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El legado de Juan Reyes (1)

en Grandes Series

26-1-1891

Villarijo es un pueblo apartado. Quizás, el pueblo más apartado de toda la región española de entonces. No había ningún otro asentamiento alrededor de sesenta quilómetros a la redonda, solo una enorme explanada con algún árbol típico del clima mediterráneo.

A finales del maravilloso siglo diecinueve, contaba con una población de un total de 498 habitantes, la gran mayoría, mujeres. Y es que ese es el secreto más oscuro, rastrero, y miserable que guardaba ese pueblo.

Estaba literalmente apartado de cualquier ley española, y al cabo de los años desde su fundación, se llegó a postular ciertas leyes.

La gran ley por la que aquellas personas eran tan malas personas se debía a la ley sobre la mujer: toda mujer debía tener dueño. El marido, o el padre, hasta que este la venda por un módico precio. No debían salir a la calle sin no estaban acompañadas, y podían recibir cualquier paliza de su dueño sin contemplaciones, sin el derecho a pedir ayuda.

Es por eso que aquel pueblo maldito tenía más mujeres que hombres, pues a la gente prefería vender antes que comprar. A pesar de eso, había, desde unos pocos años, un pequeño movimiento a favor de los hombres, a fin de preservar el apellido, símbolo de gran orgullo y por el que se debía morir, si hacía falta.

Por la calle solo paseaban hombres, las mujeres estaban condenadas a pasar su vida en casa, limpiando, cocinando, o cuidando de los niños.

Aquel veintiséis de enero de mil ochocientos noventa y uno fue el día en que resonó el primer bofetón por toda la casa. Juan Reyes siempre fue un hombre fuerte, agresivo, sin escrúpulos- siendo, tal vez, uno de los habitantes de Villarijo con cruel de todos-, imponente, manipulador. Y su mujer, Elena, simplemente era una mujer.

-¡Hazme caso, so puta!- le gritó con furia, tirándola violentamente al suelo-. ¡Y no me vuelvas a contestar así, eres mi mujer!

Ella simplemente, no contestó, solo lloraba desconsoladamente, sabiendo que aquello tarde o temprano, y más temprano que tarde, ocurriría.

Pasaron unos minutos. La situación pareció normalizarse. Elena servía la cena, mientras que Juan Reyes leía el periódico. El empezó a comer.

-¿Se puede saber que haces?- preguntó rabioso, justo cuando ella se sentó en su silla-. Lo único que voy a ver qué comes va a ser mi polla, so puta.

-Pero…-intentó justificarse.

-¡Ni peros ni ostias!-gritó-. ¡Ven aquí y chúpala!

Se acercó con miedo a su propio marido, como cualquier mujer de aquel lugar, se arrodillo frente a Juan, clavándose la suciedad del suelo en sus rodillas. Bajó un poco los pantalones de su sucio marido y liberó la polla que tenía de cena.

Se armó de valor, o tal vez de miedo, y lamió el nabo de aquella polla sucia. Se la metía hasta el fondo, hasta que los pelos de aquel miembro pincharan su nariz. Una vez así, recorría su lengua por parte del falo, ensalivando las venas que sobresalía a medida que iba creciendo en su boca. Juan, excitado y comiendo la sabrosa que su mujer le había preparado, agarraba con fuerza el cabello de Elena, mientras esta subía y bajaba su cabeza, para complacer de sexo a su dueño.

Juan Reyes podía presumir de ser alto, esbelto, fuerte, y por qué no, guapo también. Pelo castaño oscuro, con ojos negros, labios finos y nariz puntiaguda. Hombres como él no habían en ese poblado. Pero por desgracia todos tienen un pero. Y el suyo era su actitud.

Elena no podía presumir tanto como su dueño y marido. Ella era de una estatura más bien pequeña, con unos quilos de más, pelo castaño recogido, y no muy agraciada. Como todas. Destacaba por sus ojos verdes y pecas repartida por su rellenita cara y, según Juan, la mejor comepollas de Villarijo.

-A si me gusta…-gemía Juan mientras se acababa el último bocado de aquella exquisita cena-. Qué bien chupas…

Con una mano, Elena bajaba todo el prepucio hasta dejar el nabo totalmente fuera, a merced de su lengua para ser bendecido por aquella experta mamada. De vez en cuando, tan solo lamía y relamía el frenillo, para luego chupar por completo el nabo.

