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Mira mamá, sin manos

en Amor filial

Aviso a navegantes: aunque este relato tiene un alto contenido erótico, no busca satisfacer la paja fácil y rápida. Es la narración de una historia real que sucedió hace 20 años, la de Carlos y su madre Cristina, y por eso se ha intentado no descuidar matices quizá no muy eróticos. Aún así, se ha eliminado buena parte del original habida cuenta de dónde se está publicando. Como la realidad es más compleja que un relato erótico, me pareció de justicia advertir a los respetados lectores y sus legítimas intenciones.

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Las circunstancias que llevaron a mi madre a vender su herencia y huir del pueblo no vienen al caso. Mi padre nos había abandonado a los dos cuando yo sólo tenía 8 veranos, y después de algunos años ella decidió que no nos convenía seguir viviendo allí, así que compró un pequeño pisito en la capital, a dos horas de bus y nos fuimos. Muchos años después, ya adulto, me enteré de que la vida en el pueblo para ella (se llama Cristina) se había convertido en un infierno y no le quedaba otra opción. La verdad es que demostró ser una mujer muy valiente pues en aquella época no era fácil coger a tu hijo y dejar toda tu vida atrás.

Una antigua compañera del colegio que también había emigrado a la ciudad un tiempo antes, le consiguió un trabajo a horario parcial de dependienta en una boutique, así que con lo que había sobrado después de comprar el pisito, y el escaso sueldo de dependienta a tiempo parcial, empezamos una nueva vida en la ciudad.

A mi el cambio de colegio no me sentó mal del todo, pero lo cierto es que aquello era demasiado nuevo para mi, y me costó integrarme. Mi naturaleza sensible y tímida me llevó a juntarme con los “frikis” y pardillos de la clase. Además el centro era enorme comparado con el humilde colegio de pueblo al que siempre había ido, lo que hizo que pasara totalmente desapercibido para la gran mayoría de mis compañeros. Por aquella época yo ya había empezado a fijarme en las chicas pero mi extrema timidez me mantenía bien alejado de ellas. Siempre había tenido mucho interés y curiosidad por mis partes íntimas, y mi memoria no llega a recordar cuándo empecé a jugar con ellas a escondidas, pero lo que sí recuerdo es que ya vivíamos en la ciudad cuando descubrí la masturbación y empecé a practicarla regularmente, gracias a algunos vídeos porno en VHS que estos compañeros me dejaban.

Con el tiempo mi madre hizo buenas migas con algunas clientas y consiguió completar su jornada laboral limpiando en sus casas, por lo que nuestro nivel económico mejoró un poco y mi querida madre pudo regalarme una bicicleta con el fin de que bajara al parque a integrarme con los otros chavales que se juntaban allí. No me di cuenta del sacrificio económico que aquello significaba, pues la bicicleta era buena, y a buen seguro ella tuvo que privarse de comprarse ropa u otras cosas necesarias para la casa. Mi buena madre querida; todo por su hijo. Poco podía imaginar ella en esos momentos lo que supondría esa bicicleta para nuestra relación.

Su plan funcionó, hice nuevos amigos en la pista de bici-cross del parque, e incluso conocí a una chica, con la que empecé a salir.

La chica se llamaba Marina, y pronto andábamos los dos con el enamoramiento romanticón propio de esas edades, escribiendo nuestros nombres mil veces en carpetas y estuches y grabándonos cintas con nuestras canciones preferidas. Aún así, en mi barrio en aquella época follar no era tan fácil para un chico de mi edad, ni siquiera teniendo novia. Las chicas tendían a salvaguardar su reputación, en buena medida por culpa de los chicos que no tenían reparos en tildar de “guarra” o “ligera de cascos” a cualquier chica que se mostrase más receptiva al sexo. Juro que yo nunca hice eso, nunca hablé mal de nadie, y cuando mis colegas lo hacían yo siempre guardaba silencio. Creo que es otra de las cosas que debo al buen ejemplo de mi madre. Así que lo único a lo que Marina accedía era a meternos mano en un oscuro banco del parque las frías noches de invierno. Aún recuerdo las juveniles pecas de su nariz, el sabor a pipas o piruletas en su boca, y el tibio aroma a coco que emergía del cuello de sus camisas.

El verano ya se acercaba y eso se notaba en la cálida atmósfera del parque. Marina y yo ya llevábamos saliendo 5 meses, y como pueden imaginar, yo vivía en una perpetua erección. Despertaba todas las mañanas con el miembro durísimo, así que la primera paja del día caía antes incluso de que pusiera un pie en el suelo. Por lo general solía limpiarme con el propio pijama o con algunos calzoncillos del cajón de la mesita (a veces dentro de un calcetín), por lo que mi madre no debía ser del todo ajena a mi actividad masturbatoria, pero nunca me dijo nada. Ella pasaba mucho tiempo trabajando fuera de casa, por lo que tenía muchas oportunidades de hacerlo con toda tranquilidad, y todos los días me masturbaba 3 o 4 veces. En este punto debo decir que pese a que mi madre seguía siendo la misma mujer atractiva de siempre, nunca la miré como objeto de mi morbo; nunca me excitó verla en ropa interior (aunque la veía a veces); nunca la espié en la ducha; nunca inspeccioné sus braguitas de la ropa sucia ni nada por el estilo. En definitiva, llevábamos el tipo de relación que el 99% de madres llevan con sus hijos: total y absolutamente asexuada. Yo con el tiempo, como todo el mundo, me había ido volviendo más pudoroso, y aunque de niño no me importaba la desnudez en su presencia, eso había cambiado hacía ya tiempo. De hecho, cuando mi madre se enteró de que tenía novia (¿cómo lo hacen las madres para enterarse de todo?), intentó darme una pequeña charla sobre el respeto a las mujeres y el sexo seguro, y fue uno de los momentos más vergonzosos de mi vida; no sabía a dónde mirar y me puse rojo como un tomate.

Pues bien, una tarde calurosa uno de los colegas del grupo propuso que nos fuéramos a hacer el cabra con las bicis a unas obras abandonadas. Había allí una enorme montaña de tierra y un montón de vigas, rampas y escaleras a medio construir donde podríamos poner a prueba nuestras habilidades. A mi la idea no me gustó del todo, pero por no parecer un cobarde ante los demás y ante Marina accedí, y allí nos fuimos todos, los chicos y las chicas, a colarnos en aquella obra. Podría relatar todas las imprudencias que cometimos en aquel sitio, lleno de hierros herrumbrosos y suelos falsos, pero sería perder el tiempo. En una estúpida demostración del famoso “más difícil todavía”, subimos a la segunda planta del edificio en obras, y allí nos pusimos, sin medir el peligro, a hacer más trucos. En uno de estos, no pude controlar mi bicicleta y caí al suelo con ella desde la segunda planta. Recuerdo agarrarme con fuerza a los puños de la bici (creo que incluso frené en el aire, idiota de mi) mientras caía y pensaba que iba a morir. Tras el tremendo golpe perdí la consciencia durante unos instantes y lo siguiente que recuerdo es a todos gritando y corriendo despavoridos, incluso Marina. No la culpo, era una niña y estaba cagada de miedo, además ella fue la que entró al bar a llamar a la policía. Por lo menos hizo eso. Recuerdo sentir un dolor indescriptible en mis brazos y en mi cabeza, tanto que me mareaba y me impedía levantarme.

