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Matrioska. Es sólo un juego

en Gays

 

Moscú

Serghey golpea el suelo de tarima con los pies, está temblando pero aguantará hasta que... Cierra los ojos. Nada ni nadie va a robarle su sueño, ni la magia del paisaje que imagina, una cala de aguas azules, espejo de un acantilado sobre el que asoman pinos achaparrados como setas. La llanura rusa surcada de ríos fangosos es lo más parecido al mar que él conoce; y la verticalidad de los bloques de viviendas, lo que más se asemeja a un acantilado en su entorno.

Ceñido por un mínimo bañador que le marca curvas y rojeces impúdicas está sentado en una butaca de mimbre en la galería de su casa, un séptimo esquinero adjudicado a sus padres en la última etapa del comunismo. Adoptado en un orfanato de Kiev, heredó el apartamento tras su muerte.

«Afortunadamente, no heredarás nuestra genética; pero sí los treinta metros cuadrados de alfombras agfanas, el icono de San Miguel y el samovar de la bisabuela Lena. Creo que en tu caso es una suerte, Serghey», había dicho su madre adoptiva, una mujer pragmática con un ácido sentido del humor sabiéndose mortalmente enferma.

«Cállate mamá, no digas eso. No vas a morir y no todo es hereditario -había respondido él-. Ahora cualquier problema de salud es genético, es el cajón de sastre de los médicos, lo irrefutable... Papá murió por...»

Dejó que las palabras se desvanecieran en sus labios. El silencio confirmaba lo que él omitía. Sí; su padre, dos años antes; su tío, su abuelo, todos habían muerto de la misma enfermedad. Ella tenía razón. Era una suerte siniestra que ellos no fueran sus padres biológicos, pero una suerte al fin y al cabo. Paradójicamente, aquello que había considerado un infortunio en su adolescencia se convertía en baza por momentos.

Serghey no se revolcó en el duelo y, aunque los echara en falta, nunca pensó en crear un santuario al estilo de los personajes de las películas de Almodóvar que tanto le gustaban. Han pasado los meses y ahora, se sienta en la galería después de una sesión en la sauna que mandó instalar en la habitación de los ausentes. Le gusta sentir el contraste del frío, con ese sol mínimo de noviembre que, a las 2 de la tarde, es como una naranja sanguina flotando sobre la bruma de Moscú. Puede mirarlo en el horizonte sin que le queme la retina y siente el tenue calor, más en su imaginación, que en su piel tiritona por el frío. Da un respingo cuando nota el tacto caliente de unos labios y la presión de unos dientes en su cuello.

-No te oí llegar -susurra.

Mientras, siente unos brazos recios bajo sus axilas y unas manos que le estrujan los pezones que el frío ha dejado como estacas. Huele su aroma y se estremece.

-¿Estabas en las playas de Ibiza, bajo un cocotero en el Caribe o chupándosela a un gondolero en Venecia? -dice Iván-. No quiero imaginarte vendiendo tu culo en algún burdel de Estambul, con todos esos turcos masturbándose viendo tu culito pasar.

-Sí quieres imaginártelo, o tu mente perversa no le pondría tantos detalles -contesta Serghey retorciéndose bajo sus dedos juguetones-. Seguro que fantaseas con ser mi proxeneta y venderme al mejor postor.

-Cómo lo sabes... -susurra entre dientes, excitándose por momentos sin dejar de estrujar sus pezones y de lamerle la oreja-. Pero me reservo el control de calidad, espiar como trabajas para darte el premio a la faena bien hecha.

Los dos están morcillones casi erectos y Serghey reacciona a pesar de ese calor tibio que le pierde, de sus caricias, de sus besos:

-Basta, Iván, ya es suficiente.

-¿Qué pasa ahora?, ¿olvidaste nuestro pacto?

-No es eso -contesta intentando huir de su acoso-. Vamos dentro.

-¿Qué más da? ¿Te asusta ese pajillero frotándose contra la ventana?

-¡Basta ya! -dice Serghey levantándose esta vez con decisión-. Es mi casa y soy yo quien puede tener problemas.

Serghey se muerde los labios pero ya no puede borrar lo dicho. Solo puede decir:

-Lo siento.

