miprimita.com

El refugio de tu cuarto

en Amor filial

Al poco tiempo de morir tu marido empecé a meterme en tu cama cada noche. Supongo que te sentías demasiado sola como para mandarme de vuelta a mi cuarto. La primera vez que te lo pedí solo era un niño que huía de los terrores nocturnos. Algunas noches te oía llorar junto a mi y prometí quererte siempre. Te viste atrapada por la estricta moral puritana en aquel pueblucho de la España más profunda del franquismo: aunque eras una mujer joven, bonita y con buena reputación, tu único destino irrefutable era dedicar tu vida a sacarme a mí adelante y morir viuda sin conocer nunca otro hombre. Pero los años fueron pasando y aquello se convirtió en una costumbre. Tú eras para mi todo mi universo. Me parecías la mujer más bella del mundo, y te encantaba mimarme y protegerme. No sólo te amaba como madre, sino también como mujer desde siempre, porque recuerdo nítidamente las eróticas sensaciones que me proporcionaba la visión de tu generoso escote cuando te agachabas a atarme los cordones. Tu bonita ropa interior femenina fue la primera que vi, que toqué y que olí (limpia y usada) en mi vida; el hecho de vivir sólos me daba la oportunidad de hacer esas cosas sin riesgo a ser descubierto. Mis primeras erecciones se las debo al tacto de aquellas delicadas telas y a tu olor más íntimo.

 

 

 

Los comienzos de nuestra vida sexual fueron tan progresivos que recuerdo vivirlos como algo total y absolutamente natural. Creo que en el fondo, la conciencia de que teníamos largos años por delante de seguir acostándonos juntos, hizo que nunca tuviéramos (tuvieras) prisa. Tu habitación se convirtió para mí en el refugio de felicidad más inexpugnable que ningún chaval tuvo jamás. En aquellos pocos metros cuadrados nunca había problemas y solo se vivían momentos de amor, complicidad y mucho placer.

 

 

 

Siempre me he preguntado qué fue lo que te dio el valor para romper la férrea moral y convertirme en tu amante. Después de darle muchas vueltas, sólo se me viene a la mente una palabra: sexo. Creo que el fuego de la pasión más caliente ardía en tus entrañas, y la perspectiva de no volver a compartir tu cama con otro hombre se convirtió en una obsesión para ti. Quizá algún astuto truco de supervivencia de tu psique te llevó a ver en mi al sustituto natural de papá, y lo que comenzó con caricias acabó convirtiéndose en puro sexo. Recuerdo cuando salíamos los domingos por la tarde a dar un paseo por la plaza. Andábamos cogidos del brazo y fantaseaba imaginando que quizá alguien me confundía con tu pareja, ingenuo de mi. Después tomábamos un helado en la cafetería y charlabas con tus amigas mientras yo iba a jugar con mis amigos. Esa era toda tu vida social.

 

 

 

Al principio me limitaba a yacer a tu lado. Era demasiado pequeño para ni siquiera imaginar nada sexual contigo, aunque tu escote ya me maravillaba, y tus caricias al bañarme a veces provocaban evidentes reacciones de mi pequeño pene. Hubieron de pasar varios años para que un día, cuando ya me bañaba yo sólo, me atreviera a cruzar la barrera. Era viernes, y aquella noche estaba especialmente excitado. Yo nunca había experimentado un orgasmo, de hecho ni siquiera me había masturbado jamás, pero esa noche, sin motivo especial, estaba muy caliente. Me puse el pijama y me acosté mientras tú estabas en el baño. No hacía ni media hora que había estado oliendo unas bragas tuyas del cesto de la ropa. Olían a sudor y a pis; aspiré profundamente ese olor con los ojos cerrados, y las lamí en la zona más íntima. Cuando entraste en la habitación, la manta ocultaba una dura erección. Me sonreíste y empezaste a desvestirte de espaldas a mi. En ropa interior, guardaste cuidadosamente la blusa y la falda. Tu culo, grande y redondo, se bamboleó ante mis ojos. Te quitaste las medias y el sujetador; tras tu brazo se movía trémulo un gran pecho, algo caído y con forma de tobogán. Te metiste en tu camisón casi transparente y te acercaste a la cama meneando los pezones a tu paso; me diste las buenas noches y apagaste la luz. Te dormiste al poco tiempo sin sospechar el volcán que tenías a tu lado. Hacer otra cosa que no fuera recordar esos pezones, ni siquiera pasaba por mi cabeza, así que al poco tiempo yo también me dormí. Me desperté de madrugada, cuando estaba a punto de amanecer. La temperatura bajo la manta era perfecta, y el colchón era muy cómodo; me sentía realmente bien y mi pene presentaba la mayor erección de mi vida. Tú dormías de espaldas a mi y tu cuerpo cálido incitaba a abrazarlo. Sin pensar, despierto sin duda pero algo atontado por el sopor, adopté la misma postura que tu y apoyé mi mano en tu cadera. Nada notaste. Deslicé la mano, hasta que ocupó tu nalga y la presioné levemente con mis dedos. Lentamente fui acercando mis caderas a las tuyas, hasta que la punta de mi pene se apoyó entre tus nalgas a través de nuestros pijamas. Me acerqué un milímetro más; y otro más. Podía notar la punta de mi pene hincándose entre tus acogedores cachetes. Me sorprendí respirando agitadamente y cerré los labios. Paré de moverme y así me quedé un rato hasta que me dio miedo y me aparté.