Además de golpes, heridas y chichones, el informe médico era bien extenso: hombro derecho dislocado, esguince cervical, rotura de ambas muñecas, de tres dedos de la mano izquierda y dos de la derecha. ¿Por qué no solté el puto manillar? Seguro que me habría roto algunos huesos igual, pero absorver el golpe agarrado a la bici me destrozó las manos.

Recuerdo la cama de Urgencias. Recuerdo dictar a un celador el número de teléfono de la boutique donde estaba mi madre trabajando. Una hora después escuché unos tacones corriendo tras la cortina del box y la cara de mi madre apareció aterrada y con los ojos llorosos. “Hijo” pronunciaron sus labios. “Mamá” dije con voz llorosa y rompí a sollozar. Sendos lagrimones recorrieron sus mejillas y me abrazó como pudo entre yesos, cabestrillos y collarín. Yo tenía miedo de que me echara una bronca, pero ella lo único que sentía era culpabilidad por haberme regalado la bici, que había quedado para chatarra. Evidentemente estaba enfadada por mi irresponsabilidad, pero el alivio de que no me hubiera pasado nada realmente grave sobre la bici que ella me había regalado, superaba ese sentimiento. Mis dos brazos estaban en cabestrillo y sendas escayolas cubrían mis manos desde el antebrazo hasta los dedos. Sólo aparecía la punta de algunos de ellos por lo que había quedado prácticamente impedido para realizar cualquier actividad. Afortunadamente las roturas eran limpias y no hubo que operarme, pero pasamos la noche en el hospital, pues los fuertes dolores obligaban a suministrarme tranquilizantes en vena. A la mañana siguiente me dieron el alta y nos pidieron un taxi.

La que se nos venía encima no era una broma. Yo no me podía valer por mi mismo para nada, pero la situación laboral de mamá era bastante precaria y no se podía permitir faltar al trabajo durante varias semanas. Esa misma tarde consiguió que en la boutique le adelantaran dos semanas de vacaciones que le debían, pero por las mañanas debería seguir saliendo a trabajar en las casas donde limpiaba, y por supuesto a hacer la compra y las otras obligaciones domésticas.

La noche anterior, en el hospital, ya había estado dándole vueltas en silencio a un asunto delicado que se presentaba a partir de ahora. Evidentemente mi madre iba a tener que darme de comer cucharada a cucharada como si fuera un niño pequeño, lo cual no le venía muy bien a mi ya maltrecho corazoncito. No es agradable para el ego de un adolescente el verse impedido para cosas tan básicas. Mamaita introduciendo la cuchara en mi boca en plan “esta por mamá”, “y esta por papá”. Pero la verdad es que ese era el menor de mis problemas. ¿Qué iba a pasar con mi higiene íntima? Y peor aún: cuando tuviera ganas de mear, ¿qué? Ni siquiera hablaré del problema de las aguas mayores porque es evidente que sólo había una manera de solucionarlo, y el asunto es tan sonrojante que lo obviaré. El caso es que a efectos prácticos yo volvía a ser un bebé de 18 meses, solo que sin pañales (aunque he de reconocer que, durante unos breves segundos contemplé seriamente la posibilidad). Lo creáis o no, sólo el hecho de tener que mostrarme desnudo ante mi madre no era para mi nada agradable, pero encima debía dejarme toquetear por ella en mis partes cada vez que tuviera que asearme, una perspectiva que hacía sonrojar de vergüenza a mis adolescentes mejillas.

Ya ese primer día en casa tuvimos que elaborar un protocolo para cuando quisiera ir al aseo. Mi madre me ayudaría a llegar y me bajaría los pantalones SIN MIRAR MIS COSAS (esto tenía que tenerlo ella muy claro); una vez hubiera salido yo me sentaría y cuando terminase, volvería a entrar y me ayudaría a recomponerme.

Reconozco que ya la primera vez que lo hicimos me resultó mucho menos vergonzante de lo que había imaginado. Tampoco fue nada erótico ni excitante. Mi madre mantuvo siempre un aire muy profesional en estos lances, lo que lo hacía todo más fácil. Esa fue la primera vez de una operación que se repitió innumerables veces en las próximas semanas.

Al día siguiente tuve que enfrentarme al asunto de la higiene. Yo había considerado la posibilidad de no ducharme hasta que pudiera hacerlo yo sólo, pero la verdad es que esa no era una opción real, y por la mañana mamá se sentó junto a mi en la cama y dijo:

-Carlos, tienes que asearte.

-Bah, aún no me hace falta- rezongué.

-Hijo, todavía llevas los mismos pantalones de cuando el accidente, y tienes que lavarte y cambiarte.

Evidentemente tenía razón, y por mucho que retrasara el momento, éste llegaría tarde o temprano, así que chasqueé la lengua en el paladar en débil señal de queja y empecé a moverme. La verdad es que la operación resultó más cómica que otra cosa pues con el fin de que las escayolas no se mojasen, mi madre me calzó dos bolsas del supermercado en los brazos. Una vez frente a la tina, llegó el momento de desnudarse y, sin darle mayor importancia, tiró de los pantalones hacia abajo hasta que estos cayeron a mis tobillos. Mi pene rebotó suavemente cerca de su cara un segundo hasta que se estabilizó. Allí estaba yo, en pelota picada, y con los dos brazos en cabestrillo cubiertos por bolsas del Pryca. Me moría de vergüenza pero ella no dijo nada. Volvió a proceder con una profesionalidad inusitada, como si llevara haciendo estas cosas toda la vida. Su rostro no ofrecía ninguna expresión concreta, apenas me miraba y si lo hacía era para cuidar de no hacerme daño ni salpicarme demasiado. Enjabonó con sumo cuidado mi cuerpo para lo que utilizó una esponja que había comprado esa misma mañana. A pesar de todo, mi madre no debía ser ajena a la sensación de que aquello no era una situación normal y pasó fugazmente por mis partes íntimas; apenas rozó mi pene y mis testículos (siempre con la esponja), y sólo repasó mis nalgas, sin adentrarse en sus oscuras profundidades. Me aclaró el jabón con sumo mimo y finalmente me secó con la toalla. Por supuesto en ningún momento me excité, ni mi pene reaccionó en modo alguno. Me roció el pecho y las axilas con desodorante y me puso un pantalón de pijama corto, sin calzoncillos. Debo reconocer que cuando volví a encontrarme en mi cama, fresquito, limpio y oliendo a rosas, me sentí mucho mejor e incluso se me alegró el ánimo. Al igual que pasara con el asunto del pipí, la cosa no fue para tanto; aunque había tenido que mostrarme totalmente desnudo a ella, apenas me tocó directamente. Ninguno habló durante el proceso, pues era una situación en la que ninguno de los dos se sentía especialmente cómodo. Decidimos que me asearía cada dos días y al poco tiempo, ya lo hacíamos con cierta naturalidad.

