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Documento sin título (Quinta parte)

en Amor filial

11 de agosto

Seguiré relatando los acontecimientos de nuestras vacaciones familiares porque para mí es cómo volver a vivirlos, y aún me siento maravillado de que sucedieran realmente. El primer encuentro con mi hija había sido de lo más prometedor. Apenas la había rozado, pero me pareció que había mucha sintonía entre ambos. Me sentía desbordado por un ilimitado deseo carnal hacia ella, provocado en parte por su extraordinaria belleza “naif”, pero sobre todo por el inconmensurable amor que le profesaba. Se suele decir que el amor hacia un hijo es de una naturaleza especial, y una vez superado el tabú sólo nos restaba seguir explorando los límites de ese amor.

Yacía desnudo en la cama de la caravana junto a Lucía. Aunque no podía verla, ella también estaba desnuda, y a juzgar por el sonido de su respiración estaba relajada pero no dormida. Se había acurrucado a mi lado, reclinando su dulce cabecita en mi hombro. Apoyaba su mano en mi pecho y de tanto en tanto, jugueteaba con el vello en torno a mis pezones. No nos importaba estar pringados por nuestros propios fluidos. Supongo que ninguno de los dos sabía muy bien qué decir, ni se sintió obligado a decir nada. Simplemente saboreábamos esta nueva felicidad.

Llevábamos ya un buen rato así, cuando la puerta comenzó a abrirse lentamente. Las siluetas de mi mujer y Pedro se dibujaron contra la tenue luz de la linterna exterior; entraron entre risitas cómplices y se subieron a la zona de la cama de matrimonio. Una vez allí, siguieron los cuchicheos y las risitas, síntoma inequívoco de que para ellos, la noche seguía siendo joven. Me pareció escuchar el ruido empalagoso de húmedos besuqueos y el frotar de los cuerpos moviéndose sobre la sábana. Mi pene reaccionó a tales estímulos, y como no había manera de ver nada en la oscuridad, volví a centrarme en Lucía. Ella seguía en la misma posición fetal a mi lado, así que busqué sus labios con los míos y volvimos a besarnos, esta vez sin accidentes, apasionada y tiernamente. Acaricié sus pechitos, apretujados entre sí por la postura de su cuerpo. Su piel era la más suave que recordaba haber acariciado jamás, pero los pezones se mostraban duros y erizados. Mi pene, en continua expansión, no tardó en alcanzar sus muslos justo en el momento en que, del otro lado de la caravana, empezaron a surgir los primeros jadeos. Bajé mi mano acariciando la única cadera accesible al encontrarse ella tendida de costado y comprobé que era capaz de abarcar casi toda una nalga con una sola mano. En este apasionante viaje a ciegas por su anatomía, me tropecé en varias ocasiones con restos de mi semen esparcido por aquella bendita orografía. El tacto del suave cuerpo de Lucía amenazaba con desatar mi furia sexual, pero supe controlarme.

Busqué su entrepierna y comprobé que sus fluidos anegaban el interior de sus muslos hasta casi las rodillas. Jugueteé con el escaso vello púbico antes de deslizar mis dedos por aquella gustosa grieta. Un calor embriagador manaba de aquellas profundidades tan profusamente lubricadas que mis dedos resbalaban con extrema facilidad desde el clítoris hasta el ano una y otra vez. Los labios interiores eran breves y suaves, mientras que el clítoris resaltaba erecto y fácilmente detectable.

Me esmeré. Jugué con todos aquellos pliegues, centrándome en las zonas más sensibles pero alternando con otras no tan erógenas como los muslos o las nalgas, para dar descansos alternos, y esperando así también provocar su ansia. Su aroma a hembra era similar al de su madre, pero mantenía cierto matiz que lo hacía inconfundible. A estas alturas, los gemidos y jadeos de nuestros hijos ya dominaban el interior de la estancia. No podía saber qué juego perverso estaría practicando Cristina con Pedro en ese momento, pero Lucía recibía mis experimentadas caricias entre temblores, abrazada a mi cuello. Podía sentir su delicioso aliento en mi pecho y sus uñas clavadas en mi hombro. Aunque mis instintos más animales me hacían desear penetrarla, no quise introducir ningún dedo en su acogedora gruta, pues sospechaba que aún era virgen, y no quería hacer nada inapropiado. Todo debía ser perfecto para ella.

