miprimita.com

Documento sin título (Tercera parte)

en Amor filial

24 de julio.

Hace ya varias jornadas desde la última vez que escribí y han pasado muchas cosas y muy importantes. Después del asunto del baño nocturno, Lucía se pasó todo el día siguiente muy distante. No hablaba a no ser que le dirigiéramos la palabra directamente, y equipada con sus auriculares, anduvo solitaria haciendo fotos de los bonitos parajes naturales que nos rodeaban. No tenía aspecto de estar enfadada, simplemente nos dedicaba su más sincera indiferencia. La verdad, no sabía si tomar yo la iniciativa o dejar a su madre que hablase con ella, pero la situación no era agradable y estaban en peligro los últimos días de aquel maravilloso viaje. Consensuamos entre los dos un plan cuyo eje era la participación de Pedrito y que se presentaba en dos pasos: primero, derribar los prejuicios, y segundo, que ellos se deseasen. Los dos pasos eran igual de importantes, pues de ninguna manera estábamos dispuestos a presionarlos para hacer algo que no quisiesen. Si acababan practicando sexo entre ellos, sería porque realmente lo deseaban. A pesar de ser menor que su hermana, Pedro parecía más receptivo al sexo familiar. No en vano, nos había observado follar sin ningún pudor mientras se masturbaba bajo el agua y aquella misma tarde, no desaprovechamos la oportunidad de sumarlo a la causa. Después de una soporífera siesta, Lucía se marchó en bici con sus auriculares y la cámara. Los otros tres quedamos en bañador dentro de la caravana dormitando, con el aire acondicionado ya que el calor era aplastante a esa hora aun con la sombra que los árboles proporcionaban al vehículo. Tanto Cristina como yo nos acomodamos como pudimos en el pírrico sofá, cada uno con sus lecturas, mientras Pedro se aupó a nuestra cama de matrimonio con el móvil, donde estaba más ancho. Pronto, mi mujer dejó su libro y subió a la cama con él, corriendo la cortina tras de sí. No tardaron en oírse risitas y cuchicheos, hasta que mi presencia fue requerida. Abrí la cortina y me los encontré a los dos desnudos sobre el colchón. Pedro estaba visiblemente empalmado, y su madre le acariciaba obscenamente. Me deshice del bañador antes de subir y nos encontramos los tres de nuevo desnudos y excitados, pero esta vez en el confort de una cama. Ambos sabíamos lo que teníamos que hacer: el centro de todo debía ser él, para no hacerlo sentir extraño. Todas las caricias y mimos tenían que ir encaminadas a crear una unión inquebrantable entre los tres, para después ampliar el círculo con Lucía.

-Dice Pedro que quiere quitarse el vello púbico, como tú –exclamó Cristina. El tierno mancebo no tenía un solo pelo en toda su anatomía, salvo un breve mechón sobre el pene y una fina pelusilla revistiendo sus testículos. Alargué el brazo y saqué del armarito auxiliar el neceser donde guardaba mi maquinilla eléctrica. Lo tumbamos boca arriba y nos colocamos a sus costados, acariciando su torso. Su pene miraba hacia el techo con la solidez de una roca mientras recibía las caricias con los ojos cerrados. Me entregué a la tarea mientras su madre le metía la lengua en la boca y guiaba sus manos por sus abultados pechos. La punta del glande que asomaba sobre el prepucio estaba roja y brillante, humedecida por el líquido pre-seminal que rezumaba. Tuve que agarrar y manejar sus partes, para ir eliminando poco a poco todo el vello. No soy homosexual, pero manipular su pene y sus testículos, acariciar su perineo e incluso su ano, me estaba excitando sobremanera. El chico no podía evitar gemir de tanto en tanto mientras seguía recibiendo mis caricias y los besos de su madre.

Cuando hube terminado, sacudí suavemente los pelitos que habían quedado sobre su piel y sin pensarlo dos veces me introduje por completo aquel caliente y tumefacto trozo de carne en la boca. Gimió al notar mis labios y mi lengua acariciándosela. Yo probé el sabor salado de sus líquidos mientras succionaba con fuerza. Mi mujer me acariciaba el pelo y disfrutaba del espectáculo con el vicio en el rostro hasta que se montó sobre él poniéndole sus lascivos agujeros ante las narices y reclamando su ración de polla filial. Se la comimos entre los dos besándonos a la vez. A juzgar por los gestos de Cristina, Pedrito no tenía una actitud pasiva y debía estar haciéndole un trabajo fino entre los muslos.

