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El muñeco

en Control Mental

EL MUÑECO.

El viaje para Elena había sido maravilloso, por fin había tenido la oportunidad de conocer Sevilla, la ciudad del embrujo, encandilarse de su gente, de sus estrechas calles, de sus fiestas, sus colores, su alegría y su pasión. La huída salió redonda o casi, pues a pesar de haber conocido a un montón sevillanos guapísimos, la cosa no pasó de un ligoteo más y unos finos en la calle Betis bordeando el Guadalquivir, sin más ánimo que bailar unas obligadas sevillanas y un intercambio de números de teléfono.

Su tren de regreso a Madrid salía con cierto retraso y mientras esperaba en el andén con su mochila al hombro se le acercó una bella gitana que le quiso leer la mano. En otra ocasión, Elena no hubiera aceptado ese tipo de cosas, pues además de no ser supersticiosa, le causaban cierta gracia, sin embargo esta vez le intrigaba qué podría depararle el futuro, tras su fracaso sentimental con su novio y el éxito limitado que había obtenido en su corto viaje a la capital andaluza, por lo que decidió escuchar a esa mujer de ojos negros que le sonreía.

    - Niña, veo que tienes un futuro precioso, tu mano no miente.

    - ¿Sí? ¿Qué es lo que ves?

    - Veo mucha paz, creo que tu hombre está a punto de llegar.

    - ¿Cómo a punto?

    - Pues que tu mano dice que vas a conocer a tu hombre, hoy.

    - ¿Hoy?

    - Te lo juro.

La gitana vestida con su ya ennegrecido traje rojo de faralaes, hizo un giro sobre si misma levantando los brazos al cielo indicando que aquello más que una visión era una premonición divina. Elena le sonrió sintiéndose agradecida y animada por aquella ocurrencia, porque en cierto modo esa joven gitana había conseguido hacerle sonreír y también, en cierto modo, levantarle la moral. Justo en ese momento se aproximó el tren al andén. Sacó su cartera y al no tener nada suelto le entregó un billete de diez. A la gitana se le iluminó la cara, miró fijamente a los ojos de Elena y de su gran bolso sacó un pequeño y destartalado muñeco de tela entregándoselo.

    - Niña, que Dios te bendiga, ese payo que te va a encandilar estará “fijao” en el muñeco, guárdalo y         aprovecha la ocasión. Él estará a tu merced, corazón. Esta escrito. – acabó diciendo con un saleroso acento andaluz.

Elena volvió a sonreír con aquel pequeño juguete entre sus dedos y cuando quiso volverse a la gitana, esta había desaparecido, como si la Tierra se la hubiese tragado. Giro sobre sí misma en busca de aquella mujer, pero solo pudo sonreír y encogerse de hombros al no encontrarla en los alrededores. Guardó su muñeco en la mochila y se metió en el tren.

El vagón iba prácticamente vacío en ese viaje de día laborable con dirección a Madrid, por lo que quiso acomodarse en dos butacas, una para ella y otra para su mochila mientras el paisaje se iba moviendo cada vez a mayor velocidad a través de la ventanilla. Sacó nuevamente el muñeco y se le quedó observando unos segundos sin percatarse que junto a ella, en el pasillo, un chico llamaba su atención.

    - Perdona, ¿Este es el número 28 A?

Cuando los ojos de Elena se cruzaron con los de aquel muchacho creyó que el tiempo se había detenido, que nada ocurría a su alrededor, surgiendo ante ella realmente como si de una aparición se tratase, una especie de ángel convertido en un chico guapísimo: Unos ojos intensos y azules, un pelo alborotado de color negro y un olor embriagador. Apenas atinó a decir un sí y se limitó a mover la cabeza en señal de aprobación.

El chico ubicó su maleta en el portaequipajes sobre su cabeza, momento que aprovechó Elena para degustarse de la visión de un culo bien formado y aparentemente duro bajo unos jeans desgastados. Al fin se sentó frente a ella y le envió una sonrisa radiante que pareció llegarle al pecho, pues sus pezones instintivamente respondieron poniéndose exageradamente rígidos. Elena bajó su mirada ciertamente avergonzada y la dirigió al muñeco que le había entregado la gitana en la estación, pasando sus dedos por el pecho de aquel harapiento y simpático juguete.