 

 

 

A los pocos días volví a repetir la jugada, y en menos de dos semanas ya lo hacía casi todas las noches. De vez en cuando hacías algún movimiento y me alejaba de ti cagado de miedo por si te habías enterado; durante unos eternos segundos aguantaba la respiración y me decía a mi mismo que no volvería a meterte mano, pero siempre repetía.

 

 

 

Realmente, tú lo sabías casi desde el principio, pues yo no era tan cuidadoso como imaginaba. Durante meses recibiste mis caricias con la cabeza hecha un lío, debatiéndote entre tus principios y tus deseos. Me amabas más que nada en el mundo, en realidad me había convertido en tu único hombre, y tras años sin sexo, las cosas se veían de otra manera. Notabas la punta de mi pene en tu culo cada noche y te excitabas, pues ¿acaso puede la moral educar a la piel para que no se estremezca ante una caricia? ¿se puede enseñar a la carne a no sentir? Tenías una polla en el culo; tras años sin sexo, ¿cómo no excitarse, aunque fuera la polla de tu hijo? El dique de la moral es más débil de lo que creemos, sólo está en nuestra mente, y una noche tu deseo se desbordó y traspasaste el umbral; un fuego ardía en tu interior, y tu sexo se derretía en sus jugos. Notabas mi pene frotando la raja de tu culo y te esforzabas por ahogar los gemidos con tanto esmero que casi te atragantaste y tuviste que toser. Yo me detuve asustado, sin saber que había dejado de acariciarte justo cuando estabas llegando al orgasmo. Frunciste los labios pero no pudiste aguantarlo y exhalaste todo el aire de tus pulmones quedamente. Pasaron unos segundos eternos y cuando empezaste a moverte me creí morir. Era invierno y las persianas estaban totalmente cerradas, así que no se veía absolutamente nada. Diste media vuelta y me enfrentaste. Note cómo te incorporabas sobre tu codo, y la mano de ese brazo me acarició el pelo. Noté la otra mano urgando en el elástico de mi pantalón hasta que alcanzó mi miembro, duro como el titanio y comenzó a acariciarlo. Yo estaba en estado de shock. La sorpresa fue tan enorme que tardé unos minutos en empezar a ser consciente del tremendo placer que invadía mi cuerpo. La primera paja de mi vida no me la estaba haciendo yo, me la estaba haciendo mi madre. Mi pene apenas era más grande que el más grande de tus dedos, así que jugaste con él y lo acariciaste de muchas formas, acariciando también mi rugoso escroto, del que sorprendentemente habían desaparecido mis testículos. No podía ver nada, pero notaba tu aliento caliente en mi rostro. A los pocos minutos crucé las puertas del paraíso entre jadeos y espasmos, transportado más allá del placer de tal modo, que ni siquiera fui consciente de que estaba empapando tu mano y mi lampiño pubis con mis descargas. Fuiste reduciendo el ritmo de tus caricias hasta que me di cuenta de que estábamos empapados. Intuiste que me estaba azorando por ello, pero chistaste comprensivamente y me diste un beso en la frente mientras me la acariciabas. Con tu cabeza en mi hombro y tu mano en mi polla, nos dormimos.

