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Documento sin título (sexta parte)

en Amor filial

El día siguiente de la orgía en el lago transcurrió algo más tranquilo. Nuestros deseos carnales habían sido saciados al menos momentáneamente. Tanto Pedro como yo conseguimos mantener a raya las incontrolables erecciones tan protagonistas en los primeros días de camping. Hicimos vida de familia nudista normal: fuimos a la playa, tomé un aperitivo en el bar, Lucía retomo sus labores de fotógrafa, Pedro y Cristina fueron a hacer una compra, etc.

No obstante, conforme la noche iba llegando, fue apareciendo en mi corazón la desagradable sensación de tiempo perdido. En mi cabeza empezaron a resonar las palabras de Lucía “Quizá cuando volvamos a España y nos pongamos la ropa se nos pasará esta locura” y un miedo a perder estos mágicos momentos en familia se instaló en mi pecho. Se me ocurrió que, por si acaso, no debíamos dejar pasar ni una oportunidad de proporcionarnos placer. Pronto comprobaría que mis miedos eran infundados.

Aquella noche cenamos en el Bar de la piscina. Después de varios días, uno ya se había familiarizado con algunas caras, sobre todo de los vecinos más cercanos y de los que tenían hábitos similares a los nuestros, así que se podía empezar a saludar, al menos con un leve movimiento de cabeza, a mucha gente. En general, flotaban una complicidad y un buen ambiente muy agradables. Nos acomodamos en una mesa cercana a la piscina donde, entre otros niños, chapoteaban las gemelitas que un par de días antes habían sacado a la luz mi parte más salvaje. Sus cuerpos inmaduros brillaban húmedos a la luz rojiza de los farolillos que iluminaban la terraza del bar. Un hombre rubio, musculoso, y un poco calvo, les hablaba de vez en cuando desde una mesa cercana en un idioma que debía ser holandés.

Disfrutamos de unas estupendas hamburguesas, aunque algo picantes, por lo que bebí más cerveza de lo normal. Perdí la cuenta después de tres pintas, pero sé que bebí algunas más, con lo que cogí una buena borrachera. Aquello provocó que me fuera desinhibiendo poco a poco. Sentí que mi pene volvía a las andadas, y apenas podía controlarme para no acariciar a Lucía de forma inapropiada. Las gemelitas no paraban de juguetear cerca de nosotros, correteando entre la piscina y la mesa de su padre, picoteando comida y bebida ocasionalmente, o incluso posando sus nalgas sobre los magníficos muslos del holandés. Cuando mi torcida imaginación se figuró a aquel hombre dentro de la caravana grabando vídeos pornográficos con sus dos ninfas rubias, no hubo vuelta atrás en mi lascivia. Recuerdo que pedí a Lucía en varias ocasiones que me besara en la boca, a lo que se negó con buen criterio todas las veces. A cambio, me morreé con mi mujer cuanto pude, e intenté acariciarlos a todos envuelto en etílicos vapores. Pesqué al hombre rubio y sus hijas mirándonos disimuladamente de vez en cuando, lo que me inflamó aún más de morbo.

Casi me tuvieron que sacar de allí de urgencia, antes de que dijera o hiciera algo que los hubiese comprometido. La verdad es que me avergüenzo de mi comportamiento, pero no me arrepiento de él, pues fue el punto de partida a otra noche alucinante en la caravana.

Me alejé de la piscina con las chicas, pues Pedro parecía haber hecho buenas migas con algunos chavales y chavalas de la piscina y estaba hablando con ellos. Crucé una última mirada con el hombre y sus hijas; en mi estado alterado traté de transmitirle al sostenerle la mirada un: “Que sepas que apruebo todo lo que hagas con tus hijas en la caravana”, y en mi fantasía etílica me quedó claro que lo había comprendido, pues me pareció detectar una leve sonrisa justo cuando lo perdía de vista.

Llegamos a nuestros dominios entre risas, y en cuanto salimos de la vista de posibles curiosos, comenzó el baile pecaminoso. Besos y caricias que me informaron de que ellas ansiaban lo mismo que yo. Toqueteaba un coño con cada mano, mientras podía sentir las cuatro suyas recorriendo mi cuerpo, pellizcando mis pezones, explorando las regiones cercanas a mi ano.

-Te has portado muy mal –susurró Cristina-. Vamos a tener que atarte en corto.

