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El casero

en Sexo con maduros

El casero


Estaba harta de seguir discutiendo con mi padre un día sí y otro también. No soportaba por más tiempo que con la condición de vivir bajo su techo, tuviera que estar aguantando sus presiones, sus mandatos y sus absurdos caprichos.

Al final, tras hablarlo con Eduardo, mi novio, decidimos que era el momento de independizarnos. De una vez por todas buscaríamos un apartamento para nosotros dos, que aunque fuera enano debido a nuestros escasos recursos, nadie podría condicionarnos en nada y menos tenernos que someter a ningún tipo de orden o capricho.

Eduardo trabaja como administrativo en una pequeña oficina inmobiliaria y no gana mucho, la verdad, pero entre su sueldo y el mío de cajera de una tienda de moda, también bastante justito, hicimos cuentas hasta decidir de común acuerdo que era el preciso momento para dar el paso: irnos a vivir juntos. Tras muchas visitas a pequeños apartamentos, estudios, áticos y pisitos en las afueras de la ciudad, nos decidimos por un anuncio en un barrio más céntrico y también más humilde de lo que ambos deseábamos: una buhardilla de 40 metros cuadrados, que hacía un sexto piso en altura, contando el entresuelo y el principal de un edificio bastante antiguo, que por cierto, carecía de ascensor.

El casero vivía en el bajo del edificio y salió a nuestro encuentro cuando llamamos a su puerta. El tipo, de unos indefinibles cincuenta y muchos años, vestía un pantalón gris holgado, difícilmente sujetado por unos roídos tirantes sobre una camiseta que otrora fuera blanca y ahora lucía más bien en tonos ocres. Unas pantuflas de cuadros, una barba de tres días y un palillo en la boca eran el resto de su indumentaria.

- Hola, buenas tardes. Somos Eduardo y Esther, los que llamamos esta mañana por el anuncio de la buhardilla ¿recuerda?- se presentó mi novio ante él.

El hombre, extendió la mano a Edu, pero sin apartar su mirada de mi cuerpo. Su cara de guarro no era ni medio normal. Si bien yo me había puesto mi minifalda negra para causar buena impresión, no me imaginaba encontrarme con un espécimen así. No hay duda que mis piernas eran engullidas por los ojos de aquel viejo verde, además de mi escote que se apretaba en mi sujetador de copas exaltando más de la cuenta el canalillo.

- Tenéis que darme dos meses por adelantado y os iré a cobrar personalmente cada semana. – decía maquinalmente el hombre sin apartar su vista de mí.

- ¿Cada semana? – pregunté.

- Si bonita… ya he tenido algún inquilino que se pasa un mes y justo a la hora de ir a cobrarle ha desaparecido junto a la tele, la nevera o lo que se tercie. Por eso, nada de talones ni transferencias... money en efectivo sin impuestos. Iré a cobrar personalmente cada lunes ¿Ok?- balbuceó el tipo consiguiendo mantener el palillo en equilibrio dentro de su boca, todo sin dejar de observar mis tetas y mis muslos el muy cerdo.

Yo miraba a mi chico, para ver su reacción, pues sabía que no le gustaba en absoluto la forma de devorarme de ese tipejo, pero considerando que nos habíamos pateado media ciudad en la infructuosa búsqueda de pisitos baratos, el de este barrio era nuestra única esperanza. Fue entonces, cuando me adelanté.

- De acuerdo, aceptamos.

- Pero cariño... tendremos que verle primero. - intervenía mi Edu.

- Claro, pero estoy segura que es ideal.

No nos quedaba otra, tenía que serlo, sino me daba algo. Lo que tenía clarísimo es que no me apetecía en absoluto tener que volver a casa con mi padre y con el rabo entre las patas.

El hombre nos invitó a subir al último piso mientras él nos seguía detrás. Sabía que esa nueva posición le permitía degustar mis piernas por la retaguardia en toda su longitud y seguramente hasta el nacimiento de mis posaderas, apenas ocultas por mi tanga.

Intentaba por todos los medios sujetar con mi mano por detrás que la falda no mostrase más de lo debido, pero creo que eso era prácticamente inútil.

Al fin llegamos. La buhardilla no era muy grande, la verdad, apenas un apartamento, con una cama, una cocina empotrada y un pequeño baño con ducha, todo chequeado en un primer vistazo y desde una sola posición, pero para mí era mi mansión y no estaba dispuesta a renunciar a mi independencia ni aunque fuera el agujero más inmundo.

- Nos encanta. – Afirme sin tiempo a más debates.

- Pero cielo, no sé, tendremos que discutirlo… es un piso muy pequeño, sin reformar… - me apuntaba Eduardo.

- Venga amor… ¡Vamos! Ya verás como lo ponemos precioso.

El casero nos miraba con cierta indiferencia, aunque creo que solo prestaba atención a mis curvas sin disimulo, mientras se debía estar tocando sus partes con una mano metida en el bolsillo.

- ¿Puede dejarnos solos un segundo? – pidió Edu al tipo que no apartaba su vista de mis muslos.

Una vez que el hombre desapareció por la puerta, mi novio intentó hacerme razonar que aquello era bastante cutre, que era bastante peor de lo que hubiéramos soñado, pero la verdad es que apenas le dejé pronunciar muchas más palabras. Me agarré a su cuello y le besé con todas mis ganas. Mi lengua se adentró en su boca, sin darle tiempo a reaccionar. Me deshice en caricias mientras mi lengua se enroscaba contra la suya, intentándole convencer con hechos más que con palabras, de que aquel era el sitio donde quería vivir, que ese apartamento podía ser nuestro nidito de amor. Mis manos sobaron su culo y mis labios mordieron su barbilla, su cuello, esos puntos que sé que no le dejan espacio para pensar… los que siempre le acaban convenciendo.

- ¡Vamos a quedarnos, cariño! – fui lo único que dije, antes de acariciarle suavemente por encima de la bragueta de su vaquero y mirarle fijamente a los ojos, esos ojos de deseo… Sabía que eso era más que una petición, era una súplica.

Es posible que aquella buhardilla no fuera precisamente un palacio, pero aparte del buen repaso que necesitaba y de la presencia del mirón del casero, la cercanía a nuestros trabajos y sobre todo la ansiada independencia que ansiábamos propiciaron a que no nos lo pensáramos por más tiempo.

Dimos carpetazo. Al día siguiente estábamos de nuevo allí, pagándole al casero la fianza acordada y entregándonos a cambio las llaves de nuestro nuevo hogar.