La polla empezó a no caber en la pequeña boca de Elena y esta tuvo que ir dejando la base fuera de su mamada. Pensó, por un breve momento, que era ella quien llevaba el ritmo. Pecó de inocencia.

Con fuerza, Juan apretó la cabeza de Elena, presionando contra él, consiguiendo que entrara, si bien no toda, gran parte de su polla en su boca, provocando un gran placer en él, y un gran dolor, no solo de boca, sino también de mandíbula y cara, en ella.

Y aquello no fue lo peor. Allí, sentado, empezó a embestir como pudo, mientras ella intentaba gritar de dolor, tan solo produciendo gritos guturales, y gimiendo Juan como un cerdo.

La liberó de su polla unos minutos después violentamente, provocando que escapara de la boca de la mujer un buen puñado de saliva, que manchó el vestido que llevaba ella por casa.

-Ven aquí- ordenó mientras la levantaba y la ponía de cara a la mesa, subiéndole el vestido y sobándole el coño-. He estado todo el día pensando en tu coño.

Se la metió de un solo golpe. Comenzó a embestir muy violentamente, tanto, que Elena tenía que agarrarse fuertemente a la mesa, para no caer encima de ella, dejando que algún vaso volcara a causa de los temblores.

Le hacía daño cada vez que su tripa se estrellaba contra sus nalgas y solo podía compensarlo sintiendo placer cuando le metía la polla hasta el fondo de sus ser.

Pasaron minutos, que se le hicieron eternos a Elena, pero fugaces a Juan, hasta que este último se corrió en ella.

-Ooooh!!!- gritó este durante las últimas embestidas a su mujer-. Mmh… Ahora puedes cenar.

Elena se puso en pie. Se colocó su falda en la posición correcta, y mirando al suelo se dirigió a su comida, donde se sentó y empezó a comer su comida, ahora fría.

Juan Reyes seguía leyendo el periódico.

27-1-1891

-¡Benito, me cagüen Dios!- exclamó Juan al entrar al bar Manolo y ver a su buen amigo Benito Hernández-. ¡Cuánto tiempo, coño!

-La madre que te parió!- dijo este, levantándose y dándole un apretón de manos-. Bendito sean mis ojos, Juan Reyes en persona, hace lustros que no te veo! Ven, siéntate.

Allí estaba acompañado de sus otros dos grandes amigos, Jorge y Aurelio. Los tres eran típicos de pueblo. Bajitos, rellenos, estropeados a causa de las drogas, alcohol, y tabaco y alguno- Aurelio-, con grandes entradas.

¿Qué es lo que se puede decir de Benito Hernández? Quizás, uno de los más grandes mal paridos de la historia de Villarijo, y clarísimo influenciador de maldad a Juan Reyes desde pequeño. Tiene cuarenta y dos años, cuatro más que Juan.

¿Y de Jorge y Aurelio? Tal vez estos dos tipos sean de lo más típicos. Tal vez, totalmente típicos, pero, ¿Qué sería de Juan sin estos dos carcamales?

-Hace días que no pasabas por aquí, Reyes- dijo Jorge, dando un buen trago de vino.

-Lo sé, Jorge, pero ya sabes, tengo que mantener a la vaga de mi mujer.

-Ay… esas mujeres, sin nosotros estarían ya muertas- puntualizó Aurelio.

-Lo sé, también. A noche tuve que bofetearla a la mía- presumió Juan-. No saben hacer caso.

-Juan, Juan, Juan…-se lamentaba su viejo amigo Benito-. Como has perdido tras estos meses. Pensaba que sabías educar a tu mujer- comentó sirviendo vino a él mismo y luego a Juan-. Haz como yo, que cada vez que me mira mal, la llevo a mi subterráneo y la violo por todas partes. Incluso la reviento a ostias, si hace falta.

-¡Eso está bien!- dijo riendo Jorge.

-En el subterráneo… no lo había pensado- se puso pensativo Juan-. Así no molesto al pesado de José, mi vecino, que este siempre se queja de mis gritos a mi mujer, pero luego como grita la suya cuando la pega.

-Podría hacer como yo- dijo por fin Aurelio-. Encadénala por los pies.

-¿Con que objetivo?- preguntó Benito, confuso.

-Entretenerme con su sufrimiento.