Pensé que sólo se expresaba con una metáfora, pero no era así. Me empujó rudamente al interior de la caravana. Entraron con sonrisas lascivas, y la madre cuchicheó algo al oído de la hija. De forma brusca, me obligaron a tumbarme sobre la mesa de la caravana, un escueto rectángulo en el que apenas cabía mi espalda y parte de mis nalgas, por lo que brazos y piernas quedaban colgando. Lucía utilizó unas prendas (creo que pareos o algo así), para atar muñecas y tobillos entre sí bajo la mesa, cuyo único apoyo era la pared de la caravana y una gran pata cilíndrica. A ambos lados de la mesa rectangular, había dos sucedáneos de sofá para poder sentarse a comer. Así, quedé totalmente inmovilizado, con brazos y piernas colgando en una postura muy forzada: no podía estar más excitado. Al menos tuvieron la delicadeza de colocarme un cojín en el cogote cuando me amordazaron, lo que elevaba mi cabeza permitiéndome ver lo que pasaba. Mi polla, dura como el acero, reposaba sobre mi vientre a la espera de sus caricias, pero en lugar de eso, madre e hija empezaron a morrearse y acariciarse. Mientras se ocupaban en dichos trabajos, lamiéndose y acariciándose por todo el cuerpo, me miraban lascivamente entre sonrisas.

Lucía, ya despojada de todo pudor, acarició la vagina de su madre con firmeza, y parecía saber lo que hacía pues los gestos de placer no abandonaban el rostro de Cristina en ningún momento. En cuando los fluidos de ambas empezaron a empapar las paredes interiores de sus muslos el olor a hembra inundó la caravana. Ya degustaba Lucía los robustos pezones de mi mujer cuando ésta jadeó mirándome:

-Eres nuestro puto esclavo, te vamos a utilizar a nuestro antojo –y un fuego depravado le hacía brillar los ojos mientras yo me dejaba llevar por esta espiral de placentera humillación.

El primer orgasmo de la noche embargaba a la madre mientras decía estas palabras, y no tardó ella en esmerarse también en hacer vibrar el perfecto cuerpo de la hija. No dejaban de observarme a mí y a mi polla en cada lance que iniciaban, y el verla tan grande y saltarina, rezumando ya líquidos, las animaba a seguir con su espectáculo, sin duda el mejor que había presenciado en mi vida. Con la mordaza puesta, apenas podía emitir suplicantes gruñidos, ansioso ya por que me pusieran las manos encima, y con un deseo ilimitado debido a la euforia del alcohol que recorría mis venas.

Sin duda lo estaban pasando de fábula ellas solas, y el tenerme allí sufriendo le añadía un extra a sus sensaciones, pero una polla siempre es una polla y la mía, enorme y congestionada, les atraía más de lo que hubieran admitido. Así, después de cuchichear entre ellas su plan, se acercaron a mí, y se sentaron en ambos sillones, cada una a un lado.

Cristina la alzó, sosteniéndola perpendicular al resto de mi cuerpo. La masajeó mientras Lucía me acariciaba los costados. Me hacía cosquillas por todo mi cuerpo, deslizando sus uñas y la punta de sus dedos por mi piel; también me pellizcaba los pezones. Entonces mi mujer se la metió en la boca y su cabeza empozó moverse con el típico movimiento de mamada. Sentía su saliva y su lengua trabajando los pliegues en la base de mi glande a cada embestida. Intentaba tragársela entera pero apenas le entraba la mitad hasta que la punta tropezaba con la garganta. Se la sacó de la boca y la ofreció a nuestra hija, quien la cogió e imitó a su madre. La cola de caballo que recogía su melena se movía abajo y arriba. Podía oírla exclamar “mmmhhh, mmmhhh” con la boca llena de polla, como quien disfruta de un exquisito manjar. Entonces mi mujer se levantó del sofá y situándose de rodillas ante mis testículos, los lameteó delicadamente. La mordaza me obligaba a respirar por la nariz, pero más que respirar, bufaba de placer. Me pareció que la boca de mi hija era capaz de contener una porción de mi polla mayor de lo que había demostrado Cristina.

Mi esposa se levantó de su sitio mientras mi rabo seguía siendo lubricado por la boca de Lucía sin descanso y sacó de su neceser un cepillo de pelo. Levantó un pie y lo apoyó en el respaldo del sofá, para poder meterse sin problema alguno el pequeño mango de forma fálica del cepillo. Se masturbó allí de pie hasta que lo tuvo convenientemente lubricado y volvió a arrodillarse frente a mis partes Noté que el peine entraba hasta el fondo de mi recto. Todas mis zonas erógenas estaban siendo estimuladas a la vez: Lucía me la chupaba y me acariciaba los pezones, mientras que Cristina me lamía el escroto y me violaba el recto con el cepillo. Me sentía en el Olimpo del placer, pues era capaz de recibir todos aquellos divinos estímulos mientras controlaba sin esfuerzo mi orgasmo. Creo que la clave estaba en aquel cepillo alojado a modo de plug en mi recto; no sólo me proporcionaba nuevas y excitantes sensaciones, sino que debía estar presionando alguna parte de mi perineo que me permitía retrasar mi orgasmo con facilidad.

