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La ventana indiscreta

en Voyerismo

Puede decirse que tuve una juventud felizmente normal. A pesar del divorcio de mis padres (que a buen seguro no salió gratis a mi alma), recuerdo aquéllos días con una sonrisa en el rostro. Las mieles de la amistad sin hipocresías nunca han vuelto a ser saboreadas como en aquellos días. Supe aislarme de los problemas que enrarecían el ambiente en casa gracias a mis amigos. En aquella época la calle no era un lugar peligroso para un chaval, y solía pasar los días con ellos: se convirtieron en mi familia durante esos años. Sobre todo uno, mi vecino Lucas, quien fue mi mejor amigo durante muchos años. Ambos vivíamos en el mismo edificio, de manera que nuestra relación era algo más estrecha. Tanto mi madre como sus padres veían con buenos ojos nuestra amistad y solíamos pasar mucho tiempo el uno en casa del otro. No recuerdo descubrir el sexo (en el sentido de pasar a conocer una cosa que antes se desconocía); siempre formó parte de mi vida ya que desde muy pequeñito fui el protagonista de juegos de “médicos” y de “papás” junto a niñas que pasaban por mi vida: la hija de unos amigos de mis padres, una vecina de mis abuelos, una prima lejana…

 

Desgraciadamente la progresión sexual fue decreciendo con la edad, y se detuvo completamente en la pubertad, de manera que entré en la adolescencia convertido en un pajillero profesional, como Lucas y el resto de la pandilla. Éramos unos auténticos frikis, siempre fantaseando con follarnos a una o a otra, pero nos habríamos cagado de miedo si alguna de esas chicas se nos hubiera puesto a tiro. Nunca practicamos las pajas grupales, pero hablábamos de tías a diario,  comprábamos el “Interviú” con cara de culpables y andábamos muy salidos. Supongo que como la mayoría de adolescentes. Esto nos hacía llevar cumplida revisión de todas las tías buenas de los alrededores, y no era raro que Lucas y yo pasáramos las horas muertas encerrados en mi cuarto, jugando a la consola y hablando de las tetas que se le estaban poniendo a alguna compañera de clase, o de si la hija del verdulero había enseñado canalillo al agacharse.

 

El cóctel explosivo de adolescencia, calentamiento perpetuo y extrema timidez tuvo una consecuencia inevitable: el voyerismo. Vivir en un edificio tan grande y con innumerables patios de luces nos facilitó la tarea. Pronto teníamos controladas a todas las chicas apetecibles que vivían con nosotros, ya fuera en la misma escalera o en otras. Tal actividad dio pronto sus primeros frutos: Carolina, la hermana mayor de un compañero de clase (debía tener entonces unos 18), fue la primera en caer. Era una chica cuyo rostro se acercaba demasiado al arte abstracto, pero su indumentaria veraniega solía mostrar una tierna figura. Sus tetitas medianas no hacían canalillo pero eran firmes y redondas; las piernas, tersas y bien torneadas. Descubrimos que su cuarto daba a un minúsculo patio de luces que podía ser controlado desde una ventana del rellano de la escalera, así que una noche de junio se convirtió en nuestra primera presa. Era la primera noche realmente calurosa de aquel año; esperamos pacientemente sentados en un banco del parque desde el que vigilábamos el portal, y cuando la vimos despedirse de su novio, nos apresuramos tras ella con gran disimulo. Mientras subíamos por las escaleras oímos el portazo en su casa. Esperamos a que el temporizador apagara la luz del rellano y con gran riesgo de ser sorprendidos, nos acercamos a la ventana del patio de luces. Su habitación permanecía en penumbra, con la persiana completamente subida a escasos cuatro o cinco metros de nosotros. Sobre los tenues ruidos de las casas (concursos televisivos o conversaciones lejanas) llegó a nosotros con nitidez el sonido de una cisterna. Pocos segundos después la luz se encendió, y el corazón se nos salió por la boca cuando la vimos acercarse a la ventana. Afortunadamente solo pretendía bajar algo más la persiana: quería algo más de intimidad, pero el calor sofocante que nos había sorprendido ese día la llevó a dejar más de medio metro por el que podíamos observar su anatomía, desde la mitad de los muslos hasta el pecho. Realmente nos hizo un favor porque a pesar de que Carolina tenía un cuerpazo, su nariz aguileña y sus dientes grandes y desordenados habrían restado erotismo a la situación y de esta manera no se le podía ver la cara.

