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Recibiendo mi merecido. El conductor del bus

en Sexo con maduros

Empieza el curso escolar y siento nostalgia de esa época y del tiempo que pasé en la Facultad. Me acuerdo del primer año, compartiendo piso de estudiantes y me veo en ese retrato: 

Mis dedos buscaban el botón de mi clítoris mientras dibujaba esos cuerpos obscenos. No eran cuerpos adolescentes ni esbeltos, sino formas rotundas con largos penes erectos. Retocaba esa desnudez con un discreto manto de vello mientras apretaba la punta del lápiz hasta que se rompía... «¡Cerda!», me gritaba a mi misma sin dejar de explorar mi virginidad ardiente. La mano, atrapada entre la vulva y las bragas, exprimía los flujos del deseo hasta que me arrancaba un orgasmo frustrado y silente teñido de culpa. 

Esa misma culpa me excitaba de nuevo una y otra vez, atrapándome en un circulo vicioso sin freno. Tenía dieciocho años y aún no había catado hombre. Sabía que los chicos caramuñecas de mi clase no eran para mí, ni yo para ellos. Tenía un cuerpo maduro para mi edad, exuberante, no apto para no iniciados y, aunque a veces se metieran conmigo por mis formas, yo veía el pánico en sus ojos y me reía de ellos. 

Los hombres maduros siempre me gustaron. No suspiraba por esos niñatos imberbes y algunos me tomaron por frígida, rara o lesbiana; pero yo pasaba de ellos mientras contemplaba los paquetes de los profesores dando clase ante mí. Como mi apellido empieza con la letra A, a menudo estaba condenada a sentarme en primera fila y puede que fueran esas frecuentes distracciones la causa de que me dieran notas tan bajas. 

No podía quitar los ojos de sus aparatos camuflados tras las cremalleras. Se me hacía la boca agua el día que estaban contentos porque mostraban más volumen y tensión, y me afligía cuando se minimizaban tras la tela, pensando en que tipo de desgracias podían dejarlos en ese estado. Entonces deseaba poner solución a eso con todas mis fuerzas y me imaginaba bajándoles la cremallera, metiéndoles mano y sacándosela al aire para hacerles una larga y gustosa paja para, posteriormente, metérmela en la boca y chupársela hasta que la leche me chorreara por la barbilla. 

A veces, fantaseando con sus cuerpazos curtidos por la vida y vete a saber por que experiencias morbosas, acababa en el servicio donde me bajaba las bragas para acariciarme el clítoris y así masturbarme frenéticamente, intentando -claro está- hacer el mínimo ruido. Entonces, llegaba al orgasmo y mis fluidos chorreaban piernas abajo al ritmo de mis espasmos y gemidos ahogados.

Os parecerá imposible que, con lo calentorra que era, llegara virgen a los 18; pero así fue. Al iniciar los estudios superiores, tuve que desplazarme a cierta distancia de mi casa donde encontré un apartamento a compartir con dos chicas, también estudiantes como yo. Me hacía ilusión sentirlas como hermanas ya que soy hija única y, aparte de mi madre y mi abuela, nunca tuve mujercitas en casa para robarles pinturas de guerra y bragas, y así poder ponérmelas y contornearme frente al espejo haciendo mohínes y guiños procaces. 

A veces, cuando ellas estaban fuera, furtivamente me probaba sus tanguitas o sujetadores aunque me vinieran pequeños, porque ya necesitaba los de copa D, y si a ellas les cubría toda la teta, a mí apenas me tapaba los pezones y un poco de carne. Esa abundancia de pecho y culo junto con una cara muy sensual rematada por unos labios carnosos me hacía objeto de las miradas calientes de los hombres que, con su deseo y proposiciones, alimentaban mi mente calenturienta y me incitaban a hacerme pajas a todas horas. 

Aparte de esa, tenía dos aficiones más: dibujar obscenidades en mi diario y meterme en Internet para ver videos de madurotes follándose a jovencitas que siempre soportaban tan delicioso calvario con la mejor de sus actitudes. Yo, aunque las veía como auténticas guarras, las admiraba y me moría de envidia; preguntándome como podían mantener esos tremendos vergajos saliendo y entrando de sus bocas, coños y culitos. 