-¡Estas hecho un hombre!- dijo Benito, mientras los demás se reían-. Pues me gusta esa idea. Encadénala. A si se resistirá menos. O simplemente improvisa.

-Me gusta la ideas, gracias- dijo riendo mientras alzó su copa-. ¡Salud!

-Ahhh!!-gritó Elena-¿Qué haces?

Juan entró rápidamente a casa, se plantó frente a ella y la empezó a desnudar, llegando incluso a romperle el vestido que llevaba. La levantó de la silla para desnudarla mejor, mientras ella intentaba resistirse. Recibió un puñetazo en el vientre que la dejó sin aire.

La desnudó por fin.

Luego la agarró por el pelo, y mientras la sobaba sin contemplaciones, se la llevó al sótano de casa, donde entre este y el suelo estaba a unos cuatro metros de distancia.

-¿Por qué me haces esto?- preguntó en el suelo ella tapándose los pechos y llorando.

-Me han dicho que miraste a otro hombre.

-No… no…- decía-. No es cierto.

-¡Calla!- gritó Juan dándole un fuerte bofetón dejándola tumbada en el suelo. Fue hacia ella y colocó su pene en su seco coño, metiéndosela de nuevo, causándole un gran dolor-. ¿No me quieres? ¿Es eso?- decía mientras la volvía a embestir.

-Ahhh!! Socorrooo!!- gritaba ella mientras su polla entraba y salía sin más lubrificación que la sangre de las heridas-. Me vas a matar!!

-¡Aquí solo hablo yo, joder!- decía mientras seguía embistiendo y pegándole en la cabeza y pechos-. Seguro que le miraste pensando en su polla. ¡¡Pues toma polla!!

Juan la violaba violentamente, no quería verla disfrutar, ni gemir de ningún placer. Quería que fuese sumisa, más incluso de lo que aquella sociedad apartada influenciaba.

Se agarraba fuertemente a las tetas de su mujer Elena, mordiéndolas salvajemente y moviendo el culo como un sucio perro para meter y sacar aquella polla que no tardaría mucho en explotar, una vez más, en el coño de su esclava y mujer.

Se corrió finalmente.

Sacó su miembro, medio flácido, del coño del ensangrentado coño de Elena, se dirigió a su boca y se la metió.

-¡Límpiala!- dijo- ¡Me quiero ver reflejado en mi propia polla! Y ni se te ocurra hacer ninguna gilipollez o te mato a golpes, ¿entendido?

Ella asintió levemente con la cabeza y la polla en la boca. Tuvo que chupársela muchas veces con el semen, pero nunca con sangre. Y eso le provocaba tremendas arcadas. Ella quería sacársela y vomitar, pero Juan presionaba, y solo conseguía ahogarse más.

Lo peor es que se le volvió a poner dura. A Elene le tocaba hacerle una nueva mamada. Tuvo que participar moviendo la lengua como podía. No sabía que parte de la polla tocaba con la lengua, estaba confusa. Los pelos de su vientre llegaban hasta su cara. Lo pasaba mal.

A la noche, en la cena, nadie dijo nada. Solo comían aquel maravilloso pato que tan bien sabía cocinar ella.

Luego, en la cama, Juan se sentó al lado suyo, y la acarició como un perro. La acariciaba, sobaba y tocaba.

-Yo soy tu dueño, no puedes querer a otro-le susurró al oído.

-Yo… yo no he hecho nada.

-No quiero que se repita, o no tendré piedad la próxima vez- decía tocándole uno de los pezones, pellizcándolo suavemente.

-Pero…

-Me da igual lo que pienses, tu eres mía, y de nadie más, te haré lo que yo quiera- dijo mientras de ella salían lagrimas-. Espero que hayas aprendido la lección, Elena- reiteró volviendo a acariciarla el pelo-. No lo volverás ha hacer, ¿Verdad?

-¿Verdad?

-No lo volveré a hacer…- respondió, rindiéndose y confesando algo que ambos sabían que no ocurrió jamás.

-Muy bien, ahora, ábrete de piernas.

29-1-1891

-No pensé que fueras realmente a hacer eso- rió Benito, mientras paseaban por el parque Villarijo.

-Pues sí, lo hice- volvió a presumir-. Dije que pensaba que miraba a otros hombres, la bajé al sótano y la violé allí mismo, en el suelo.

El parque Villarijo era un terreno apartado del pueblo, donde la gente paseaba, charlaba y en ocasiones paseaban a sus mujeres, enseñándoselas a los vecinos y amigos. Era un lugar muy alegre en 1891.