Serghey entra y cierra la cristalera con un golpe seco mientras Iván permanece fuera, apoyado en la barandilla y dándole la espalda. Está dolido con Serghey y saca un cigarrillo que enciende con una chupada larga. Tras unos instantes que parecen eternos, expulsa el humo al aire gélido formando una bocanada de vapor blanco. Pactaron no mendigar su carne, que robarían el sexo con la presión de un atraco, sin consentimiento, con la urgencia del violador consumado. Pero la realidad se impone y no es fácil llevarlo a cabo en según que escenario.

Serghey le observa mientras busca ese paquete mediado que escondió hace seis meses cuando se propuso dejar de fumar. Lo encuentra contra pronóstico y saca un cigarrillo que enciende con la misma rabia que Iván, como si quisiera purgarse por ser tan bocazas. Le alivia pagar la falta viciando sus pulmones con ese cigarrillo solitario mientras recuerda cómo se conocieron:

Él trabajaba como dependiente en la sección de ropa juvenil de unos grandes almacenes e Iván lucía su pelo rapado y su generosa corpulencia en la misma planta como guardia de seguridad. Serghey con su juventud, flequillo rubio y cuerpo aniñado era un reclamo, una buena percha para el producto más selecto. Pero eso no bastaba para conservar un empleo en esa Rusia de economía salvaje y Serghey era diligente como nadie y atendía siempre a los clientes con la palabra correcta.

Iván filtraba a los desaprensivos, nunca ladrones serios, sino morralla de suburbio con los bolsillos vacíos en busca de ropa de marca. A Serghey le fascinaba su contundencia, el poder que era capaz de desplegar sin mostrarse violento; a veces, sin apenas rozar sus cuerpos, dejándoles muy claro que aquello era su territorio y nadie iba a cruzarlo sin pagar prenda.

Serghey fantaseaba con encontrar alguna estrategia para que el arco antihurto sonara y así poder someterse al cacheo de Iván, e Iván soñaba con que ese putillo rubio algún día tendría las narices de robar alguna prenda para así poder darle su merecido en el cuartito de cacheos y desahogos. No sería el primer jovencito que gemiría partido por su verga contra la pared del habitáculo. Pero Serghey no quería poner en juego su empleo y prefería matarse a pajas soñando con Iván hasta que...

Unos golpes le sacan del ensueño. Iván quiere entrar, palmea el cristal y tamborilea con los dedos. Serghey simula no inmutarse. Sabe que cuando más tarde en abrirle más graves serán las consecuencias y así más lo desea. Ya ha sido bastante duro para Iván pasar ocho horas viendo culitos prietos asomando sus rajas tras pantalones pirata para que ahora deba contenerse tras ese endeble cristal que le separa de su putito caliente.

Serghey se tumba en el sofá, indolente, tapándose la erección con un cojín mientras enciende un nuevo cigarrillo con la colilla del primero. Suelta el humo y pasa la lengua por sus labios como si, saboreando el alquitrán, lo hiciera con invisibles restos de semen. Con la mano libre acaricia sus pezones y los hace vibra con los dedos, desliza su mano entre las piernas, bajo el cojín, y simula un placer oculto, casi femenino, y pone los ojos en blanco como si acabara de ser penetrado por un potente falo. Quiere poner a Iván al límite o castigarlo por no sabe qué, quizá por esa desazón que le consume cuando él no está presente. Sólo cuando es poseído se siente seguro y, aunque le duela el desgarro de las fisuras, ese dolor lo tiene por bien merecido y le tranquiliza, al contrario de cuando no lo tiene a su lado y se siente celoso pensando en todos esos putillos que puedan estar al acecho.

Iván, impaciente, palmea a dos manos y aprieta la cara contra el cristal para escrutar el interior caliente del salón. La nariz y los mofletes rojos por el frío se aplastan y expanden con la comicidad de un muñeco de goma y sus ojos azules bizquean tras la superficie empañada. Serghey se ríe y siente ternura cuando lo ve así, gruñendo como un oso enfadado, cómplice de su juego. Lanza el cojín al suelo y apaga el cigarrillo en un vaso. Se levanta y se acerca al cristal con movimientos de pantera y se pega a él buscando su cuerpo como esas moscas obtusas empeñadas en atravesarlo. Se contornea y une sus manos a las suyas. Lo mismo hace con la boca cuyos labios comprime contra los de Iván, que ya el frío ha teñido con una sombra azulada. Chupan, muerden esa superficie gélida que, poco a poco, se atempera expandiendo el calor de sus cuerpos. Serghey mira al interior de esos ojos y ya no ve travesura ni juego, sino a ese bruto que tanto le gusta excitar con sus maneras obscenas, a ese monstruo que le hará sentir que dolor atroz y gozo infinito son parientes y que el sentimiento de muerte inminente es, a veces, el mayor de los placeres.