 

Ni en nuestros mejores sueños de pajilleros adolescentes nos podríamos haber imaginado el espectáculo que nos brindó. En la pared situada frente a nosotros, al otro lado de la ventana, tenía un gran espejo de cuerpo entero. Se situó frente a él, de manera que veíamos la parte trasera de su cuerpo en vivo, y la delantera reflejada en el espejo. De pronto, al compás de un sensual baile nos brindó un strip-tease espectacular. Ya sé que parece poco creíble, pero os aseguro que las chicas hacen esas cosas en la intimidad de su cuarto. Cuando quedó en ropa interior mi pene ya estaba duro como el acero. Oía la respiración agitada de Lucas a mi lado, pero no quería gastar ni una décima de segundo en mirarle. Fue la primera vez que vi unas bragas que no eran las blancas de toda la vida: eran de rayas horizontales de colores, igual que el sujetador. Si algún vecino hubiera tenido la feliz idea de sacar la basura o pasear al perro en ese momento, nos habría pillado con las manos en la masa, pero yo ya no pensaba en el peligro, pues el show continuaba. Las partes habitualmente ocultas de su cuerpo resultaron ser tan tiernas como las que sí mostraba. Se desprendió del suje, mostrando dos dulces teticas coronadas por rosados pezones con tristona forma elíptica. Recuerdo que me pareció que tenía un cuerpo de diosa. Cuando ya me daba por satisfecho con tal espectáculo, se deshizo de las bragas. Los ojos se me salían de las órbitas. Tenía el pubis bien arregladito; lucía un coqueto triángulo de vello oscuro. Sus nalgas también eran redondas y perfectas. Yo estaba como transportado mientras la veía bailar en pelotas. Era la primera vez que veía a una tía en bolas y era preciosa. Estuvo un rato practicando todo tipo de pasos de baile eróticos un rato más hasta que se cansó, y desapareció de nuestro campo de visión. Cuando se apagó la luz, volamos de allí.

 

Por supuesto, la espiamos muchas veces más con desigual fortuna. La volvimos a ver desnuda algunas noches, pero lo que más se repetía era el baile en ropa interior frente al espejo. Un vecino estuvo a punto de pillarnos en una ocasión pero lo oímos hablar antes de que abriese la puerta y nos escabullimos. Una noche descubrimos que no éramos los únicos que disfrutaban de los encantos de Carolina. Su propio hermano, nuestro compañero de clase, la espiaba una noche desde la ventana de la cocina, que daba al mismo patio de luces. Más tarde Lucas criticó esta conducta, y yo le seguí la corriente, pero en mi interior, algo tan morboso como el sexo familiar no me pareció tan de mal gusto.

 

Nuestras escaramuzas continuaron a lo largo de todo ese verano. Un par de vecinas más del mismo bloque, y una de las universitarias que compartían apartamento en el bloque de al lado nos regalaron escenas que se marcaron a fuego en nuestra memoria. Nos hicimos con unas llaves de la azotea y subíamos a controlar todas las ventanas donde sabíamos que vivía alguna maciza.

 

Con el tiempo aprendí a valorar este asunto del voyerismo en todas sus formas. Nunca se lo conté a Lucas pero a veces me excitaba sólo con verlas; no hacía falta que se desnudaran o se tocaran. Sólo observar a una chica viendo la tv o cenando con la minúscula ropa de andar por casa como único atuendo era suficiente. En realidad, no solíamos ver mucho más de lo que se ve en cualquier playa, pero no era eso lo excitante. Era verlas en privado, a su aire. El carácter furtivo de nuestras evoluciones le daba cierto morbo a todo el asunto, y cuando llegaba a casa ocultando mi erección tras la mochila, me encerraba en mi cuarto para masturbarme al menos dos veces, en ocasiones rememorando a la universitaria cenando frente a la tele con las piernas abiertas, en top y minishorts. A esta le pusimos un nombre en clave: stinky, pues solía frotarse o rascarse en sus partes íntimas y oler después la punta de sus dedos.

 

La cosa comenzó a ponerse seria cuando conseguimos unos prismáticos cada uno. Ya existían móviles en aquella época pero los smartphones aún eran ciencia ficción, así que no teníamos manera de registrar nada: ¿quién en su sano juicio habría llevado un carrete con fotos robadas a un laboratorio fotográfico? Al menos los prismáticos nos proporcionaban primeros planos del sujetador de la universitaria o del culo o el coño de Carolina (a veces bajaba tanto la persiana que era lo único que podíamos ver).

