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Recibiendo mi merecido (5) ¿Ofrecida o violada?

en No Consentido

 

Intentaba resistirme, pero no podía. Sólo me excitaban los hombres inconvenientes y no los chicos de mi edad, capaces aún de enamorarse. Era carne para veteranos curtidos, expresidiarios o locos que sólo buscaban mi cuerpo para su desahogo inmediato. A veces, pateaba y chillaba pidiendo auxilio expuesta a su brutalidad, pero el brillo lascivo de mis ojos delataba mis verdaderos sentimientos como si les susurrara al oído: «usadme..., usadme..., usadme hasta hartaros...». El peligro no estaba fuera de mí, sino dentro; yo era mi propia violadora.

-¡Cerda depravada! -aulló Gloria desde la litera de abajo-. Déjanos dormir de una puñetera vez, Julia. Estoy harta de oírte, con el somier rechinando bajo tu paja de zorra... ¿Por qué no vas a un burdel en lugar de cobijarte aquí con gente decente? No eres más que carne de chingada y allí ganarías en un día lo que aquí en un mes...

-¡Muérete, ya...! -contesté cabreada por haberme puesto en evidencia.

La paja ya no sería lo mismo, bueno, puede que hasta fuera mejor a causa de la rabia y la frustración que sentía.

-¡Callaros las dos de una vez, queremos dormir! -gritó otra mujer, coreada por el resto-. Son la una; y a las seis hay que levantarse.

Salté de la litera, me puse la manta sobre los hombros y salí a la oscuridad de la era desierta. Gloria era jornalera como yo, tendría más de cincuenta años y el talante amargado por las penas. Andé hasta la acequia tanteando los guijarros del camino con mis pies desnudos. Tenía la vulva y el ano escocidos, secuelas de la violenta follada a la que me habían sometido Remigio y esos viejos (en el capítulo anterior). Durante los últimos tres días, me había aliviado con pomadas, pero no siempre su frescor me daba sosiego; a veces, sólo conseguía transformar el dolor en gozosa excitación para acabar masturbándome violentamente.

Llegué hasta la acequia, un canal de obra de dos palmos de ancho donde fluía el agua de riego y puse un pie a cada lado. Me situé en cuclillas y empecé a darme agua, para abrevar la sed de la vulva y el ojete en un intento vano de calmar la calentura, pero mi cuerpo se negaba a la cura con todas sus fuerzas, culeando rabioso sobre la mano y el agua fresca. Mañana iría al pueblo, necesitaba un macho como fuera a pesar de la irritación. Necesitaba a ese bobo de Remigio.

Al amanecer, le dije a la encargada que no me sentía bien y que iría a la consulta del médico. Estaba en el pueblo, a un kilómetro de la finca y me largué rápido antes de que pusiera trabas a mi invento. Pensaba cumplir con mi promesa, no porque me encontrara realmente mal, sino para que me diera una pomada más efectiva y para que me firmara el justificante de ausencia, pero antes quería dar una vuelta por si encontraba al bobo.

A esa hora, las calles estaban desiertas; temprano para los viejos y tarde para los jóvenes; y, tras dar varias vueltas sin encontrar ni un alma, me senté junto a la puerta de la consulta médica aún cerrada. Hacía fresco, y me estremecí bajo la camiseta multiusos, sintiendo la gélida piedra del banco en contacto con mis nalgas ateridas. Pasó una vieja beata con un misal en la mano que, tras ver mi nimio vestuario, se santiguó. Un perro se detuvo para husmear, pero no pareció importarle ni mi especie ni mi género porque siguió su camino. Oí el trotar acompasado de un caballo y su relincho; y, tirando de él, apareció el viejo cano con sus mejores galas de rústico y su repeinado presumido.

-¿Estás mala? -me preguntó a lo bruto sin ni siquiera saludar con un "buenos días", al verme a las puertas de la consulta.

-¿Y Remigio? -contesté a su pregunta con otra.

-¿Te gustó la trabucada que te dio? -siguió él con el mismo juego.

-Podría decirte que sí, y que me sabe mal que un chico tan joven se inicie de esa manera, pues como diríais por aquí, teniendo frases hechas para todo: «aunque entre por la puerta del corral, no es desvirgar completo si no entra por la puerta principal».

-Y yo podría decirte en capitalino fino: que, tras esas súplicas y gemidos con los que nos regalaste el otro día, no estaban los ruegos de una señorita forzada, sino los de la zorra que esconde su calentón, y que te corriste como perra en celo. Y ahora echas en falta su rabo para que tener la jodienda completa. ¿No es eso?

Mientras esperaba mi respuesta, dio una calada fuerte al cigarrillo cuya brasa avanzó un buen trecho. Tosió violentamente, frustrada su actitud de hacerse el machote conmigo. Me pareció infantil, y pensé que los hombres eran así hasta que morían. Me reí burlona, y a él se le atragantó mi risa más que el humo del tabaco, pero su expresión hosca se endulzó mirando mis tetas bailar al ritmo de las carcajadas.

