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Jugando con mi vecino

en Fetichismo

Don Fidel, un honorable abogado que vive en mi misma escalera, me conoce desde niña, bueno prácticamente me ha visto nacer, salvo que ahora, ya desarrolladita, se puede decir que me mira con otros ojos. Lo venía notando desde hace un tiempo, a partir del cual, yo misma he sido la culpable de jugar un poco con él, a ser la traviesa jovencita inocente, a comportarme de forma cándida y atrevida a la vez, pero siempre con ese grado de provocación que le mantiene en la distancia poderosamente excitado y no puedo negar que una, también disfruta con esos juegos.

Cuando le veo llegar al portal me gusta esperarle para coincidir juntos en el ascensor, que por cierto es muy estrecho y así apoyar mis tetas contra su pecho cuando pulso el botón de nuestro piso. Sé cuanto le pone, no hay más que ver el pedazo de “cacharro” que se le abulta bajo el pantalón. No te digo cuando me agacho a recoger las llaves que “accidentalmente” se me caen al entrar en casa y se queda tonto mirando mi tanga bajo mi pequeña minifalda.

Otras veces, al coincidir la ventana de mi cocina con la suya, me hago la distraída y paso varias veces tapada con una reducida toalla ó con una diminuta camiseta y unas braguitas, como si no le hubiera visto. Ya imagino las pajas que se habrá pegado a mi costa, cosa que por otro lado, me excita cantidad.

Sin duda mi juego favorito es el de tender mi ropa interior: Las braguitas, sujetadores, tangas, bodys... Un día le pillé de casualidad, cuando después de colgar la ropa en el tendedero, se quedaba observándola detenidamente a través de su ventana y por los movimientos que se adivinaban tras la cortina, debía estar masturbándose, imaginándome con ellas puestas, supongo. Eso me daba un morbo que no veas.

Con el tiempo me di cuenta que aquellas prendas que parecían haberse caído al patio y desaparecido posteriormente con el viento, no eran tales, sino las robadas por mi fetichista vecino. Hasta que le atrapé en plena faena, escondida tras la ventana.

    - ¿Qué hace, oiga? – le pregunté dándole un susto de muerte.

El hombre no sabía donde meterse, creo que le dio un pasmo, pues apenas podía articular palabra.

    - ¿Por qué me está robando la ropa interior? – volví a inquirirle muy seria.

    - Perdona chiquilla, pero es que creía que se iban a caer y las iba a sujetar mejor.

La disculpa además de poco creíble, estaba llena de tartamudeos y dudas. Le arrebaté las braguitas de la mano y me metí en casa enojada, cuando en realidad la idea de saber que me había robado mis prendas más íntimas, me hacía sentirme muy halagada y ¿por qué no decirlo?: Muy excitada.

Dando por olvidado el incidente, aunque nunca del todo y tras aceptar sus enrevesadas disculpas, yo seguí jugando a hacerme la inocente cada día, como si nada hubiera pasado y a pesar de no volver a echar en falta mi lencería del tendal, con el tiempo y mis ciertas habilidades, no pudo más que confesar y reconocer de forma espontánea su traviesa “debilidad”. Fue aquel día cuando coincidimos en el ascensor. Creo que el pobre hombre no podía más. Tras haberle calentado rozando mi cuerpo con el suyo, como tantas otras veces en ese juego que ambos nos planteábamos como costumbre.

    - Jenny, perdóname, tengo que confesarte algo.

    - Dígame, ¿Qué ocurre? – le preguntaba yo con mi cara de niña buena.

    - Te lo digo si me tratas de tú.

    - Claro, dime, ¿qué es?

    - Verás, no sé como decirlo.

    - Bueno, don Fidel, digo… Fidel, cuéntamelo y ya está, hay confianza, somos vecinos desde hace mucho tiempo.

    - Veras guapa, tengo que confesar que la ropa que desaparecía de tu tendal… la robaba yo.

    - ¿De veras? – puse mi cara de mayor incredulidad, aunque eso ya lo tenía yo más que claro.

    - Sí, no creas que soy un cleptómano o algo parecido, no.

    - Entonces Fidel, ¿por qué las robabas?

    - Bueno Jenny. Te imaginaba con esas prendas…

    - Pero Fidel, si podías ser mi padre. – le interrumpí.

    - Sí, pero ya no eres una niña y tienes un cuerpo que…

A medida que me iba contando aquello, me excitaba más y más, deseosa de sacarle más información sobre esa colada robada y esa atracción hacia mi cuerpo, aunque no sabía que hasta esa medida.

    - ¿Te gusta mi cuerpo?

    - Sí, es una delicia.

    - Gracias. Pero no entiendo… - seguí con mi ingenuidad.

    - Pues quería tener algo tuyo, pero algo que hubiera estado en contacto contigo directamente, no sé si me entiendes.

    - Pero Fidel… yo… - le dije bajando la cabeza haciéndome la avergonzada.

    - Jenny, no te ruborices, no quiero que te sientas mal por eso.

    - No, pero es que me da corte.

Puede que ciertamente me hiciera sentirme algo avergonzada, pero por otro lado me gustaba demasiado la idea de ser la más deseada de sus fantasías eróticas.

    - Gracias por sincerarte conmigo Fidel. – le respondí para que no le hiciera sentirse tan mal por la situación.

    - Gracias a ti, preciosa. Pero estoy en deuda contigo.

    - ¿Cómo?

    - Sí, te debo un montón de prendas y quiero comprártelas. ¿Me lo permitirías?

    - Bueno, pues devuélvemelas y asunto olvidado.

    - Es que…

    - ¿Qué ocurre?

    - Me gustaría conservarlas, si no es mucha molestia. Por eso quiero que repongas todo lo que te falta y cualquier faldita, camiseta, lo que necesites, de verdad, me gustaría regalártelo.