Y así empezó mi convalecencia. Por las mañanas mamá me daba el desayuno antes de irse a trabajar y yo me quedaba toda la mañana viendo la tele en mi cuarto. Alguna vez me aventuraba a la cocina intentando sin éxito requisar alguna galleta del bote, pero nunca conseguí nada salvo fuertes dolores en los brazos y las manos. Mamá llegaba sobre la hora de comer y comíamos juntos. Luego dedicaba la tarde a arreglar la casa o hacer algún recado; a partir de las 7 o las 8 se dedicaba a mi en cuerpo y alma (ducha, cena etc.) Tengo que decir que pasando por alto los dolores, el aburrimiento y todas las demás incomodidades, aquellas semanas resultaron para mí mucho más agradables de lo que me esperaba. Mamá se las apañó para hacer pasar por la puerta de la habitación el rancio mueble con ruedines que sostenía la paleolítica tele con tubo catódico del salón. Yo no tenía nada roto de cintura para abajo, pero los primeros días fueron angustiosamente dolorosos: uno se da cuenta de los huesos y músculos que intervienen en cada movimiento cuando está lesionado, y desplazarme podía resultar muy tormentoso. Mi habitación se convirtió así en el centro neurálgico de la casa, y allí pasamos muchas horas hablando o simplemente mirando la TV. La verdad es que tuvimos conversaciones muy amenas mi buena mamá querida y yo esos días, que sirvieron para conocernos mejor. En el pueblo yo aún era un niño y en la ciudad, ella estaba totalmente absorbida por el trabajo, de manera que llevábamos mucho tiempo conviviendo a base de insulsas conversaciones sobre temas cotidianos como los estudios, la limpieza de la casa y esas cosas. Descubrí esos días que mi madre era una mujer extraordinaria, alegre y divertida, y me di cuenta que el de “madre”, era sólo uno de los roles que ella interpretaba en su vida. Sin duda era su rol más importante, pero sólo uno. Durante algunas de aquellas conversaciones llegamos a alcanzar tal grado de confianza, que el rostro de “mamá” se iba difuminando poco a poco, a la vez que iba definiéndose el de “Cristina”. Además, podía ver en sus ojos cómo a ella le pasaba lo mismo. Conocí más de la vida y la personalidad de Cristina esos días que en todos los años anteriores. No sé muy bien cómo, pero le hice ver que yo ya era lo suficientemente mayor como para entender muchas cosas, y empezó a considerarme como un adulto, al menos para sincerarse conmigo en algunos temas familiares. Necesitaba sacar muchas cosas de dentro, simplemente decirlas en voz alta, y encontró en mí un buen hombro en el que apoyarse (paradójicamente). Sentí muchas cosas por ella durante aquellas conversaciones: compasión cuando me hablaba de la “fuga” de papá; o también orgullo cuando fui consciente de lo fuerte y luchadora que siempre había sido. Nunca hemos vuelto a estar tan unidos como en aquellos días.

Los chicos tardaron diez días en aparecer, supongo que avergonzados por ser los que me acompañaban en el momento del accidente (amén de haber sido los ideólogos de la desgracia). Vinieron un domingo por la tarde. Cristina los hizo pasar a mi habitación y nos dejó a solas con cara de pocos amigos. En el fondo achacaba mi estado, con candorosa debilidad materna, “a las malas compañías”. Y en realidad, algo de eso había. Se me partió el corazón cuando vi que Marina no estaba en la expedición. Alejandro me dejó en la mesita un sobre en el que se podía leer sus letras rechonchas de chiquilla: “Para Carlos” y un corazón dibujado con rotulador rosa. La verdad, no tenía manera de abrir el sobre por mi mismo, pero la desilusión por su ausencia fue tal, que se me quitaron las ganas de leer la carta. Pasamos un par de horas hablando, pero yo estaba algo chafado y bajo de ánimo. Paradójicamente, la visita más que animarme, me había desanimado. En el fondo pasé más de una hora deseando que se fueran todos y quedarme a solas con mamá. Cuando esto sucedió ella entró en el cuarto y se puso a ordenar mientras farfullaba quejas sobre “los pandilleros” que me acababan de visitar. Cuando se acercó a la mesita vio el sobre con la letra de Marina y dijo sin acritud:

-Vaya, ¿una carta de tu novia?

-Se llama Marina- dije medio enfadado. Realmente no estaba enfadado con ella; ni con los chicos; ni con Marina, pero por alguna razón me sentía de mal humor.

-Perdooona. ¿Carta de Marina?- sonrió con infinita paciencia.

-Sí. Pero me da igual no voy a leerla-. Me encontraba mucho mejor de las cervicales (de hecho llevaba ya dos días sin collarín), así que pude girar el cuello un poquito para mirar por la ventana. Sólo se veía un trozo de cielo crepuscular y las últimas plantas de una monstruosidad de protección oficial.

-No seas así cielo, tienes que darle la oportunidad de explicarse-. Ahí estaba de nuevo la proverbial indulgencia de mi madre al rescate de Marina. Sus argumentos siempre eran tan bondadosos, que eran irrebatibles. Sin contestar, seguí mirando por la ventana a las golondrinas en el cielo rojizo, mientras su característico canto llenaba el silencio. Mamá se sentó junto a mi sonriendo y me peinó con la mano durante un instante. Recibí su caricia.- ¿Quieres que te la lea yo?

-No.

-¿Quieres que al menos te abra el sobre?

-Que no- me obcequé infantilmente. Y tras una pausa:

-La tiro entonces- alzando las cejas (jaque).

-Mmhh… no. No, déjala ahí- respondí (mate). ¿Pero es que esta mujer hacía un curso de psicología por correo en sus ratos libres?

Se levantó, me dio un beso en la frente y mientras salía del cuarto informó:

-Toca baño, voy a preparar las cosas- y por primera vez en mi vida, antes de que desapareciera por el marco de la puerta me fijé en sus piernas cortas y en su mofletudo trasero que oscilaba a cada paso dentro de sus pantaloncitos de andar por casa.