No obstante, mi pene demandaba atención con intermitentes pulsiones que lo hacían saltar tensándose, así que decidí coger las riendas del asunto y dar un paso más. Me las arreglé para meter mis dos manos entre ella y el colchón y levantándola en volandas la coloqué encima de mí. Me sorprendió que fuera tan ligera; apenas me costó manejarla a voluntad hasta situarla frente a mi polla formando así la postura del 69. Noté otra vez sus deditos manejando mi aparato hasta que lo conectó en el interior de su boca sin titubear. Una vez más, su torpeza no fue obstáculo para el goce máximo, pues lo más excitante en aquella ocasión no era el “cómo” se me hiciera la mamada, sino el “quién” me la estaba haciendo. Me contoneé recibiendo sus inexpertos lametazos y chupones mientras abrazaba su culo y apretaba su pelvis contra mi cara. Su vagina se había convertido en un surtidor de flujos que había conseguido empapar un perímetro a su alrededor desde las rodillas hasta el ombligo. Separé los juveniles cachetes con mis manos dejando a merced de mi lengua un amplio carril desde el clítoris hasta la espalda y me dispuse a degustar aquel manjar húmedo y caliente. Una vez más, quise ser el mejor amante posible: lamí, chupé y besuqueé todos los contornos posibles. Endurecía la lengua para hacer temblar su clítoris en espiral durante unos segundos y luego lo dejaba descansar centrándome en repasar sus labios menores. Los flujos empezaron a expandirse también desde mi barbilla hasta el cuello. La primera vez que mi lengua testó su ano, este se contrajo asustado, pero seguí lamiendo con delicadeza hasta que se relajó y pude violarlo con mi lengua endurecida. Volví a concentrarme en el clítoris mientras masajeaba suavemente el esfínter con la puntita de mi dedo índice, hasta que éste pudo entrar sin problemas en el recto de Lucía con la inestimable ayuda de sus resbaladizos flujos.

Mientras tanto, ella seguía masturbándome alternativamente con la mano y con la boca. Como ya pasara en la primera paja, su falta de pericia, lejos de suponer un problema, hacía que el placer alcanzara inesperadas cotas pues en general, acariciaba demasiado suave, lo que volvió a mantenerme al borde del orgasmo durante varios minutos, en los que luchaba por no gritar y concentrarme en proporcionarle a ella tanto placer como ella me estaba proporcionando a mí. Cuando sentí que me corría de nuevo, le di unos golpecitos en la espalda, como queriendo avisarla, por si prefería terminar con la mano, pero decidió seguir con el apenas perceptible roce de sus labios y su lengua mientras mi leche salpicaba dentro de su boca. Apenas hubo notado el sabor de las primeras gotas, sus gemiditos se transformaron en roncos sonidos. Doblé mi velocidad de lamido en su clítoris y agité el dedo dentro de su ano. Pude sentir cómo un auténtico terremoto, con epicentro en su tieso botoncito carnoso, hizo temblar nalgas y muslos como si sufriera una descarga eléctrica de alto voltaje. No fue capaz de ahogar sucesivos grititos que se mezclaron con el jadeo que Pedro llevaba un rato profiriendo al otro lado de la caravana al tiempo que el asombroso temblor la estremecía. Acababa de tener un orgasmo como nunca en su vida. Cuando su pecho recobró un ritmo más pausado, se giró y se acostó a mi lado agarrándose a mi brazo. En la otra cama ya no se oía nada, y rendidos, nos quedamos durmiendo.