No puedo negar que el pisito necesitaba, además de una limpieza a fondo, unas cuantas reformas y enormes dosis de optimismo para intentar hacerlo acogedor, pero creo que con nuestro amor y nuestra imaginación logramos hacerlo nuestro. Así convivimos durante apenas dos meses sin problemas, pero todo se empezó a desmoronar el día que mi chico vino a casa con una nefasta noticia. Debido a la crisis, su empresa se veía obligada a cerrar sus puertas, dejando a todo el personal en el paro, incluido Edu, claro. Para colmo, en esa misma época y debido a la escasez de ventas, la tienda donde yo trabajaba había recortado gastos y nos había colocado a las cajeras a media jornada, algo que por cierto no comenté con él para no preocuparle aun más.

El primer mes pasó con más pena que gloria, pero pasó. En cambio al siguiente las cosas se fueron complicando y lo peor parecía que estaba por llegar. Todos los gastos de la vivienda nos fueron agobiando día a día, hasta plantearme el hecho de tener que dejar de pagar algún recibo, algo que por cierto nunca comenté con Edu, pues era yo la que estaba al cargo de la economía doméstica. Evidentemente, después de tanto esfuerzo y tanto empeño por mi parte, no iba a ser yo la que anunciase que lo estábamos pasando realmente mal… que apenas podíamos salir a flote. Hice una y mil verificaciones de todos los gastos y empecé a valorar de cual podríamos ir prescindiendo. El tema de la comida se podría recortar, pero eso apenas nos daba mucho margen. La luz imposible… el agua menos, las letras de la cama que nos compramos un mes antes estaba descartada, así que solo me quedaba el tema del alquiler de la buhardilla. Supongo que el casero, ante tal situación, sería medianamente razonable si le pedía un aplazamiento para el próximo recibo, argumentándole que el siguiente le pagaría seguramente sin problemas, porque para entonces Eduardo habría encontrado trabajo o posiblemente yo hubiese vuelto a la jornada completa en el mío.

Aproveché una mañana que Eduardo salió a su búsqueda diaria de empleo para bajar a hablar con el casero. Estaba convencida que con mis dotes femeninas, no podría dejarme en la estacada. Abrió la puerta y nuevamente volvió a desnudarme con su lasciva mirada, tal como imaginé, algo a lo que, por cierto, me tenía más o menos acostumbrada cada vez que nos encontrábamos en el portal. No me quitaba la vista de encima hasta que subía las escaleras hasta el primer rellano o tampoco se cortaba cuando subía a cobrarnos cada lunes y era yo quien abría la puerta. Siempre, antes de hablar, lo primero que hacía era recorrer de un largo vistazo cada centímetro de mi cuerpo. Me hacía sentirme desnuda y muy incómoda con esa mirada sucia.

Esta vez era yo la que llamaba a su puerta y volvió a recrearse detenidamente en mi cuerpo, como si fuera la primera vez que me veía:

- Buenos días don Manuel. – me presenté sonriente.

- Hola preciosa. ¿Qué se te ofrece, ricura? – respondía con su palillo ennegrecido jugueteando entre sus dientes.

- Verá, quería comentarle que este próximo lunes lo tenemos algo mal para abonarle el recibo.

- ¿Cómo de mal si puede saberse?

- Pues que… si nos podría aplazar el pago para la próxima semana

Mi corto top que dejaba a la vista una buena porción de mi ombligo y un pantalón ceñido parecían ser más de su interés que lo que le estaba contando. Después de examinarme bien, sentenció:

- No puedo aplazar nada, chiquitina… sabías las condiciones: O pagáis el lunes o a la puta calle.

Por más que mi voz se intentase mostrar melosa y mi mirada suplicante, aquel tipo, no parecía interceder ni un ápice ante nuestra, complicadísima situación.

- Verá, es que ahora estamos pasando por una situación algo compleja… será cuestión de días…

- Ese no es mi problema. – volvió a cortarme.

- Pero si solo le pido un aplazamiento… - insistí.

- Sí, ya me conozco el camelo, preciosa, ahora un aplazamiento, luego otro… Mira, si ahora tenéis problemas para pagar una semana, el próximo día, ¿Me pagareis dos?

- Naturalmente que sí… Tan solo le pido una semana.

- No hija. Es imposible.

- ¿No podríamos hacer algo?

- Sí, empezad a hacer vuestras maletas.

El tipo, además de un puerco redomado, no parecía tener intenciones de compadecerse de nosotros en absoluto, eso sí, lo único que hacía era divertirse con la obscena contemplación de mi cuerpo, con unos ojos que pasaban de mis tetas a mi ombligo y después a mi entrepierna.

- Por favor, Don Manuel… no puedo volver a casa con mi padre…

- Ricura: Te repito que ese no es mi problema. Dile a tu chico que venda la moto.

- Es que mi chico no sabe nada.

- ¿Cómo que no sabe nada?... Nada ¿De qué?

- De nuestra situación económica, no al menos de la gravedad en la que estamos, él ha perdido el empleo y yo estoy a media jornada, por eso es que le pido un poco de comprensión y de tiempo. Solo unos días. Hasta ahora no le hemos fallado…

- Sí, ¿Y yo qué recibo a cambio?

- No entiendo. - dije confundida.

- Una garantía. ¿Tienes una garantía?

No sé por qué, pero sin haberlo insinuado, eran sus ojos los que parecían estar apuntando a la compensación a la que se refería.

- No sé me ocurre que le puedo ofrecer yo de garantía – contesté.

- Creo que sí, nena, seguro que hay muchas.

- No sé a lo que se refiere. – dije aun a sabiendas de entenderle a la perfección.

- ¿Llevas sujetador?

- ¿Cómo?

- Sí, pequeña, ¿que si usas sujetador ó si llevas esas tetillas al aire?

- Pero ¿qué dice, oiga? – le manifesté totalmente ofendida.

- Mira, creo que se me ocurre cómo puedo darte una semana de aplazamiento. – apuntó con intención de cerrar su puerta.

Tardé en reaccionar unos segundos, pero al fin pregunté sabiendo perfectamente cual podría ser la respuesta.

- ¿Cuál podría ser la garantía?

- Tus tetas, nenita, ¿Qué si no?

- Es usted un cerdo. – dije girando sobre mí misma, muy indignada, dispuesta a subirme a la buhardilla.

- Sí… y tú tienes un problema. – añadió mientras yo seguía ascendiendo por las escaleras.

Recuerdo que di un portazo en cuanto llegué al piso que hizo retumbar todo el edificio… pero aquellas palabras del asqueroso de mi casero, me habían encolerizado. Menudo sinvergüenza, se quería cobrar en “especie”. Desde luego no estaba dispuesta a enseñarle a ese tipo mis tetas.

Esa misma noche, cuando Eduardo regresó a casa, estuve a punto de contarle toda la verdad, pero cuando me expresó lo feliz que se sentía en nuestra nueva casa, la suerte que teníamos de vivir allí, los muchos proyectos que podríamos emprender juntos de la mano, lo rápidamente que seguramente podría volver a incorporarse al mundo laboral… No, no fui capaz de comentarle nada. Preferí seguir pensando en otras soluciones.