Era demasiado para él soportar tanto placer, por lo que no tardó nada en anunciar prudentemente que se iba a correr, y descargó con furia en la boca materna mientras yo violaba suavemente su ano con la punta de mi dedo índice.

La polla me chorreaba y esperaba ansioso mi turno, pero justo en ese momento oímos el sonido de una bici derrapando y Pedrito abrió los ojos como platos asustado. Su madre chistó y susurró “No temas, no hay nada de lo que esconderse”. Nos quedamos los tres en silencio mirando la puerta de la caravana esperando ver aparecer por ella a Lucía con sus auriculares, pero en lugar de eso oímos su dulce vocecilla llamando:

-¿Hola?

-Estamos aquí cariño –respondió su madre inmediatamente. No sabía qué cara poner; mi hija estaba a punto de abrir la puerta y sorprendernos en pleno trío a su madre, su padre y su hermano. Entonces dijo:

-Voy a bañarme, dejo aquí las cosas –y oímos cómo abría la puerta del copiloto debajo de nosotros y la volvía a cerrar.

Me di cuenta de que el corazón me palpitaba fuerte y de que mi erección había pasado a mejor vida. Una mirada cómplice con Cristina fue suficiente para saber que lo mejor era dejarlo ahí y esperar a otra oportunidad de disfrutar en familia.

Cada vez estoy más convencido de que mi mujer ya había adelantado trabajo con Pedro. Estoy seguro de que la tarde anterior, cuando Lucía y yo llegamos al agua habíamos interrumpido algo íntimo entre ellos dos. Es posible que incluso antes de salir de viaje, Cristina ya hubiera empezado a normalizar el desnudo y las caricias con él. El caso es que, aunque lo noté nervioso y ultra-excitado, me dio la sensación de que la cosa no le pillaba del todo de nuevas. Por otra parte, me sorprendí a mí mismo haciéndole una felación. Nunca he sentido el más mínimo impulso homosexual, pero la polla de mi hijo despertaba en mí sensaciones que me llevaron a metérmela en la boca sin ningún reparo. Aquella tarde empecé a confirmar lo que Cristina me había hecho sospechar la noche anterior: el sexo en familia es el más placentero que se puede practicar; no vacilé en ningún momento, no tuve ningún pudor en hacer lo que hice, sabía que nadie me juzgaría y que todo se hacía para recibir y proporcionar el máximo placer posible sin ningún tipo de reparo. Me sentí cómodo y además, el morbo de lo prohibido multiplicó el placer. ¿Qué más se puede pedir a una relación sexual que morbo y desinhibición sin límites?  

Al día siguiente, en una expedición a la localidad cercana a por víveres, descubrimos que en esas fechas se estaba celebrando la festividad patronal del pueblo. Según unos carteles esa noche había una especie de baile-verbena en la coqueta Plaza Mayor, así que pensamos que podíamos dejarnos caer por allí a tomar algo fresquito y bailar un rato. Así nos despediríamos de un lugar que quedaría para siempre marcado en nuestra memoria. Los chicos decidieron venir con nosotros. Nuestro plan seguía en marcha, pues Pedro y Lucía habían hecho pandilla y encontrado cierta complicidad entre los dos, lo que sin duda les ayudaba a manejar emocionalmente los últimos acontecimientos. En ningún momento le pedimos a Pedrito que intercediera en nuestro favor, ni que convenciera de nada a Lucía: la cosa debía caer por su propio peso. Nos arreglamos con nuestros atuendos más ibicencos, muy favorecedores gracias al saludable bronceado que todos mostramos ya; yo elegí una camiseta marinera de rallas y un pantalón azul marino con sandalias. Cristina se puso un vaporoso vestido estampado de gasa que resaltaba su generoso busto. Pedro, una camiseta blanca y unos jeans. Lucía vestía una blusa de lino blanca, casi transparente y unos minúsculos vaqueros deshilachados, casi tan pequeños como un culotte. Obviaré la falsa modestia y diré que formábamos un grupo muy atractivo.

Fuimos al pueblo paseando por un camino rural, empedrado y mal iluminado, en formación de a dos; nosotros delante y los niños detrás, cada pareja envuelta en su conversación. De vez en cuando nos deslumbraba algún coche que iba o venía. A lo lejos se podía oír la típica música verbenera de fiestas de pueblo y los cohetes que, de tanto en tanto, se lanzaban al aire como muestra de alegría.