 

 

 

Amanecimos envueltos en mi sustancia viscosa. Metiste toda la ropa a lavar con una sonrisa. No podías evitarla. Desayunamos en silencio, tus ojos clavados en mi mientras sonreías. No dijiste nada del asunto y yo no me vi obligado a hacerlo. La felicidad había vuelto a la casa, y además para quedarse, pues las pajas nocturnas se convirtieron en una agradable costumbre. Tu suave y amorosa mano continuó dándome placer durante meses cada noche. Lo hacíamos sin hablar, en silencio y a oscuras, como si al difuminarse nuestros rostros en la penumbra, también lo hicieran nuestras almas, quedando nuestros actos en un limbo sin culpa. Desde el principio nos besábamos en la boca, no hubo problema con eso. En realidad nosotros no veíamos aquello como simple vicio: éramos dos auténticos enamorados dando rienda suelta a nuestra pasión en nuestro irreductible nido de amor. Nuestras lenguas siempre se azotaron con furia y deseo y nos deleitabámos con la cálida saliva del otro. Pero aunque sentíamos amor sincero, en el fondo sabíamos que aquello era algo muy prohibido, lo que le otorgaba un extra de morbo. La mano de mi mamá sobre mi pene y su lengua en mi boca son mis recuerdos de aquellos años.

 

 

 

Cuando estaba entrando en la pubertad las cosas se precipitaron un poco. Yo ardía en deseos de acariciar tus pechos y tu sexo; sólo una vez me había aventurado con un pecho pero tras recibir la caricia unos segundos apartaste mi mano y ya no volví a intentarlo. Fue una noche de verano; las ventanas y las persianas estaban abiertas de manera que podíamos vernos entre sombras aunque seguíamos sin hablar directamente del asunto. Los dos éramos tremendamente felices con la situación y ninguno estaba dispuesto a cambiarla. Nos habíamos duchado juntos para refrescarnos, también a oscuras, y por supuesto nos habíamos estado magreando, pero una llamada telefónica nos cortó a medio, así que cuando llegamos a la cama a los dos nos corroía el deseo por dentro. Sin mediar palabra nos arrojamos a la cama devorándonos con las bocas y las manos. Te estrujaba el culo mientras notaba tus duros pezones en mi pecho. La noche era calurosa y el ventilador no podía evitar que sudáramos. Me tumbaste boca arriba y me arrancaste el short. Tú te sacaste el camisón y te quedaste en bragas. Te sentaste sobre mi miembro y frotaste tus labios vaginales contra él a través de las bragas. Yo notaba cómo mi antena, tiesa y henchida, se deslizaba fácilmente entre tus labios encharcados. Nunca te he vuelto a ver tan excitada; me cogiste las manos y las apretaste contra tus pechos mientras proferías un prolongado quejido. Creo que estuviste corriéndote varios minutos seguidos pues tu quejido trémulo y lastimero no cesaba y tu cuerpo se retorcía mientras me arañabas el pecho. Parecías a punto de desmayarte y pude ver tus ojos en blanco en un par de ocasiones. Tú perineo no pudo soportar la presión de tan prolongado orgasmo y te measte sobre mi. El húmedo calor de tu pis sobre mi miembro me robó un brutal orgasmo que se tradujo en chorros de semen sobre mi pecho corriendonos a la vez. Fue el mejor polvo de mi vida, y ni siquiera llegué a meterla. No te avergonzaste por mear encima de mi, ni a mi me molestó. En aquel cuarto todo era posible, no nos juzgábamos, y todo era válido si contribuía al placer. Eran 10 metros cuadrados de libertad lasciva. Creo que una vez vencido el tabú del incesto, estábamos dispuestos a satisfacer cualquier instinto o fantasía, por escatológica que fuera. Confieso que una vez asimilado el dolor por la muerte de papá, la situación era perfecta, y aunque nunca lo dijimos por respeto al difunto, ambos éramos felices por el giro tan inesperado y extraordinario que había tomado nuestra vida. En el pueblo nadie sospechó nada, pues durante el día hacíamos vida completamente normal. Aún nos quedaban varios años antes de que la gente empezara a cuchichear sobre mi falta de pareja. No me importaba eso; no me importaba lo que pensase la gente. Sólo quería seguir contigo para siempre.

 

 

 

Antes de que terminase ese verano, ya tenía acceso ilimitado a todos los rincones de tu cuerpo, y el sexo oral no tardó en llegar, aunque la penetración aún se haría de rogar unos meses más. Succionabas, lamías y chupabas mi creciente pene con deleite. Te gustaba esforzarte y entregarte por entero a mi placer: creo que aquello te hacía realizarte como madre y como mujer a la vez. Reconozco que la postura que más me gustaba era el 69. La visión ante mi nariz de tu coño peludo y tu ano me transportaba. Buena parte de mi placer venía cuando te veía disfrutar, así que yo también me entregaba al máximo en esas degustaciones de coño y culo mientras notaba tus labios rodeármela y tu lengua lamérmela, deleitandote con los líquidos que aquel pequeño anzuelo derramaba en tu maternal boca.

