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La angustia de la fe: La advertencia

en Confesiones

LA ANGUSTIA DE LA FE

LA ADVERTENCIA

Esa noche y durante los rezos y el tiempo de recogimiento, oré por Cristinne. Todavía no concebía que Dios había sido injusto con ella. de acuerdo con mis creencias consideraba que su infortunio era merecido, como sin duda era el mío. Tras los oficios vespertinos fui citada por la abadesa. Me hizo saber que estaba informada de que llevaba una conducta piadosa y que a pesar de la pesada carga de llevar la disciplina, había trabajado muy diligentemente y a entera satisfacción. Sin embargo una cosa le extrañaba y era que nunca había recibido la sagrada forma en la celebración de la misa. Le dije la verdad como no podía ser de otra forma: no estaba preparada todavía para la confesión.

- está bien, aprecio tu sinceridad pero creo que debes reflexionar y hacer las paces con Dios cuanto antes. hazlo; puede que necesites más penitencia para ayudarte en tu decisión. Puedes retirarte.

Dada mi total confianza con personas religiosas como la abadesa, no capté la amenaza que escondían sus palabras, y lo interpreté como que me daba ánimos para mi perseverancia en la oración y en el trabajo. Las siguientes semanas continué con redoblados esfuerzos por la vía que me había trazado para alcanzar el perdón: rezar y trabajar con ahínco. Cristinne no me decía nada pero sus ojos expresaban su escepticismo. A pesar de mi abnegación, mi sentimiento de culpa y mi vergüenza eran tan grandes que me impedían - por mucho que lo quisiera- buscar la paz en el sacramento de la confesión. Un domingo en que me encontraba especialmente en paz interior y ya me estaba planteando seriamente esperar al final de la próxima misa para solicitar ser recibida en confesión, volvieron las monjas poco antes de la llamada de silencio. Venían a ponerme de nuevo el cilicio, esta vez bajo mis senos. Cuando apretaban los ojales del cinto en mi torso desnudo y las lágrimas brotaban en silencio, miré a Cristinne. Su expresión me decía ¿de qué valía mi esfuerzo?.

Esa semana apenas pude cumplir con mi trabajo. El dolor era poco menos que intolerable. El corpiño me ceñía más si cabe el cinturón, clavando en mi carne los infernales tacos. Además cada noche venían a desplazarlo un poco, arriba o abajo, según su parecer, de manera que a los pocos días tenía todo mi tronco desde los pechos hasta el pubis castigado por el infernal artefacto. Un día en que de nuevo el cilicio oprimía mi cintura el sufrimiento era tan insoportable que caí desmayada mientras removía con un palo las coladas en agua hirviendo. Como sea que nadie de las internas, salvo Cristinne, sabía que llevaba penitencias, me llevaron a la enfermería. Al quitarme el corpiño vieron que tenía la camisa ensangrentada. No me lo retiraron y me dejaron en la celda ya que las cuestiones disciplinarias quedaban fuera de sus atribuciones.

Estuve allí sola, hasta la llegada de Cristinne. Viendo el estado en que me encontraba iba a llamar a las monjas, pero se lo impedí a tiempo. Entonces intentó aflojarlo y también me negué. No quería que la castigasen por mi culpa. Y así estuve dos horas más, desnuda de caderas arriba recostada mi espalda sobre los muslos de Cristinne –sentada en el jergón- para que mi cintura con el cilicio quedara libre de opresiones suplementarias. Cuando llegaron las monjas y vieron mi lamentable estado no se atrevieron a censurar a Cristinne; me lo quitaron y trajeron una jofaina con agua caliente y una esponja, ordenándole que limpiara mis llagas y cuidara de mí. A pesar de haber rebasado con creces la hora de silencio nos permitieron seguir con la vela encendida. Cristinne con una delicadeza extrema aliviaba mi castigado cuerpo. Yo tenía una sensación tan placentera que hubiera deseado que aquello durara todo la noche. Ella me sonreía y yo también a ella. Fueron unos momentos mágicos, rotos por un grito de la monja de turno ordenando que apagáramos la vela. Lo hicimos pero Cristinne no se fue a su camastro. Se quitó la camisa y desnuda de cintura para arriba como yo, se acostó a mi lado. Nuestros cuerpos se acomodaron cálidamente y nos dormimos, sumidas en un delicado abrazo. Por primera vez desde que entré en el convento sentí algo parecido a la felicidad.

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