Para que se pueda alcanzar una objetiva comprensión de los episodios que voy a relatar ahora, hemos de entender el contexto. Mi madre se estaba convirtiendo para mí en una amiga comprensiva que me cuidaba, me mimaba y me quería incondicionalmente. Si aquella tarde hubiera podido elegir mi compañía entre todas las personas del mundo, la habría elegido a ella. Ya he comentado en un par de ocasiones que mamá siempre ha sido una mujer muy atractiva, y aunque nunca había pensado en ella como mujer, los acontecimientos de los últimos días habían cambiado mi imagen de ella. Ahora no sólo era mi progenitora, sino también una buena amiga. La mirada a su trasero había sido turbadora para mi, no por lo que vi (que lo tenía más que visto) sino por cómo lo vi; por mi actitud. Mirando el culo de Cristina, lo había juzgado como objeto de deseo, como culo apetecible o no para amasarlo y penetrarlo, y había superado mis altos niveles de exigencia. Tenía entonces 39 años y cuando iba a trabajar aparentaba esa edad o más. Pero sin maquillaje, la ropa cómoda de andar por casa le confería un aspecto muy juvenil a su anguloso cuerpo. Media melena castaña lisa, con bonitos ojos expresivos y mentón afilado para enmarcar su acogedora sonrisa. Bajo dos pechos medianos tirando a grandes, mamá presentaba un abdomen inusitadamente plano, casi un intruso en comparación con la rotundidad del resto de su cuerpo. Desde el final de su esbelta espalda emergían dos grandes nalgas esféricas que habían ido ganando diámetro en los últimos años, y de las cuales nacían sendas columnas marmóreas a modo de muslos. Yo por mi parte era un adolescente y como tal, tenía mis chispeantes hormonas en continua fiesta. Recordemos que antes del accidente estaba acostumbrado a un ritmo de tres o cuatro pajas al día, pero desde entonces (11 días) no había podido hacerme ninguna, por lo que estaba acumulando una obscena cantidad de fornidos soldaditos en mis testículos. Los primeros días mi pene había estado aletargado por el dolor y los tranquilizantes, pero hacía ya unas mañanas que me despertaba con mi fiel amigo en toda su desarrollada gloria.

Así que allí estaba yo, con los huevos a punto de explotar, el rabo hinchándose y deshinchándose a voluntad desde hacía días y sin poder aliviarme con mis manos escayoladas. Para colmo, acababa de mirarle el culo a mi madre y el tribunal de mi líbido había sentenciado que era un culo “muy follable”. ¿Pero qué coño me pasaba? Seguramente la excitación acumulada me hacía alucinar pero seguro que pronto se me pasaría. Qué equivocado estaba.

Se repitió la operación de cada noche y una vez frente a la tina mamá bajó los livianos pantalones del pijama, haciendo rebotar levemente mi pene al liberarlo del elástico. Su cara quedó a escasos centímetros de él mientras me ayudaba a sacar el short por los pies y observé con pavor cómo palpitó un par de veces mientras crecía unos centímetros. Mamá miraba a mis pies y no se percató. Afortunadamente, ese pavor hizo que la excitación remitiera y no siguió creciendo. ¿En qué cojones estaba pensando? Vale que estaba desnudo y tenía a una tía arrodillada frente a mi… ¡pero era mi madre! Esa noche aprendí lo importante que es la mente en el sexo: la misma operación que hacía unos días no tenía ninguna significación sexual para mí e incluso me avergonzaba, esa noche me estaba excitando. Deseé que no se percatara del leve aunque significativo aumento de tamaño pero, al entrar en la bañera levantando primero un pie y luego el otro, los movimientos cadenciosos e incluso elegantes de mi polla entre los muslos despejaron todo tipo de duda: la tenía evidentemente pendulona y solo hacía falta echar un vistazo para percatarse. ¿Lo había visto ella? Cuando el primer chorro de agua fría cayó sorpesivamente sobre mi casi pude oír el peculiar ruido del hierro incandescente entrando en el agua “fffssshhhhh”. Aquello ayudó a que me relajara un poco pero mi pene parecía tener vida propia y aunque no crecía, tampoco se encogía.

Cristina dirigió la alcachofa de la ducha hacia mi y el agua recorrió mi pecho humedeciéndolo hasta que alcanzó mi escaso vello púbico. La verdad es que siempre he tenido muy poco vello corporal, un poquito en los antebrazos y una escasa pelusilla en las piernas. Cuando todo mi cuerpo brillaba de humedad abocó la botella de gel en la esponja y comenzó a enjabonar mis pectorales, pero más despacio que en otras ocasiones. Un momento… ¿qué estaba pasando allí? Si no fuera porque se trataba de mi madre habría jurado que se estaba recreando con mi cuerpo. Dibujaba con la esponja los contornos de mi torso lentamente, me repasó alternativamente los pezones hasta en tres ocasiones (se me erizaron como nunca), y descendió la esponja hasta el ombligo. La miré y me di cuenta de que algo había cambiado en su expresión. Hasta ese día su cara cuando me aseaba era la misma que puede poner cualquiera mientras limpia el coche pero aquella noche el brillo del morbo centelleaba en sus ojos negros. Al llegar la esponja al vello púbico me pidió que me girara y siguió enjabonándome lentamente las nalgas, los muslos y hasta los pies. Inició la ascensión en lentos movimientos circulares por la cara interior de mis piernas. Ya estaba a la altura de las rodillas y yo, de espaldas a ella, me preguntaba en qué punto pararía de frotar. Las sensaciones que me estaba provocando el imprevisto masaje eran nuevas para mi: con los ojos cerrados, y la boca semi abierta, trataba con cierto éxito que mi miembro no demostrase a mamá lo que estaba provocando en mí, convencido aún de que ese no podía ser su propósito. Sus movimientos circulares siguieron ascendiendo hasta que el reverso de su mano rozó el muslo opuesto y entonces hice un movimiento instintivo: separé los muslos. Abrí los ojos como platos. ¿Pero qué obscenidad era aquella? ¿Le estaba ofreciendo mi sagrado arco del triunfo a mi buena madre querida? Sin duda así se lo tomó ella, porque la esponja continuó ascendiendo en círculos hasta que sus nudillos me rozaron el escroto. Entonces giró la mano hasta que la esponja acarició mi ano y lo frotó lentamente unas cuantas veces. Vi caer la esponja al suelo de la bañera y dijo:

-Date la vuelta que te enjuague.

No lo creereis pero esas palabras fueron música del cielo para mis oídos: el “infierno” de sus mimos ya había terminado. En mi ingenuidad seguía creyendo que todo se debía a mi lascivo estado de abstinencia, y que si mi madre llegaba a sospechar que me estaba excitando con sus caricias, me habría tildado de monstruo degenerado. Mi pene no estaba totalmente erecto, pero decir que la tenía morcillona sería quedarse corto. Su estado se acercaba a la dureza pero aún miraba hacia el suelo, como a un par de pasos delante de mí. Darme la vuelta sería delatarme. No dármela también. No sabía qué hacer y dije:

-Nah venga, date prisa que me está dando frío.

Intenté darle un tono intrascendente a mi voz, pero no sé si lo conseguí. Mi madre obedeció en silencio y el agua fría recorrió mi espalda desbaratando el inexorable avance de mi erección. Me puso el pijamita sin más percances (aunque siempre se me mantuvo morcillona) y después de dejarme en la cama se fue a hacer la cena.

Esa noche miramos la tele en silencio, ambos absortos en nuestro bullicioso mundo interior. En algún momento de la aburrida película el sueño me venció.