Me retorcía sobre aquella pequeña mesa todo lo que mi escasa movilidad me permitía cuando decidieron cambiar el lance. Mi polla salió de la boca de Lucía por primera vez en mucho tiempo, con la cabezota morada y cubierta de saliva, y ella, colocando un pie en cada sofá, se sentó a horcajadas, de espaldas a mí sobre mi pene, con lo que veía su esbelta espalda arqueada; sus soberbias nalgas estilizadas por la ausencia de prominentes caderas, y sin una sola arruga o marca que las afeara, se sentaron sobre mi pene de manera que éste quedo acoplado entre sus cachetes. Con ayuda de su mano, me masturbaba con sus nalgas, cuando su madre decidió poner también un pie en cada sofá y restregarme por la cara todos sus orificios. Encontró en mi nariz un apéndice perfecto con el que estimular su clítoris durante un rato, pero no tardó en quitarme la mordaza y sentarse directamente en mi cara para que pudiera degustar sus jugos. Tenía la cabeza completamente inmovilizada, como el resto del cuerpo; mi boca se había acoplado a su vulva perfectamente, y mi lengua era capaz de recorrerla y penetrarla, mientras mi nariz se había alojado entre sus nalgas.

Pronto decidieron cambiar sus posiciones, pero mi mujer se situó mirando hacia mí y se introdujo mi polla por completo en su acogedora vagina. Lucía ocupó el lugar de su madre sobre mi cara, pero sus muslos delgados y preciosos además de sus concisas nalgas dejaban el espacio suficiente como para no inmovilizarme, así que pude abandonarme a degustar aquel manjar con mayor soltura, recorriendo sus lubricados agujeros y haciendo tropezar mi lengua con todos los pliegues y promontorios con los que se encontraba.

Cristina utilizaba mi polla para penetrarse a placer, pues los movimientos de mis caderas estaban seriamente limitados por las ataduras. Ella sin embargo movía su cadera circularmente con todo el rabo dentro. Al encontrarse sentadas sobre mí frente a frente, no tardaron en acariciarse y besarse mutuamente mientras les proporcionaba placer a las dos. Llevaba ya más de media hora atado en aquella forzada postura por lo que mis piernas y mis brazos empezaron a dormirse. Para ellas sólo era una polla y una lengua; un juguete sexual con el que satisfacer sus deseos.

Tras tanto tiempo de estimulación sexual, mi orgasmo era inminente. Lo inevitable no podía retrasarse más. Sólo considerar la escena de la que estaba siendo protagonista era suficiente como para llevarme a altos niveles de excitación, pero además la suma de estímulos que confluían a lo largo y ancho de mis sentidos me transportaban cerca del parnaso del placer: el olor a hembra de mi hija sobre mí, las caricias a cuatro manos sobre mi torso y mis pezones, la estimulación anal del improvisado juguete, y las acogedoras y cálidas paredes de la vagina de Cristina convergían en un huracán de placer que atravesaba mi cuerpo por todos los poros. Todos mis nervios estaban a flor de piel y pude incluso sentir el semen recorriendo mis entrañas hasta ser eyectado con potencia hacia los confines de la vagina de mi esposa. El coño de mi hija sobre mi boca ahogó los gritos de placer mientras vaciaba en el vientre de mi mujer lo que me parecieron ríos de semen. Los gemidos de ambas también fueron elevando el volumen conforme se acercaban al orgasmo, pues a pesar de sentir mi descarga, Cristina me siguió castigando sin sacarse la polla del interior, lo que una vez más me llevó hasta el dolor placentero del cual ni siquiera podía quejarme pues los labios vaginales de mi hija se aplastaban contra mi boca mientras derramaba sus fluidos en ella al correrse salvajemente.

Cuando Cristina desenvainó mi polla, está cayó pesadamente sobre mi vientre envuelta en semen y flujos femeninos. Asombrosamente, mantenía su dureza y yo no quería parar. Entonces Pedro abrió la puerta de la caravana, observó la escena y sonrió maquiavélicamente.