Serghey acaricia el paquete que Iván ha pegado al cristal contra el que se frota enérgicamente. Su verga, tras el pantalón, es una gruesa vara que alcanza la altura del ombligo y que finalmente desabrocha para ofrecerla a su putillo. La carne se pega a la superficie dejando un rastro viscoso como el de un gigantesco caracol, e Iván, excitado por la imagen de su macho en celo, se agacha para lamerlo simulando una felación. Ya no le importa que le vean las vecinas, es más, fantasea con que Ivan lo toma salvajemente contra la barandilla mientras él grita: «¿Qué os pasa, cabronas, no os follan vuestros maridos borrachos?, ¡miradme a mí, putas!, ¡eso es un hombre y no lo vuestro!

Los golpes cada vez son más fuertes y Serghey siente el vibrar de la superficie contra sus dientes que le duelen como el contacto del hielo. Cierra los ojos y acerca su mano al pestillo sabiendo que, cuando lo abra, será como el agua desbordando una presa que lo arrastrará sin control.

Serghey pauta el juego y se lanza hacia el interior del apartamento mientras oye la corredera deslizarse tras él. Una corriente de aire glacial le alcanza cuando dobla el dintel de la puerta tras la que busca el refugio de su habitación. Pero le espera un largo corredor y sus pies descalzos pisan inseguros huyendo de las solidas pisadas que lo persiguen, del crujir de la madera bajo la corpulencia mercenaria de Iván, de la solidez de sus propósitos, de su venganza, de su fuego. Las alfombras son como pequeñas trampas, no pensadas para la huida sino para solazarse tumbado sobre ellas tomando té azucarado. Solapadas desordenadamente, atrapan con uno de sus pliegues un pie de Serghey que cae de bruces con un golpe sordo y un grito ahogado.

Intenta reanudar la huida pero siente la mano de Iván en su tobillo y se aferra al borde de la alfombra aspirando polvo viejo. Es un juego que les arranca risas nerviosas, obscenidades cruentas pero también es una explosión de rabia contenida, de celos, un momento para ajustar las cuentas y devolver esos pequeños golpes que asesta la convivencia.

Serghey no quiere ponérselo fácil y patea mientras Iván le arrastra bajo su cuerpo. La alfombra cede con un brusco tirón y la rinconera cae con estruendo dispersando las fotos de familia. La imagen de la boda de sus padres queda a su lado con el cristal roto. Su madre, en blanco y negro, le mira con dulzura y él le susurra: «mamá, es sólo un juego». Pone la foto boca abajo para ahorrarle más tristeza. Es su dulce rendición y se deja.

Las piernas de Iván abren las suyas y sus manos deslizan el bañador de Serghey piernas abajo. Las siente apartando sus glúteos para dejar la grieta de su carne lúbrica al aire. Delectándose, nota el gotear de la saliva caliente, el tanteo previo y la penetración salvaje que le parte de dolor, sintiendo como avanza en su recto sin concesiones al gozo. Serghey gime y solloza con la cabeza ladeada, sintiendo el vaho de Iván en su oreja. Ese vaho se condensa en saliva que le baña y los gruñidos iniciales se convierten en calientes promesas teñidas de lujuria violenta. Ahora ya es su presa y un nuevo envite lo arrastra hacia adelante mientras siente sus entrañas desgarrarse. La verga erecta de Serghey se pierde como un arado entre ese amasijo de tela, cristal y astillas esparcidas por el suelo sin apercibirse de que una esquirla le rasga. Iván se agarra al radiador pero se quema y maldice, aparta la mano y encuentra un nuevo punto de apoyo en el dintel de una puerta. Tira de su cuerpo hacia adelante, arrastrando con él, el de Iván, que se arquea de dolor teñido de gozo rabioso y espera con deleite la nueva embestida que llega y lo deja colgando de esa verga como lo haría un gancho de carnicero. Desplazado hacia la habitación, Serghey se retuerce contra él para que muerda su cuello, para que estruje sus pezones y manosee su cuerpo. Sin encender la luz, se adentran hasta alcanzar la cama dejando que sus cuerpos se hundan en la cama que los acoge con un acompasado rebote que silencia los gemidos de Serghey, hundida su cara en el hueco del colchón. Apenas puede moverse, pero le gusta sentirse así, pagando por algo que no puede concretar. ¿Por ser tan putito, quizás? Eso es lo que le dice Iván; algunas veces con violencia; otras, tiernamente. Sólo quiere sentirse su objeto, su interior marcado por el ir y venir de su verga, sin compasión. Su recto arde, y en su entrepierna siente la quemazón secuela de la refriega.