A medida que se iba acercando el lunes y veía que nuestra situación no cambiaba, barajé la posibilidad de ampliar el plazo a cuenta de enseñarle mi pecho al casero. Sí, definitivamente estaba loca por humillarme de esa manera, de llegar a esos límites, pero ¿Qué otra cosa podía hacer? No podía rendirme a la primera.

Llamé al timbre de don Manuel intentando mostrar la mejor de mis sonrisas y que en el último momento, fuera condescendiente y tuviera cierta lástima de mí. Nuevamente mi camiseta ajustada pareció encantarle, pues en vez de mirarme a la cara fijó su vista allí.

- Hola muñeca, ¿ya estás haciendo las maletas?

- No… verá… quería pedirle por última vez…

- Mira, te lo dije el otro día, si quieres un aplazamiento de una semana, quiero una compensación. Tus tetas. Es sencillo, ¿No?

Volví a mirarle pidiendo clemencia, pero solo miraba mis curvas y mis piernas que ofrecía mi minifalda vaquera.

- Está bien… - dije en un hilo de voz.

- ¿Aceptas? – contestó sorprendido a la vez que cambiaba el gesto por uno de extensa sonrisa que aun no le había visto hasta entonces.

- Sí.

- ¡Fantástico! Pasa, pasa, nena.

Cerró la puerta tras de mí y me quedé ciertamente asustada. Sabía que había cedido ante un auténtico cerdo y desconocía cuales podrían ser sus intenciones.

- Sácate esa camiseta. – me pidió, mientras se sentaba en un sillón.

- Me la subo un poco… y ya. - aclaré.

- No, de eso nada. La condición es quitártela del todo y dejarme ver esas tetas al menos durante un par de minutos, es lo mínimo.

Me acordé de Edu durante unos segundos y pensé que, total, miles de tíos me habían visto las tetas en la playa, que no era la cosa para tanto. Agarré mi camiseta por los costados con mis brazos cruzados, conté internamente hasta tres y me la saqué por la cabeza.

El viejo verde parecía estar regodeándose a base de bien con mi pecho desnudo, que sin ser excesivamente grande, parecía hechizarle.

- Que lindas tetillas… ¡Me encantan! – decía con una boca que parecía querer comerme.

Me sentía sucia, humillada, completamente entregada a un chantaje mezquino, pero intenté pensar en Eduardo mientras aquel puerco cincuentón seguía embobado con mis tetas.

Cuando pensé que había pasado el tiempo, me puse rápidamente la camiseta y subí a casa llorando, completamente hundida. Recuerdo que me metí en la cama y solo pensaba en morirme. La cara de Edu me llegaba continuamente a la mente y eso me desesperaba todavía más.

Una vez se me pasó el berrinche pensé que al fin y al cabo todo se había normalizado: Tenía una semana más de plazo. Sin embargo los días pasaban y las cosas seguían sin arreglarse…

Precisamente un día antes del final del plazo de mi segunda semana sin pagar fue el casero quién llamó a mi timbre. Ni me había dado tiempo a vestirme y salí a abrir la puerta con el albornoz.

- Hola pequeña. ¿Tienes ya la pasta? – me preguntó embobado con mi canalillo.

- No aun no. Aun falta un día. – contesté seria, mientras él se deleitaba siguiendo las gotas de agua que caían de mi pelo y se guarnecían en mi escote.

- Ya, pero mañana tienes que pagarme, ¿cómo has pensado hacerlo?

Me puse las manos en la cara y me eché a llorar… estaba desesperada, no sabía qué hacer…

- Huy niña, esas lagrimitas de cocodrilo van a partirme el corazón – soltó el muy cabrón con tono desagradablemente jocoso.

- ¿Por qué no se va a la mierda? – dije sollozando.

- ¿Quizá porque soy tu casero y vivo aquí?, ja, ja, ja.

Intenté cerrar la puerta en sus narices, pero el tío puso la mano deteniéndola.

- Mira, mocosa, si mañana no hay pasta…

Se detuvo un instante, en el que, por un instante, pensé que iba a interceder, pero después continuó:

- Ya lo sabes, si no hay pasta hablo con tu novio y os pongo las maletas en el portal.

Cuando dijo eso, pensé en cómo se lo podía tomar Edu. No podía soportarlo, estaba vencida, pero además atrapada en una situación de la que quería desaparecer a toda costa. Si le contaba todo a mi chico, seguramente sería una tragedia mayor.

- Si le vuelvo a enseñar las tetas ¿Me daría otro aplazamiento? – dije de pronto.

- Ja, ja, ja… vaya. ¿Así que sigues negociando, eh zorrita? Mira, si me las enseñas ahora, con el resto de tu cuerpo, quizás haga un esfuerzo… y te deje otra semana.

- Pero ¿Qué dice?, ¿Desnuda del todo?

- Ja, ja, ja, ja… claro, en pelota picada, morenita. Eso te daría otro margen más.

Mi cabeza daba vueltas; era un callejón sin salida, pero no había otra solución ante mi desamparo. Por unos segundos pasaron por mi cabeza mil imágenes, desde la cara de mi novio, echándome en cara que no le hubiera advertido desde el principio, o la de mi padre sonriente por verme perder la batalla, doblegada ante él.

- Está bien… me despeloto, pero el aplazamiento tiene que ser de un mes entero – dije finalmente decidida.

- ¡Un mes!, ¡Tu estás loca, chiquilla! Digamos quince días y vas que chutas.

- De acuerdo. – afirmé, sin forzar más la negociación.

Estaba tan desesperada, que me agarraba a un clavo ardiendo. No hizo falta que le invitara a pasar, porque el muy canalla se metió en mi piso dispuesto a verme desnuda, además, por cómo se tocaba el paquete parecía enormemente excitado.

Se sentó en mi sofá, el mismo en el que habíamos hecho el amor la noche anterior, mi chico y yo. Una lágrima de vergüenza, pena e impotencia se deslizó por mi mejilla.

Deshice el nudo del albornoz mecánicamente, dejándolo caer al suelo mostrando mi desnudez absoluta ante aquel ser repugnante que se relamía mirando mis pechos, mis caderas, mi sexo…

- Bufff, bonita, vaya coño que tienes, una delicia. ¡Recortado, precioso!

Intentaba desviar la mirada, pero mis ojos se paraban en los suyos, viendo como estos recorrían mi cuerpo con lujuria. Yo no me veía bonita precisamente en una situación como aquella, pero aun así, en el fondo no podía evitar sentir ese poder de atracción de mi cuerpo, aunque fuera en una ambiente tan humillante y ante semejante animal.