Desperté de repente. Era de noche y el reflejo de la tele encendida era la única luz que bañaba la habitación. “Esta noche cruzamos el Misisipi” decía un pesado presentador cuya cara me era familiar. Estaba excitado. Mi cuerpo me mandaba señales de alerta: amigo, tenemos que eyacular. El juego de luces y sombras que la tele derramaba sobre mi no enmascaraba los movimientos de mi anaconda dentro del pantaloncito. Me sudaba la nuca y las sábanas estaban pegajosas. Un relámpago surcó el cielo inundando de luz el cuarto durante una décima de segundo. Mi madre se había quedado dormida recostada en su sillón con los pies estirados sobre una butaca. Con la cabeza vencida hacia su izquierda, hacia la ventana, sus ojos quedaban fuera de mi vista pero a juzgar por su pesada respiración mamá estaba al menos en fase REM. La pobre trabajaba mucho y siempre iba agotada. Su oreja entre los mechones de pelo, el perfil de su mejilla, su nariz… me pareció preciosa en ese momento. Recorrí su perfil con la vista hasta su pecho. Liberados del yugo del sostén, sus senos se habían desparramado un tanto hacia los costados de su cuerpo. Su teta derecha era incontenible para la escueta camiseta de tirantes de manera que su redondez asomaba indómita. Un momento… ¿tenía Cristina un pezón fuera? Mi polla palpitó ante esta idea, y por lo visto Zeus quiso echarme un cable, pues un nuevo relámpago mayor que el anterior cruzó el cielo iluminando lo suficiente para que pudiera comprobar que efectivamente, el oscuro pezón derecho de mamá se había escapado a la disciplina de la camiseta. El olor a lluvia llegó a mi con una tonificante ola de frescor y las gotas comenzaron a repiquetear con furia en la calle.

Acerqué mi maltrecha mano izquierda a mi cara con cuidado. Las dos últimas falanges del dedo índice asomaban de la escayola y las chupé. Muy despacio saqué el brazo del cabestrillo y no sin algo de dolor lo estiré hasta que pude rozar aquel soberbio botoncito. Lo chafaba levemente mientras movía el dedo, por lo que desaparecía por un costado del mismo y aparecía lozano por el otro lado. La saliva lo empapó y brillaba a la luz de la tele. Mi polla no paraba de palpitar y si me hubiera rozado unos segundos con cualquier cosa habría estallado en un orgasmo colosal. El pezón estaba cada vez más duro; por un momento pensé en ponerme de pie y frotar mi verga contra él, pero aquello era demasiado arriesgado: si mi madre no despertaba con el tacto de mi polla, sin duda lo haría con los chorretones de semen que le caerían encima. Me bastaba con flexionar las rodillas y cerrar los muslos lo suficiente para que se me escapara el orgasmo mientras acariciaba aquel sutil botoncito con la punta de mi dedo. Pero un golpe de lucidez me detuvo. Sin duda empaparía el pijama de tal manera que sería incapaz de volver a mirarla a la cara de pura vergüenza. Encogí el brazo, lo reinstalé en el cabestrillo y miré el techo resoplando. Intenté entretenerme con el pestilente programa ese del Misisipi hasta que la excitación desapareció lo suficiente como para quedarme dormido otra vez.

Al día siguiente cuando recordé lo ocurrido nada más despertar, pensé por un momento si no habría sido un sueño, y tanto me gustó esa idea que la decreté absoluta verdad irrefutable, y hasta llegué a creérmela. ¿Cómo iba yo a tocarle un pezón a mi madre? ¿Estamos locos? Lo que evidentemente no había sido un sueño, era la reacción de mi cuerpo a las caricias durante la ducha y eso me tenía turbado. Los siguientes dos días los pasé más silencioso y meditabundo de lo habitual. Me sentía culpable por haberla mirado con ojos lascivos y por haber gozado con sus caricias. Me conjuré para no volver a mirarla de cuello para abajo, pero basta que te propongas no hacer algo para que no pares de hacerlo. Me encontraba en un estado sexual desquiciante después de tantos días sin poder masturbarme y ella seguía vistiendo sus escuetos modelitos de andar por casa, casi siempre sin sujetador.

Llegó el momento de la siguiente ducha y los acontecimientos se precipitaron. Yo tenía los sentidos a flor de piel. Estaba nervioso ante la incertidumbre de lo que fuera a pasar. Una vez desnudo (polla morcillona mediante), volví a ocupar mi lugar en la bañera y mamá humedeció mi cuerpo como siempre. Cerró el grifo y observé sorprendido que en lugar de echar jabón en la esponja se lo echó en la mano izquierda. Se frotó ambas manos y empezó a embadurnarme el pecho directamente con ellas. Yo no salía de mi asombro. Sus ojos volvían a brillar como la última vez, aunque evitaba mirarme directamente. Sus deditos resbalaban entre mis pétreos pezones deleitándose y pude ver los suyos marcados en la camiseta. Aún en esos momentos, jamás pensé que ella tuviera intenciones libidinosas. Cuando sus delicados dedos iniciaron el viaje hacia el sur no pude aguantar más y mi pene inició un lento proceso palpitante de solidificación. Pensé que no se atrevería a tocárme ahí, pero ella tenía otra idea.

Sus manos siguieron esparciendo el jabón por mi vientre hasta que llegaron hasta las ingles. Con la derecha acunó mis testículos como extendiendo jabón y con la izquierda repasó desde la base del pene hasta el glande. Su mano resbalaba suave y fácilmente sobre mi miembro gracias al gel. Me tenía totalmente a su merced. A pesar de que controlaba totalmente la operación, se sintió en la necesidad de explicar sus caricias. Ni siquiera ella había encontrado una explicación convincente para esta transgresión y apenas atinó a farfullar “hay que limpiarte bien” con las mejillas encendidas. Al abrigo de su mano, mi miembro alcanzó su máximo esplendor. Me pareció que había sobrepasado con creces los habituales 17 centímetros (sí, como todo adolescente, me la había medido) y tan dura estaba que casi dolía. Con una exagerada curva, mi glande casi apuntaba al techo del baño. Entonces su mano derecha dejó de amasar mis cojones y se aventuró entre mis nalgas. Pude notar su dedo corazón sobando mi ano mientras sus compañeros separaban los cachetes. Creo que por un momento dudó de lo que estaba haciendo (no hay nadie con tanto aplomo) y siguió frotando mis piernas olvidando por fin mis zonas erógenas. Yo literalmente no me podía creer lo que acababa de pasar. Estaba a punto de estallar cuando ella se centró en las piernas así que una vez más, me había quedado a punto. Volvió a accionar el agua y me enjuagó por todas partes. No parecía advertir el duro elemento de mi bajo vientre, pero para mi perturbaba toda la escena. Después de ayudarme a salir de la bañera (lo que provocó que mi pene oscilara como si un depravado mago agitara su obscena varita), cogió la toalla y se arrodilló para secarme desde los pies hacia arriba. Llegó a los testículos y los restregó suavemente sosteniéndolos en bandeja y entonces ya no pude aguantar más. Toda la lujuria acumulada durante días no pudo ser contenida más tiempo a pesar de que en ese momento, ni siquiera me la estaba tocando. Casi noté el semen recorriendo el interior de mi polla mientras me iba invadiendo la inconfundible sensación del inminente orgasmo elevada a su máxima expresión.

-Para, para... - atiné a decir, pero el orgasmo ya era inexorable. Justo cuando decía el segundo “para” con la voz debilitada por el placer, un furioso chorro de semen estalló en su mejilla derecha.

-¡Oh!- exclamó débilmente y se alzó retrocediendo un paso.