 

 

 

La primera vez que te la metí yo ya era un hombrecito. Tú lo tenías todo planeado, pues te ilusionaste preparando mi cena favorita y vistiendo lo más sexy que pudiste. De puertas para adentro hacíamos vida completamente de pareja, así que cenamos entre risas, y por primera vez no me pusiste límites con el vino. Algo borrachos, empezamos a enrollarnos en la misma mesa del salón, nos fuimos quitando la ropa mientras subíamos por la escalera. Una vez sobre la cama, desesperados de deseo y envalentonados por el alcohol nos terminamos de quitar toda la ropa y me abalancé sobre ti. Noté tu espeso vello púbico en mi polla y me susurraste al oído “métemela por detrás antes de que la tengas más grande cariño; quiero notarte ahí detrás” y tiraste de tus corvas hacia ti, colocando tus rodillas a la altura de tus orejas y elevando tu culo unos centímetros providenciales. Noté un calor electrizante en mis venas por culpa de tus palabras. Ahí mismo, un poquito más abajo de tu húmeda vagina, me ofrecías sumisa tu agujerito, algo distendido ya, al que llegaban resbalando los jugos desde tu sexo. Hundí mi cabeza entre tus muslos y te lamí ambos agujeros mientras gemías. Me volví a incorporar y apoyé mi glande en tu ano. Efectivamente, mi pene tenía una longitud importante, pero se mantenía casi tan delgado como siempre. Lo buscaste con tus caderas mientras seguías con las corvas cogidas. Empujé un poco y el prepucio entró sin problemas pues estabas muy lubricada por mi saliva y tus jugos. El resto entró más fácil aún y empecé un delicado bombeo que te sonsacó gemidos de auténtico placer. Te acariciaste el clítoris con furia mientras seguía penetrando tu caliente culito. No sólo tu raja, todos sus alrededores brillaban en la noche debido a la profusión de tus jugos. A ambos nos enloquecía el sexo, el pecado y el secreto, y aquella noche entramos en una espiral de placer a lomos de la más incestuosa de las danzas. Llegado el momento me hiciste salir de tu ano. Me miraste sonriente; estabas preciosa con el pelo revuelto y las mejillas encendidas. Entre jadeo y jadeo suplicaste “métesela a mamá por el coño cielo; por favor te necesito dentro de mi. Vamos mi hombrecito, métemela cariño”. Espoleado por tus palabras acerqué mi polla a tu vagina y se produjo el momento que ambos llevábamos esperando desde hacía años. Mi pene se deslizó en tu interior y quedó atrapado en la calidez y humedad de tus entrañas. Te penetré dulce y lentamente, pues aquello para mi no era follar, era hacer el amor. “Te quiero” susurré mientras te daba placer, y tus ojos se humedecieron de felicidad. “Te amo mi vida” respondiste, y cogiendo mi cara entre tus manos la acercaste a la tuya para darme un profundo y apasionado morreo.

 

 

 

No tardamos en corrernos entre gritos de autentico placer. La fogosidad de mi juventud me permitió seguir taladrándote sin parar, hasta que alcancé un segundo orgasmo y caí rendido a tu lado. Tras un pequeño descanso follamos una vez más. Y tras una breve incursión en la cocina a por provisiones, echamos otros dos polvos. Llegamos al alba destrozados pero felices. Después ha habido noches similares pero ninguna como aquella.

 

 

Han pasado muchos años desde entonces, y hemos tenido sexo de una u otra manera cada noche. Hemos sido la pareja perfecta; nos amamos con un amor total y sincero, y nos compenetramos en la cama mejor que la mayoría de las parejas. Hace ya algunos años que la gente en el pueblo habla de mi extraña soltería. Se dice que me sobreprotegiste demasiado desde pequeño, e incluso se habla de mi orientación sexual. No me importa. Seré el marica del pueblo sin nos dejan en paz a mi madre y a mi. Desde luego la experiencia del incesto ha marcado mi vida, pero para bien. Mi amante y mi madre son la misma mujer, ¿qué daño hacemos con eso? Estamos pensando en mudarnos a la ciudad y ser algo más anónimos. Esta perspectiva nos tiene ilusionados, pero echaré de menos tu habitación: el refugio más inexpugnable de felicidad y placer que ningún chaval tendrá jamás.