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Documento sin título (Cuarta parte)

en Amor filial

Vayan por adelantado mis disculpas por haber tardado tanto en continuar la serie. Para entender el sentido de lo que aquí se relata, es aconsejable leer las primeras partes, publicadas hace meses. Espero que os guste.

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6 de agosto.

Nuestra vida ha cambiado para siempre. Ayer llegamos a Madrid después de pasar los últimos días de nuestro apasionante viaje en el camping nudista. Me parece increíble que solo hace un mes, fuéramos una familia tan común, con una relación entre nosotros casi superficial, como meros compañeros en la vida cotidiana, interesándonos los unos por los otros sólo lo que el decoro y las convenciones sociales esperaban de nosotros. A día de hoy, formamos un núcleo inquebrantable de personas que se aman sin reservas en todos los aspectos y de todas las formas posibles. Debo agradecer a mi esposa que nos guiara por este camino inexplorado y prohibido, pues como ella misma me confesó, era una idea que siempre había querido llevar a cabo, y lo tenía todo planeado. Sé que la enorme mayoría de la gente se escandalizaría si conociese nuestro secreto, y que si alguien se enterara, sufriríamos ostracismo. Por lo que a mí respecta, sólo puedo sentir lástima por esta gente, por su estrechez de miras y la esclavitud a la que sus prejuicios les condenan.

Pero repasemos sin más preámbulos la manera en la que se llevó a cabo la metamorfosis. Después de la noche en la que Lucía y Pedro se iniciaron en el sexo fraterno, nos encaminamos a la meta de nuestro viaje en el camping nudista. Reconozco que todo el mundo estaba en silencio mientras conducía. Creo que en el subconsciente de todos, las pulsiones más salvajes nos arrastraban sin remedio a lo que a la postre sucedería, pero los niños aún sentían vértigo ante semejante paso; en eso se ocupaban nuestras mentes mientras la autocaravana devoraba los kilómetros ante nosotros. Comimos en un área de servicio. El silencio seguía embargando al grupo, sólo roto por comentarios intrascendentes míos o de mi mujer. El sol de las Costa Azul hacía brillar el pelo castaño de Lucía y los ojos negros de Pedro.

Llegamos al camping por la tarde. Tras comprobar escrupulosamente nuestra reserva, una preciosa joven con pecas y los pechos al aire nos dio la bienvenida con una sonrisa y levantó la barrera para que pasase la caravana. En los folletos que nos dio se especificaba que toda el área del camping era naturista y aunque se respetaba alguna prenda ocasional, el espíritu del lugar era 100% nudista. Pudimos comprobarlo mientras el vehículo avanzaba en primera buscando nuestra plaza. Intentábamos no parecer pueblerinos, pero no podíamos evitar escrutar a las personas que, desnudas, hacían vida cotidiana a nuestro alrededor. Señores con bolsas de la compra, señoras paseando, jóvenes adecentando su zona de camping, niños jugando… todos desnudos. Personas de todas las edades y tamaños disfrutando de un enclave natural privilegiado sin más ropa que un sombrero o pareo ocasional (y por supuesto, chanclas y sandalias). En cuanto encajamos nuestro vehículo en la parcela que nos habían asignado, Cristina y yo procedimos a desnudarnos.

Así iniciamos nuestra estancia en el camping. Los primeros días transcurrieron con una extraña sensación en nuestros corazones. Pedro no tuvo problema en desnudarse por completo al segundo día, pero Lucía mantuvo la braga de su bikini, mostrando sólo sus firmes pechitos. Por supuesto, este hecho no provocó ningún conflicto, nunca intentamos convencerla de que se desnudara, y esto acabó siendo la mejor estrategia: si quieres que un adolescente no haga algo, empéñate en que lo haga. Hacíamos vida cotidiana perfectamente normal, con la salvedad de que estábamos desnudos. Resultó que el camping era una especie de aldea; además de la zona de camping y caravaning, contaba con un pequeño apart-hotel de coquetos bungalós, un supermercado, una peluquería, algunas boutiques, una enorme piscina y tres bares, por lo que no era necesario vestirse para nada; así, hacíamos la compra desnudos, íbamos a bañarnos a la playa desnudos, o tomábamos un aperitivo cómodamente sentados en la terraza del bar como Dios nos trajo al mundo. Reconozco que al principio cualquier actividad resultaba morbosa, pero pronto me acostumbré a que todo el mundo estuviera en pelotas. Se podían ver cuerpos de todas las edades y formas y al final acabé encontrando encanto incluso en aquellos que no entraban en los cánones de belleza actuales. Al principio andaba concentrado en que mi pene no reaccionase ante la contemplación de una bella joven o unos generosos pechos, pero advertí que en aquel ambiente, las erecciones eran una parte más de la vida normal, y no era extraño ver de vez en cuando algún pene en todo su desarrollo en la piscina o incluso en el supermercado. Así que dejé de preocuparme por ello.