Otro chorro aún más intenso que el primero recorrió en medio segundo la distancia hasta su camiseta y ella retrocedió otro paso. Impulsados por espasmódicas contracciones de mis glúteos y briosos saltos de mi verga, seguí arrojando impúdicos esputos de leche que aterrizaban con un sonoro “splash” en el suelo del baño. Todos y cada uno de ellos fueron acompañados con débiles interjecciones por mi parte: “Ah… Ah… Ah…” pronunciaba penosamente en voz baja. No puedo asegurar qué hacía mi madre en esos momentos, supongo que observar sorprendida semejante surtidor. Con los dos últimos espasmos, en lugar de “ah” dije “no… no…” como queriendo negar lo que estaba pasando. Cuando paré de temblar presa de un inefable remolino de sensaciones y sentimientos, una lágrima recorrió mi mejilla derecha. Nos miramos a los ojos. El semen aún resbalaba por su mejilla.

-Yo… yo…- balbuceé apartando la mirada.

Se acercó sin dejar de mirarme y puso un dedo en mis labios

-No te preocupes cariño, no pasa nada- susurró mientras con la toalla en la otra mano me la limpiaba. Usó la misma toalla para limpiar su cara, me puso el pijama y salió de la estancia aún ruborizada.

Alcancé la cama yo sólo y me recosté en ella. Mi cabeza era un torbellino. No sabía qué iba a pasar ahora. Ni siquiera sabía con qué cara la iba a mirar cuando entrase con la cena. Al cabo de un rato oí sus pasos acercarse y mi corazón galopó. Decidí mirar fijamente por la ventana justo cuando hizo acto de presencia. Con el rabillo del ojo vi que se había cambiado de camiseta. Sostuvo la bandeja de la cena con una mano mientras acercaba una silla a mi lado. Yo seguía mirando por la ventana en silencio.

-Cariño mírame. Mírame.

Nuestras miradas se cruzaron. Estaba muy seria pero no parecía enfadada. Eso me quitó un enorme peso de encima. Cargó una cucharada de crema de verduras y la acercó a mi boca.

-Cielo… ¿Tú sabes qué es lo único que tienen en común todos los hombres del mundo?

Intenté averiguar en silencio el motivo de semejante pregunta mientras me acercaba una segunda cucharada a la boca. Después de lo ocurrido en el baño, imaginaba que la respuesta correcta era “que están salidos”, pero no quería pronunciar esas palabras así que preferí callar.

-Que son hombres- se contestó ella misma. Valiente tontería, pensé.

-Y todas las mujeres del mundo, ¿qué es lo único que tienen en común?- y tras un silencio:- pues que son mujeres.

¿A dónde cojones quería ir a parar? No me miraba en absoluto mientras hablaba, sino que permanecía concentrada en darme la cena sin derramar nada. Creo que en el fondo, ella también estaba nerviosa.

-Pues bien hijo, no hay hombre en el mundo que no se excite si una mujer le acaricia, sea quien sea esa mujer.

Aliviado al comprobar que la charla trataba, una vez más, sobre la comprensión y no sobre el enfado y el castigo, me atreví a intervenir:

-Ya mamá, pero tu eres mi madre, no entiendo cómo he podido…

Gracias a Dios me metió otra cucharada en la boca para que no tuviera que terminar la frase.

-Eso no importa cariño. Antes que madre e hijo, somos un hombre y una mujer. Imagina a alguien que no nos conozca de nada: ¿tú crees que tendría manera de saber que somos madre e hijo sólo con mirarnos? Sería imposible. Es más, imagina que te doy en adopción y 15 años después, sin saber ninguno quién es el otro, nos encontramos. Yo seguiría siendo tu madre pero, a parte de por vieja y fea, ¿tendrías algún problema para enrollarte conmigo?

Me hizo sonreir. Una vez más estaba dando en el clavo. Me parecía que los argumentos que esgrimía eran muy acertados, y poco a poco empecé a notar un gran consuelo. Quise decir que no me parecía ni vieja ni fea, pero pensé que no era el momento. Esbocé un último retazo moralizante:

-No sé, tienes razón, pero aún así somos familia. No puedo evitar sentirme mal.

-Eso es porque eres un buen chico. Pero créeme, no tienes porqué sentirte mal. A veces pienso que en el sexo no hay que saber demasiadas cosas. Todos deberíamos ser ciegos en la cama. Por ejemplo, ¿a tí te gustan los chicos?

-¡Mamáaaa!, ¿pero qué dices?

-Ya sé que no. Imagina que te vendan los ojos y alguien te acaricia, ¿sabrías distinguir si es un chico o una chica? No. Si te la tocara un chico te excitarías igual o más que si te la tocara una chica. La piel es piel hijo, y si te la acarician responderá.

Tocado y hundido. Mi madre tenía razón en todo y una vez más había despejado los oscuros nubarrones que ensombrecían mi pecho. Sólo una última pregunta para asegurarme:

-Entonces… ¿lo que ha pasado en el baño está bien?

-¿Quién sabe eso hijo? De una cosa estoy segura: mal no está. No te martirices cielo, no le hemos hecho daño a nadie ¿no?- negué con la cabeza.- Pues ya está. Es más, viendo lo que has soltado, creo que te hacía bastante falta.

Esto último lo soltó en un tono mucho más desenfadado pero toda mi cabeza alcanzó una tonalidad rojo Ferrari muy elocuente. Recibí otra cucharada. Mamá dio por zanjada la conversación, encendió la tele y se puso a parlotear mientras terminaba de darme la cena. Yo aprovechaba cada momento en que no me miraba para escrutarla fijamente. Comprendí que jamás encontraría una mujer que me quisiera, comprendiera y cuidara mejor que ella. Nadie nunca podría estar a su altura. Unas cosquillas me recorrieron el estómago mientras observaba su bonito perfil. Una vez superado el tabú sexual, ¿me estaba colando por Cristina? Lo que estaba claro era que la quería más que nunca, y más de lo que había querido nunca a nadie. Quizá podríamos estar juntos para siempre; si en ese momento me lo hubiera pedido, habría dicho que sí sin pensarlo. Estuve construyendo castillos en el aire toda la noche, pensando en cómo debía declararme a ella, y cómo sería nuestra maravillosa vida a partir de ese momento. Vimos un rato la tele hasta que se fue a dormir, lo que me provocó un extraño desamparo. Yo quedé a oscuras en mi cuarto pensando en todo lo que había pasado. Había sido un día de emociones fuertes, y pronto el sueño me venció.