Curiosamente, cuando alzó la vista se percató que al acariciar a esa figurilla, el chico de enfrente repetía los movimientos exactamente igual a los que ella hacía sobre esta. Era como una réplica de sus pensamientos. Cuando la yema de sus dedos pasaba nuevamente sobre el pecho del títere, aquel chico lo repetía sobre su cuerpo. Al principio lo trató como una casualidad, pero a cada nuevo movimiento de sus dedos sobre el monigote, las escenas en el hombre de carne y hueso se repetían, aunque él no se diera cuenta y pareciera estar como ausente. Elena se sonrió a si misma en el reflejo de la ventana, como si su pequeño demonio interno hubiera aparecido cual espectro, indicándole que esa maldad era gratificante, cachonda y divertida. Recordó las palabras de la gitana, recapacitando si el chico que tenía enfrente era ese que indicó como el hombre de su vida. Volvió a sonreírse ante el reflejo del cristal continuando con ese morboso juego. La mano de Elena subía a la cabeza del muñeco y el chico inmediatamente acariciaba su cabello, ella pasaba su dedo índice por las piernas y él muchacho frente a ella, con la vista ida, hacía idéntico movimiento.

El morbo se convirtió en excitación, pues las perversas manos de Elena, sabiéndose dominadora de ese nuevo don, ya no se conformaban con acariciar el pecho o las piernas sino que en ese preciso momento estaba rozando con sus dedos lo que hacía las veces del sexo del muñeco mientras aquel atractivo joven se tocaba el miembro de igual manera sobre su ajustado pantalón. Elena le miró a la cara y vio que estaba con los ojos cerrados. Ella no se atrevía a seguir, incluso por el miedo a que alguien se acercara, pero esa sensación de poder y ese excitante juego no le permitían detenerse. Una vez más su mano fue acariciando el vértice de las piernas del juguete y el chico seguía acariciando su paquete que iba creciendo por momentos al tiempo que su pecho se movía a un ritmo cada vez más acelerado, dejando en el aire leves suspiros y jadeos. Elena se estaba poniendo más y más cachonda cada vez. Nunca hubiera imaginado que con su sola voluntad, pudiera manejar a un hombre que estaba tan bueno y que era su esclavo virtual frente a ella. Miró a un lado y a otro para asegurarse que nadie podría verlos en semejante función y besó al muñeco en la boca, sabiendo lo que ocurriría después. En ese momento, el chico se levantó como un autómata y poniendo una rodilla entre las suyas, la tomó por los hombros, le miró fijamente a los ojos y le plantó un intenso beso con aquellos labios enormes que parecían querer devorarla. Ella era la dueña de la situación y manejaba a su antojo toda la operación: se llevaba el muñeco al cuello y a continuación era la boca y lengua de aquel chico quien lo hacía. Repetía la operación contra su pecho y el chico amasaba sus tetas con una increíble habilidad, suministrándole un gusto portentoso y divino.

El muñeco acabó bajo su falda y a continuación fue la cabeza de aquel chico la que se aventuró entre sus muslos, repitiendo la escena, acariciándolos directamente con su lengua, dejando un rastro de tremendo placer entre las piernas de aquella mujer entregada en un juego tan insólito y sensual. La lengua del chico seguía y seguía explorando cada rincón, cada centímetro del interior de los muslos de Elena mientras ella ronroneaba ligeramente. El chico le apartó ligeramente su empapado tanga y con auténtica devoción abordó su húmedo sexo de forma que la espalda de ella se arqueó presa del placer. Sus suspiros se entremezclaban con el sonido de los labios del joven que no le deparaba más que placer infinito por todos los rincones de su cuerpo y especialmente en esa intimidad que ahora latía y requemaba entre sus muslos. La prodigiosa lengua se abría paso en sus labios vaginales para explorar a fondo los recónditos lugares donde el gusto parecía residir. Cuando el clítoris fue aprisionado entre los labios de aquel extraordinario amante improvisado, Elena se agarró a ese cabello ensortijado para abrir sus piernas y atraparle contra ellas de forma que aquella dulce sensación no terminase nunca, hasta llegar a distinguir los pálpitos de su corazón sobre su caliente sexo y descargar en un orgasmo del que no parecía apearse jamás. Diversos pequeños grititos salieron involuntariamente de su garganta, insuficientes para ser oída y dispuestos para demostrar que el placer había alcanzado un grado sumo. Cerró sus ojos y se dejó llevar a un mundo de paz y de placer interno que le duró varios segundos, minutos, tal vez.

Elena despertó, abriendo sus ojos lentamente, momento en el que comprobó que el muchacho que tantos placeres ocultos le había despertado, ya no estaba junto a ella. Se levantó buscando desesperada por todo el vagón, pero se encontraba vacío. Ni siquiera se había percatado que el tren estaba detenido hacía rato. Al asomarse por la ventana vio que aquel impresionante joven le sonreía desde la estación. Miró hacia abajo y vio que el muñeco aun seguía entre sus temblorosos dedos. Agarró su mochila y salió corriendo al encuentro del joven, que seguramente había sido fantasía en un sueño, pero también deseaba que fuera a toda costa el hombre de su vida, tal como le predijo la gitana al entregarle el muñeco. Esta vez no debería dejar pasar el tren.

Sylke

(4 de diciembre de 2006)