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Documento sin título (Segunda parte)

en Amor filial

15 de julio.

Cierta decepción con Marsella, pero al menos ha habido una buena noticia. Me han llamado de la editorial. Dicen que están dispuestos a hacer una pequeña tirada de prueba de la novela a ver cómo funciona en las tiendas. Estoy muy emocionado con esta noticia así que he mantenido el buen humor a pesar de ciertos signos de fatiga en el grupo. Hemos llegado al ecuador del viaje y ya ha habido alguna discusión entre los chicos, pero pienso hacer todo lo que esté en mi mano para que todo el mundo disfrute y recordemos estas vacaciones como las mejores de nuestra vida. Para mí lo están siendo.

No hemos vuelto a tener sexo, pero no me saco de la cabeza la confesión que me hizo mi mujer en Carcasona. Cada vez que imagino a los niños de las fotos antiguas besándose desnudos en la noche o a los adolescentes haciendo un 69, me veo sorprendido por un endurecimiento instantáneo de mi región más masculina. ¿A qué viene esto? ¿He sido contagiado con la enfermedad de la depravación? ¿Por qué me da tanto morbo imaginar a mi mujer masturbando a su hermano?

18 de julio.

Hemos aparcado la caravana en una cala preciosa no muy lejos de Niza. Es un paraje natural precioso, desde el que se disfrutan las mejores puestas de sol que he visto en mi vida. Unos lugareños del pueblo cercano nos han asegurado que las autoridades no se dejan caer demasiado por la zona así que, a riesgo de ser multados, vamos a pasar aquí un par de noches, con la caravana ubicada donde terminan los arbustos y empieza la arena.

La playa tiene la arena finísima, las aguas cristalinas e inexplicablemente no está masificada. Tan sólo hay bañistas ocasionales del pueblo cercano, aunque nos dicen que el fin de semana sí que habrá más gente. Para entonces, nosotros ya nos habremos ido.

Esta tarde Cristina y Pedrito se han quedado en la playa mientras la nena y yo hemos cogido las bicis y hemos ido al pueblo a por víveres. Por el camino hemos tenido una agradable conversación. Me ha confesado que, tras 7 años en el conservatorio dedicados al violín, está empezando a sentirse atraída por el violonchelo. Por supuesto, la he invitado a que haga lo que más le motive. Me ha abordado la imagen de mi niña vestida con elegante traje de noche y tacones de aguja, sentada tocando el instrumento ubicado entre las piernas. Lucía es una atractiva jovencita, delgada y esbelta, sin estridencias en su cuerpo. Su estilo suele ser práctico y cómodo para el día a día, y le va como anillo al dedo: la melena castaña recogida en una cola de caballo, jeans apretados y deportivas viejas. De fémur largo y culito pequeño y redondo, ninguno de sus atributos femeninos es especialmente llamativo, pero todos contribuyen armoniosamente a conseguir un conjunto muy agradable. Es de esos cuerpos cuya belleza vas descubriendo con el tiempo, admirando los pequeños detalles, degustando la conveniencia de las proporciones. En la tiendecita donde hemos comprado, he tenido que sujetarla de las caderas por detrás para poder avanzar por el pasillo sin tropezar, y no he podido evitar pensamientos lascivos. Por un instante me he sentido mal por ello, pero ha sido como intentar no pensar en algo: imposible. El uso torpe de mis manos sobre su fino vestido veraniego me ha sonrojado y ella lo ha advertido, provocando unos segundos de incomodidad en los que ella también se ha ruborizado. Estoy cayendo en una espiral peligrosa.

Cuando hemos vuelto a la caravana los otros seguían bañándose (se veían sus cabecitas sobresalir del agua a lo lejos) Hemos colocado la compra y hemos ido a su encuentro. Cuando hemos llegado chapoteando a su altura, nos hemos llevado una sorpresa inesperada: Cristina estaba haciendo top-less. Sus dos grandes pechos se mecían libres a ras de la superficie. La línea del bronceado era evidente, y estaban mucho más blancos que el resto de su piel. Pedrito tenía un rictus serio y gracias a la transparencia del agua, me ha parecido observar que su slip náutico estaba más abultado de lo normal. ¿Qué estaban haciendo estos dos antes de que llegásemos? ¿Es posible que Cristina, enferma de incesto, haya molestado a su propio hijo menor? ¿O son imaginaciones mías? Quizá Pedro estaba azorado por bañarse con su madre con las tetas al aire, y las ondulaciones del agua me han hecho equivocarme con su bulto. Quizá sólo estoy deseando que mi mujer rompa el hielo con Pedrito para tener yo carta blanca con Lucía, pero juraría que hemos interrumpido algo.

