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Diario de Cocó (2) Ensartada en la estación

en Transexuales

Tras el funeral de mi tía abuela Cocó, volví un par de veces a su apartamento. Debía decidir que hacer con sus efectos personales antes de que venciera el alquiler del mes corriente. Mme Clodette (97 años), su vecina y amiga, estuvo encantada de quedarse con algunos de sus vestidos y sombreros, y se los probó allí mismo, contorneándose frente al espejo del armario con ese descaro ingenuo que da la senilidad, parecido al que muestran los niños. Incluso se atrevió con los zapatos de tacón, ejemplares de auténtico vértigo. Temí por su integridad y, para ahorrarme un disgusto, la mandé a su casa con el botín y un lote de bolsos y bisutería de los 40's y 50's tan vintage y excéntrica que hubiese puesto los dientes largos a la mismísima Gaga.

Los muebles y el resto de los enseres se los vendí a Gastón Dommage, un brocantier del marché aux puces. Había encontrado el diario de mi tía abuela fortuitamente tras un cuadro, pero tenía el pálpito de que ese no era el único cuaderno; por eso, cuando tuve el apartamento vacío, reinicié la búsqueda entre los elementos fijos que quedaban: armarios de cocina, la despensa y una vieja carbonera fuera de uso. Sólo encontré un cúmulo importante de comida caducada -latas de carne argentina de la época de Perón, paquetes de arroz o pastillas de caldo, etc.- en los sitios más inaccesibles; nada anormal en una persona de su edad que vivió épocas de carestía y se dedicó al estraperlo.

Sentía rabia e impotencia y cada vez estaba más obsesionado, hasta que recordé esa frase leída en su diario: "Escondo la libreta entre las tablas del parqué y espero que sea suficiente, pero no me engaño: nunca lo es". ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Probablemente hubiese adquirido esa costumbre y hubiese mantenido el hábito cuando ya no había peligro.

Rastreé el suelo de madera como un zahorí buscando agua. Había unas cuantas tablas sueltas y encontré una lata de galletas oxidada entre las viguetas del piso tras horas de infructuoso trabajo. Estuve unos instantes con el corazón en la boca y la abrí haciendo palanca con un punzón. Ahí estaban: no había sido puro delirio sino una certeza confirmada. Encontrada el alma de Cocó, ya estaba satisfecho. Me los llevé al hotel junto con sus fotos y cuadros, y devolví la llave al casero tras despedirme de Mme Clodette con tres besos.

Aquí transcribo lo leído. Intento ceñirme al original aunque, para que sea más fluida la lectura, hice algunas adaptaciones, sobre todo en los diálogos. Tampoco estaba todo el texto en castellano, había párrafos enteros en francés y palabras en otras lenguas. Conservo algunos elementos originales para dar más autenticidad al relato, pero la mayoría los traduzco:

 

5 de junio de 1944

Bájate las bragas -me dijo Michel.

Le obedecí, arrodillada sobre el diván de mi camerino. Eran unas braguitas de seda blanca muy cucas, de esas que me regala Helmut. Michel lo sabe y no puede quitárselo de la cabeza. A veces me suelta, celoso: «¿ese cabrón alemán piensa que va a comprarnos con eso?». Las bajé hasta medio muslo, allí donde acaban las medias.

-¿Te diste lavativa?

-¿Me estás llamando cerda? -contesté con otra pregunta, simulando cabreo.

Sentí sus manos en mis nalgas para separarlas y el ano emergió entre sus dedos. Lo acarició suavemente y después sentí su lengua. Cerré los ojos y me estremecí. Recorría la raja del culo y, cuando llegaba al ojete, lo golpeaba con la punta y empujaba la saliva hacia dentro ayudándose con los dedos...

-Mmm... -ronroneé empalmándome.

-¿Te gusta? -preguntó tomando un descanso para darme unas palmadas rabiosas y agitarme así las nalgas.

-Fóllame, por favor -le supliqué.