Dibujaba mis fantasías donde esos hombres me hacían todas las perrerías que yo veía en esos vídeos, y un día, tan excitada estaba, que intenté insertarme una zanahoria muy grande tras untarla con mantequilla. Aunque me dio mucho gusto, me sentí frustrada por lo poco que alcancé a meter en mi estrecho coñito. Yo me decía a mí misma, a pesar de todo, que algún día me enamoraría de algún chico de mi edad y sólo él me rompería. 

Esa promesa de castidad temporal no impedía que suspirara ansiosa a todas horas, turbada por esas presencias hipermasculinas que me observaban socarronas. Sus calvicies incipientes y sus tripitas gozosas me ponían a cien. 

Sus ojos decían: «Pruébanos, te gustamos, no te resistas, somos perros viejos y expertos en tratar zorritas como tú. Buscaremos un rincón para que nos comas el mango y después llenaremos de leche tu coñito caliente». Yo apartaba la mirada y también la cara tras un pelo que entonces llevaba muy largo para esconder mis mejillas ruborizadas por el ardor sexual. 

Aquella noche, había estado con una compañera de clase preparando un trabajo y volvía a mi casa. Ya era muy tarde cuando bajé del bus. Siempre llevaba conmigo mi diario lleno de guarrerías, ya que no quería que mis compañeras de piso accedieran a ojearlo. Entonces me di cuenta de que había  olvidado, sobre el asiento, el trabajo que debía presentar el día siguiente. 

Retrocedí, pero el bus partió ante mis narices, y quedé completamente lívida recordando que allí también estaba mi diario íntimo. Aunque corriera lo indecible ya no podía alcanzarlo, por lo que decidí esperar el autobús siguiente. Llegó tras lo que me pareció una eternidad y, tras subirme, le conté mi problema al conductor, omitiendo lo de los dibujos -claro está-, a lo que él contestó: 

-Lo siento. Llamaría a la central para que den el aviso a mi compañero, pero es tarde y ahora no habrá nadie en recepción. Si han encontrado tus pertenencias las dejarán allí y mañana puedes pasar a recogerlas. Esta es la última ronda que hago. El otro conductor ya habrá dejado el autobús en la cochera y yo voy a hacer lo mismo. 

Eso me lo decía con aparente indiferencia y sin mirarme, atento al tráfico y con una acento arrastrado que yo atribuí al palillo que llevaba entre los dientes. Entonces desesperé y le dije: 

-Por favor, señor, necesito presentar ese trabajo mañana a primera hora..., ¿no habría forma de arreglarlo esta noche? 

-Y que quieres que haga -contestó concentrado en su tarea e indiferente a mi desgracia. 

-Pues no sé..., por ejemplo: Llevarme hasta la cochera con usted y ver si allí está lo extraviado. 

-Eso es irregular y no puedo. Podrían sancionarme. 

-Por favor, por favor..., se lo ruego. Ha dicho irregular pero no imposible. Seguro que de ocurrirle eso a su hija, le gustaría que un conductor caballeroso le ayudara -rogué con voz melosa, acercándome a él y dejando que mi pelo rozara su oreja. 

-No me líes con juegos de palabras, rica, y no metas a mi familia en eso; que de tener una hija y encontrarse en esa situación, ya se cuidaría de no ponerse tan dulzona. Estás jugando con fuego y ya conoces el refrán -contestó sonriendo por primera vez. 

Sonrojada, me aparté; hubo un silencio en el que detuvo el bus, abrió la puerta y bajó el último pasajero. Cuando la puerta se cerró tras él, dijo resolutivamente: «siéntate». Yo lo interpreté como un «de acuerdo», por lo que le obedecí, sentándome en el asiento más próximo. Con los nervios, ni siquiera me había fijado en su aspecto y ahora podía observarlo de refilón, algo más tranquila. 

