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Jardín silvestre

en Zoofilia

Hubo un tiempo en el que solía pasar el verano con mis abuelos. Vivían en una casa antigua, con un buen jardín grande, muy bien cuidado por mi abuela. A un lado de éste, unos árboles y arbustos tapaban la valla que nos separaba de los vecinos. En mi exploración por el lugar, pronto descubrí un pequeño rincón que quedaba apartado del resto de la estancia. Pegado a la valla, casi siempre había sombra allí y acabé llevándome una butaca de playa que mi abuelo tenía abandonada en aquel garaje reconvertido en trastero.

Otra poderosa razón por la que iba allí era la vecina. Cuarentona, de muy buen ver y muy descarada. Coincidíamos en el jardín en las horas que el calor apretaba, que era cuando menos actividad había en el resto del pueblo. Tendía la colada, lavaba al perro, regaba el jardín... pero lo hacía como si estuviera en la intimidad de su casa y no se preocupaba por si tenía sujetador o no, con los pezones marcando camisetas o camisas a medio abotonar. A mi edad no podía dejar de fijarme en el movimiento de sus pechos. Por debajo llevaba shorts o faldas cortas, y tenía poco decoro en sus gestos, sin importarle mi presencia al otro lado del murete. Yo la miraba de reojo y a menudo, en cuanto ella entraba en su casa después de haber hecho su labor en el jardín, me pegaba a la verja y me masturbaba allí mismo, pegando el glande a la madera y viéndola al otro lado del ventanal, moviéndose en la penumbra. Otros días se acercaba a hablar conmigo, y se daba aire con la camisa quejándose del calor, y yo veía aparecer y desaparecer el escote mientras los pechos se adaptaban a la presión de su mano. Ahora estoy seguro de que jugaba conmigo, pero entonces yo creía que era mi mente calenturienta la que interpretaba de forma febril sus gestos, haciendo que no pudiese evitar tocarme pensando en ella.

Tampoco puedo olvidar el primer día en que la vi lavar al perro, un bonito pastor alemán, muy bueno y juguetón. El animal recibía inmóvil el agua de la manguera, con la lengua fuera y seguramente disfrutando por poder aliviar el calor. Entonces ella le daba en los testículos y el pene con algo más de presión hasta que se empalmaba. Una vez más, pensaba que yo estaba enfermo y sólo veía lo que quería ver. Ella le fue enjabonando por el lomo, la barriga... hasta que la mano acabó abajo, pasándola por el sexo del perro. Se entretenía más tiempo del necesario, no mucho, sólo lo justo para llamar mi atención. Al enjabonarlo tan bien, el perro mantenía el pene bien erecto y ella se mostraba muy minuciosa con la mano y la manguera hasta que verga y testículos quedaban libres de espuma. Si me veía al otro lado no se cortaba, todo lo contrario.

— ¡Mira qué dos rabos tiene mi niño! —me decía mientras echaba hacia atrás el pellejo del chucho.

Yo no sabía reaccionar ante su descaro. Otros días me decía, haciendo un amago de masturbación,  "¡Cómo le gusta que le laven ahí!". Lo que más me confundía era que a renglón seguido se pusiese a hacer otra cosa, como regar las plantas o recoger la ropa que tuviese tendida. Otro día el perro empezó a lamerse el pene y ella se rió.

— ¡Se la está cascando! —me dijo—. ¿Tú ya te la cascas también?

Tenía la habilidad de dejarme cortado y sin habla.

— ¿Sí o no? ¿Sueltas mucha leche ya?

— No sé... —fue lo único que pude decir mientras el perro seguía chupa que te chupa.

Se quedó mirando al pastor alemán.

— Un día vas a ver cuánta leche suelta este cabrón...

Pero el que acababa siempre cascándosela era yo, en mi habitación o ya a solas en mi lado del jardín. Imaginaba que ella me la chupaba o me lavaba y me la jalaba como al perro o con él. Poco a poco, cuando coincidía con ella en el jardín, sabía que ese día acabaría masturbándome al menos tres veces.

Una tarde salió a cuidar las plantas, con un vestido que me encantaba, pues era muy ligero. Ese día soplaba una brisa que hacía que se levantase la falda y, cada vez que ocurría, me daba la impresión de que no llevaba bragas. No podía quitar ojo, y a ella le daba igual que yo estuviese allí o no. Yo ya sabía que esa tarde también me acabaría tocando. Llegó una racha de aire más fuerte y se le levantó la falda del todo, quedando el culo a mi vista. La falda quedó tan arriba que no bajó, y ella siguió en pompa con las flores. Me acerqué a la valla. Cuando me iba a desabrochar el pantalón vi al perro venir al trote desde otro lado del jardín, se le acercó por la espalda, abalanzándose sobre ella y haciéndole caer de bruces. Apenas pudo incorporarse cuando el perro se le puso encima. Cuando me quise dar cuenta estaba montándola, con la lengua fuera. Salté la valla e intenté separarlos.

— ¡Déjalo, déjalo! —me gritó, quedándome de piedra—. No te preocupes...

— Pero...

Yo estaba muy nervioso. Temía que le hiciera daño. Las patas delanteras resbalaban en su espalda, el animal no terminaba de encontrar la posición y aún así no dejaba de penetrarla, o de intentarlo. Cuando el chucho cogió el ritmo, ella se quedó inmóvil, con la cabeza gacha y el culo en pompa, a una altura adecuada para el perro. Ella estaba en silencio y el animal jadeaba con la lengua fuera. Tras varias embestidas y un temblor, se quedó quieto, quedándose dentro de ella un tiempo que me pareció una eternidad. Finalmente se desenganchó. A mí me dio mucho asco pensar en el semen que le dejaba a la vecina dentro y me volví a la casa sin poder asimilar lo que acababa de ver.

Pocos días después volví a verla en el jardín. Me dijo que lo ocurrido con su perro no era malo, que era como si la hubiese visto hacer el amor con su marido. Que no le importaba que la viera, que confiaba en mí. Naturalmente esto lo dijo justo antes de ponerse a esparcir abono entre las flores, dando por zanjada la conversación.

A unos días de mi vuelta a casa me preguntó si tenía novia, que a ella no le importaba enseñarme las cosas que tendría que hacerle... empecé a empalmarme mientras miraba su boca y sus pechos. Acerqué mi mano a su escote auspiciado por su provocativa mirada, justo cuando oímos un ciclomotor al otro lado de la valla. Ella reconoció el sonido y salió disparada a hablar con el cartero, y se pusieron a discutir sobre una carta certificada perdida. Comprendí que mi momento había pasado y volví a la casa, meditando sobre qué hubiese hecho con su sexo, sin saber quién o qué lo había usado antes. Y pensando en eso, me masturbé por última vez en aquella habitación.