-No puedo, Cocó. No tenemos tiempo. Te espera el enlace a las 2 en punto y, además, luego te quedas muy relajada y no te conviene. Debes mantener la alerta.

Entonces se apartó de mí y me mostró un cilindro metálico largo y grueso con un tope en un extremo.

-No vas a meterme eso, Michel. Ni lo sueñes.

-¿Qué pasa ahora? Ni que fuera la primera vez -replicó echando saliva sobre el cilindro y extendiéndola arriba y abajo, deslizando su mano por la superficie de forma prometedora.

-Sí es la primera que veo uno de ese tamaño, ¿qué ocurre?, ¿me habéis tomado por un buzón de correos? Ni con mantequilla me lo metes -aseguré con firmeza.

-En eso tienes razón. Va a ser a palo seco, máxime con saliva. Si lo lubricamos con grasa entrará mejor pero te será más difícil retenerlo.

-De acuerdo. Inténtalo al menos con condón -contesté resignada.

-¿Condones de ese tamaño? Jajajajajaja, dámelo si lo encuentras -me retó.

Acerqué mi bolso, extraje uno y se lo dí. Puso ese cilindro metálico -un estuche parecido al de los puros habanos pero mucho más grande- entre sus piernas para sujetarlo y le ciñó el capuchón a la punta. Lo desenrolló empujando hacia abajo con mucha dificultad. Arriba quedó una burbuja de aire que estalló a la mínima presión, tan fuerte era la tirantez del látex. Probó con otro y lo mismo.

-¡Mierda... has visto?

-Los dos que me quedaban -suspiré.

Más saliva y más dedos hurgando en mi recto. Mi ano se abría sin reparos a sus manipulaciones y pronto estuve a punto para recibir su "regalo".

-Ooooohhhhh -gemí cuando sentí el frío metálico de ese tubo avanzar.

-Asíííí... asííí... bien adentro... esa es mi Cocó...

Daba pequeñas pausas para que el recto dilatara, pero yo ya no podía más tras unos cuantos avances. Sentía un sudor frío y castañeaba de dolor.

-No puedo más, Michel... aaagggghhh... -supliqué.

-Sí puedes -me dijo sin dejar de apretar, acercando su lengua a mi oreja para darme lamentones tiernos.

Sabía que ese era mi punto débil y, dejándome ablandada, me alcanzó los pezones para chuparlos y morderlos. Cuando los tuvo bien erectos, aprovechó mi excitación para empujar de nuevo hasta alcanzar el tope.

-Auuuuuuhhh... me parto toda... -grité.

-Ya está... tranquila, ya está dentro... todo dentro hasta el tope...

Yo respiraba acelerada porque sentía reventar. El esfínter quería expulsarlo, y Michel lo impedía con su mano firme, sus chupetones y sus besos. Todo era cuestión de tiempo y de que mi cuerpo entendiera de que eso no era peligroso ni ajeno. El dolor imperioso fue mermando y un calorcillo dulce invadió mi recto, lenta y suavemente. Mientras él me secaba el sudor frío con un pañuelo, vi su erección bajo los pantalones.

-Te excita torturarme, cabrón sádico -dije.

Sin contestarme, sacó su verga enhiesta y me tomó la cabeza con ganas. Yo lo esperaba con la boca abierta. Como si fueran las aspas de un molino, pasé mi lengua por el frenillo y el borde del capullo. Le pajeaba el mango apartándole la piel y con la otra le estrujaba los huevos. Fue un ir y venir rápido, porque durante esta mañana todo tenía un cariz de apremio. La leche salió de imprevisto y me dejó ciega de un ojo, pero la capturé de nuevo con la boca para no darle descanso, chupando con todas mis fuerzas hasta sorberla toda. Relamí hasta no dejar gota y lo dejé vencido sobre el diván. Tras subirme las bragas, fui hasta el tocador frente al que me senté. Me limpié la boca con un pañuelo, repasé el carmín de los labios, los fruncí y abrí de nuevo. Un hilo de semen colgó por la comisura y maldecí. Me limpié y retoqué otra vez, extendiendo los arreglos a mis mejillas y a mis ojos, dándoles colorete y sombra. Sonreí satisfecha del trabajo.