- Date la vuelta, niña, quiero ver ese culito apetitoso.

Me giré tal y como me pedía, intentando pensar en algo que me alejara de aquella violenta situación. Cuando creí que había tenido tiempo suficiente para observarme con detenimiento, recogí el albornoz del suelo y me tapé como pude, sintiéndome fatal.

- Te has ganado los quince días, pequeña. Me la has puesto bien dura – dijo, levantándose, agarrándose el paquete y mostrando una erección descomunal.

- Ya ha tenido suficiente – dije cuando le vi acercarse hasta mí como si me fuera a morder.

- ¿No te gustaría que te perdonara el mes completo?

- ¿Cómo?... ¿Qué insinúa?, ¿Qué nos olvidemos del mes por completo? ¿Sin aplazamientos?– pregunté perpleja.

- Pues que me dejes tocar ese cuerpito… esas tetas… – añadió acercando sus dedos a mi cuello.

Me aparté como una cobra y mirándole con repugnancia y casi odiándome a mí misma por haberle permitido tanto a aquel tipo depravado, le empujé hasta la puerta y le obligué a salir.

- Estoy hablándote de no cobrarte un mes entero… - insistió echando una ojeada a mi culo mientras yo seguía sacándole a empujones de mi casa.

- ¡Cerdo!

Fue mi última palabra antes de cerrar de un portazo mientras él al otro lado se carcajeaba. No podía haber nada más denigrante y miserable.

Me dirigí al baño y lloré a puro grito frente al espejo, desnuda, contemplando mi imagen patética, intentando ver en mi cuerpo y en mi rostro la mayor de las vergüenzas para intentar sacar toda la rabia, insultándome a mi misma por mi comportamiento… De pronto noté que una tenue gota se deslizaba entre mis muslos. No daba crédito: Mi sexo estaba empapado… ¡Me había mojado al desnudarme ante mi vecino!

Cuando Edu regresó a casa unas horas después, quise ser valiente y relatarle todo, estaba tan avergonzada… sentía lástima de mí, pero algo en mi interior me lo impedía, no sabía por donde salir, ni por donde empezar y callé abatida de nuevo escuchando cómo le había ido en su nueva entrevista de trabajo.

Pensé que en diez días algo se podría haber solucionado, pero ni mi novio encontraba empleo ni yo estaba en mejor situación, porque las pocas empleadas que quedábamos en plantilla teníamos los días contados. Con la maldita crisis, nos mandarían al paro durante al menos dos o tres meses. La cosa no podía ir peor…

Creí morirme. Todo se me venía encima. Me torturaba la idea de tener que regresar a casa con mis padres. No lo podía permitir, prefería sacar dinero robando o haciendo de puta.

Fue entonces cuando recordé las palabras de mi casero y me agarré a ellas como mi única salvación. Sin embargo no podía acceder a que aquel repugnante me pusiera las manos encima ¡Eso jamás! Por tanto pensé que si me volvía a desnudar, incluso durante más tiempo delante de él, posiblemente me diera otro aplazamiento o decididamente me perdonara ese mes que era ya toda una tortura para mí.

- Vaya preciosa, veo que estás cogiendo afición, eso me gusta, ja, ja, ja. – dijo cuando aparecí delante de su puerta, mientras husmeaba cada rincón de mi cuerpo ceñido bajo un vestido corto de tirantes.

- No voy a poderle pagar esta semana, ni la siguiente – dije seria, esta vez sin cara de pena, sino completamente rendida.

- Bien, entonces has venido dispuesta a recibir mis caricias y que pueda recorrer todo ese cuerpo serrano…

- No, no me ha entendido, de ninguna manera. De tocar, nada ¿vale?

- ¿Cómo es eso? No me entendiste la última vez, creo que he sido demasiado permisivo contigo, pequeña. – dijo cerrándome la puerta en las narices.

- Por favor… - le repetía yo humillándome de nuevo al otro lado de la puerta – me desnudaré durante más tiempo…

Volví a sentirme acobardada, llorando desesperadamente mientras mi casero seguía sin interceder. Permanecí tras su puerta suplicándole durante un buen rato, hasta que por fin, se decidió a abrir.

Imagino que mi cara de sufrimiento, mis ojos hinchados y mi rimel corrido, debieron causarle alguna impresión.

- Vamos a ver, pequeña, ¿Por qué tengo yo que resolver yo tus problemas? – dijo al fin.

- Mire, por favor, usted es mi única salvación, le estoy pidiendo ayuda… no podré pagarle, estoy dispuesta a volverme a desnudar delante de usted – le repetía entre hipidos.

- Y ¿quieres que por verte desnuda otra vez te perdone cuatro semanas?

- Sí…

- Mal negocio, chiquilla. Tendré que sacar algo a cambio. No me dejas tocarte… Desnuda ya te he visto.

- Pero más tiempo. El que usted diga…

- No sé, se me ocurre, que me hagas un desnudo integral en plan largo, ya sabes, sin prisas.

- Sí, sí… por favor – contesté esbozando mi primera sonrisa ante aquel animal.

- Debería ser un desnudo integral, en plan bailarina erótica delante de mis amigos.

- ¿Cómo?... ¿Amigos?

- Sí, cuatro o cinco. Les cobraré una entrada por ver ese cuerpito en danza y así los dos saldremos ganando. Tú no me pagas, pero yo me lo cobro, ya me entiendes. Al menos en parte.

No sé como pude estrechar su mano aceptando semejante trato, ni como preparé mi show, tal y como me pidió, para vestirme de colegiala, dispuesta a hacer un numerito delante de cuatro o cinco de sus viejos amigos.

A las seis en punto, tal y como había concertado con mi casero me presenté de esa guisa en su casa. Una faldita corta, una blusa ajustada, unas medias hasta la rodilla y coletitas de niña buena. Pero a pesar de pensármelo miles de veces y completamente avergonzada, mi sorpresa fue al llegar, cuando me encontré que no eran cinco mis admiradores. Nada menos que ocho tipos, todos ellos del mismo nivel y de aspecto tan asqueroso como el del mugriento de mi vecino. Todos ellos me observaban con unos ojos de lascivia que hacían que me sintiera amenazada.

- Chicos, ¿qué os dije?, ¿no es un bomboncito? – anunció el anfitrión ante sus amigos señalándome.

Los demás se limitaron a asentir y alguno incluso a quedarse con la boca abierta. Creo que no era para menos, pero es que las pintas que llevaba, eran las de una auténtica zorra… y lo más triste de todo es que aquello en cierto modo no me incomodaba tanto. Sí, eran definitivamente ocho guarros comiéndome con los ojos, varios de ellos incluso de la edad de mi abuelo, pero esa colegiala que yo llevaba dentro parecía extasiarles a medida que danzaba sensualmente. Curiosamente, al mismo tiempo, calentar a todos ellos por mí misma, era algo que me hacía estimularme.