No tener sexo en ese entorno pronto empezó a ser un problema. Me había masturbado en la ducha al día siguiente de nuestra llegada, pero no había vuelto a tener oportunidad, ya que al contrario de lo que pensaba, el sexo volvió a ser un tabú, y cada vez me mostraba más sensible a la contemplación del amplio repertorio de cuerpos al que tenía acceso, incluyendo por supuesto la voluptuosa madurez de Cristina, la esbelta firmeza de Lucía y la no menos excitante fibrosa delgadez de Pedrito. El tercer día me encontraba tomando un Gin-tonic en la terraza del bar al atardecer y mi polla se activó al paso de una veterana canosa de pechos enormes. A la mañana siguiente desperté con una erección tremenda y el vientre empapado en mi propia leche preseminal, síntoma inequívoco de que había sufrido varios procesos de hinchado y deshinchado mientras dormía. Cuando aquella tarde me sorprendí a mí mismo embobado con dos gemelitas preadolescentes que hacían castillos de arena en la playa comprendí que había que poner una solución al celibato.

Pedro (y seguramente también Lucía, aunque en su cuerpo era más difícil encontrar evidencias de ello) debía estar sufriendo el mismo proceso que yo, pero agravado por el ímpetu y la inexperiencia de su juventud. Yo soy mayor, no eran los primeros desnudos que veía en mi vida, y a los 43 ya no se tiene el mismo brío. Pero para él aquello debía ser una especie de Disneyland de la masturbación y, al menos a simple vista, ellos tampoco habían tenido oportunidad de tener sexo solos o acompañados. Podía vérsele empalmado a cualquier hora del día; de hecho, casi siempre que estábamos en la intimidad de la caravana y sus alrededores, su bajo vientre mostraba aquel puntiagudo trocito de carne tumefacta en perfecto ángulo recto con sus abdominales, aunque no parecía sentir ningún pudor por ello.

Sucedió la cuarta noche. Volvimos de la playa los cuatro juntos, por fin en animada charla después de varias jornadas de silencios circunspectos. Los emocionantes acontecimientos de la playa solitaria parecían ya olvidados, aunque sólo habían pasado cinco días. Cuando nos duchamos al borde de la playa para quitarnos los restos de arena, Lucía por fin se quitó la braga del bikini para no volver a ponérsela. Sus tersas nalguitas lucían mucho más blancas que el resto de su cuerpo y el escaso flequillito de vello púbico era incapaz de ocultar sus gordezuelos labios vaginales entre los muslos fibrosos y delgados. Seguimos con nuestra conversación sin hacer ningún comentario al respecto, lo que restó toda importancia al momento.

Llegamos a nuestra caravana con la alegría en el corazón de quien vuelve a casa después de estar todo el día fuera y, desnudos, realizamos los preparativos de la cena, que consistía en unos sándwiches vegetales y cerveza fría. No hace falta mesa para comer un bocadillo, por lo que nos acomodamos en las sillas reclinables en círculo, cada uno con su plato y su bebida. Durante la cena volvimos a charlar animadamente. Las risas y el murmullo de conversaciones llegaban amortiguados desde el lejano bar de la piscina, pues esa noche había allí una fiesta programada. Estábamos solos en nuestra zona de caravaning a la débil luz de la linterna.

En todo momento, fuimos conscientes mientras charlábamos, de la erección de Pedro. El pequeño apéndice emergía de entre sus muslos, marcándose en su tersa piel las venitas que le daban al miembro un aspecto rocoso a pesar de su exiguo tamaño. Como un invitado inesperado a la cena, al principio incomodó un poco, pero pronto nos acostumbramos a su presencia. No en vano, estábamos conviviendo con su ímpetu los últimos días. Me divertí toda la noche comprobando cómo tanto la madre como la hermana eran incapaces de evitar mirarlo recurrentemente. Mi polla por su parte, se mantuvo durante toda la noche en esa tierra de nadie entre la flacidez y la solidez.

Una vez hubimos cenado, seguimos charlando junto a la caravana. La conversación, que en un momento dado versaba sobre recetas culinarias, empezó a contener expresiones del tipo “me encanta chupar el jugo” o “tienes que meterla para que se caliente bien”, con lo que alguna sonrisilla maliciosa apareció y el sexo se hizo más presente aún en la reunión. En un incómodo silencio en el que todas las miradas confluyeron en el hipnótico glande de Pedro, su madre, que estaba junto a él, alargó la mano y comenzó a acariciarlo impúdica y casi despreocupádamente. Tres dedos eran suficientes para cubrirlo de tiernas caricias: el índice y el corazón lo abrazaban subiendo y bajando la piel, mientras el pulgar frotaba suavemente todo el glande desde su borde hasta la punta. Un rubor asomó a las mejillas de Lucía, quien a pesar de todo, no perdía detalle. Como no podía ser de otra manera, mi virilidad reaccionó al instante, llamando la atención de todos los presentes. Cristina estiró la mano izquierda hacia mí, pidiendo con tal gesto que me acercase hasta sus dominios, para poder así proporcionarme placer, sin dejar de hacerlo con Pedrito. “Ven aquí cariño” dijo, y sin levantarme de la silla, la acerqué de dos saltitos hasta colocarme a su alcance. Así, con los brazos extendidos, más que masturbarnos, Cristina acariciaba con ternura ambos miembros, los cuales brillaban a la tenue luz, merced a los líquidos que rezumaban ansiosos. “Mis dos hombres…” susurraba en sensual tono, “Mis pollas favoritas…” continuó, acariciando todos nuestros sentidos. Lucía nos miraba en silencio. Me pareció que intentaba adoptar una actitud indiferente, dando tragos a su cerveza, como si ver tal escena fuera algo normal que ella podía asumir de forma natural; pero el rubor de sus mejillas y el movimiento de sus muslos delataba cierta ansiedad. Las caricias no tardaron en surtir efecto en Pedrito quien se agarró con fuerza a los brazos de la silla y tensando todo su cuerpo dejó escapar violentos rayitos de semen mientras el pulgar de Cristina acariciaba en círculos en torno al orificio por el que salían. Éstos volaron por los aires aterrizando por doquier y empapando la amorosa mano de su madre, ya ocupada en embadurnar los marcados abdominales del efebo con el espeso líquido.