 

Llegaron los últimos días de agosto y pronto nos veríamos envueltos en las recuperaciones de septiembre y otras obligaciones, así que, de manera espontánea, nuestra actividad fue decreciendo hasta casi extinguirse. No obstante, el destino le deparaba al mirón que vive en mi interior un último y sublime espectáculo, con unos protagonistas totalmente inesperados.

 

Una noche de primeros de septiembre, me encontraba en mi cuarto maldiciendo mi suerte por tener que recuperar matemáticas, mientras practicaba los problemas que podían caer en el examen al día siguiente. La desesperación y el aburrimiento hacían que me despistara continuamente mirando por la ventana hacia el enorme patio de luces central al que se asomaba mi cuarto. Justo en frente, pero un piso más abajo, vivía una familia formada por un matrimonio y su único hijo. El padre era un pusilánime banquero de aspecto débil y enfermizo. La madre, Loli, era una profesora de educación física de 40 y tantos que trabajaba en el mismo colegio privado en el que estudiaba su hijo. No teníamos ninguna relación con el chaval (algo menor que nosotros), al que habíamos encasillado como “pijo” por ir a colegio de pago. Yo no sabía entonces lo que era una MILF pero estaba a punto de descubrirlo. La ropa deportiva con la que solía vestir a diario no era muy sexy, por lo que nunca me había fijado en ella; además era una madre, y yo jamás había pensado en una madre como objeto sexual. Su casa era simétrica a la mía, por lo que sólo dos ventanas daban al patio: cocina, y una estancia. Aunque estaban bastante lejos, me di cuenta de que en la penumbra de una de las estancias brillaban los reflejos de una TV. Súbitamente la luz de la cocina parpadeo hasta encenderse y entró Loli. No lo dudé. Apagué la luz de mi lámpara y, amparado por la oscuridad, saqué los prismáticos de su escondite parapetándome en mi silla tras ellos. La perspectiva de estar un piso por encima de ella me ocultaba su cabeza, pero desde luego mi concepto de las madres cambió inmediatamente y por completo; iba ataviada con un minúsculo vestidito estampado abotonado por delante que evidentemente usaba sólo para andar por casa pues era tremendamente corto. A pesar de que se ceñía perfectamente a sus curvas, parecía muy cómodo. Cuando se puso a recoger y fregar cacharros mi mirada, prismáticos mediante, se desvió hasta la habitación. Cerca de la ventana y tumbado sobre su cama estaba el hijo, quien vestía únicamente unos gayumbos y miraba algún programa. Volví a la cocina a tiempo de ver a Loli atar la bolsa de la basura y apagar la luz. Pensé que estaba muy buena; no me explicaba cómo mi radar detector de macizas había pasado por alto semejante monumento y decreté que debía estar atento a futuras apariciones, aunque no tenía mucha esperanza, pues en la cocina y en la habitación del hijo difícilmente podría verla desnuda. Error.

 

Volví a encender mi flexo y seguí estudiando durante un tiempo indeterminado. Cuando noté que el sueño me vencía miré el reloj bostezando para comprobar que ya eran casi las dos de la madrugada y me dije a mi mismo que la suerte estaba echada, que ya no iba a poder aprender nada más, así que decidí acostarme. Entonces, como guiado por el Dios de los pajilleros (quien sin duda velaba por mi), decidí echar una última mirada en la oscuridad con mis prismáticos hacia la habitación del chaval. Apenas había cambiado nada, salvo que ahora disfrutaba de un enorme helado, pero de repente un haz de luz se fue ensanchando poco a poco violando la penumbra de la habitación: alguien abría la puerta. Apareció Loli con el mismo vestido de antes y una sonrisa en los labios. ¿Cómo se me había pasado por alto semejante belleza? El pelo era corto y negro, recogido en una coleta y la hilera de dientes era perfecta. Instintivamente saqué mi polla y empecé a acariciarla. Los prismáticos me otorgaban una imagen muy cercana y nítida de toda la escena.