El alba estaba cerca cuando abrí los ojos, pues los pájaros ya se oían por la ventana y la penumbra no era total. Sentada en la misma silla donde me había dado la cena, mamá me peinaba en una suave caricia. Cuando vio que despertaba me regaló su mejor sonrisa. Echó el cuerpo hacia delante acercando su rostro al mío. Ahí estaba de nuevo ese brillo en la mirada. Una vez a su alcance, me llenó los labios de dulces besitos. Lentamente. Haciendo que su nariz esquivara la mía. Recordemos que desde el accidente yo no dormía totalmente tumbado, sino recostado en ángulo sobre el colchón. Susurró:

-Hijo… (besito) he estado pensando… (besito)... tengo que serte sincera… (besito). La otra noche no estaba dormida… (besito). En realidad… (besito) te despertaste por mi culpa… (besito). No podía dormir y… la tenías tan dura… la tenías tan grande…parecía tan bonita que no pude evitarlo…

Esta nueva revelación me dejó de piedra. Supuse que estaba confesando que me la había acariciado. Su respiración estaba muy agitada. El cachalote de mi entrepierna ya desperezaba cuando se separó de mí y se puso de pie. Sempiterna camiseta interior de tirantes y pantaloncito ceñido justo bajo la nalga. Se sacó la camiseta y observé sus pechos, algo caídos pero preciosos, con pezones que apuntaban hacia los lados. Su vientre liso me fascinaba. El pantaloncito marcaba su coño entre los muslos. Se lo frotó; diríase que no podía evitar tocarlo. Jadeaba, estaba en un estado de excitación altísimo.

-Cariño debes perdonarme -dijo.- Estuvo muy mal lo que hice ayer en el baño… apartarme… dejarte sólo mientras te venías… eso no se hace.

Mientras hablaba se iba acercando lentamente a los pies de la cama. Tiró de los shorts hacia abajo y se quedó en bragas. Blancas; de algodón; algo de vello asomaba por los lados. Allí estaban sus portentosas caderas, para nada acompasadas con su vientre juvenil.

-Así que… he venido a compensarte…- deslizó estas palabras cuando ya estaba de pie frente a mi. Se quitó las bragas y ahí estaba mi madre, en bolas, ofreciéndome su cuerpo y su coño. Me maldije por tener los brazos escayolados y en cabestrillo. De hecho apenas podría moverme, así que sólo me quedaba estarme quieto y disfrutar. Entonces comprendí que los sensuales toqueteos del baño no habían sido imaginaciones mías. Sin duda, iba a ser el juguete sexual de mamá.

Puso una rodilla sobre la cama abriendo así las piernas y siguió acariciándose ahí abajo. Tenía un felpudo triangular estupendo; parecía muy acogedor. A estas alturas mi rabo, aprisionado en mis pantalones, había alcanzado su plenitud y suplicaba que lo liberasen. Puso la otra rodilla sobre la cama y me acarició las piernas desde los tobillos hacia arriba lentamente de manera que sus pechos se fueron descolgando poco a poco. La vista que tenía era maravillosa, pero desde atrás debía ser espectacular. La mano con la que se había tocado estaba mojada y dejó un rastro en su camino por mi pierna izquierda. Llegó hasta la enorme protuberancia de mis pantalones y la frotó lentamente. Tiró del elástico hacia abajo y mi polla apareció como un resorte. Curvada como un plátano, el glandé ya morado se estrelló violéntamente contra mi vientre y ahí se quedó, formando una especie de puente sobre mi escaso vello púbico. Me estuvo acariciando los muslos y el escroto durante lo que me pareció una eternidad. La mujer a lo que yo más amaba, mi madre, iba a desvirgarme.

Por fin la tomó con una mano mientras con la otra seguía sobando los huevos. La tenía tan dura que su estado natural era curvada hacia mí, con la roja cabezota pegada a mi cuerpo y tuvo que forzarla un poquito para separarla del mismo, como quien activa una palanca. Con extrema dulzura, sus dedos la acariciaron de arriba a abajo y en rotación repetidamente. Cuando llegaba arriba, el nudillo interior de su pulgar buscaba con maestría estimular el borde del glande. La dejó suelta un momento y volvió a pegarse a mi cuerpo violentamente. Ella se sentó de rodillas sobre sus talones con las piernas muy juntas. Entre sus muslos regordetes pero recios y firmes un adorable bosquecillo de negro vello ensortijado custodiaba la húmeda gruta de mamá. Sus pechos colgaban orientados hacia los costados de su cuerpo. Oscuras aureolas del tamaño de galletas enmarcaban aquellos tiesos pezones. Parecía que su cuerpo hubiera sido diseñado intencionadamente para el goce sexual de su pareja y yo no iba a poder acariciarlo.

Me preguntaba por qué demonios había interrumpido su magnífica labor y entonces lo comprendí. Sin dejar ni por un segundo de mirarme a los ojos con una mirada tan pícara y lasciva que habría desarmado al más templado de los hombres, agrupó con los dedos su lacia melenita castaña tras sus orejas, evidente preludio de lo que iba a pasar. No sólo iba a chupármela, sino que quería que yo no perdiera detalle. Desde entonces este gesto tan ingenuo en otros contextos, siempre tiene una connotación tremendamente erótica para mi, y no puedo verlo hacer a una chica sin recordar aquella noche. Acercó su cara a mi miembro. Volvió a accionar la palanca hasta que apuntó a su boca. Vi aparecer una lengua lujuriosa entre sus labios que repasó lentamente mi capullo mezclando su saliva con el líquido preseminal que ya daba a mi falo un aspecto brillante y baboso. Apoyó la punta en su boca cerrada y presionó con la cabeza hacia abajo con lo que a efectos prácticos, era mi miembro el que obligaba a sus labios a separarse. Ni un sólo milímetro quedó sin acariciar por aquellos tiernos labios hasta que mi vello púbico rozó su nariz. Las manos apoyadas en mis muslos, su linda cabecita subía y bajaba haciendo aparecer y desaparecer mi henchido bastón. No dejó nunca de mirarme directamente a la cara, sus ojos bien abiertos apuntando hacia arriba. Parecía que le provocara gran gozo ver mis gestos de placer y yo, sin necesidad de exagerar nada, le ofrecí todo un repertorio de muecas de deleite y desesperación entre bufidos y gemidos. Tras su cabeza aparecía y desaparecía al compás de la mamada su espalda y sus grandes y tersas nalgas, separadas por el inicio del valle de su ano. Desde donde yo estaba su culo parecía la parte superior de un corazón. Succionaba con tal fuerza que sus mejillas se estrechaban como quien absorbe un helado. Tales menesteres le hacían segregar gran cantidad de saliva que resbalaba por mi falo haciendo que las caricias de sus labios y su lengua fueran más suaves y lubricadas.

Yo mantenía las piernas abiertas dejándole espacio suficiente en la cama y no podía evitar agitarlas y flexionarlas. Sus labios me la estrangulaban allí donde era más sensible y mi preocupación por no tardar mucho en alcanzar el éxtasis empezó a cobrar sentido pues notaba que el orgasmo estaba al caer. Como alertada por un sexto sentido, Cristina la liberó de la dulce prisión de su boca y volvió a estrellarse contra mí tumefacta y morada. Era hora de darle un respiro.