Iván extiende los brazos para agarrarse al cabezal y bombear con más fuerza. Su verga lo dilata definitivamente al ritmo de sus envites y arrastra el placer hasta el fondo, ahí donde la próstata es la dueña de ese gozo que tanto les deleita. Iván castañea de dientes y pone el culo en pompa para recibir más si puede y sentir romperse su fondo, se arquea y dobla las piernas para trenzarlas con las de Iván. Quiere correrse sin tocarse, con las manos de su follador en sus pezones, las babas en su cuello, el aliento en su oreja. Él es su putito caliente y le va a dar lo que él quiere, ese orgasmo que se gesta hace rato y que le hace destilar con un flujo constante y largo como nunca había sentido y le marea. Es tan intenso que un escalofrío oscuro le recorre y gime: «Matrioska... matrioska...», porque así es como se siente, como si él fuera esa muñeca y albergara en su interior a todos esos hombres que le poseyeron, en los baños, en los cines, en habitaciones siniestras, en la oscuridad de los parques. Sus manos, sus bocas, sus huevos, sus vergas están en esas figuras que se abren y se cierran, siempre albergando en su interior una de más pequeña. Él fue el puto de todas. Su corazón late desbocado mientras siente que se viene. Arrastra el orgasmo de Iván que le llena con su leche mientras le maldice y le veja y le hace culpable de su deseo incontinente. Siente sus dientes en su cuello como si él fuera el cachorro de una loba mientras las formas tenues que vislumbra se desvanecen poco a poco.

 

Barcelona, Hospital del Mar (Husos horarios diferentes pero el mismo instante en el tiempo)

-Matrioska -dice Oriol doblado sobre la camilla.

-¿Qué ha dicho? -pregunta el doctor.

-Eso es. Como una matrioska rusa... No sé cómo explicarlo. Como si tuviera ahí al fondo una forma que en su interior albergara otra igual, y así sucesivamente como esos espejos contrapuestos que devuelven la imagen hasta el infinito.

No lo podía explicar mejor pero el doctor está confundido y suspira con resignación. Cada vez vienen más locos a la consulta. Anteayer fue una anciana con un rosario en la vagina y ayer dos tipos que creían tener cáncer de huevos. Desde que Mono Burgos lo padeció, parece que puso de moda tenerlo. O quizá sea la soledad, o la metrosexualidad y todos quieren ser como sus mujeres. No tienen suficiente con sus cremas y potingues y, a falta de mamas que palpar, quieren un masaje de huevos o un tacto rectal periódico. Está viejo para eso, pero el deber es el deber y, tras ponerse el guante de látex, acomete el recto de Oriol.

-La próstata está perfecta -diagnostica tras explorarle brevemente con el dedo-. Ya puede subirse los pantalones -sugiere-. Extiende la receta de un ansiolítico y reza para que no vuelva.

Oriol vuelve a la sala de espera con la receta en la mano susurrando entre dientes: «matrioska... matrioska... matrioska..., puta muñeca...». A veces es un dolor rabioso; y otras, un placer intenso que le lleva a la erección, pero eso no se lo ha dicho al doctor. Duda. Él, que no soporta que su novia le meta el dedo en el culo, ahora viene a humillarse con ese tacto rectal. Se siente penetrando por esa cosa... ¡joder...!, ¿qué le pasa?, ¿será...? Se angustia y siente ese líquido caliente bañando sus entrañas como si fuera... No, no quiere ni pensarlo, ni que su boca lo selle... «Matrioska... matrioska... matrioska...», repite como si esa palabra fuera una maldición a la vez que un mantra salvador.