Tomé la chaqueta y el bolso y di un vistazo a Michel. Estaba allí, tumbado, con las piernas abiertas mirando con la lengua fuera y manoseándose la verga buscando una nueva erección aunque hubiese descargado.

-Me vuelve loco pensar que sales con eso metido... el gusto que te dará mientras andas por la calle... y como los hombres verán tu rubor sexual como un prometedor anticipo.

-Deja algo para cuando vuelva -le contesté guiñándole un ojo y sacando la lengua.

Tomé un taxi y me dirigí a la Gare du Nord. Hago eso cuando Michel me lo pide, cada quince días o tres semanas más o menos. Pocas veces pienso en lo que llevo en el recto, prefiero no hacerlo; probablemente sean órdenes cifradas o planos del avance de las tropas que me costarían la vida si el enemigo lo descubriera. Pero ¿quién es el enemigo en la guerra? Es tan fácil imaginarlo vestido de uniforme..., pero el vecino delator no lleva uniforme y el hambre que apremia tampoco lo lleva. El taxi se atascó en el tráfico y miré la hora con ansiedad, estaba a dos manzanas de la estación.

Me bajo aquí -dije al taxista.

Tras pagarle la carrera, me apeé y eché a andar apresuradamente bajo los árboles del boulevard. Llevando el recto empalado, era difícil caminar con soltura. Me contorneaba sobre los tacones con un aire forzado, y el rubor, producto del esfuerzo y la ansiedad, enrojecía mis mejillas. Michel tenía razón. Los hombres me miraban, interpretando el movimiento de mis caderas y ese rubor como reclamo sexual, y no les faltaba razón. El frote constante de esa vara generosa en mi próstata y la sensación de peligro me excitaban en extremo y tuve que camuflar mi incipiente erección tras el bolso. Me prometí a mi misma que la próxima vez vestiría de monja.

De pronto, tuve la sensación de que el recto se abría más de la cuenta y de que mi "encargo" resbalaba. Instintivamente, llevé la mano a la raja del culo apretando con fuerza sobre la tela de mi falda. Respiré aliviada, todo había sido una falsa alarma. Un hombre joven y atractivo me avanzó y dijo sonriéndome obscenamente:

-¿Necesitas palote, guapa?

Piérdete, cerdo -contesté haciéndome la ofendida, pero relamiéndome por dentro.

Por fin llegué a la estación. Faltaban dos minutos para la cita y corrí lo más deprisa que pude hasta llegar a los baños. Siempre son los mismos y cochambrosos retretes, esperándonos ahí al fondo en ese rincón; la última puerta para el enlace, y el contiguo, para mí. Nunca he sabido la razón de que así fuera, supongo que será por estar más alejados de la entrada y andar menos concurridos. Había serrín en el suelo y lo agradecí porque la última vez no resbalé de milagro. Entré, pasé el pestillo y me apoyé en la puerta con una sensación de alivio nada justificada mientras recuperaba el resuello y el corazón pulsaba más sereno. Frente a mí estaba esa puñetera letrina francesa, donde ni siquiera podía sentarme.

Me bajé las bragas, busqué el tope del cilindro y, por un momento, me invadió el pánico; estaba tan nerviosa que no lo sentí entre las yemas de mis dedos. Por fin lo reconocí, y las horribles imágenes que habían atropellado mi mente durante décimas de segundo se diluyeron. Tiré de él mientras empujaba, le di un enjuague rápido con el agua de la cisterna y lo sequé con un pañuelo. Pasaban dos minutos cuando miré la hora. Inquieta, apoyé el oído en la puerta; pero sólo escuché la megafonía lejana anunciando el ir y venir de los trenes. Oí unos pasos, un portazo y, después del pasar del pestillo, el trajinar de la ropa y el salpicar del chorrito. Escuché el código sonoro y contesté con las pautas aprendidas; después y como las otras veces, apareció una mano enfundada en un guante negro debajo del tabique separador y le ofrecí el cilindro. Es todo lo que sé de mi enlace y tampoco me conviene saber más.