Desperté con los primeros rayos de sol. A pesar de la exigua cama donde habíamos pasado la noche, me sentí descansado, repuesto y hambriento, gracias al profundo sueño que me embargó después de tan intensas sensaciones. En las sábanas aún eran evidentes los restos de la noche de pasión. Lucía dormía mirando a la pared.  Su espalda me pareció la más bonita del mundo y pasé largos minutos disfrutando de ella sin pensar en nada. Los marcados omóplatos, los lunarcitos ocasionales… incluso las vértebras de su columna me parecieron una oda a la belleza y la perfección. Su pelo liso y castaño, ya casi rubio después de tantos días de sol, se derramaba por la almohada. Al otro lado de la caravana, en la cama de matrimonio una montaña de sábanas ocultaba a Cristina y Pedro que respiraban pesadamente. En sandalias, salí sigilosamente al exterior y me senté en la silleta. Sólo se oían los primeros cantos de los pájaros. Tras la colina boscosa, un gran sol color mostaza había salido parcialmente. La brisa acariciaba mis muslos y mi escroto. Me sentí feliz.

Equipado con mi neceser y unos euros llegué silbando a los baños del camping y me duché tarareando canciones de los Beatles con una sonrisa boba en la cara. Repartí “Bonjours” a todas las personas con las que me crucé camino al supermercado donde compré unos croissants para el desayuno. Cuando volví eran casi las nueve, y todos se habían despertado ya pues en realidad, nos habíamos quedado durmiendo muy pronto la noche anterior. Los tres estaban muy sonrientes, lo que de alguna manera me alivió. “¡Buenos días, traigo croissants!” dije sonriendo, y la noticia fue muy celebrada. Besé en los labios a Cristina y a Lucía, a modo de saludo y choqué los 5 con Pedro. Nos sentamos a desayunar en torno a la mesa de picnic en el exterior de la caravana. Evidentemente, no podíamos hacer como si nada hubiese pasado, pero nadie parecía querer lanzarse a hablar sobre ello.

-Esta mañana me he levantado muy feliz- dije intentando romper el hielo con una sonrisa.

-Yo me lo pasé genial anoche -dijo Cristina-. ¿Y vosotros? –preguntó, mirándonos a los ojos.

-¡Por supuesto! –me apresuré a contestar.

-Yo también – dijo Pedro masticando su croissant.

-Y yo – susurró Lucía mirando fijamente su vaso de leche. Me pareció que sus pezones se erizaron cuando se confesó.

-Yo por mi parte, espero que se repita pronto –me sinceré.

-Podéis contar conmigo cada vez que queráis –exclamó Pedrito sonriendo.

-¡Esa es la actitud! –sonrió su madre, y le alborotó el pelo.

-Bueno, bueno… -dijo Lucía, cortando en seco la escalada-. Tampoco vamos a estar ahí todos los días dale que te pego.

-No es eso –traté de mediar-. Pero si apetece… ¿por qué no? Me refiero a que no hay por qué forzar nada, pero tampoco habría que inhibirse. Si apetece cada día, pues cada día, y si no, pues no.

Hablábamos con la tranquilidad de que no nos iban a entender, pues el camping desperezaba ya y podía verse de tanto en tanto a personas desnudas pasar por delante de nuestra zona, a una distancia suficiente como para oír nuestras palabras.

-Bueno, ¿quién sabe? –siguió Lucía-, a lo mejor cuando volvamos a España y nos pongamos la ropa se nos pasa esta locura.

-Entonces habrá que aprovechar los días aquí –contestó Cristina.

-No sé por qué tienes tanto problema con esto –dijo Pedrito mirando a su hermana con franqueza-. Simplemente nos divertimos.

-Si yo no tengo problema, pero reconoceréis que es un poco raro.

-Define normal –dije y la dejé totalmente desarmada, mirando al infinito en busca de una respuesta. Explotamos los cuatro en una espontánea carcajada.

-Bueno va –dijo Lucía cuando se disipó la risa-. Me conformo con que no se entere ninguna de mis amigas-. Y miró fijamente a su hermano.

-Por supuesto –medió Cristina-. Ten por seguro que nadie se va a enterar. Esto no puede salir de aquí. De puertas para afuera, seguid como siempre. En privado, toda muestra de amor y deseo será bienvenida.