Se arrebuja en su abrigo para disimular la erección y se acerca a la cristalera tras la que se ve la playa. Contempla la imagen otoñal de la arena punteada por siluetas de gente paseando perros o tomando ese sol oblicuo pero aún tibio. Cede bajo esa calidez y contempla las palmeras y el paseo donde la vida discurre ajena a sus problemas. Se siente solo a pesar de la proximidad afectiva de sus padres adoptivos, de su novia, de sus amigos. Con un dedo recorre su silueta reflejada en el cristal. Palpa ese cuerpo simétrico como si fuera el de ese hermano que murió en el orfanato de Kiev donde lo adoptaron. A veces juega con ello, lo hace desde pequeño. Instintivamente. Habla con él como si fuera su amigo imaginario, en ese caso, un hermano. «Por qué me abandonaste?- pregunta-, ¿por qué no me llevaste contigo? Cuando vinieron a buscarnos aún estaba la huella caliente de tu cuerpo junto al mío según dijo mamá, ¿por qué no esperaste un sólo día?... Quizá hubiese bastado»

Una gaviota cruza el cielo y la luz tibia parece tornarse gélida como en latitudes ajenas. Siente un temblor extraño en las piernas y la erección cede. Piensa que oscurece muy rápido mientras ve el sol naranja sanguina apagarse. Resbala contra el cristal arrastrando su reflejo, o quizá sea al contrario. Cae al suelo como un muñeco de trapo.

 

Moscú

Iván despierta del ensueño, mecido por la respiración acompasada de Serghey que yace bajo él. Les gusta pasar un rato así tras el orgasmo, macerando el sudor de sus pieles, mezclando sus alientos, los dedos entrelazados jugando con los anillos y con un leve arqueo por parte de Iván para no aplastar el cuerpo de su amante. Su verga aún penetra su recto y espera una nueva erección. Nunca había sentido su respiración tan dulce, tan suave..., tan tenue... Teme sofocarlo y se apoya en el colchón para alzarse y sus manos se hunden en esa viscosidad cálida. Inquieto, enciende la lámpara de la mesilla. Se arrodilla y lo que ve tras el fogonazo de luz es esa mancha roja sobre la sábana desbordando la pelvis de Serghey. La imagen le golpea como un puñetazo y lo primero que hace es agitarlo:

-Despierta, Serghey..., por favor... -suplica con voz ronca y angustiada.

Serghey parece inerte y ajeno a sus palabras.

-¡QUÉ TE PASA..., COÑO..., SERGEI..., QUÉ TE HE HECHO..., DIME ALGO, HIJO DE PUTA...! -grita más fuerte como si la adrenalina sustituyera las hormonas del placer a marchas forzadas..

Azuzado por el terror le da la vuelta y su cuerpo queda boca arriba junto a esa mancha perfecta, circular como el sol color naranja sanguina de Moscú, como el sol de los atardeceres invernales del Mediterráneo con los que Serghey siempre sueña y que, ahora, en lugar de darle vida, parece querer robársela. Tiene la cara muy pálida y las córneas blancas sin pupilas asoman entre sus párpados. De su verga brotan borbotones de sangre, Iván se acerca: Hay una vena seccionada.

-Tranquilo, putito, tranquilo... -gime Iván mientras va al baño a por una toalla. Hace con ella un pañal para comprimir la herida. Toma las llaves del viejo Lada y carga a Serghey en sus brazos. Sale del apartamento dejando la puerta abierta, rehuyendo el ascensor y bajando a la carrera.

-Mamá -dice Serghey con un hilo de voz despertando de su agonía.

-Dime, putito -contesta Iván sin dejar de correr.

-Es sólo un juego, mamá, pero no me dejes por favor...

-Nunca te dejaré, putito. Pero no te duermas, por lo que más quieras.

-Tú eres lo que más quiero.

En cada rellano y escalón, está su sangre. Las puertas se abren una tras otra y las madres salen. Un niño que apenas gatea se adelanta y quiere tocarla. Su madre le riñe mientras se agacha para limpiar los goterones con una bayeta mojada.

-Eso no es un juego, cielito -le dice mientras lo aparta suavemente.

 

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