Me dispuse a salir antes que él porque esas eran las órdenes y quedé pasmada cuando vi esos uniformes. Había dos soldados alemanes: uno refrescándose en la pila y el otro de espaldas a la pared como si vigilara. Sonreí en un acto reflejo y evalué la situación. Primero me puse en lo peor: un chivatazo; después, la explicación más plausible: soldados buscando sexo fácil y pagándolo con cartillas de racionamiento. Cualquier buscona o ama de casa de París sabía que aquí podía redondear las raciones. Mantuve la sonrisa y me quedé en la puerta un rato, el que vigilaba me la devolvió y alertó al que se mojaba en la pila. Éste se sacudió el agua como un perro a falta de toallas disponibles y se dio la vuelta. Estaba lamentable, pero se sacó un peine del bolsillo y se atusó rápido mientras me devolvía la sonrisa. Quedó bastante guapo y tenía una cara de cabrón muy excitante. Dejé la puerta entornada sin cerrarla del todo con la esperanza de que entraran, distraerlos, y así dejar vía libre al enlace.

No me equivoqué. Ahí estaban. Primero entró el vigilante y el cara-cabrón después. Empezó la negociación, porque ofrecerles sexo gratuito hubiese sido más sospechoso que no hacerlo. Nadie lo hace en estos tiempos en que todo tiene un precio. Les pedí tres cartillas y se echaron a reír. Estaba claro que conocían las tarifas del momento pero me mantuve terca. Al final, acordamos dos cartillas y un paquete de tabaco.

Deciros que no me apetecía echar una buena follada con esos tipos y que me vi forzada por la situación, sería un descargo para mi conciencia si ello fuera cierto. Pero ese estuche de metal me había dejado el recto tan caliente, que mis ganas de rabo podían más que cualquier temor y prejuicio, y era incapaz de verlos como enemigos; es más, creo que esa circunstancia y la de que descubrieran mi auténtico sexo me dejaban en un estado de excitación suicida. Eran tan altos y fuertes, vestidos con esos colores tan sobrios y ceñidos de armas y cuero... que mmm... pasé las manos por sus paquetes hinchados, flanqueándome uno a cada lado. Los apreté sobre la tela, reconociéndolos, y me estremecí de gusto. Esas bolas prietas estaban llenas de leche calentita y esperaban desahogo, y ahí estaban sus varas largas y gruesas para imponérmelo. Se reían con una risa franca y ronca, y se frotaban contra mí mientras me estrujaban las nalgas. Finalmente, se quitaron las armas y las dejaron en un rincón, fuera de mi alcance. Mi erección iba en aumento de forma incontrolable y debía tomar medidas urgentes para solucionar el desaguisado.

-Menstruation -dije esperando que en alemán tuviera el mismo significado y lo acompañé de una expresión suplicante y compungida.

Parecieron entenderlo y no pareció importarles; es más, creo que fue el origen de unas risotadas que imaginé surtidas de obscenidades y que lamenté no entender. El guión se limitaba por momentos como limitado era el espacio de la letrina. Me arrodillé en el suelo; a uno le ofrecí la boca, y al otro, el culo. La risa se fue calmando y la sustituyó su respiración caliente y agitada. Mientras le desabrochaba la bragueta al cara-cabrón; en la retaguardia, sentí levantarse la falda y mis bragas atrapadas en unas manos rudas y calientes bajaron hasta el suelo. Después, sentí pellizcos fuertes en los glúteos, acariciarlos y rematar la operación con palmadas que consiguieron ponerme el ano más abierto y suplicante si cabe. Tenía esa verga en mi puño y, mientras la masturbaba, chupeteaba los cojones grandes y prietos sembrados de pelos dorados. Era larga y gruesa y daba para mover la mano arriba y abajo, no como algunas que la dejan trabada entre huevos y prepucio y, más que vergas, parecen la manivela de un armario. No era más corta la que acechaba mi ojete, arrancándome súplicas porque jugaba a meterla y a menearla en la entrada para hacerme sufrir a mí, que después de sacarme esa gran vara echaba en falta un buen mazo que me llegara hasta el fondo.

