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Aurora al alba

en Amor filial

“¡Hay tantas auroras que aún no han resplandecido!” RIG-VEDA

 

Aurora estudia secundaria. El uniforme del colegio, los brackets y la diadema le dan un aspecto infantil, pero su pelo dorado, sus facciones dulces y sus leves curvas le confieren una belleza irreal; élfica. Cuando empecé a salir con su madre nunca mostró celos, y jamás me miró como un usurpador. A los pocos meses de mudarme a su casa, empezó a llamarme “papá”. De eso hace ya seis años en los que se ha ganado a pulso mi cariño. Es madura y encantadora. Cuando estoy pasando una mala racha en la pareja, su conversación alegre, sus payasadas y su sentido del humor son capaces de mitigar cualquier sombra en mi corazón. En esos momentos suelo pensar que es una versión mejorada de su progenitora. Hacemos un buen equipo, a veces estoy más distendido con ella que con su madre: me sigue el rollo, tiene un humor parecido al mío y nos entendemos bien. Una especie de pacífica felicidad inunda la casa cuando estamos solos, cada uno ocupado en sus cosas, gastándonos bromas ocasionales en la cocina o al cruzarnos por el pasillo. La quiero con todo mi corazón y haría lo que fuera por ella. Por suerte o por desgracia, hace unas semanas descubrí que tiene el poder de las nínfulas, y me está enloqueciendo. Ahora, dudo de si mi amor por ella es paternal o erótico. No soy un viejo verde ni un depredador sexual. Sólo soy un tipo sin prejuicios con la cabeza hecha un lío. Sé que a ojos de muchos puedo parecer un degenerado, pero a mis cuarenta años, ¿realmente estoy en disposición de despreciar la posibilidad que se me plantea, y con la que sueñan la mayoría de los hombres?

 

La primera vez que sucedió fue una mañana de domingo. Desperté temprano, náufrago en un océano de sábanas. Su madre es médico en el servicio de urgencias, y a veces tiene turno de noche. La hora temprana y el cielo plomizo mantenían la habitación en una confortable semi-penumbra. Noté solidez en mi entrepierna y me apeteció tocarme. Mis pensamientos no se desviaron hacia nadie en concreto. Simplemente sufría la típica hinchazón matutina y sentí la necesidad de aliviarme. La calidez del edredón y la sorprendente excitación aceleraron el proceso. Ya me sentía cerca del climax cuando percibí unos sordos pasitos en el pasillo que se acercaban. Detuve el delator movimiento justo cuando Aurora apareció por la puerta de la estancia. El edredón ocultaba mi soberbia erección. Vestía camiseta de rayas y leggins grises. Muy seria, me sostuvo la mirada mientras se acercaba con lentos movimientos felinos. Me incorporé sobre los codos y con una sonrisa estúpida le dí los buenos días, pero no respondió. Cuando estuvo cerca de la cama, su rictus serio se fue torciendo en una sonrisa hasta que mostrando una hilera de dientes enjaulados se abalanzó sobre la cama al grito de “¡Ya eres miooooo!”. ¡Nooooo!” respondí siguiéndole el juego entre carcajadas. Quedó parada sobre la cama ante mí, con ambos pies junto a mis caderas. Tan cerca estaba del orgasmo cuando apareció, que mi miembro no había desfallecido ni un milímetro. Las sutiles curvas de su anatomía, acentuadas por la ceñida vestimenta, tampoco ayudaban a olvidar la excitación. Sin darme tiempo a reaccionar se dejó caer sobre mi erección, sentándose a horcajadas y sujetando mis muñecas con sus manos a ambos lados de mi cabeza. “Ahora eres mi prisionero, dijo muy seria. Nunca te dejaré marchar”. No acerté a responder, pues aún andaba intentando calmar el frenético ritmo de mi corazón, aterrado ante la perspectiva de que descubriera la erección al sentarse sobre ella.

 

La confusión me dominó. No sabía cómo lidiar con aquel embarazoso asunto: mi pene, tenso bajo el edredón, quedó acoplado con milimétrica precisión en el desfiladero de la entrepierna de Aurora. Instintivamente pensé en disimular, aunque ella en su ingenuidad no se percató de la dureza bajo las sábanas. Con falsa sonrisa exclamé “¡Conseguiré escapar!” y sacudí mi cuerpo como intentando zafarme. Ella se aferró con fuerza a su grupa estrechando las piernas a mis costados, así que dí otra sacudida. Y otra. Tales forcejeos resultaron contraproducentes pues sólo conseguían aumentar la presión sobre mi. Aurora, lejos de soltarse, se afianzaba cada vez más como si estuviera en un toro mecánico. Excitada por el intento frustrado de masturbarme, mi imaginación vio en aquellos obscenos movimientos un símil inequívoco de la cópula, así que me abandoné a aquel diabólico baile en el que frotaba mi masculinidad contra su feminidad. Ya no quería parar, y mi entendimiento comenzaba a ausentarse pues cada vez me importaba menos si ella notaba algo o no. Desarrollé un último y patético esfuerzo por enmascarar mis gemidos tras una ahogada risa.