- Nena, vete quitándote la ropita… vamos, hazlo con ese arte. – me pidió Don Manuel sentado junto a sus colegas en el sofá.

- Pero es que… - realmente estaba avergonzada con aquel público tan salido, sin embargo ellos lo tomaban como una parte del juego.

- ¡Guauuu! Y además la niña es tímida… ¡Qué buen hallazgo, Manolo! – gritó uno de aquellos viejos.

Me fui desabotonando la blusa al ritmo de una música que habían preparado de fondo… no recuerdo exactamente cual, pero de alguna manera agradecí al menos estar acompañada en ese improvisado show en el que yo era la absoluta protagonista.

Los hombres bramaban en cuanto la blusa fue a parar al suelo y es que no estoy segura, pero creo que lo estaba haciendo bastante mejor de lo que hubiera podido imaginar. Intenté concentrarme en una sola cosa: Que durante cuatro semanas no tendría que pagar el alquiler, lo demás casi me daba igual, pues era tal el agobio que tenía, que estaba dispuesta a desnudarme ante aquellos cerdos prácticamente sin inmutarme.

Cuando meneé las caderas para bajarme la corta falda, quedarme después girando sobre mí misma con unas breves braguitas y un sostén a juego aquello pareció caldearse a tope.

- Todo, todo, quítatelo todo. – pedía uno de ellos.

Me di la vuelta desabrochándome el sujetador por mi espalda y girando lentamente tapando mis pechos con él, ante aquellos espectadores sedientos de carne fresca. Levemente fui mostrando mis tetas hasta dejar caer el sujetador al suelo.

Lo siguiente eran mis braguitas… fue un momento cumbre, porque ellos no dejaban de vociferar de todo mientras que yo aun dudaba durante unos instantes si debía o no, seguir adelante. Cerraba los ojos despojándome de mi última prenda. Quedé desnuda ante todos ellos con tal solo unos zapatos de tacón y unos calcetines blancos hasta la rodilla.

- ¡Vaya nena, es un ángel!, ¡Ya me puedo morir! – era alguna de las frases que más o menos se pueden recordar pues otras eran bastante menos delicadas. Sin embargo, con todas ellas logré excitarme, aunque nunca lo dije, ni tan siquiera quería pensarlo. Me sentía sucia por ello.

Los viejos parecían querer más, pero después de un par de minutos, que se me hicieron eternos bailando desnuda ante ellos, recogí mis ropas del suelo y me vestí aprisa, subiendo las escaleras de dos en dos como si me persiguiera el mismísimo diablo.

No fui capaz de contarle nada a Edu en esa ocasión, porque además cuanto más tiempo pasaba, más acorralada me sentía.

Tampoco pude mencionarle nada cuando recibí la carta de mi despido una semana después. Cobraríamos el paro, pero yo nunca podría revelarle la verdad, porque entonces tendría que enfrentarme ante mi padre que sin duda se burlaría de mí, como cuando me despedí de él y no hacía más que repetirme lo rápidamente que volvería a sus brazos. No, definitivamente no estaba dispuesta a eso a pesar de lo desesperada de mi situación.

Las cuatro semanas pasaron volando y el vecino morboso, repitiéndome en alguna que otra ocasión lo bien que lo había pasado con sus amigotes, me recordaba que el plazo se volvía a terminar. Parecía estar deseando que le dijera que no podía pagarle para volver a desnudarme ante esa pandilla de vejestorios.

Lamentablemente tuve que ceder a sus pretensiones y llamar a su puerta por enésima vez.

- Don Manuel, no puedo pagarle esta semana tampoco. Ya se que ha sido mucho tiempo, pero es imposible. Si quiere, estoy dispuesta a desnudarme otra vez.

Cuando pronunciaba esas palabras y él me escuchaba embobado perdido en mi escote y mis piernas, me maldecía por dentro, sacando la vergüenza no sé de donde, pero totalmente sometida a esos hechos teniéndome que humillar nuevamente ante él.

- Mira nena, reconozco que disfruté mucho con ese cuerpito y mis amigos también lo pasaron en grande, claro que sí, pero… verás, son jubilados en su mayoría y tampoco van a pagarme tanto, apenas unos billetes, ya sabes. Yo vivo prácticamente de una parte del cobro de los alquileres de estos apartamentos, que como sabes, tampoco es mucho.

A pesar de querer matarle por su negativa, le veía más condescendiente, como si en el fondo él también fuera una víctima de todo o no estoy segura si realmente se lo hacía. El caso es que yo en el fondo veía que todo lo sucedido hasta entonces no había servido absolutamente para nada.

- Pero siendo tantos, una buena pasta les habrá sacado. Seguramente quieren otra sesión – insistía yo.

- Claro, pero no pueden pagar tanto. Ellos también tienen crisis y sólo mirar… como comprenderás…

Sus ojos no se desprendían de mis tetas y mi mirada de sus manos, que con solo imaginarlas sobre mí, me hacían sentirme despreciable.

- No, ya le dije que de tocar, nada ¿Vale?

- Entonces, complicado, muñeca.

- ¿No puede darme ni tan siquiera unos días?

Se quedó callado, pensativo, supongo que dando vueltas a miles de ideas sucias, hasta que su sonrisa y su palillo aparecieron entre sus labios:

- Se me ocurre algo. – dijo entoces.

- ¿Qué es?

- Pues que podría darte otras dos semanas más, creo.

- ¿Sí? ¿En serio? ¿Qué tengo que hacer?

- No sé. Creo que para sacar pasta, podrías masturbarte ante todos nosotros.

Volví a maldecirle entre gritos. No recuerdo mis palabras pero su madre no quedó sana entre los sapos y culebras que salieron de mi boca mientras volvía furiosa a mi apartamento.

Ni que decir tiene que aun dándole miles de vueltas, la idea era de locura total. Pensaba que si apenas podía masturbarme ante Edu, imaginarme así ante aquellos tipos sucios era lo peor. Pero, incomprensiblemente, algo me empujaba a hacerlo, no estoy muy segura si la pura necesidad o algo en mi interior que me convertía en la puta que ellos querían que fuese, el caso es que pensar en ello, incomprensiblemente, me excitaba.

Una nueva sesión y nuevos viejos en la casa de mi vecino me esperaban aquella tarde tras decidirme a ese nuevo paso de vender mi cuerpo, esta vez tocándome indecentemente. Creo que en esa ocasión, mi público superaba la docena, pero es que estaba tan avergonzada que no me atrevía ni a contarlos. Tal y como me había pedido don Manuel, me vestí con una camiseta ajustada y un tanga como única vestimenta. Ellos tampoco querían mucho más, sino ver carne: La carne fresca de una joven tímida y a la vez… descarada.