- ¡Maaaamaaaaaaá! - ha exclamado la niña al ver el espectáculo con una risa nerviosa mientras yo me descojonaba- ¿Cómo se te ocurreeee?

- ¡Ay hija de verdad, qué exagerada! Cuando te daban de comer no te quejabas tanto- ha contestado Cristina fingiendo sentirse ofendida, mientras se las sujetaba mostrándolas-. Simplemente he pensado que estaría bien tomar un poco el sol así para eliminar el corte del bikini antes de llegar al camping nudista.

- ¿Todavía estáis con eso? Que sepáis que yo no me voy a despelotar delante de la gente- ha advertido Lucía.

-Hija tú haz lo que quieras -he intervenido yo- pero vamos a ir a ese camping. Haceos a la idea de que nos vais a ver desnudos durante unos días.

Pedrito seguía muy serio y no parecía querer participar en la conversación. De hecho, se ha puesto a nadar alejándose de nosotros.

-No sé qué problema tienes con tu cuerpo, es muy bonito –ha seguido argumentando su madre-. Puedes dejarte puesta la braga del bikini si quieres, pero todo el mundo va a ir desnudo y la rara vas a ser tú.

-Bueno pero por lo menos así nadie me ve el chichi.

-Ya ves tú, un chichi entre decenas de chichis –ha soltado de repente Cristina con aire melancólico y hemos estallado en una carcajada. Incluso Lucía ha sonreído.

Cuando el sol ha ido tomando una tonalidad anaranjada hemos vuelto a la caravana. Esta noche me toca asar sardinas. A ver cómo salen.

19 de julio.

Son las 6 de la mañana. No puedo dormir. Me va a costar escribir algunas de las vivencias y pensamientos de anoche, pero tengo que hacerlo para no enloquecer. Con la luna y el Mediterráneo como testigos, solos en una playa desierta, dimos un paso más hacia la perversión. Después de escribir las líneas de ayer en el diario, me dispuse a hacer el fuego para cocinar la cena. Disfrutamos de las sardinas y de las botellas frías de Lambrusco que habíamos comprado en el pueblo. Incluso Pedro, que había estado bastante circunspecto toda la tarde empezó a animarse a charlar. Sus ojos negros brillaban gracias al fuego, y esa mirada contrastaba con sus facciones suaves, casi femeninas. Las chicas estaban preciosas, con sus pareos a juego y las melenas sueltas.  El vino dulce y espumoso se nos subió a todos a la cabeza y acabamos otra vez cantando a coro con la guitarra, esta vez en torno a un fuego en una playa perdida. Tengo lagunas de memoria porque el Lambrusco es rápido y traicionero, pero recuerdo a las chicas bailando junto a las llamas mientras Pedro y yo cantábamos. El fuego, la luna llena y los bailes sensuales disfrazaban la escena de ritual iniciático y en realidad, la noche marcó un antes y un después en la historia de esta familia. De alguna manera casi mística, nos habíamos convertido en uno sólo: éramos cuatro modos de ser distintos de una única entidad. Así me sentía yo, en plena comunión con mi familia, y creo que era un sentimiento generalizado.

No fui consciente de cuándo desaparecieron los pareos, pero sí recuerdo ver los pezones de Cristina saltar en el aire aplaudidos por mí con entusiasmo. Tras un breve momento de silencio al ver los generosos pechos de su madre bambolearse con la danza, los chicos continuaron disfrutando de la ceremonia como hasta el momento, con risas y cantos al son de la guitarra. Cristina se acercó a la nena e intentó implicarla en un baile sensual, pero Lucía se sintió algo cohibida ante las miradas de su padre y su hermano, que cada vez estaban más turbadas por el alcohol. Así, cuando mi mujer intentó sobarle las tetas a mi hija para quitarle el bikini, está la rechazó sutilmente sin dejar de bailar.