Rozaría los cincuenta, de complexión que se insinuaba robusta bajo el uniforme de la empresa. Como llevaba la calefacción a tope se había quitado la chaqueta. Tras la larga jornada, el pelo de la barba le punteba como una densa lija, y el cabello lo llevaba peinado hacia atrás dejándole las entradas descubiertas. Lo llevaba pegado con una especie de gomina y al aroma de esa sustancia junto con la de su sudor reciente le atribuí el olor que sentía. 

A más de una le hubiera echado para atrás su aspecto, pero para mí era el pata negra de los maduros. Pertenecía a ese grupo selecto de toscos con aire antiguo que siempre me provocaron una contradictoria sensación de pavor y atracción salvaje. Ahora que sentía que mi futuro inmediato dependía de él, noté una turbadora excitación. Le veía tomar el volante, dejándolo resbalar bajo las palmas de sus manos en cada curva, suavemente, aferrándolo en el preciso momento para enderezarlo, como si en lugar de conducir el autobús lo meciera.

Su seguridad me hipnotizaba. Ya estábamos en plena zona de servicios, calles bordeadas de naves industriales; cuando me dijo como si estuviéramos en las trincheras y yo fuese una subordinada granadera: 

-Agáchate, no quiero que el guarda te vea.

Le obedecí, imaginando que entrábamos en la cochera y me acurruqué bajo la ventanilla. Pude ver como hacía un ademán de saludo con la mano y, tras un corto trayecto y una maniobra de aparcamiento, se detuvo y paró el motor. La luces se apagaron y, por primera vez, se giró hacia mí para preguntarme: 

-¿Cómo son esos libros que has perdido? 

Yo tragué saliva y le dije: 

-¿No puedo acompañarlo? No son libros, son carpetas, y seguro que habrá muchas más y usted no podrá distinguirlas. 

-Jajajajjjajaaj... ¿Me tomas por imbécil? Imposible. Lo que faltaba. Ni siquiera deberías estar aquí... 

-Bueno, se trata de una carpeta negra y otra de color fucsia... -le indiqué desistiendo del intento de acompañarlo. 

-¿Y para eso tanto jaleo? Cuando salga ni se te ocurra moverte. 

-A ver si hay suerte -dije cruzando los dedos. 

Recogió documentos y una cartera de cuero que tenía en la guantera y, tras advertirme de que no me levantara, salió dejándome encerrada. Miré al exterior y lo vi alejarse entre los buses aparcados. Había muchos alineados que se perdían en la explanada. Suspiré inquieta. Poco a poco, mis ojos se adaptaban a la penumbra mientras oteaba entre los vehículos para ver si aparecía. Finalmente, tras lo que me pareció una eternidad, vi su figura acercarse y algo en la mano. Mi corazón brincó acelerado. Oí manipular fuera y el ruido neumático de las puertas al abrirse. Subió y se acercó a mí para mostrame las carpetas. 

-Vaya mierda, hay un chicle -dijo apartando algo con la otra mano. 

Alguien lo había pegado allí y, al intentar limpiarlo, el pringue verde se tensó entre las carpetas cayendo deshilachado en sus pantalones. Maldijo, se abrió de piernas, y empujó su pelvis hacia delante para verse mejor la bragueta. Empezó a manipular para quitarse el pringue y soltó un chorrito de saliva para ablandarlo mientras decía: «cabrones hijos de puta». 

Verle hacer esos gestos ante mí como si yo no existiera me pareció grosero aunque no dejara de fascinarme, sin poder quitar los ojos de su entrepierna que, poco a poco, se abultaba por efecto de la fricción. 

-No creo que lo consiga así -dije apartando la mirada con falso recato-. Eso funciona con hielo o con la plancha caliente. 

-Pues andamos apañados -contestó sin dejar de frotarse porque ya estaba más que claro que era un cerdo y que eso era una excusa para provocarme. 

Finalmente, dio la faena por terminada y se acercó a mí ofreciéndome las carpetas. 

-Gracias -le dije extendiendo la mano para tomarlas, pero él las apartó de nuevo llevándolas a su espalda y diciendo: 

-Quieta ahí. ¿«Gracias» te parece suficiente después de jugármela por ti? 