Así comencé mi nuevo show sobre una silla, manoseándome las tetas libidinosamente al ritmo de un bolero, ante la atenta mirada de una manada de buitres cachondos que no me quitaban ojo.

Después de perfilar mis curvas, mirando sonrojada hacia el suelo, los tíos no hacían más que pedirme que me desnudara por completo, algo que también había quedado claro en ese contrato de palabra con mi casero: Nada de trampas. Debía masturbarme sin nada de ropa. Primero mis pechos, mis caderas, mis muslos para acabar sobando con la punta de los dedos, mi rajita, que curiosamente estaba completamente empapada. Introduje dos dedos, sobándome los labios y abriéndolos ante ellos, gimiendo ante mis caricias, acompañada por los propios jadeos de ellos en aquella actuación, calentándome cuando alguno incluso se masturbaba ante mis tocamientos… cuando mi propia masturbación les hacía ver que eran ellos los que me acariciaban, los que se apoderaban de mi dilatado sexo.

No sé cuanto duró, pero me corrí ante aquellos puercos… y no fue fingiendo, aunque así lo pudiera parecer, me había corrido, a pesar de que todos pensaran que era una auténtica actriz erótica. El orgasmo fue completamente real.

Quince días después y otras muchas más sesiones sucedieron a aquella. Durante varios meses continué asistiendo a casa de don Manuel para mostrar mi cuerpo desnudo y masturbarme ante diferentes hombres maduros. De esa manera él les cobraba unas monedas y yo me libraba de semanas apuradas.

El tiempo fue pasando y mi trabajo de cajera esporádica, durante solo cuatro meses al año no me permitía continuar ni tan siquiera dejando apartado el asunto del alquiler, ni masturbarme varias veces al mes ante mi atento y entregado público. Todo eso no era suficiente en mi cada vez más desesperada situación. El resto de gastos aumentaban, las deudas y el trabajo de Edu que nunca salía, el subsidio por desempleo que se terminaba, forzaban a un entorno más limitado e indiscutiblemente, la necesidad de dinero apremiaba.

Llamé a la puerta de mi casero una vez más y como siempre, después de desnudarme con su sucia mirada y de sonreírme de aquella forma tan viciosa, me vacilaba diciendo si venía a proponer una nueva dosis de placer exhibicionista.

- Don Manuel. Ya no aguanto más. Me rindo. – le dije llorando.

- ¿No me digas que nos vamos a quedar sin contemplar ese cuerpito, mientras te pajeas de esa forma magistral, preciosa? No puede ser.

- No puedo continuar así, don Manuel…

Mis lágrimas invadían mis ojos, la impotencia, la humillación y el desamparo me habían podido por completo. A pesar de haberlo intentado todo, después de habérselo ocultado a Edu y de haber formado parte de un juego lascivo ante unos viejos indecentes, aquello era demasiado y mis recursos se agotaban.

Volví a ver en mi casero cierta cara de compasión hacia mí, aunque en el fondo, creo que lo que pensaba era que dejaba de ingresar pasta por mis servicios y de paso también dejaría de disfrutar de mi cuerpo y de mis juegos eróticos sobre la silla de su salón.

- Pero después de tanto luchar… ¿Vas a volver con tu padre? – me preguntaba preocupado.

- Sí. Creo que no han valido de nada todo los esfuerzos.

- No me puedo creer que pienses eso. – Decía esto ciertamente enfadado, queriéndome provocar.

- Sí, pero es que no puedo… Hoy mismo le contaré todo a Edu.

- Chiquilla, no seas loca. ¡Te matará!

- ¿Y qué otra cosa puedo hacer? Ya no es solo no poderle pagar el alquiler. Es que no nos llega ni para comer.

El casero mantuvo silencio durante unos minutos, en los que volvía a poner esa cabeza ladeada, buscando soluciones improvisadas que seguramente no serían del todo óptimas para mí, hasta que… tras achinar sus ojos, las desveló.

- Creo que podríamos mejorar las sesiones, nenita. – dijo.

- ¿Cómo?, ¿Cobrándoles más?

- No, no creo que puedan pagar mucho más. Están al límite también.

- ¿Entonces?

- Pues conozco a quién estaría loco por pagar una pasta.

- ¿Por hacerle un numerito erótico? – pregunté pensando en que quizás no todo estaba perdido.

- Bueno, no exactamente. Creo que debería ser algo más que un numerito erótico.

- ¿Cómo qué?

- Pues sexo, pequeña, sexo a tropel, ¿Qué va a ser?

El tipo me explicó sin miramientos que podría mantener relaciones sexuales con los dueños de la finca: Parece ser que un tal don Ramiro, dueño de media ciudad y también del edificio donde vivíamos. Un viejo que estaba podrido de pasta. Según me comentaba le privaban especialmente las chicas jóvenes y que posiblemente estaría dispuesto a pagar una buena pasta por follarse a una muñequita como yo, según decía.

Naturalmente le dije que ni hablar, pues el orgullo y la decencia todavía tenían una parcela de mi dignidad. Desde un principio me negué a tener sexo con nadie. No estaba tan loca.

Unos días después, tras estar a punto de soltárselo todo a Edu, intenté pensar en que la suerte nos tendría que acompañar en el futuro cercano, que todo no podría ser más negro, que tendría que terminar en algún momento y que no deberíamos rendirnos por una maldita crisis.

Maduré mis alternativas. Eran pocas, pero bien claras: La primera era contarle todo a Edu, aunque se me antojaba imposible, ni tan siquiera me sentía con fuerzas de decirle que estábamos apurados económicamente, porque sabía que eso le mataría, menos le iba a poder contar que su amada novia había hecho todos los esfuerzos por salir a flote, entre otras cosas, desnudándome ante una manada de lobos hambrientos o peor, masturbándome como una auténtica furcia delante de todos ellos. Volver con mi padre era otra opción, pero quedaba descartada tajantemente. Y mi última opción era echar un polvo con un vejete desconocido, pero la idea era completamente descabellada, demasiado desesperada.

Dejé correr los días creyendo que el paso del tiempo lo curaría todo, pero cuando recibí el aviso de la compañía de electricidad anunciando que me cortaría el suministro ante la falta de pago, entonces me dije que todo había acabado.

Aquella mañana, en la que estaba más que dispuesta a renunciar a mi independencia, mi pisito y hasta incluso mi relación con Edu, llegué al portal como si fuera una zombie, pensando en hacer la maleta y abandonar aquel edificio, cuando el casero me salió al paso.

- ¡Morenita! Creo que lo que te dije el otro día es mejor de lo esperado.

- ¿El qué? – pregunté medio aturdida por el shock que llevaba encima.

- Pues lo que te solucionaría la vida.