-Aaaaahhhh sííííííííí -gemí estremecida de placer sintiéndola taladrar por fin el recto. No era tan grande como el cilindro pero casi ocupaba su huella. Lo que faltaba lo suplía con habilidad, empuje y dureza, y sentí que alcanzaba ese fondo imposible que todas las hembras con verga imaginamos tener; pero que solo existe en nuestras cabezas, ya que más larga nos la metieran más adentro encontrarían ese fondo. Estaba tan reventada de gusto y eran tan fuertes y seguidos los empujones que el bruto me propinaba, que no conseguía mantenerme estable y capturar con la boca, la verga del que tenía delante.

«flop... flop... flop... flop... flop... flop...flop... flop... flop... flop... flop... flop..era el lenguaje de mi culo gustosamente maltratado...

«Ahhh... ahhh... ahhh... ahhh... ahhh... ahhh... ahhh... ahhh... ahhh... ahhh...» jadeaba yo con la lengua fuera, babeando saliva... mientras esa verga me golpeaba en la barbilla, la nariz o en la frente y no me saltó un ojo de puro milagro. Me esforzaba por atraparla mientras su dueño gritaba enfurecido y, hasta que no me tomó la cabeza y la sujetó bien fuerte, no consiguió meterla. Hice por instinto lo que me gusta hacer a conciencia, chuparla a fondo y albergarla toda si puedo, tarea imposible dado su tamaño. Para evitar la arcada la desvié hacia las encías a costa de un gran riesgo: herirla con los dientes; pero toda opción los tiene aunque en este caso fuera que me enviaran a un campo de exterminio. Conseguí mantenerla alejada de las muelas del juicio, afortunadamente.

A esas alturas, creo que lo menos que les hubiera importado es que yo fuera macho o hembra, porque gemían de gusto y rabia, indicador del placer masculino en su grado límite. Me agarré fuerte al cinto del cara-cabrón, para que el ajetreo no me tumbara y acabara rodando sobre el serrín apestoso. Que no era dueña de mi cuerpo no era un tópico sino una afirmación certera, ya que mientras deglutía y chupaba esa delicia carnosa cuyo aroma ya impregnaba la boca con el anticipo de sus flujos, mi próstata era castigada con dureza extrema. Tras hartarse de sacar y meter, sentí sus lechadas inundarme mientras gritaba como loco. Yo gozaba como una perra y me aflojaba de gusto y apenas me mantenía de rodillas, sólo atinaba a contrarrestar sus empujones para no doblarme. Sentí su mano en mi verga, y de nada me había servido mantenerla hábilmente atrapada entre mis piernas chorreando mi lechita mientras que la del cara-cabrón se derramaba en mi boca desbordada. No pareció importarles y, ya más sosegados, se rieron de nuevo. Probablemente lo supieran desde el primer momento y les apeteciera esa ficción. Había perdido toda noción del tiempo, entregada al sacrificio delicioso; pero esperaba que a mi enlace le hubiera dado tiempo a salir y ya estuviera en Shangai, Casablanca o allá donde requirieran sus servicios.

Abandonamos los retretes con la discreción que no mantuvimos follando. Salí de la estación lo más rápido que pude y el sol me dio en plena cara. Con el calentón satisfecho, sentía una inquietud extraña; respiré hondo y me entregué a ese calor agradable. Paseé sin rumbo y sin ganas de volver a casa ni de ver a Michel ni a Helmut. El semen, propio y ajeno, aún resbalaba entre mis piernas y empapaba la seda de las medias; con ese sol y el aire que lo secaba, pronto se convertiría en una fina costra de nácar.

 

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