-Y tu mujer, ¿qué tal?

-Embarazada- dijo con tono depresivo-. Espero que sea niña, a ver si la vendo y me saco unas pesetas.

-¿En serio no prefieres que salga niño?- preguntó él.

-¿Para qué? Eso te empobrece.

-Pero perdura el apellido- se defendió- ¿No te gustaría que tu apellido perdure durante lustros y décadas?

-No te digo yo que sea mala idea, pero prefiero el dinero. Eso de los apellidos…

-Para que dure, hombre, para que dure…-dijo Juan.

-¿Para que dure el que?- pregunto confuso.

-El legado.

8-2-1891

Desde el primer día del bofetón, la vida de Elena empeoró considerablemente. Cosa irónica, pues estaba, y estuvo prácticamente convencida de que no podía empeorar más.

Las violaciones de Juan iban creciendo, tanto en número como en maldad, sin razón, a la vez que la personalidad maléfica del hombre, que a pesar de sus 38 años, seguía moldeándose y evolucionando siempre a peor.

Tanta violación y sexo sin pensar en las consecuencias hicieron temer lo peor en la pareja: ella estaba embarazada, y él, furioso.

-¡Te la tendría que haber metido por el culo, hija de la gran puta!- le gritó, propinándole acto seguido una patada en la cara-. ¡Esto no te librará de que te castigue por adulterio!

-Lo siento, Juan, lo…-no llegó a decir más, recibió un bofetón y segundos después tenía la boca llena con la polla de su hombre.

-Bastarda, con lo que te quería- decía susurrando mientras agarraba la cabeza de Elena, para que no dejara de chupar-. Yo te he dado un techo, dinero para comer, una cama para dormir…

Ella chupaba la polla de no ser por la presión que ejercía Juan sobre ella. Tenía dos opciones: morder, y sufrir la paliza, o lamer, y dejar que aquello no empeore más.

-¿A si me lo pagas?- continuaba Juan con su monologo-. Zorra.

Poco después la agarró y la puso boca arriba, en el suelo. Se colocó él entre sus piernas y empezó a embestir por el coño. Estaba realmente cachondo, y eso se notaba por sus fuertes cargas, las cuales eran más violentas y fuertes que nunca.

-¿Te gusta que te folle, zorra?- exclamó Juan, excitado-. ¿Te gusta?

-…- ella empezaba a gemir, a pesar de que no entendía por qué-. Sí…

-¡Dilo, coño!- gritó sin dejar de empujar, de meter y sacar-. ¿Te gusta que te follen?

-¡¡Sí!!-pudo gritar.

-¡A si me gusta, puta!- dijo aumentando el ritmo de aquellas embestidas-. ¡Pues disfruta!

-Ah…ah…- gemía Elena, que no entendía por qué le gustaba estar en aquella situación.

No tardó demasiado Juan en correrse y en depositar en el coño de Elena toda la corrida que expulsó a causa de la gran excitación que le provocaba violar a su propia mujer.

Se quedó encima de ella durante varios intensos minutos, en los que ambos aún suspiraban fuertemente e intentaban reponer fuerzas.

Se volteó finalmente a un costado, se levanto, polla en mano, apuntando a su mujer.

-¿Qué ha…?-intentó preguntar Elena antes de que un chorro de meado chocara contra su boca, para deslizarse por su cuerpo para finalmente llegar hasta el suelo, intentando, sin claro éxito, evitar los chorros de aquella asquerosa pero divertida lluvia dorada.

-Oooooh!!- gimió de nuevo Juan al expulsar los orines.

Se quedó con la mano en la polla, mirando al suelo, como reflexionando, pensando, para luego bajar la cabeza para observar a Elena con la cara y cabellos empapados y el suelo del subterráneo, lleno de porquería, mierda.

-Levántate, limpia esto y dúchate- dijo mientras se dirigía a las escaleras que descienden hasta el piso-. Cerda.

Al llegar al piso, Juan Reyes salió a beber, mientras su mujer, y por tanto, su esclava, seguía limpiando aquella habitación, luchando por no vomitar del asco, y haciendo verdaderos esfuerzos a causa de su gran cansancio. Todo aquello, sin olvidar que dentro de Juan se estaba formando una persona, un futuro hijo, hijo de Juan Reyes.