- ¿Follar con ese tipo? Olvídese. – le contesté seria.

- Preciosa, lo consulté y mira de lo que te hablo.

En su mano temblorosa sostenía un papel con la cantidad que estaban dispuestos a pagarme. Una cifra llena de ceros. Francamente, nunca había tenido la oportunidad de ver junta una cantidad de dinero así.

En ese momento, no sé por qué, recordé a Demi Moore cuando tuvo esa propuesta en aquella peli del millón de dólares. Lo mío no era tanto, pero la situación… creo que bastante similar.

Abandoné prejuicios, miedos, orgullos… y pensé, como bien decía don Manuel, que aquella era la oportunidad de mi vida. Todos mis problemas podrían solucionarse a través de un polvete con un vejestorio y que seguramente no me duraría mucho.

A la semana siguiente, no sé si decidida del todo, pero nerviosa como un flan, estaba ante la puerta de un lujoso chalet de la sierra, acompañada por mi casero. Al llamar al timbre nos salió a abrir la dueña de la casa tal y como me indicó mi vecino.

- Vaya… esta es la joven Esther de la que tanto me has hablado ¿No Manolo? – dijo la mujer, sosteniendo mi mano y observando mi cuerpo tras mi vestido corto de color blanco que además de mostrar mis piernas morenas, también resaltaba mi busto en un amplio escote.

- Sí, ella es, doña Margarita. Sabía que le gustaría. – añadió mi casero sonriente.

- Pero pasad, pasad, mi marido está esperando ansioso en el salón.

Cuando acudimos al salón, me quedé petrificada: La imagen era la que menos me podría esperar. El marido, ese tal don Ramiro, el ricachón que tenía media ciudad a sus pies, estaba postrado en una silla de ruedas y respiraba dificultosamente con un aparato que contenía oxígeno o algo parecido. Apenas sí podía moverse.

- Mira Ramiro, esta es la joven que nos ha traído Manolo. – decía su esposa ilusionada haciéndome girar en medio de aquel enorme salón.

El hombre, naturalmente, no podía contestar, pues apenas casi podía respirar, tan solo sonreír, o eso me pareció, bajo esa mascarilla transparente.

- ¿Quieres que se desnude? – preguntó doña Margarita a su esposo.

No hubo respuesta por parte de ese impedido hombre, que desde luego, no parecía ser ese que yo imaginaba como el que pudiera tener relaciones sexuales conmigo, pero ante el incómodo silencio y la extraña situación, yo si que me hice oír.

- Pero… ¿y el dinero?

- Ja, ja, ja… vaya, la chica sabe a lo que ha venido – decía aquella pérfida mujer que parecía disfrutar humillándome. – Claro, el dinero, el maldito dinero… Manolo, tráeme la chequera que está sobre el piano.

Su empleado obedeció y la mujer firmó con poderes un talón que contenía la abultada cifra acordada. Lo doblé y me lo metí en el pequeño bolso que llevaba conmigo.

Tal y como hiciera en mis anteriores sesiones en casa de mi vecino, me situé en el centro de aquel inmenso salón, desnudándome lentamente, jugando con mi vestidito para ir ofreciendo a los tres espectadores, tras varios giros y bailes, la cuidada ropa interior que había traído debajo para ese evento: un tanga y un sostén igualmente blancos que me fui quitando con movimientos sensuales bien planificados, mientras aquel hombre seguía observándome desde su silla de ruedas, casi inerte, mientras su esposa, a su vera, acariciaba su hombro.

Mi casero permanecía a mi lado, boquiabierto como siempre, a pesar de conocer bastante bien mi cuerpo desnudo. Sin embargo esta vez parecía eufórico y creo que en el fondo yo también, pues la actuación debía ser memorable y con un poco de suerte el viejo de la silla acabaría disfrutando antes de que me pusiera una mano encima, si no la palmaba antes...

Pero una vez más, estaba equivocada. Cuando desnuda por completo danzaba como una furcia desbocada y me masturbaba con todo mi afán, el tal Ramiro seguía sin moverse mucho y sí su esposa que me llamaba para acercarme hacia ellos dos. La mujer extendió su mano, para acariciar suavemente mi teta izquierda.

- Uy, cariño, son pequeñas pero muy, muy suaves – le repetía su esposa al oído sin dejar de acariciarme.

Don Ramiro seguía contemplándome pero sin moverse, pobrecito, mientras que su mujer no perdía oportunidad y se aventuraba a sobar mi culo con todas las ganas aprovechando que ella sí tenía toda la movilidad. Nunca antes me había tocado una mujer y menos en una sesión tan incoherente.

- El culo es firme y bien redondo, querido. – confirmaba doña Margarita a su marido.

La mano de la señora se pasaba entre mis muslos y yo instintivamente, la rehuía, echándome unos pasos hacia atrás.

- Niña, ¿qué haces? Hemos acordado que tu cuerpo nos pertenece durante una hora. ¿De acuerdo?

- Si, pero…

Mis peros fueron acallados cuando intentaba poner algo de juicio a aquel callejón sin salida en el que me encontraba, pues a pesar de entender que tenía que tener sexo con un viejo, no me esperaba que fuera a través de su esposa mientras él lo contemplaba impasible, además de la presencia de mi casero que continuaba a mi lado. La mano de ella, subió hasta mi sexo y pellizcó levemente mis labios vaginales. Noté un extraño agrado por todo mi cuerpo.

- Tiene un chochito tierno, querido, da gusto. ¿Quieres que le meta un dedo a la niña? – preguntaba la señora a su esposo.

Don Ramiro apenas podía mover sus ojos, pero era el indicativo para que ella atendiera a sus presuntas peticiones, con las que, a simple vista, parecía disfrutar más que él. El dedo índice de la mujer se coló sin esfuerzo en mi sexo, hurgando en el interior con deleite.

- Hummm, Ramiro, está mojadita, completamente empapada. Como a ti te gusta.

Luego fueron dos dedos de la señora los que se introdujeron en mi sexo mojado mientras ella no dejaba de comentarle las sensaciones a su parapléjico esposo.

- Está estrecho, Ramiro, cielo y mira que caderas, que cintura, tan leve, que muslos tan armoniosos, que culo tan prieto. Que pena que no puedas follártela, querido…

En un momento en el que era presa de las caricias de aquella mujer, el marido parecía querer decirle algo, por unos movimientos temblorosos que obligaron a doña Margarita a detenerse. Yo, ni me creía todo aquello, apenas me podía sostener en pie, pues los dulces tocamientos de unos femeninos y conocedores dedos en mi rajita, me habían trastornado tanto, hasta límites que nunca hubiera podido sospechar y ahora estaba expectante ante lo siguiente que podía sucederme.