Se alzó poniéndose de pie sobre la cama y se acercó a mi, siempre mirándome. Con mucho cuidado de no tropezar contra mis cabestrillos, acomodó sus pies en los cojines laterales, quedando sus rodillas junto a mis orejas. Sus ojillos libidinosos hicieron contacto con los míos entre sus pechos, que ocultaban el resto de su rostro. La perspectiva desde mi posición era gloriosa: la luz del alba hacía destellar su espeso vello abrillantado por la profusión de sus fluidos. Equidistante con los pliegues de las ingles una profunda hendidura surgía de su felpudo juntándose con la raja de su culo y dibujando dos rechonchos labios vaginales. Se agarró con las dos manos al cabecero metálico de la cama y separando gradualmente las rodillas fue acercando sus morbosos orificios a mi cara como haciendo una sentadilla. Los labios vaginales fueron separándose conforme se acercaban, mostrando una brillante y rosada caverna que rezumaba fluidos lujuriosos. Así mismo, los pliegues del gran trasero desvelaron otro agujero que a la postre, también sería lamido con fruición.

Cuando todos aquellos jugosos elementos estuvieron a mi alcance me entregué a un esmerado cunilingus que arrancó roncos gemidos de su garganta. No podía creerme que estuviera comiéndole el coño a mi madre. Consciente de mis limitaciones en los movimientos, ella nunca cesó de mover las caderas adelante y atrás, como si se estuviera follando mi boca. En tal estado de excitación, su ano ejercía una extraña fascinación sobre mí y me esforzaba por alcanzarlo con la punta de mi lengua. No quería dejar ni un sólo centímetro sin chupar y me henchí de orgullo y placer al oír sus gemidos y notar sus tembleques cuando mi lengua alcanzaba su ojete. Yo no tenía experiencia alguna de lo que estaba pasando esa noche, pero no era del todo ignorante de lo que debía hacer, gracias a las pelis porno en VHS que había visto. Lameteaba su clítoris, jugaba con él, succionaba sus labios menores y repasaba su ano, con lo que alcanzó un poderoso orgasmo que le hizo soltar una serie de grititos al tiempo que le fallaron levemente las rodillas enterrando así mi boca y mi nariz en sus profundidades.

Volvió a su sitio entre mis piernas y poniéndose a cuatro patas me dio la espalda y me mostró sus grandes glúteos. La visión de su concha entre ellos provocó palpitaciones en mi polla ansiosa. Con las rodillas juntas hincadas en la cama, hacía oscilar lentamente su culo a izquierda y derecha. Habría matado por poder abofetear aquellas tersas y grandes nalgas. Su carita viciosa apareció por un costado y dijo:

-¿Quieres follarte a mami cariño? ¿quieres metérsela?

Tenía la boca seca así que asentí con la cabeza. Nunca habría imaginado que mi madre fuera tal máquina sexual. La inmovilidad me hacía desesperar de morbo y hubiera estado dispuesto a suplicar. Aún arrodillada abrió las piernas dejando las mías entre las suyas y reculando, se sentó sobre mis partes, pero sin metérsela. Restregaba nuestras partes moviendo las caderas a los lados. Mi glande tropezaba con sus nalgas y sus labios vaginales envolvían mi falo desprendiendo un calor enfermizo. Sus jugos empapaban ya mi polla y mis testículos.

-Por favor… por favor…- jadeaba yo.

Mis súplicas debieron ablandarla (no en vano era mi madre), así que se elevó, la cogió con una mano, la puso en la entrada de su vagina y volvió a dejarse caer. Un calor esponjoso me envolvió por completo, pues en ese momento todo mi ser se concentraba en mi polla. Comenzó un vaivén adelante y atrás lo que forzaba a mi rabo dentro de ella a adoptar su posición más antinatural, hacia mis piernas. Sólo podía ver su enorme culo sentado sobre mí alejarse y acercarse, su esbelta espalda arqueada y su pelo agitarse al compás de los movimientos erráticos de su cabeza.

Giró sus hombros para sonreirme y eso me derritió aún más. Introdujo uno de sus dedos en mi boca para después llevarlo a su ano y penetrarse con él. Yo hacía rato que no podía pensar en nada y lo único que podía hacer era gemir y bombear levemente mis caderas. Entonces apoyó sus manos en mis piernas y adelantó los pies para ponerse en cuclillas. En esta postura (parecía una rana), su culo comenzó a rebotar contra mi, con lo que pude ver mi polla entrando y saliendo de sus entrañas en ritmo cadencioso, ni rápido ni lento. Sus pechos colgaban en un baile infartante. Sentí que desfallecía; estaba traspasando todos los umbrales del placer mientras ambos gemíamos como animales en celo. Me iba a correr y lo anuncié:

-Mamá… me corro- jadeé.

-Hazlo hijo… ha-hazlo. Yo… yo también me corro- la oí decir desde detrás de su culo.

Un torrente de semen juvenil comenzó a rellenarla entre espasmos y a desbordar su vagina. Casi gritábamos corriéndonos, mientras ella seguía rebotando sobre mi al mismo ritmo de siempre y mi leche resbalaba por mi pene empapando testículos vientre y sábanas. Con la cara desencajada, sentí que el alma se me escapaba trás mis fluidos.

Aminoró el ritmo de sus caderas entre ocasionales temblores que hacían vibrar sus nalgas. Elevó el culo hasta que mi verga volvió a estamparse contra mi vientre y bajó de la cama. El semen aún le resbalaba por los muslos desde la vagina. No podía apoyarse sobre mi hombro sin hacerme daño, así que después de darme un largo beso con lengua se acurrucó sobre mi vientre con mi pene cerca de su cara y jugueteó con él. Yo miraba su cabeza y me deshacía por no poder acariciarla. No dijimos nada.

Viendo que mi falo no desfallecía, sus suaves caricias sobre él fueron definiéndose poco a poco en una nueva paja. Me masturbaba a buen ritmo y de cuando en cuando introducía tan sólo la cabeza de mi miembro en su boca dándole unas sonoras chupadas, sólo para seguir masturbándome posteriormente. Me derramé de nuevo, esta vez en su boca y en menor cantidad.

Al rato, se levantó y la observé recoger desnuda su ropita del suelo. Me acarició el pelo, me besó en la frente y con una sonrisa salió de mi cuarto. El sol ya había salido y el largo sábado esperaba.

Yo estaba como loco por repetir los siguientes días pero eso no sucedió. El nuevo grado de intimidad entre ambos me dio ánimos para al menos demandar alguna paja en la bañera, y ella accedió un par de veces más. Lancé algunas insinuaciones románticas, pero todas ellas fueron contestadas con risueños cambios de tema, con lo que el desánimo se instaló en mi corazón. Una mañana al volver de trabajar, la oí hablando en el recibidor de casa. No solíamos tener visitas, así que no imaginaba quién podría ser. “Pasa” escuché la alegre voz de mamá. Apareció por la puerta y dijo:

-¡Hola hijo! Mira a quién me he encontrado en el portal - exclamó con una enorme sonrisa. A su lado, apareció Marina con su adorable expresión de timidez.- No me habías dicho que era tan guapa.

Marina entró en mi cuarto ruborizada y soltó un dulce “Hola”. Reconozco que la alegría me invadió al verla.

-Os dejo solos- exclamó mi madre cantarina. Desde el umbral de mi cuarto Cristina me sonrió, me guiñó un ojo y cerrando la puerta, se quedó fuera de mi habitación.