuso a la joven darse otro remojón en la piscina y ella aceptó sin dudar lo más mínimo e incluso sonriendo maliciosamente, como si se barruntara que iba a pasar algo entre ellos. Tras nadar un poco, Jorge la acorraló en una esquina de la piscina y le dio un beso caliente con lengua que les supo a gloria pura. Acto seguido ambos salieron del agua y, semi ocultos entre algunas plataneras de jardín, Jorge extendió una toalla camera sobre el césped y, una vez que Greta se tumbó sobre ella, él se volcó en poseer poro a poro aquel cuerpo flaco, blanco como la leche, de apenas dieciocho añitos. Después de sacarle el bikini primero le trabajó los pechos —lengüeteándolos, mordisqueándolos, chupándolos, sorbiéndolos, engulléndolos— y no paró hasta dejárselos erectos, erguidos sobre sus oscuras areolas. Greta sentía una excitación tremenda, desconocida para ella,  pero esa calentura se convirtió en fuego puro cuando Jorge decidió centrarse más específicamente en su entrepierna, ya fuera comiéndole y lamiéndole los labios de su rosado chochito o lengüeteándole y sorbiéndole su crecido clítoris. Envuelta en una nube de placer, Greta parecía ida total, arrebatada, y de ahí que Jorge optara por no retrasar más la penetración que ella pedía casi a gritos. Así que le metió la polla, toda, entera, pero sin prisas y sin pausas, haciendo que la sintiera entrar centímetro a centímetro, y enseguida ya pudo follársela a todo tren, a destajo, metiéndole el pollón hasta lo más hondo, hasta recovecos de aquel joven coño que nunca antes habían sido horadados. Greta ya había follado con anterioridad, claro, pero una cosa era echar un polvo rapidito con un noviete del instituto y otra muy distinta follar a pelo con un hombre curtido en estas lides como Jorge, profundo conocedor del cuerpo de una mujer. Por primera vez en su vida, aquella chavala nórdica pudo correrse lo menos tres veces, la última coincidiendo además con los chorros de lefa que Jorge le descargó dentro del chocho. Greta alucinaba con lo que le estaba sucediendo, pues Jorge había conseguido que volara, que visitara paraísos, que supiera por primera vez lo que era un orgasmo de verdad y hasta varios de ellos en cadena. Para Greta aquel soberbio polvo fue una experiencia única y maravillosa, el cielo en la tierra…

Reposaron un ratillo allí mismo, sobre el césped, y luego Greta optó por zambullirse de nuevo en la piscina. Poco después se desperezó Jorge, pero éste prefirió entrar en la casa para  ver cómo estaba el panorama. La abuela Helga seguía durmiendo en el sofá y, sorprendentemente, Erika se había metido a ama de casa y había recogido la mesa del comedor y fregado los platos. Dejó la cocina tan brillante como los chorros de oro.

—Gracias Erika, pero no tenías que haberte molestado. Eres mi invitada, no una criada…

 

—Lo sé, Jorge, pero lo hice para ganar tiempo. Creo que ya nos deberías llevar de vuelta al hotel.

 

— ¡¿Queeeeé?! ¡¿Tan pronto?! Me falta que darte la sorpresa que tengo para ti.

 

— ¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa?

 

—Acompáñame a la planta de arriba y la descubrirás…

 

Erika accedió a subir a la segunda planta y, una vez allí, Jorge la llevó hacia el único dormitorio que disponía de una gran cama de matrimonio. El tipo empleó exactamente la misma táctica directa que practicara horas antes con la abuela Helga; es decir, se limitó  a sacarse el bañador y a quedarse en pelotas delante de Erika, otra vez con el nabo no empalmado del todo, pero sí morcillón y ya dando una idea de su colosal medida. Boquiabierta, Erika no salía de su asombro:

 

— ¿Te gusta lo que ves, Erika? Es la sorpresa que te reservaba…

 

—Eres un grosero y un maleducado. No me van tus maneras de comportarte.

 

Jorge no hizo ni puto caso a esas palabras de Erika, le agarró una mano y la retuvo sobre su polla. Sabía que ella —debido a su reciente divorcio— acumulaba más de tres meses de abstinencia y que a buen seguro debía andar necesitada de macho. Las ex casadas no se habitúan fácilmente a no follar a diario o casi a diario. Lo cierto es que Erika no hizo nada por retirar la mano, pero sí se estuvo quieta, dubitativa, sin saber muy bien cómo conducirse. Suerte que pronto tomó una decisión favorable. Jorge lo percibió en los tímidos y ricos apretoncitos que la sueca le daba a su polla. Así que él ya  no se anduvo con chiquitas: le sacó la parte de arriba del bikini, la dejó con las tetas al aire y se dedicó amasárselas y a chupetearles los pezones, que pronto estuvieron inhiestos. La polla de Jorge también se puso inhiesta, burra total, porque Erika ya la friccionaba, la pajeaba, y hasta se animó a chupársela un poquito, suavemente, si bien él no dejó que gastara mucho tiempo en este menester no sea que fuera a correrse prematuramente. Era conocedor de que una mujer divorciada precisa de un tratamiento más rudo, más posesivo, sin remilgos ni carantoñas. Jorge sabía perfectamente lo que Erika necesitaba y él iba a dárselo ya mismo, sin titubeos, sin entretenerse en otras artes de placer menos apropiadas. La tumbó bocabajo sobre la cama, le quitó de un tirón la braga del bikini, se encaramó sobre ella y  le ensartó en el coño su gorda polla de veintidós centímetros que le entró como una exhalación y de apenas dos golpes de cadera. Era un coño tremendamente caliente y húmedo, bien musculado, succionante; un chochito de los que enloquecen a Jorge, por  los que muere; un coño superior que ahora él se follaba furioso, a lo bestia, sin tregua. Erika flipaba, jadeaba, suspiraba, respiraba entrecortadamente con si el corazón se le fuera a salir del pecho. Estaba recibiendo por fin los pollazos con los que ella venía ansiando: fieros,  arrítmicos, penetrantes; ora caña hasta adentro, hasta que los huevos de Jorge retumbaban en las carnes de la sueca,  ora sacándole la polla casi por completo para volver a hincársela con virulencia y, en todos los casos, apurando, repuntando la penetración al llegar al fondo. Su «ex» —reconocería más tarde Erika— nunca la había follado con tanto ahínco, tan enfervorizado, tan impetuoso.

Las corridas fueron sincrónicas y caudalosas. Jorge le chorreó el coño con varios chingarazos de su cremosa y caliente lefa que se fundieron con la gran cantidad de flujos vaginales que expelía Erika. Poco después, durante el descansillo típico para recuperar fuerzas, la sueca le dijo a Jorge que ese clímax final suyo venía a ser como mínimo el tercer orgasmo que alcanzaba durante aquel polvazo.

Una hora después, las tres nórdicas ya estaban de vuelta a su hotel. Todas tenían el número del teléfono móvil de Jorge por si alguna vez querían volver a visitar la finca, ya fuera ahora, en este viaje, o en futuros viajes. Es evidente que tengo un amigo atento, caballeroso y gentil…