Me aflojaron las piernas, palidecí y dije: 

-Ejem..., ¿quiere dinero...? Llevo algo y puede tomarlo si quiere... 

-Jajajajaja..., ¡Dinero...! ¿Por quién me has tomado? ¿Crees que todo se puede pagar con dinero en esta vida, niña pija? Me gustan tus dibujos... 

-Puede quedárselos  -contesté nerviosa por su prepotencia y con ganas de que eso acabara pronto. 

-Empapelaría mi habitación con ellos, pero probablemente no le gustara a quien se acuesta conmigo. Me ha parecido que eras tú, esa zorrita dibujada, tomando por el culo con tanto gusto y chupando pollas a diestro y siniestro. Hay que reconocer que dibujas bien y metes pasión en la faena. Quizá necesites algún modelo para tu obra, creo que yo doy el perfil de esos hombres...

Enrojecí hasta la raíz de mis cabellos y quise fundirme y desaparecer porque era cierto. 

-¿Hace siempre lo mismo con los objetos perdidos? ¿Hurgar en la intimidad de la gente? -le espeté con falso arrojo y resentimiento, mientras él no me hacía ni caso mirándome con sonrisa divertida. 

Yo seguía sentada en el asiento y él de pie frente a mí con las piernas muy separadas. Me sonreía como si me perdonara la vida. Su cara parecía más angulosa a causa de la luz difusa que entraba del exterior y pude ver su erección latiendo tras la tela cuando bajé la vista. Entonces se acercó más y yo me eché para atrás contra la ventanilla empañada de vapor... 

-¿Qué va a hacerme? -pregunté con voz temblorosa. 

-Nada que tú no quieras -contestó escupiendo por fin el palillo al suelo- No voy a forzarte, no es mi estilo, cuando quieras paramos. Dame una oportunidad y, sobre todo, dátela a ti misma.

Sentí miedo, no de él sino de mí. Sabía que si me rozaba, yo perdería el control y haría de mí todo lo que él quisiera. No quería y a la vez deseaba eso con todas mis fuerzas. Y pasó. Sentí sus manos en mi cintura, calientes y toscas. Eché la cabeza hacia atrás como si quisiera liberarme u ofrecerme según se interprete, y él interpretó lo segundo, porque sentí su aliento caliente en mi cuello, después sus labios, después su lengua. Cerré los ojos y gemí de impotencia mientras sus manos luchaban con el cierre del sujetador y él, resbalando por mi cuello hasta la barbilla que mordió suavemente, llegó hasta mi boca. Tenía un sabor denso y me estremecí con ese cosquilleo agradable mientras hurgaba en mis encías y sentí sus manos acariciando los senos, liberados por fin. Puse mis dedos temblorosos en su nuca y los llevé a su cabeza. 

-No puedo hacerlo -le dije de nuevo, retirando mis manos e intentando convencerme a mí misma de que podía resistirme; pero él, sin hacerme caso, me levantó la camiseta para que salieran las ubres por debajo. Lamió y mordió mis pezones mientras no cesaba de estrujarme las tetas. La deliciosa tortura me daba mucho gusto y se apartó un poco de mí para decirme: 

-Déjate llevar de una vez y hazlo. Lo deseas. No te he visto en esos dibujos jugando con niñatos de tu edad. Te he visto hacerlo con hombre hechos como yo, todos de aspecto maduro. ¿O vas a decirme ahora que soy demasiado viejo para ti? 

La boca se me secaba por momentos, estaba paralizada y sólo alcancé a decir en un inútil y último intento: 

-Yo no soy esa, se confunde..., por favor..., apiádese de mí..., suélteme... 

-Jajajajajajajja... Embustera. Haz conmigo todas esas cosas que dibujas, y deja de jugar con fantasmas, ya eres una mujer... -prosiguió dándome razones para consentir sus tropelías. 