Entonces Cristina lanzó el último órdago. Se deshizo de la braga de su bikini quedando totalmente desnuda. El recortado triángulo de vello negro sobre su vulva apareció ante nosotros por sorpresa por lo que se hizo el silencio de golpe. Exclamó con lujuria en los ojos:

- ¡Baño desnudos a la luz de la luna!

Cuando salí de mi estupor solté la guitarra y poniéndome de pie, me deshice yo también de mi bañador. Mi pene había empezado a reaccionar ante tan morbosa situación, y se movió pendularmente entre mis muslos. Los chicos nos miraban con sonrisas nerviosas en el rostro. A Lucía se le iba la vista sin querer hacia mi aparato, posiblemente el primero que veía en su vida. A Pedro le pasaba igual con su madre. Tras unos segundos de duda se incorporó: de alguna manera, no puedes permitirte ser más inhibido que tus propios padres, así que empujó su minúsculo jean deshilachado hasta los tobillos. Su pene era algo menor que el mío, y aunque en un primer momento apareció tristón, no tardó en ganar cierto ímpetu. Lucía miró a su hermano menor alucinando. Debió sentir la presión del grupo porque de repente musitó “a la mierda” y se desnudó. Sus pechitos cumplían con solvencia lo que prometían en bikini: pequeños pero duros y bien formados, con pezoncitos de escueta aureola rosada. Me sorprendió que, como su madre, llevase el vello púbico no sólo bien recortado, sino además bastante rasurado, como si se lo hubiese afeitado antes de salir de viaje. Unos labios mayores ligeramente abultados contenían gentilmente las demás partes de su sexo. Era un coño precioso.

Ahí estábamos los cuatro en círculo con el fuego en medio, todos desnudos con el baile de las llamas dibujando sombras en las líneas de nuestra anatomía. Cuatro cuerpos distintos, de distintas formas y edades, pero todos bellos a su manera: los chicos derrochando juventud, tersura y firmeza por sus poros y nosotros encarnando la sabia madurez esculpida a golpe de gimnasio. En todos nosotros era evidente la línea de bronceado, la frontera entre nuestras partes más íntimas, de un tono pálido, y las otras más oscuras. A juzgar por el movimiento de sus pechos, respiraban agitadamente, víctimas de la excitación nerviosa que les provocaba esta vivencia. Fuimos Pedro y yo los primeros que echamos a correr hacia el agua, aunque las chicas nos siguieron inmediatamente. Yo lo hice para ocultar la erección que incontrolable, se imponía a mi voluntad: me avergonzaba que mis hijos me vieran excitarme ante la contemplación de sus cuerpos. Y lo digo en plural porque de alguna manera, el fibroso cuerpo de efebo que mi hijo mostraba y que nunca había apreciado, me causaba la misma fascinación que el de su hermana. Así, con los genitales al aire, era exactamente igual que el David de Donatello. Nunca me había sentido sexualmente atraído por la imagen de un cuerpo masculino, pero las suaves líneas de sus músculos inmaduros y su pene encapuchado surcado por sutiles venitas me fascinaron.

Puedo suponer que a mi hijo le motivaba para correr la misma circunstancia ya que, cuando llegamos al agua, ambas pollas nos precedían en nuestra carrera, bien tiesas. Cuando el agua nos hubo cubierto a los cuatro hasta la cintura, empezamos a salpicarnos e intentar capuzarnos entre risas. El agua fría mitigó un tanto el efecto del alcohol, pero no pudo quitarnos la calentura, de manera que las risitas, los roces y las cachetadas se multiplicaron. No había duda, el sexo se respiraba en el ambiente, estábamos los cuatro excitadísimos. Nuestros penes enhiestos emergían ocasionalmente entre las leves olas como obscenos torpedos brillantes a la plateada luz de la luna. Los pezones de las chicas se erizaron tanto que sus aureolas se arrugaron. Tuve la oportunidad de restregar “involuntariamente” la polla por las nalgas de Pedrito y el vientre de Lucía mientras jugábamos a las ahogadillas. Ninguno de los dos se escandalizó, ni se apartó: éramos cuatro lunáticos enfermos de sexo, frenados tan sólo por esa pequeña parte de conciencia que nos recordaba los lazos sanguíneos que nos unen.