Ante mí, su verga parecía erecta bajo el pantalón, trayéndome recuerdos morbosos. El animal -al caballo me refiero- parecía impaciente y alternaba el apoyo de las patas traseras dejando una en el suelo; y la otra, en alto y flexionada.

-Tu caballo quiere largarse -le advertí.

-No es caballo, es yegua y está en celo -contestó el viejo. ¿Vienes a desayunar?

-¿Al bar de la plaza?

-No, a mi casa -contestó-. Haré migas con chorizo y a lo mejor te consigo a ese bobo de Remigio para que se haga el completo contigo y a ti te quite esa desazón que te ha traído al pueblo.

-Tu mujer se habrá ausentado y por eso me invitas. Seguro. No me fío de ti -respondí.

-Murió hace tres años, y no te engañes. Es de ti de quien no debes de fiarte.

No contesté. Penar por su mujer y darle el duelo a esa alturas me pareció forzado. Tenía razón el viejo. Ir a su casa era un reto. Iría, pero me mantendría firme hasta que llegara Remigio aunque tuviese que patearle los huevos al viejo.

Partimos y, tras cruzar el pueblo, llegamos a una casa desangelada y grande separada del núcleo urbano por unos trescientos metros de huertos. Abrió el portón de la cuadra con una llave rústica, oscura por el uso. Chirrió bajo su empuje, y la pesada hoja de madera rebotó contra la pared interior con gran estruendo.

-¡Buenos días, rufián! -gritó el cano al viejo que había en el patio con otro équido, que supuse también yegua, por la follada a la que era sometida. El brazo robusto y velloso del viejo calvo se perdía en el coño del animal con la misma energía que, tres días antes en el río y bajo la higuera, se hundió su sabroso chorizo en el mío. La expresión de los dos parecía delirante y perdida.

Ahí si empecé a destilar flujos por lo morboso de la escena y, cuando oí el portón restallar cerrándose a mis espaldas, supe que estaba atrapada de nuevo a merced de su calentura.

Fuera por el deslumbrar del sol naciente o por la intensidad del asunto que se traía entre manos, no pareció reconocerme mientras movía su brazo tanteando la vagina de la bestia.

-¿Ya está a punto? -preguntó el viejo cano al calvo.

-Tibia perdida -contestó sin desistir de su tanteo-, ahora sólo falta que venga Paco con el semental, que si salen preñadas de ésta y sacamos un buen par de potros, nos arreglamos el año.

Entonces, al acercarme, me reconoció por fin y prosiguió:

-Vaya, rufián..., ¡qué veo! ¿Subiste al monte a por yegua y te bajaste dos por el mismo precio? Ese si buen negocio. ¿Qué hay, mocica? -preguntó dirigiéndose a mí-, ¿oíste que iban a cubrir hembras en esta cuadra y viniste a por ello? No creo que sea de tu talla lo que aquí se ofrece, pero si te enculó el Remigio con la que gasta, igual podrías intentarlo... jajajajajajjajjajaj..., -se reía mientras se tocaba el paquete con la mano libre y sin asomo de pudor.

-No seas bruto con la moza, zopenco, que t'arreo cuatro hostias que te mando al cementerio-, contestó el viejo cano haciéndose el caballeroso conmigo y escupiendo en el suelo un par de buenas raciones de flema mañanera.

Después y sin previo aviso, se saltó los protocolos que tanto defendía, me tomó por el brazo y me empujó contra la pared. Era fuerte como un roble y su contacto me vencía. El entorno era tan brutal y obsceno... Al fondo, se oía el cacareo de las gallinas y el gruñido de los cerdos reclamando una ración de esos placeres y horrores que les deparaba la existencia: comida, follada o muerte prematura en forma de tajo certero.

Y yo, una hembra receptiva más; renunciando de encontrar a Remigio al primer estrujón del viejo. Tenía que revolverme aunque fuese por dignidad:

-¡Suéltame! -grité forcejeando.

-¿Qué coño te pasa? -dijo sin soltarme.

-Dijiste que buscarías a Remigio. Me has estafado.

-Jajajjajajajaja... ¿Tienes cera en los oídos o crees que soy tu alcahueta? Dije que quizá te lo consiguiera. Pero no soy su madre para traértelo de la oreja.

-¿Y el desayuno? A lo mejor si nos entretenemos con ello y lo llamas... -reclamé dejándome hacer.

-No tengo teléfono... ¿A las migas, te refieres? -dijo echándome su aliento a la cara.

-Eso... Me lo prometiste -gemí intentando hacer tiempo, esperando que mi cuerpo rechazara su acoso.

-Necesito mojar el pan en tu agua para hacerlas... -susurró mientras me lamía la oreja y acariciaba mis ubres sin desnudarlas aún.