Reconozco que la conversación había conseguido despertar mi apetito sexual, y habría sido capaz de tener un encontronazo con cualquiera de los tres en ese mismo momento, pero no quería abrumarlos con mis insaciables apetencias, y preferí dejarlo para un momento más propicio. No hube de esperar mucho pues, esa misma tarde, decidimos ir a un apartado laguito en la montaña. Una bonita ruta en bici de varios kilómetros terminaba en un paraje extraordinario en el que uno podía bañarse en agua dulce y secarse a la sombra de los pinos. Decidimos hacer la visita, y tras un agradable paseo en bicicleta, nos encontramos solos en aquel oasis. Nos habíamos puesto los bañadores para ir más cómodos en las bicis, pero una vez que llegamos al lugar, no tardamos en quitarnos toda prenda. Le estábamos cogiendo el gustillo al tema del nudismo.

No tardaron en aparecer los juegos, roces y chapoteos: me pareció que todos estábamos deseando volver a las andadas. No en vano, nadie se había opuesto al plan del lago solitario. Las aguas frías y cristalinas de la montaña deformaban con su movimiento las caricias subacuáticas que nos dedicábamos unos a otros. Al principio nos emparejamos mi mujer y yo, y los niños por su parte, pero al estar tan cerca unos de otros, terminamos por formar un círculo de deseo, en el cual nos tocábamos y besábamos unos a otros indistintamente con ansia creciente. No importaba el sexo o el tipo de parentesco: allí había caricias de todos para todos. Volví a experimentar los sentimientos que me embargaron la noche de la hoguera en la playa: una especie de comunión inquebrantable nos unía de forma mágica.

Entre risas y caricias, en un estado de confianza y entrega total, llegamos a la orilla rocosa del lago y, sobre la enorme jarapa que habíamos extendido al llegar, continuó la orgía. Fui acariciado, lamido, besuqueado y chupado por todos, y yo me esmeré en proporcionarles las mismas sensaciones. Degusté las mieles de los secretos orificios de mi mujer y mi hija mientras Pedrito se introducía mi miembro en la boca; penetré a Cristina mientras los dos hermanos conformaban un celestial 69; Lucía y yo fuimos testigos entre caricias y besos de la penetración anal de Pedro a su madre. Eran tal para cual en esa suerte: el pene esbelto, venoso y alargado, se acoplaba con perfección al estrecho culito de mi mujer. La orgía era un monstruo que adoptaba diversas formas, todas ellas viciosas y placenteras; sólo quedó un lugar sin mancillar obscenamente: la virgen vagina de Lucía. Ella parecía sentirse cómoda así, y desde luego, se lo pasaba tan bien como el resto.

Eyaculé sobre el torso de mi hija haciendo la postura del misionero, pero sin penetrarla, simplemente frotando mi mástil duro y carnoso contra sus labios menores y su clítoris, separando así sus preciosos labios mayores y horadando un camino de deleite a todo lo largo de su rajita amarga. Los esputos de mi esencia blanca y viscosa salpicaron sus pechos, llegando incluso a su rostro.

Caí rendido sobre la manta, pero los otros tres no habían sido saciados aún. Cristina estaba haciendo una tremenda felación a Pedrito de rodillas, mientras él, de pie, sujetaba a su madre por el pelo y gemía con los ojos cerrados. Lucía se acercó a gatas y compartió con su madre el manjar duro y turgente que el chaval les ofrecía. Lamían y chupaban a la vez que se besuqueaban cuando Pedro abrió los ojos de repente y en un susurro exclamó “me meo”. Apenas había terminado de decirlo cuando un potente chorro de orín impactó en el rostro de su hermana y como está se sobresaltó asustada, apuntó hacia su madre que recibió gustosa la caliente descarga en la cara y las tetas. Cuando el chorro empezó a disminuir su ímpetu, Lucía se la agarró y lo masturbó hasta que orín y semen se confundieron en un cóctel diabólico que fue derramado sobre Cristina.

Me pareció que habíamos abierto una especie de caja de Pandora. Una vez desatados, ninguna práctica, ningún vicio, parecía vergonzoso ni impropio de ser realizado. Todo era posible en un entorno tan seguro y confiado.

Nos volvimos a bañar cuando el sol ya decaía tras las montañas para limpiar los restos de la orgía y, cogiendo las bicis, volvimos al camping.