La única que mostraba no tener ningún reparo era Cristina; ella ya había cruzado la frontera del incesto con su hermano, y parecía dispuesta a enseñarnos el camino a los otros tres. Sinceramente, empiezo a pensar que todo está minuciosamente planeado por ella desde hace meses. La caravana, el nudismo, la revelación en Carcasona… todo parece formar parte de un plan para llevarnos a los tres hacia esta forma de perversión que se abre ahora ante mí prometiendo sensaciones y emociones que jamás imaginé.

Entre juegos y chapoteos, Cristina acabó colgada de mi cuello, besándome apasionadamente. Podía notar sus pezones duros como dedales aplastarse contra mí, al mismo tiempo que mi pene, que había alcanzado unas proporciones desconocidas hasta ahora, buscaba algo de espacio entre nuestros cuerpos. Su lengua, depravado apéndice, azotaba los confines de mi boca saboreando mi saliva. Con los ojos cerrados, deduje por el chapoteo que Pedro y Lucía seguían jugueteando. Cuando la dulce mano de mi esposa envolvió mi miembro la dejé hacer y abriendo los ojos, quise cerciorarme de que los niños no perdían detalle. Ellos seguían con sus risas, disfrazando de juegos inocentes el impulso que les llevaba a desearse.

Pero yo no tenía suficiente con caricias, quería introducirla hasta el fondo haciendo así sentir a Cristina en su interior el fuego que había despertado en mí. La cogí por las nalgas y tras separarlas la levanté en peso llevándola a abrazarme con las piernas y consiguiendo sin esfuerzo mi objetivo de fundirme con ella en un único ser, ansioso por alcanzar el clímax.

El volumen de nuestros jadeos fue aumentando gradualmente al mismo ritmo que decrecía el sonido de los jueguecitos de los niños. Cuando fueron conscientes de lo que estaba pasando dejaron de jugar y directamente se nos quedaron mirando con una inefable mezcla de curiosidad, oprobio y vicio.  Yo estaba frente a ellos, con Cristina pegada a mi como una lapa, gimiendo y apretando cadenciosamente sus caderas a mi cuerpo, engullendo mis 20 centímetros acompasadamente. Desde donde ellos estaban, veían mi pene, apareciendo y desapareciendo bajo las nalgas de su madre. El hecho de ser observado por mis hijos mientras taladraba desesperado, me cegó de vicio. Me sentí el macho alfa, el líder del clan. Eran emociones muy primarias, no sé explicarlo de otra manera.

Los niños se miraron entre sí un par de veces, como para cerciorarse de que no era un sueño; estoy seguro de que a los dos se les pasó por la cabeza alargar la mano y acariciarse entre ellos, pero esa era una línea que aún no estaban preparados para cruzar. Una cosa era rozarse “accidentalmente” mientras juegas a las peleas en el agua, y otra muy distinta tener sexo con tu propio hermano carnal frente a tus padres, por más que nosotros no parecíamos tener límite en nuestra perversión. Yo personalmente, habría disfrutado mucho de tal espectáculo, y sospechaba que mi mujer lo deseaba aún más que yo. Algo sacó de su trance a Lucía porque de repente, dio media vuelta y salió del agua corriendo hacia la caravana. Ver follar a sus padres era demasiado para ella. Sentí cierta decepción, pero Pedro seguía mirándonos, cada vez con menos pudor. Debía estar sentado en la arena, pues el agua le llegaba al pecho; a juzgar por el movimiento de su hombro derecho, se estaba masturbando viéndonos follar.

Cristina me clavaba las uñas en la espalda y susurraba obscenidades que podíamos oír los tres. Estaba tan excitado que no tardé en estallar en una serie de chorros que desbordaron su interior resbalando por mis testículos hasta el agua. En cuanto ella puso pie a tierra, Pedro se levantó y siguió los pasos de su hermana.