Y aferrándome la muñeca con fuerza, acercó mi mano a su verga. Cuando la abrí, la sentí. La noté caliente bajo su camisa y busqué en la abertura. Deslicé mis dedos hasta más arriba del ombligo y allí encontré su capullo húmedo y viscoso. Dio un respingo y después soltó un «síííííííiputitadaleahí» placentero mientras ponía su mano encima de la mía apretándola tan fuerte que pensé que me rompía los dedos. Así estuvo un rato masturbándose con mi mano entre la suya y la verga, y tensando las piernas hasta ponerse de puntillas, tal era el gusto intenso que le daba. Su saliva cayó sobre mi mano y por fin la soltó. Me mandó desabrochar el cinturón y yo obedecí; entonces el vergajo se descolgó, monstruoso y brillante, apartando la tela de la camisa. 

-Hay más ahí dentro..., ¿no te gustaría encontrarlo? -preguntó impaciente. 

Hipnotizada, le bajé los pantalones hasta las rodillas y después los slips blancos, punteados de líquido preseminal, para descubrir sus cojones grandes y prietos...

-Cómetelo todo -dijo en un tono que no admitía protesta. 

Yo me había rendido y obedecía, envuelta en esa locura rabiosa de querer y no querer, atrapada en esa mezcla de pánico y morbo extremo. Acerqué la lengua al mango caliente partido por ese doble surco y zurcido de venas gruesas. La deslicé hacia arriba, hasta alcanzar su prepucio y allí coroné la ofrenda con mis labios. Me sentía extraña, irreal, y oleadas de calor recorrían mi cuerpo, venciendo el pavor y las resistencias iniciales. Movía mi cabeza para acoplar ese tronco de carne hasta el fondo de mis tragaderas, saboreando ese punto salado, mientras acariciaba sus cojones que imaginé llenos de lechada blanca. Noté sus manos apartando el pelo de mi cara para poder ver como me aplicaba en la operación. Yo bajaba y subía mi boca por su mango dándole chupetones y pequeños mordiscos, hasta que llegué a sus cojones peludos que succioné con fuerza. Sus piernas se tensaban y respiraba entre dientes mientras me decía: 

-Asíííííí... putita, asíííííí... chupa duro y fuerte..., cómelos enteros ..., qué gustooooo... 

Y entonces sus manos calientes aferraron mi cabeza, y acercó de nuevo su prepucio a mis labios que cedieron para albergarlo. La hundió hasta mis límites y la apartó de nuevo, iniciando así una follada a buen ritmo. 

-Estrújame fuerte los huevos mientras te jodo la boca, puta -mandó. 

Así lo hice, excitada por su tono vejatorio y, mientras él me la hundía hasta la glotis para sacarla y meterla con violencia, yo le apreté los cojones. Había perdido el control y sólo podía esquivar la arcada como buenamente podía, pero el esfuerzo valía la pena porque al sentirme usada de tal forma me excitaba en extremo. 

-Quiero follarte el coño -dijo al rato. 

Me asusté. ¿Cómo iba a meterme eso tan grande si apenas yo podía con dos dedos? Me puse a temblar y él se dio cuenta. 

-¿Qué te pasa, ahora? 

-Nunca lo he hecho -contesté. 

-¿En serio? -preguntó incrédulo mientras se arrodillaba frente a mi asiento, me quitaba las bragas y me alzaba las piernas-. No temas -me dijo con expresión de falsa ternura-. Antes de conducir autobuses fui camionero. Era asiduo de burdeles de carretera, pero mis mejores polvos fueron con jovencitas inexpertas como tú que, para tu tranquilidad, sobrevivieron y renacieron al desgarro más vivas que hasta entonces. Yo respondí con gemidos: 

-Aaaaayyy... no lo sé, mejor que... 