Cerca me encontraba de derramar yo también mi esencia, cuando Lucía se levantó y lanzándome una mirada en el último momento, entró en la caravana. La expresión en los ojos de Cristina y Pedrito también me pareció una invitación para que entrara al vehículo. En el asiento donde Lucía había estado toda la noche, era evidente una gran mancha húmeda. Con el rabo ardiente por haber reprimido el primer orgasmo en días, me levanté y la seguí.

En la penumbra del interior pude distinguir su breve silueta sentada en la cama. Con la espalda apoyada en la pared, abrazaba sus piernas totalmente flexionadas; si hubiera habido luz habría sido testigo de excepción del sabroso melocotoncito entre sus muslos.  En la oscuridad, intuí el movimiento de su cabeza para mirarme a los ojos mientras me acercaba y me sentaba a su lado, aunque en realidad, apenas éramos capaces de distinguir los contornos de nuestros rostros. Aparté un mechón de pelo de su frente y lo coloqué tras su orejita. “Papá…” musitó entrecortadamente, mientras con un dedo dibujaba su perfil desde la frente hasta la barbilla. En la quietud de la noche, el sonido de su agitada respiración invadió cada rincón de la estancia, delatando el estado de excitación nerviosa en el que se encontraba. No sé por qué, pero aún estando tan ansioso, lo que espontáneamente hice fue besarla en la cálida mejilla que había despejado al retirar su pelo. Esa mejilla que tantas veces había besado desde que era un bebé en cada despedida en la puerta del colegio; en cada “buenas noches” o en cada llanto desconsolado. Cogí su cabecita entre mis manos y besé su frente. En el movimiento de aproximación, mi glande topó con sus muslos, restregando por ellos el líquido que lo recubría. Sin soltarla, besé la punta de su nariz, y la otra mejilla. La besé en los ojos y en la barbilla. La besé en los labios. Un beso casto, sin lengua. La abracé embargado de amor y deseo, aplastando de nuevo mi arma contra ella, y me devolvió el abrazo. Sentí un rígido pezón, el sudor de su nuca y la piel erizada de sus brazos. Su entrepierna irradiaba un calor de mil soles. La volví a besar sin lengua en los labios y me devolvió el gesto.

“Mi niña…” sonreí en su oído, y esta vez su boca me esperaba abierta y acogedora. Degustó mi saliva en un beso que resultó torpe, como suele pasar cuando dos amantes se besan por primera vez. Nuestras narices chocaron provocando risas ahogadas y seguimos morreándonos, con el corazón más aliviado. No lo hacía especialmente bien, fruto de su inexperiencia, pero poco a poco le fui mostrando el camino, forzándola con ternura a imitar mis movimientos hasta que conseguimos acompasar nuestro ritmo. De repente noté sus deditos de violinista sobre mi muslo. Estos avanzaron hasta agarrármela. Tan gruesa era mi polla, y tan pequeña su mano, que apenas si se rozaban las puntas de los dedos. Me masturbó, también torpemente, lo que me hizo enloquecer en busca de algo más de fricción. Apenas me rozaba allí donde mi miembro era más sensible, por lo que estuve al borde del orgasmo durante varios minutos, hasta que este llegó anunciado por los gemidos que no podía evitar derramar en su boca. Lo que primero apareció fue un generoso reguero que resbaló por su mano hasta las sábanas; parecía que estuviera meando el semen. Al notarlo, se detuvo, sin duda también fruto de su inexperiencia, lo que me hizo retorcerme de placer. Pero entonces un potente chorro impactó contra ella, no sabría decir dónde exactamente. Recibiendo mis descargas sobre su cuerpo, empezó a temblar mientras se aferraba con fuerza a mi cuello. Sus muslos se apretaban el uno contra el otro al tiempo que ahogaba grititos junto a mi oído y me limité a proporcionarle el apoyo de mis brazos mientras se corría sin remedio, sólo estimulada por el calor de mis flujos en su cuerpo y la presión de sus propios muslos sobre su clítoris. Jadeando, caímos en el colchón empapado por nuestros jugos y abrazados nos embargó el sopor.

Aquello fue sólo el pistoletazo de salida de una semana alucinante en el camping nudista.