Don Ramiro, con bastantes dificultades hacía signos con sus ojos y levemente con sus manos. Parecía querer pronunciar algunas palabras indescifrables, que su mujer pareció comprender rápidamente.

- Ah, claro, claro que sí, cariño. No hay problema – dijo ella al fin.

- ¿Qué pasa? – pregunté intentando averiguar qué ocurría.

- Pues nada, preciosa. Mi marido estaría encantado de poder penetrarte, pero como comprenderás él no está en condiciones, de modo que lo hará Manolo por él… vamos, como si fuera el mismo el que te follase. ¿Me entiendes?

Cuando giré mi cabeza hacia mi casero, este parecía tan alucinado o más que yo.

- Pero ¿Qué dice? – protesté.

- ¿Qué pasa niña?, ¿No sabías a lo que venías?, ¿O qué?

Me sentí acobardada por sus palabras y por las miradas clavadas de ellos tres sobre mi cuerpo desnudo.

- No es lo que habíamos acordado. – contesté.

- Lo que has acordado es follar esta noche a cambio de mucho dinero. Y sino, ya sabes.

El hecho de pensar que después de tanto esfuerzo, el talón que tenía en mi bolso podría esfumarse, me hizo tambalearme medio mareada durante unos segundos.

Miré al suelo, después al hombre que respiraba con dificultad en su silla de ruedas, a su esposa que me recriminaba con su mirada y después a mi casero que parecía esperar ansioso mi decisión. Estaba paralizada por tantas extrañas sensaciones.

- Te estamos esperando, putita. – añadió la mujer, sulfurada.

Pensé en Edu, pobrecito, desconocedor de todas mis aventuras y desventuras con esa panda de viejos indecentes, pero creía que también aquello era una solución para él. La crisis nos estaba matando… y esa, mi única salida.

No es que me atrajera mucho más hacerlo con el hombre de la silla de ruedas que con mi casero, pero al fin y al cabo no me parecía tan repulsivo como este, sin embargo, ante la amenaza de la señora de retirarme el talón y verme de nuevo ante la situación que nos atenazaba, mi cabeza apenas podía pensar algo racional. Mi mente solo recordaba la cifra llena de ceros de aquel cheque, en mi chico, mi padre, mi piso... Al final, acabé cediendo una vez más.

Mi vecino, ese que tanto había disfrutado con mis sesiones exhibicionistas en el salón de su casa, estaba ahora despelotado sobre el sofá y con su miembro en ristre, dispuesto a que le cabalgara sin más demora. Y allí acudí intentando no pensar en nada, poniéndome sobre él y acabar cuanto antes.

- Espera, espera, pequeña. – me detuvo la señora de nuevo.

- ¿Qué pasa?

- No tan deprisa. Acercaros los dos.

Don Manuel y yo, nos levantamos del sofá, tal y como nos requería doña Margarita, para acercamos hasta ella que permanecía apoyada junto a su esposo.

- Poneros aquí cerca. Tu niña, te arrodillas y se la chupas a Manolo. que mi marido no pierda detalle. Hazle un buen trabajo. ¿Entendido?

No podía creerme cómo me estaba empujando con su mano y como apenas yo me resistía, arrodillándome ante mi desagradable vecino, ni como hacia de tripas corazón para agarrar su polla y metérmela en la boca para succionarla con mis mejores ganas.

No estoy muy segura si era debido a la situación, a la cantidad de locuras acumuladas, o porque había perdido el juicio del todo, pero aquello, curiosamente, no me amargaba. Cuanto más me lo negaba a mí misma, algo por dentro me decía que lo deseaba con todas las fuerzas. Mientras arrodillada y alentada por la señora, se la estaba mamando con tesón a mi casero, mi cuerpo parecía transformarse fuera de mi control a niveles totalmente insospechados. Por un lado don Manuel, berreaba cada vez que mis labios atrapaban su dura verga, mientras que por otro, doña Margarita aprovechaba para sobarme las tetas y el culo para que su marido disfrutara del demente espectáculo. Todo sin dejar de repetir y narrar los buenos chupeteos que le estaba dedicando al miembro de mi casero.

Cuando parecía que la corrida de don Manuel estaba cerca, fue la señora la que apartó mi cabeza agarrándome fuertemente del pelo.

- No dejes que se corra todavía, zorrita, mi marido quiere ver como te lo follas.

Obedecí una vez más. Ya casi me movía más por instinto animal que por la persona consecuente que debía ser ante tales hechos. Me levanté y me sentí por un momento una esclava sometida a las vejaciones y caprichos de una pareja de ricos, pero eso también me estaba atrayendo más de lo anhelado… Di la mano a don Manuel y le llevé hasta la silla. Se sentó y yo levanté una pierna mientras miraba lascivamente a don Ramiro, como queriendo regalarle ese placer que él no podía disfrutar en carne propia.

La polla de mi vecino se coló en mi sexo al primer intento y empecé a cabalgarle agarrándome con ambas manos a su nuca. Lo hacía con todo el vicio de esa puta en la que me estaba convirtiendo.

El peso de mi cuerpo lograba que mi vecino me la clavase hasta lo más hondo, algo que nos hacía resoplar y jadear a ambos, mientras seguíamos cabalgando ante la extraña pareja.

- Mira como folla esta muñeca, Ramiro. ¿No da gusto verla? –repetía doña Margarita, mientras sobaba mi culo, acariciaba mis tetas y mi cintura. Que joven y bonita, imagina que te la estás tirando tú…

Don Manuel, ante mis menesteres, más los tocamientos de doña Margarita sobre mi cuerpo y el suyo acompañado de las propias palabras incitadoras de la señora que pronunciaba cada vez más extasiada, el hombre no tardó en llegar al límite anunciando lo anunciado.

- ¡Me corro, me corro...! – repetía entre gemidos.

No pude evitar llegar también al orgasmo, mientras varios chorros de su leche caliente invadían mi interior y los músculos de mi vagina atrapaban la verga sedienta de sexo de su vecina, esa que tanto había deseado desde meses atrás. Y ahora era yo la que me estaba corriendo sobre él, mi asqueroso casero, intentando al mismo tiempo disimularlo, pues no quería demostrar esa debilidad mía ante él, esa debilidad que me había llevado a cometer una locura tras otra y encima disfrutar como nunca con todas ellas.

Aquellas reuniones de sexo continúan todavía. Sí… visito una vez al mes, acompañada siempre por mi casero, a doña Margarita y su desventurado esposo, don Ramiro, que no sé muy bien si disfruta tanto como todos los demás, pero yo mientras, muestro mi lado más humillado y avergonzado a cambio de un suntuoso talón y de paso sigo ocultando el placer que me invade por dentro cada una de esas sesiones.

Naturalmente, Edu vive feliz sin saber nada de todo esto.

Sylke (25 de agosto de 2009)