Calló, acercó la boca a mi vulva y yo la recibí con un estremecimiento. Empezó a lamerla, hábilmente, mordiendo los labios que se hinchaban excitados, su lengua castigando mi clítoris que mandaba oleadas de placer por todo el cuerpo, hasta la última fibra. Me contorneaba, retorciéndome de gusto y pidiéndole más mientras él contestaba: «Habrá más pero de otro plato». Entonces se sacó los pantalones y esos slips blancos clásicos de algodón. Cerré los ojos. No quería mirar al monstruo, deseaba y a la vez me daba miedo de que mis fantasías se cumplieran. Lo sentí caliente y húmedo en mi vulva, penetrando poco a poco en mi coñito estrecho. Hice como si me retirara y él me dijo con ternura: «tranquila, ya verás que bueno». La movía en ese fondo limitado por la telilla, dilatándome. Metía, sacaba y la removía, como un cobrador en la puerta de una casa, dando vueltas impaciente por que le paguen la deuda. A mí ya me daba mucho gusto y tenía suficiente con ese rozar en el clítoris, pero él, de vez en cuando, daba golpes más fuertes y el gusto se convertía en dolor. Sentía su apremio en forma de sudor que le bañaba. Entonces, tomó el slip que estaba a un lado y le hizo un torniquete. «Muérdelo, no quiero que el guarda te oiga», me pidió poniéndolo en mi boca. Le hice caso y apreté la tela con los dientes. Tenía ese olor intenso y almizclado de la ropa usada masculina y lo aspiré con deleite. Entonces me alzó y, con sus manos bajo mis nalgas, sosteniéndolas, me llevó con él hasta otro asiento donde me mantuvo en alto sobre su regazo. 

Aun faltaba un buen trozo por meter, y sííííííííííííííííííííí..., me empaló entera cuando dejó caer mi cuerpo. La fuerza de la gravedad hizo el resto. Me pilló por sorpresa y comprendí que el uso de la mordaza para sofocar mis aullidos de dolor al desgarrarme, no era una precaución exagerada. Me abrazó fuerte, dando tiempo a que mi vagina lo aceptara, nuestras caras frente a frente y él musitando con sonrisa diabólica: 

-Muerde, puta, muerde, ya verás que gustazo te dará, ya estás desvirgada para siempre, ya eres una hembra funcional. 

Fluía ese fuego hacia abajo e imaginé el rojo de la sangre pringando nuestro sexo. Me apartó el pelo de la cara, echándolo hacia atrás, mientras me mordía el cuello que rozaba con su barba rasposa provocándome escalofríos. Le ofrecí mi boca caliente tras soltar la mordaza y él me la comió con rabia, mientras, con las manos en la cintura, me alzaba y me dejaba caer sobre su verga. Hizo eso una y otra vez. Me había convertido en una muñeca de trapo sin voluntad y a su merced, un objeto con el que se masturbaba, y a mí me enloquecían sus vigorosas maneras y como me usaba partiéndome de dolor y gusto.   

(flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop... flop...) 

Cada vez estaba más lubricada al ritmo de la jodienda y rotaba la cabeza como una posesa, incapaz de centrar la vista en un punto concreto. Gemía y sollozaba sintiendo sus dedos abriéndome el ano y entonces me apercibí de que ya no era él quien me alzaba sino que era yo la que hacía el trabajo culeando por mi cuenta. 

-Aaaaaayyyy... qué gustoooooo..., aaaaayyyy qué gustazooo más bueno... -gemía, sintiéndome cada vez más penetrada por sus dedos en el recto. 

Estuvo dándome un buen rato, mis piernas convulsionando entre espasmos y mis pies buscando un punto de apoyo mientras mis flujos salían bombeados por todo ese placer. Mordía las tetas y tiraba de mis pezones con furia loca cuando me ensartó el ojete a traición con la verga. Esta vez aullé sin que nada lo impidiera. Fue un dolor terrible, vi un fogonazo y sentí como si un rayo me partiera. Perdí el control y empecé a golpearlo con rabia, pero mis manos tiernas chocaban con su boca curtida y socarrona que reía a carcajadas. Le gustaba el juego y no paró ni un momento de follarme, agarrándome por la cintura y moviendo mi cuerpo arriba y abajo. Yo sollozaba de dolor y le pedí que se apiadara pero, poco a poco, mi tono desesperado cambió y se hizo más implorante y gimotero. 