 

Por fortuna, yo ya había hecho casi todo el trabajo antes de que ella apareciese, así que sólo hicieron falta un par de zarandeos más para que mi pene explotara empapando por completo mi abdomen, entre leves jadeos que yo pretendía hacer pasar por exclamaciones de cansancio. “Me rindo. Seré tuyo para siempre” dije tras el último esputo de mi pene, y sus ojos azules me traspasaron.

 

Sonrió y se dejó caer a mi lado. Inmediatamente comenzó a parlotear sobre cosas suyas hasta que anunció riendo que iba a desayunar algo y salió del cuarto. Me duché sumido en mis pensamientos. Conseguí alejar los fantasmas de mi mente diciéndome a mi mismo que había sido un accidente, que ella había aparecido en el momento menos oportuno.

 

Pero aquello fue sólo el principio. Hemos jugado al juego del “prisionero” en más ocasiones. Siempre a solas; siempre al alba. Las primeras veces Aurora no era consciente de lo que pasaba. Para ella sólo era un juego, una manera divertida de empezar la jornada. Recuerdo el día en el que sentada sobre mi y zarandeada por mis convulsiones, su sonrisa se borró súbitamente y un rubor sonrojó sus níveas mejillas: o estaba sintiendo algo también en la entrepierna o fue consciente de lo inadecuado de nuestro baile. Por otro lado, yo hacía titánicos esfuerzos por enmascarar mis sensaciones bajo el edredón, pero supongo que no siempre con igual fortuna. Pensé que aquel día se acabaría nuestro juego, pero la próxima mañana que amanecí sólo, Aurora me visitó, fiel a su cita.

 

Han pasado cuatro meses pero nunca hemos hablado de esto. Siempre hemos fingido que es un juego inocente, aunque los dos sabemos y aceptamos de manera tácita la cruda realidad: de alguna manera extraña y latente, somos amantes. Ambos guardamos el secreto, incluso entre nosotros, y así nos sentimos inocentes. Utilizamos el cuerpo del otro para masturbarnos; follamos sin follar. De una manera íntima y secreta, incluso familiar, estamos viviendo una tórrida aventura. Yo soy quien dirige el juego, que suele alargarse hasta que ambos alcanzamos un orgasmo mal fingido. Sigo aparentando zafarme de ella; me convulsiono espasmódicamente buscando su presión sobre mí, pero también sus caderas han ido ampliando la variedad y soltura de sus movimientos. Su atuendo se ha hecho progresivamente más escueto y descocado: camisetas cada vez más ceñidas o tirantes cada vez más estrechos. El tamaño o firmeza de sus pechos, la forma de sus pezones o su ombligo ya no son un misterio para mi. Nunca nos hemos tocada ni un pelo más allá de las manos y las muñecas.

 

La semana pasada fuimos los tres al cine. Me senté entre madre e hija. En la oscuridad de la sala, fue la mano de Aurora la que busqué. Vimos la película con la mano cogida y los dedos entrelazados. La otra noche, tumbado en la cama junto a su madre, abrí la novela que tengo sobre la mesita de noche y encontré un trozo de papel con un corazón dibujado y nuestras iniciales dentro: A y L.

 

Su risa me transforma; su voz me enloquece; su belleza me turba. Me ha hechizado por completo, y no me he dado cuenta.

 

Esta mañana el juego del prisionero no ha sido ningún juego. Ha aparecido en braguitas de colores y top de tirantes, se ha montado sobre mi y sin mediar palabra, ni fingir nada, nuestras caderas han follado con el edredón en medio. Hemos gemido sin pudor cogidos de las manos y hemos alcanzado el orgasmo a la vez. He notado en mi rostro el cálido aliento surgido desde lo más profundo de su ser y en mi cuerpo arqueado el tenue peso del suyo. Hemos estado tumbados mirándonos en silencio; ella encima del edredón y yo debajo, como si éste fuera la última defensa de nuestra conciencia. Observado a escasos centímetros su rostro es aún más bello. Todo en ella es perfecto y oportuno: la sedosa piel de melocotón de su hombro al trasluz, o el lunar de su delicada clavícula. Han sido los minutos más dichosos de los últimos años. En mi calidad de adulto he sentido la responsabilidad de decir algo y he susurrado “¿Qué estamos haciendo?”, pero ella me ha puesto un dedo sobre los labios como si no quisiese romper el momento con palabras. Cuando hemos oído la puerta del garaje abrirse y el ruido del motor del coche me ha dado dos besitos en los labios y ha desaparecido.

 

Esta misma tarde, con juvenil arrojo, Aurora me ha enviado un mensaje de whatsapp: “Papá, te amo desde que te ví. Todos los átomos de mi cuerpo te amarán siempre. Esto comenzó como un juego infantil, pero ahora vivo contando los días hasta que haya turno de noche en el hospital. Ante todo quiero que sepas que yo nunca haré nada que pueda perjudicarte; sé guardar un secreto y estoy dispuesta a compartirte con mi madre con tal de no perderte. Espero que no me rechaces y condenes por estas palabras. Quiero estar siempre a tu lado. Te amo.”

 

He leído el mensaje un millón de veces. No sé qué debo hacer. Pero sí sé lo que voy a hacer.