Lo cierto es que desde hacía un tiempo me había quedado casi sin lencería, además de tener que estar pidiéndole dinero a mi madre para reponer el guardarropa. La necesidad, la situación y el morbo que producía en mi vecino me animaron a aceptar la propuesta de que me hiciera algún regalo tan íntimo. Total, no tenía nada que perder y sí mucho que ganar. Me regaló una tarjeta de crédito. Y claro, eso para una jovencita alocada como yo, era un cheque en blanco. Qué inconsciente el pobre Fidel.

Mi primera compra fueron unas cuantas braguitas, un par de tangas y una minifalda vaquera algo cara y que no me podía permitir a pesar de estar loca por ella.

    - Perdona Fidel, tuve que comprarme la falda también, me tentaba demasiado. – le dije entregándole el ticket para que viera que no quería abusar.

    - Encantado, pero ¿Solo te has comprado solo eso?

    - ¿Te parece poco?

    - Claro niña, cómprate lo que quieras. Me gusta la idea de poder ayudarte.

Más que ayudarme, creo que lo que le daba gustito era saber que toda su compra estaba bien pegada a mi cuerpo, pero la cosa se complicó cuando mi madre descubrió en mi cajón más braguitas de lo normal. Tuve que darle una excusa, diciendo que eran de una amiga que me las había prestado, pero a pesar de dejar medio convencida a mi madre, me asustaba la idea de ser descubierta en el asunto tan particular de mi vecino. Cuando se lo conté a Fidel, fue él mismo quién buscó una solución, sorprenderte por cierto.

    - No te preocupes Jenny, tengo la solución. No tienes por qué dejar de comprarte cosas, sabiendo que te gustan tanto.

    - Pero es que mi madre se va a dar cuenta de que pasa algo.

    - Muy fácil, tú vas reponiendo tu ropa interior y la que no te guste, sencillamente, la tiras.

Su idea solucionaba en parte el problema, pero eso me parecía una barbaridad. Tirar una ropa, prácticamente nueva, era una locura.

    - No, no puedo aceptar Fidel, además ya te has gastado mucho dinero conmigo.

    - Recuerda que te lo debía, nena.

    - Ya, pero ahora tengo muchas más braguitas de las que me hayas podido quitar del tendal.

    - Pues por eso mismo. Si lo de tirarlas te parece una locura, podemos hacer otra cosa: Yo te hago el favor de seguir regalándote ropa si tú me lo pagas de alguna manera.

Por mi cabeza pasó la idea de tener que entregar, a cambio de la ropa interior, alguna parte de mi cuerpo al viejo verde de mi vecino y eso ya no me hacía tanta gracia como la de jugar al gato y al ratón con él, seducirle, mostrarme inocente y saberle contento y excitado con las compras que me regalaba continuamente. Creía estar metida en un lío y en cierto modo pensaba si ya estaba prostituyéndome con él de alguna manera. Ciertamente sí.

    - ¿Qué tipo de pago, Fidel? – pregunté esta vez con temor verdadero.

    - No, no te asustes, no te voy a pedir nada que no quieras hacer.

    - ¿Entonces? Yo no tengo dinero para pagarte.

    - Es sencillo. Veo que te cuesta aceptar mis regalos sin sentirte en deuda. Pues tan fácil como irme entregando la lencería que no te guste.

    - ¿Cómo?

    - Sí, recuerda que me gusta tenerla y de esa forma los dos salimos beneficiados.

    - Pero ¿así de simple?

No podía creerme que después del susto, lo único que quisiera mi vecino era tener las braguitas más viejas de mi colección, pero la idea era la mejor que podía pasar por mi cabeza.

    - Bueno, simple es quizá para ti, pero para mí sería más que un regalo. Me gustaría, si no te importa, que fuera tu ropa usada, sin lavar, naturalmente.

Ahora entendía que su plan tenía algún pero. Mi primera idea debería ser la de mandarle a la mierda, pero como suele pasar en estos casos, las ganas de seguir con el juego, además de tener ropa nueva y sexy cada semana, podían conmigo. Por un lado me encantaba provocarle y excitarle, por otro seguir tirando de su tarjeta con nuevas compras prohibitivas. Todo eso junto, me hizo perder la cabeza y aceptar su alocada propuesta.

Al principio me daba cierta vergüenza entregarle mis braguitas y mis tangas usados, incluso procuraba usarlos poco tiempo para que no estuvieran demasiado tiempo en contacto con mi cuerpo y más “sucios” de lo normal. Sin embargo Fidel no quería eso, sino ser poseedor de mi intimidad lo más intensamente posible y de ese modo acabé entregándole casi a diario un conjunto usado que sustituía por una compra nueva. La idea me excitaba cada vez más, hasta el punto de tener las prendas todo el día puestas para que de ese modo alcanzaran un olor más manifiesto, más directo, tal y como a él le gustaba. Así me lo hacía saber cada día.

Y así, también cada día han ido cambiando las reglas de nuestro juego. Por un lado él pretende que todas las prendas sean reducidas y que se mantengan bien pegadas a mi piel, conservando todo su jugo y olor. Al mismo tiempo yo hago cada vez el juego más atrevido, mostrándole a través de mi ventana como me quedan esas prendas que le entrego posteriormente cada tarde. Y ahora, cosas más atrevidas, incluso, como masturbarme con ellas puestas y que él me vea, para que todos mis flujos y todo el sudor de mi cuerpo queden impregnados en ellas.

Al final, este juego nos tiene atrapados a los dos, hasta el punto que ninguno quiere dejarlo y seguramente que irá a más. Pero mientras sea un juego ¿Qué hay de malo?

Sylke

(29 de mayo de 2007)