El placer hacía su efecto y aquello que unos minutos antes era doloroso, se convirtió en gusto extremo sintiendo su capullo en el fondo de mi recto. Quedé rendida, con mi cara llorosa apoyada en su cuello musculado. Mis lágrimas se fundían con el sudor que chorreaba por su piel y yo me puse a lamer su sabor salado y convertí mis manotazos rabiosos en caricias de agradecimiento. Como el pistón de una máquina, taladraba mi recto sin piedad mientras yo gimoteaba: 

-¡Aaaaaayyy qué gusto..., aaaaayyy por favor, no la saque jamás de ahí... ! 

El chorro de luz de una linterna irrumpió en el interior del bus y, el conductor, apercibiéndose, se echó al suelo con un gesto rápido, arrastrándome con él. Su cuerpo quedó sobre el mío, tenía su cara a un palmo y con un dedo en la boca me indicaba silencio. Respirábamos agitados. Sentía el latido de su corazón desbocado sobre el mío y la verga dentro de mí, el calor de sus cojones y la deliciosa suavidad de su vello en mis nalgas. Oímos unas voces y unos golpes en la puerta, era el guarda: 

-¡Sergio!, ¿todo bien? No he visto tu coche salir... 

-Estoy aquí, Manolo. No te preocupes. Surgió un imprevisto y quiero solucionarlo antes de irme. Se metió una rata en el bus. No la iba a dejar ahí dentro y quise echarla, pero se resistió. Ya sabes como son, les gusta el calorcillo del motor... 

-Ten cuidado no te muerda...¿y por qué no abres la puerta o das la luz? 

Obvio que la situación era extraña y el conductor la aclaró sin parar de encularme: 

-Quiero acabar con ella; es grande, se la ve rabiosa y creo que demasiada luz la enloquecerá. La controlo con una linterna y ya le di duro panza arriba dejándola traspuesta; ahora, voy a ver si la rompo por detrás. La tengo arrinconada y deberías ver como me mira... Veo sus ojos desafiantes clavados en mí como si no le bastara con lo recibido y pidiera más... 

La situación era tan morbosa que perdí el control y una oleada de placer me inundó. Viendo que iba a correrme, me tapó la boca con la mano. Me empaló al máximo con un rudo envite, alcanzó mis topes y entonces enloquecí en un orgasmo salvaje. Chorros de flujo salían de mi vagina y me arqueé sin control, descargando culo y espalda contra el suelo una y otra vez. El ruido era inevitable y el guarda gritó: 

-¡Será bien grande y como se revuelve la muy puta...! 

-Ya sangró y estoy acabando con ella. No creo que salga entera y, si lo hace, las piernas no la llevarán muy lejos. Quizá la deje salir para que cuente a sus colegas como se las gastan los conductores de autobús. 

-Buena idea, Sergio, jjajajaja... Ya estoy harto de esos bichos siempre dando vueltas por aquí. Te dejo y llama si necesitas refuerzos...  

-Lo de los refuerzos no lo descarto para ocasiones venideras -contestó el conductor, corriéndose por fin mientras yo le susurraba a la oreja, sollozando de placer intenso, sostenida en mi orgasmo: 

-Oh, sí, síííí, síííííííií..., no soy más que una puta rata caliente que necesita su merecido... 

-¿Te gustarían los refuerzos verdad, puta zorra? Toma mi leche entonces que otro día será... mmm... sííííííííííiííííííí... -contestó con sus ojos de loco a dos dedos de los míos, su aliento quemándome, babeando lujurioso con su sonrisa diabólica. Mientras, empujaba vigoroso dentro de mí una vez tras otra sus largas y calientes lechadas que me inundaron toda... 

Se impuso el silencio de la noche y el guarda no volvió a incordiar. Nos aseamos mínimamente  con una botella de agua y pañuelos, y dijo que me acompañaría a mi casa. Pasamos con el coche frente a la garita del guarda, yo camuflada en la parte trasera. No mintió cuando le dijo que andaba matando una rata. Ciertamente era así. Mató la rata cobarde que había en mí, esa rata que huía de sus propios deseos y se alimentaba de las fantasías de los demás, como si fueran despojos en una cloaca. A cambio, sacó a la mujer que había en mí.

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