 

Con una gran sonrisa en la boca, Loli se sentó en la cama y siguieron charlando. Debió de pedirle un poco de helado, pues él lo dirigió hacia la cara de su madre, quien para mi sorpresa, en lugar de tomarlo, lo lamió directamente de las manos de su hijo. Para ello hubo de inclinarse hacia adelante, apoyando la mano izquierda en el muslo del chaval, tan cerca de los gayumbos que la punta de sus dedos quedaron ocultas bajo ellos. Si no hubiera sido porque eran madre e hijo, habría pensado que se le estaba insinuando con aquellos lenguetazos y la mano tan cerca de sus partes. La idea del incesto atravesó mi mente como un relámpago, y mi pene respondió en mi mano endureciéndose aún más. Siguieron hablando pero ella no retiró la mano. Al contrario. No podía dar crédito a lo que veían mis ojos pero lo cierto es que la posó directamente en los calzoncillos, sobre donde debía estar su polla. Las lentes de mis prismáticos se empañaron literalmente con el calor que yo mismo desprendía así que me apresuré a buscar algo para limpiarlas (estaba sin camiseta). Cuando volví a mirar, el paraiso del morbo me esperaba. Ambos se morreaban mientras ella le frotaba el bulto de la prenda íntima. Un nervio extraño se apoderó de mí, incluso temblaba de excitación. Nunca había imaginado que esas cosas pasaran en el mundo real. Yo que me excitaba con la simple invasión de la intimidad de una joven cenando en sujetador, estaba siendo testigo del más terrible y maravilloso secreto: la relación incestuosa de una respetada madre de familia y profesora de colegio católico con su hijo menor de edad.

 

Se puso de pie y sonriente comenzó a desabrochar los botones de su liviana prenda hasta que quedó en braguitas ante mi. Su cuerpo esculpido por el deporte no tenía nada que envidiar al de la universitaria, a pesar de que debía tener 20 años más. Pechos redondos y firmes, vientre plano de abdominales levemente marcados, cinturita estrecha y caderas proporcionadas. ¿Por qué ocultaba ese tesoro bajo los horribles chandals que vestía? Quizá fuese lo más adecuado para evitar una posible reprimenda de las monjas del colegio.

 

Actuaban en todo momento confiados en que la penumbra los protegía de la vista de los vecinos, y así era, pero mis prismáticos captaban todos los detalles gracias al reflejo de la tv y el hilo de luz que entraba desde el pasillo. Gracias a ellos vi cómo sus bragas se deslizaban muslos abajo, dejando a la vista su chochito peludo; vi cómo él levantaba las caderas para ayudarla a sacar los calzoncillos, mostrando así un miembro de buen tamaño, ya duro gracias a las caricias y besos de mamá; vi cómo ella se arrodillaba sobre el colchón frente a su hijo y se la mamaba. A tenor de sus gestos y miradas lascivas, diríase que disfrutaba mucho más del pene del chico que del helado de antes.

 

Yo no pude evitar elevar el ritmo de la deliciosa paja que me hacía con mi mano libre. “Cabrón suertudo” pensé, y mi pensamiento se desvió hacia mi madre por un segundo. Él entrelazó los dedos tras la cabeza y cerró los ojos, mientras ella degustaba con pasión aquel brillante trozo de carne que desaparecía en su boca y volvía a aparecer cada vez más henchido y lubricado. Quizá no podían alargar mucho el asunto, porque pronto ella avanzó y sentándose sobre él, comenzó a cabalgarlo. Las manos del chico iban de las tetas al culo sobando y estrujando. ella alternaba con maestría el mete-saca con movimientos circulares de sus caderas. No habían pasado ni tres minutos cuando se detuvieron en un espasmo, síntoma evidente de que se habían corrido. Se besaron apasionadamente a modo de punto final, ella se levantó, se vistió con celeridad y salió del cuarto para ir a acostarse junto al pelele de su marido. Indudablemente, el chaval era el juguete sexual que apagaba las calenturas pasajeras de mamá.

 

Yo sentía el orgasmo cerca, pero no lo había alcanzado. Sin pensar en nada, como un autómata, dejé los prismáticos sobre la mesa y me levanté. Me desnudé por completo y de tal guisa salí de mi cuarto. Avancé en pelotas por el pasillo precedido por mi rabo babeante. Entré en ell cuarto de mi madre. Dormía plácidamente tumbada boca arriba. Tenía las piernas ligeramente separadas. El monte de venus y las costuras de las bragas se marcaban nítidamente en su camisón de seda. Los pechos, libres de sostén, se vencían hacia los costados de su cuerpo, donde se marcaba el contorno de sus pezones. En el súmmum del voyerismo, focalicé mi atención en aquel monte de venus y me la acaricié suavemente. Sólo hicieron falta unas leves sacudidas para notar el placer invadiéndome. Las rodillas me temblaron y en la noche, oí las gotas de semen caer al suelo. Allí se quedaron; como una bandera en territorio colonizado.

 

Aún sin pensar en nada, como una marioneta en manos de un demonio pecaminoso y depravado me di media vuelta, me fui a mi cuarto y sin remordimiento alguno, me acosté a dormir.