Entonces, observando aquellas firmes nalguitas alejándose en la noche, me sentí mal. Ahora que había descargado el ansia sexual acumulada durante varios días, me sentí un egoísta sucio y depravado. ¿Qué clase de endiablado súcubo era mi mujer? ¿Por qué me embriagaba esta escalada de vicio? Su mentalidad libertina estaba arrastrando a esta familia a la perdición y yo no estaba a la altura. Debía salvar a los niños de toda esta perversión. Como adivinando mis pensamientos, acercó su boca a mi oreja y susurró:

-No dudes ahora, te necesito.

-¿Que me necesitas?- exploté-. Cristina… no sé qué me ha pasado, pero no creo que esto haya estado bien.

-¿Que no ha estado bien? Te diré lo que ha pasado: durante unos minutos, esta familia ha estado más unida que nunca. ¿Tan mal te parece?

-Cristina yo… no sé qué pensar… Reconoce que esto no es normal.

-No es habitual, lo reconozco, pero no tiene por qué ser malo.

-¿Que no? Desde que me contaste lo de tu hermano siento… yo… siento…

-¿Qué sientes?

-¡Ni siquiera puedo decirlo!

-¡Yo te lo diré! Sientes deseos de explorar el incesto. Tu hija te atrae sexualmente. Sí, no me mires así, he visto cómo la observas y ¿sabes qué? No me importa. No me siento engañada, si es con Lucía. También a mí me gustaría jugar con ella, ¡y con Pedro! Ellos hacen una pareja perfecta, y sería precioso verlos llegar juntos a ese nivel. Creo que lo mejor que podemos hacer por ellos es llevarlos al incesto. Es más, si pudiéramos participar nosotros sería un sueño hecho realidad, pero necesito tu ayuda.

-Es muy fuerte lo que me dices, ¡son nuestros hijos!

-Son chicos guapos, inteligentes y cariñosos, ¿por qué no podemos darnos placer si nos apetece y nadie sale engañado ni herido?

-¡Pues porque son nuestros hijos!, ¿no te parece suficiente motivo?

-Sinceramente, no. No sé por qué puedes hacerle un masaje a tu hija y no puedes acariciarle los pechos, ¿quién marca esas diferencias? ¿por qué es bueno acariciar unas partes del cuerpo y otras no? ¿qué tiene de malo llevar al orgasmo a un ser amado?

Suspiré resignado y se hizo el silencio. En realidad, además del vínculo sanguíneo, no encontraba ningún otro motivo racional que apoyara mi postura. En la quietud de la noche sólo se oía el leve chapoteo de las olas. Sentados en la arena, el Mediterráneo nos cubría hasta los hombros y nos acunaba complaciente. Cristina se acercó a mí por detrás y me abrazó, acaparándome con piernas y brazos, y aplastando sus grandes pechos contra mi espalda. Deslizó una mano por mi torso hacia abajo y me agarró el miembro, ahora flácido.

-Dime que no lo has sentido- susurró-. Dime que no has notado la energía que había. Nunca habíamos estado tan cerca los unos de los otros, no reniegues de ello. Has querido darnos placer a los tres, y que los tres te lo diésemos a ti, ¿es eso malo? Nunca me habías follado con tanta pasión.

Las caricias de su mano en mi miembro y de sus palabras en mi mente, estaban consiguiendo despertar en mí otra vez la lujuria. Pronto mi pene estaba otra vez duro y recibía sus roces con alegría. Me masturbaba con mimo, acariciando cada parte de mi glande con suavidad bajo el agua mientras con la izquierda me pellizcaba los pezones.

-No te dejes enjaular por tus prejuicios –siguió susurrando-, sólo con tu ayuda ellos se liberarán de los suyos… No le pongas límites a esta familia.

Sentí que mi voluntad me abandonaba. Ella tenía razón: sólo media hora atrás, nada me parecía más apropiado que fundirnos en una orgía. Llevaba varios días negándomelo a mí mismo, pero se había despertado en mí la curiosidad morbosa por el incesto y el deseo carnal por mis hijos. Sentí llegar el orgasmo con una lágrima en la mejilla. Las cosquillas en las ingles, el estremecimiento en los testículos, la necesidad de tensar las nalgas… Junto a mi esperma, mis convicciones se desintegraron en el mar entre gemidos de placer incontrolable. Me había convertido.