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La angustia de la fe: La penitencia

en Confesiones

LA ANGUSTIA DE LA FE

LA PENITENCIA

Los siguientes días fueron determinantes para reforzar mi fe en que mi internamiento en el convento de Sta. Magdalena de la Redención era lo que más me convenía. A pesar de haber llevado siempre una vida muy regalada me adapté con la ayuda de nuestro Señor a este régimen tan estricto. Trabajaba muy duro en la lavandería, me alimentaba frugalmente, y rezaba: recé y recé a todas horas, trabajando, comiendo, en los oficios... Mi alma empezaba a atisbar un brote de paz interior. Sin embargo todavía pesaba sobre mí la vergüenza de mi culpa y no me atrevía a pedir la confesión. También una sombra me entristecía, y es que mi compañera seguía sin hablarme. Lo intenté una y otra vez, pero su respuesta fue siempre la indiferencia más absoluta.

Llegó el domingo, día del Señor, jornada de rezos y meditación. La hora de levantarse seguía siendo la misma pero tras los maitines y antes del desayuno teníamos limpieza, así que íbamos hacia el lavadero y allí nos desnudábamos bajo las atentas miradas de las monjas, y de esa guisa teníamos que lavar nuestra ropa y tenderla tras lo cual éramos nosotras las que fregábamos nuestros cuerpos con piedra pómez. Cristinne estaba a mi lado. Me fijé el ella sin atisbo lujurioso alguno; su cuerpo había conocido mejores tiempos pero todavía conservaba cierto atractivo. Las señales de los innumerables castigos recibidos eran bien visibles. Tras frotarnos la roña salíamos al patio interior de nuestra sección y hacíamos ejercicio durante más de dos horas. Aquel primer domingo era ya en noviembre y hacía un frío espantoso, y nosotras allí, desnudas y ateridas, haciendo tiempo para que se secaran nuestros bastos atuendos, que todavía estaban húmedas cuando nos vestimos de nuevo para desayunar. No era de extrañar la cantidad de reclusas con signos de enfermedad por enfriamiento. Esperaba dedicar la mañana hasta la santa misa solemne del mediodía a rezar y meditar. Sin embargo pasé toda la jornada con el cubo limpiando el suelo de toda nuestra ala ya que era la tarea reservada a las novatas. Cuando me retiré a la celda estaba molida. Oré un poco, me desvestí y me dormí sin esperar a que sonara la campana. Pensé que habían pasado solo unos instantes cuando me despertaron; tuvieron que zarandearme para conseguirlo. Dos monjas venían a ponerme un cilicio. Me quitaron el calzón y lo pusieron en el muslo derecho, justo en la ingle. Además para colocarlo me hicieron tumbar boca arriba con la pierna levantada. Creo que lo hicieron para tener una buena vista de mi sexo. Lo apretaron a conciencia. Me saltaron lágrimas de dolor pero todo lo di por bueno en aras de mi salvación. Me dijeron que vendrían a retirármelo y se marcharon. Mi compañera, también despierta, me miraba casi con desdén.

Pensé que lo llevaría solo durante la noche pero no fue así. Al día siguiente tuve que trabajar con el infernal aparato mordiendo mi carne. Elevé mis plegarias a Dios, con más fervor si cabe, espoleada por el sufrimiento. Al terminar el día el dolor era tan insoportable y tal mi postración por trabajar en esas condiciones, que por primera vez desde que ingresé no tuve fuerzas para rezar.

Esta situación se prolongó durante los siguientes días. Cuando llegó el sábado, cual sería el estado en que volví a la celda que mi compañera por fin se dirigió a mi.

- ¿lo sigues llevando verdad? Sí, contesté

-¿Porqué estás aquí? –adulterio- fue mi respuesta. Pareció pensar unos instantes. Ya no me miraba como antes, el desprecio había desaparecido. – ¿crees que por ese pecado hay que sufrir tanto? -no lo sé-, dije.

- Ya es bastante duro el estar aquí para que añadas leña al fuego, porque eso lo pediste tú ¿no? – sí- , contesté.

Entonces me preguntó como me llamaba; -Yolanda- contesté.

–Yo me llamo Cristinne.

Y yo le interesé a mi vez -¿y porqué estás aquí?

Es una larga y triste historia. –me callé pero ella continuó:

- Vivía con mi padre y un hermano más mayor. Mi madre murió con el parto, por eso mi padre nunca me llegó a aceptar. Mientras mi hermano gozaba de todas sus atenciones, a mí me hacía trabajar como si fuera de la servidumbre. Yo era una niña bastante revoltosa y recibía múltiples castigos. Mi cuerpo conoce bien el látigo desde muy niña. Cuando cumplí 14 años mi padre se volvió a casar de nuevo con una viuda que tenía un hijo dos años mayor que yo. Mi hermanastro se encaprichó de mí. Me acosaba, a veces de forma obscena e indecente. Yo le rechazaba una y otra vez, pero él insistía. Además hizo buenas migas con mi hermano, que me despreciaba tanto o más que mi padre. Ambos mantenían una relación extraña. Un día los espié y los descubrí, desnudos y copulando. Tonta de mí los denuncié a mi padre. Ellos lo negaron y tanto mi padre como mi madrastra los creyeron, como yo debía haber previsto. Me castigaron duramente ante el regocijo de los sodomitas.

Cristinne hizo una pausa y se le saltaron las lagrimas.

- Pero no tuvieron bastante con eso, querían venganza. Me esperaron escondidos cuando venía del lavadero cargada de ropa. Me arrastraron no sin mucho esfuerzo hasta un bosquecillo y me amenazaron con un cuchillo de caza. Me ataron a un árbol, me quitaron la ropa y me torturaron, pinchándome en el vientre y pechos. Después de divertirse conmigo me violaron. Mientras los canallas lo hacían me solté de mis ligaduras y con un manotazo les cayó el puñal . El cobarde de mi hermano salió corriendo pero el otro me hizo frente. No le sirvió de nada ser mucho más alto y fuerte que yo; le hice caer sobre un matorral con tan mala fortuna que una rama le hirió el ojo. Quedó tuerto. A pesar de mis heridas y de mi estado, mi padre y mi madrastra me culparon de todo. Fui cruelmente azotada y después me trajeron aquí.

Le pregunté qué edad tenía cuando ingresó? –quince, llevo ocho aquí –

Las monjas nos interrumpieron. El domingo era el día del Señor. Y retiraron el cilicio de mi muslo.

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