Tardamos una media hora en llegar. Todo el pueblo estaba iluminado con farolillos y adornado con los típicos banderines. Las risas y la música en directo inundaban las calles centrales. Paisanos de todas las edades disfrutaban de la verbena, cada uno a su manera. Los olores de los puestos callejeros de comida colmaban el ambiente. En la plaza mayor, sobre un escenario, una banda versionaba canciones famosas de los últimos 30 años. Decidimos dejar a los chicos a su aire; la verdad es que confiamos en ellos a ojos cerrados, aunque no podíamos evitar echar un vistazo panorámico a la plaza de vez en cuando para ubicarlos. Se pasaron la noche hablando y bebiendo, más o menos como nosotros.

Cristina llamaba la atención de los lugareños, y algunos muy atrevidos se veían hipnotizados por sus turgentes pechos de los cuales no podían apartar la vista, incluso en mi presencia. De vez en cuando, observaba cómo algún joven descubría las sutiles curvas de Lucía entre la gente y no podía evitar comérsela con la mirada, pero Pedrito, que semejaba su pareja, funcionaba como un magnífico repelente de machos. Aquello me llenaba de orgullo y de deseo sexual hacia mi esposa y mis chicos. El sexo, que parecía que iba a brillar por su ausencia en estas vacaciones sin espacio para la privacidad, se había situado en el centro de nuestro pequeño mundo y no podía dejar de sentir emociones y sensaciones inconfesables ante los enormes pechos de Cristina y los rectilíneos muslos de Lucía. El alcohol volvió a servir de excelente desinhibidor y después de haber bebido varios vinos, ya no me apetecía seguir en aquella fiesta, sino que recurrentemente pensaba en hundir mi rostro entre las nalgas de mi hija y mi pene en la vagina de mi mujer.

Mi esposa notó mi virilidad en una de las veces que arrimó su cuerpo al mío para buscar un beso, y aquello debió desatar sus ansias pues abordó mis labios con lujuria mientras que, sin ningún disimulo, testaba la dureza de mi miembro. Sonriendo me cogió de la mano y tiró de mí, conduciéndome a un callejón adyacente donde la música y la luz llegaban amortiguadas. Cuando estimó que la penumbra era suficiente, me empujó hacia un portal y allí se arrodilló, desenfundó mi sable, y se lo introdujo en su confortable boca. Aunque la oscuridad nos amparaba, lo cierto es que la calle no estaba del todo desierta y de vez en cuando pasaba algún grupo de chicos o chicas que iban o venían de la plaza, y se nos quedaban mirando asombrados. Al otro lado de la calle, en una ventana del primer piso, una silueta observaba toda la escena en silencio, lo cual no me perturbó, más bien al contrario, aumentó mi sensación morbosa. No tardé en descargar en su boca, que aceptó la nutritiva descargar ingiriéndola por completo.

A pesar del orgasmo, cuando volvimos a la plaza ninguno de los dos habíamos aplacado nuestro apetito, así que decidimos volver a la caravana y seguir follando. No encontramos a los chicos por ninguna parte, así que les dejamos un mensaje en el móvil y nos fuimos.

El paseo de vuelta no consiguió aplacarnos y llegamos a las inmediaciones de la caravana entre risitas y toqueteos. Colgada del pomo de la puerta, la camiseta de Pedro nos avisaba de que estaban dentro. Nos miramos en silencio y nos acercamos con sigilo hasta uno de los ventanucos entreabiertos de la caravana asomándonos cuidadosamente. La escena que descubrimos a la tenue luz del quitamiedos era inspiradora. Los niños habían utilizado sendos pareos a modo de vendas, de manera que no podían ver nada, y desnudos sobre el mustio canapé, se besaban en los labios. Las vendas nos permitían ser testigos de sus actos con total impunidad. En ese mismo instante sentí una gran curiosidad por la conversación que habían tenido toda la noche durante la fiesta en el pueblo: ¿cómo habían llegado a esta situación? Me fascinaba comprobar lo cerca que habíamos estado siempre del amor filial sin saberlo, y como en la noche iniciática, me envolvió una mezcla de amor, orgullo y excitación.

El besuqueo fue progresivamente aumentando de intensidad, acompañado por caricias cada vez más atrevidas a la par que torpes por causa de la venda y una evidente y candorosa inexperiencia. Lucía temblaba de excitación cuando sujetó el enhiesto pene de su hermano. Él también bufaba cuando su mano dejó de acariciar los pechos sudorosos y se adentró en las profundidades de su entrepierna. En esas estaban, masturbándose mutuamente, cuando Cristina reclamó mi atención y los dejamos a su suerte para llegar nosotros por nuestra cuenta a saborear las mieles del orgasmo sobre una jarapa en la playa.

Cuando, una hora después, entramos en la autocaravana, los dos dormían en su litera. La fragancia a sexo y sudor era embriagadora.