-¿Y el pan? -pregunté cerrando los ojos y apretando los dientes, sintiendo deslizar sus manos bajo la tela y tirar de los pezones erectos.

-Ya puedes agarrarlo, que es de barra larga y gruesa... También hay un par de huevos para acompañar, pero no son para romper, hay que tragarlos enteros.

-Mmmmmmm... -ronroneé haciendo agüita para sus migas entre mis piernas...

Me dolía, pero lo necesitaba de nuevo. También me dolía la mandíbula de apretar de deseo. Sentí despegar su cuerpo del mío y supe lo que estaba haciendo cuando noté su capullo tantear en la raja, y alzar mi cuerpo agarrándome por las nalgas

-Toda dentro..., putaaaaa... sííííí... -resopló dejándome caer sobre su verga para partirme entera.

-Ayayayayayayayayayayayayayayay... -gemí con chillidos agónicos albergando hasta el fondo todo el grueso de su carne hambrienta. Me dolía horrores como si me desvirgara de nuevo, pero lo sentía bien merecido por zorra que era, por no esperar a que mis mucosas descansaran razonablemente y por no buscar a Remigio de forma más convincente.

-Jajajajajajjajaja -rió el otro viejo que mantenía su brazo en la yegua- parece que le has pisado una patita a una perra. Igual suena.

-¿Te duele? -preguntó el viejo albo.

-Mucho... -gemí.

-Espero que te acoples pronto, porque luego te espera el caballo... -bromeó.

Me entró la risa tonta, y él me dijo:

-Asííííííí..., asííiíííííí..., ríete como putita caliente..., mmm..., cómo me gusta sentirte vibrar atrapando mi verga mientras la empapas con tus jugos...

Y empezó, bajo la tortura de sus dedos, a arrancarme esa risa delirante y obscena que dan las cosquillas, que es de todo menos placentera para quien es víctima de ellas.

Así me tuvo atrapada un buen rato, sin moverla, gozando de mi reír convulso, vibrando contra su verga. Y cuando me tuvo floja como una muñeca rota, empujó hacia arriba; esa vez sin piedad, sin atender a mis gemidos y súplicas, ni al frenesí de mis piernas que pateaban buscando apoyo en el suelo.

-¡Follátelaaaaa..., follátelaaaaa..., asiíííí... asíííí...! -gritaba el viejo calvo, enloquecido, animando a su congénere. Que s'entere de que pasa cuando se provoca a los machos de Fuentelaperla...

-¡A callar los dos..., mecagoenlalecheeeeeytooo... c'os va a oír to'l vecindario! Y tú, rufián, sácale ya el brazo a la yegua de una puñetera vez. Ata y prepara a la mía, qu'el Paco está al llegar -dijo el cano mientras me ponía la mano en la boca para sofocar mis aullidos; sin dejar de rebotar mi cuerpo contra el suyo y la pared que, a mi espalda, se desmigaba en cal y arena.

El frote y sus brutales envites me llevaban a un orgasmo rabioso de manera irrevocable y levanté los brazos para buscar donde sujetarme; ya que no podía apoyar los pies en el suelo, alzada como me tenía. Encontré una argolla en la pared, a la que mis manos se aferraron como boca de pez al anzuelo y me abrí de piernas todo lo que la inguinal dio de sí. Mi imagen de mártir torturada les enloqueció al completo y removió sus instintos más primarios, no los que activan la bondad ,sino los que lo hacen con la depredación más perra. Vi al viejo calvo avanzar hacia a mí, enajenado y con la mirada perdida, con su vergajo en la mano chorreando líquido que brillaba al sol como un hilo de araña.

La violencia folladora del viejo cano socavaba mi vagina de forma despiadada mientras las ubres eran presa de su mano izquierda que pellizcaba los pezones erectos como clavijas. Con la mano derecha me sostenía por el culo, hundiendo los dedos en mi ano y hurgando frenéticamente en el esfínter sin descuidar mi cuello que babeaba y mordía como una mordaza de carne, mientras susurraba enloquecido:

-Putaaaaaa... sííííííííííí..., cómo te gozoooooo... Ese hoyito trasero fue pa'l bobo de Remigio pero tu coño será pa los viejos... síííííííííí... síííííííiíííí... sííííííííííiíííi...

Preso entre él y la pared, sentí su cuerpo arquearse contra el mío; y vi sus ojos ponerse en blanco amarillento veteados de venitas rojas, su mandíbula temblando de tan fuerte como mordía y un hilo de baba en la comisura de la boca...

Aullé sintiendo sus trallazos inundarme en esa hincada brutal y completa que no dejaba zona en mi vagina por ocupar con su carne dura y su lefa.

Me solté de la argolla, vi oscuro y perdí la noción de todo hasta que sentí los arañazos de la pared en mi espalda al desplomarnos. Cuando recuperé la visión, estaba sentada en el suelo con el cuerpo del viejo cano doblado en mi regazo, boqueando y con un inquietante tono malva en su rostro.

Pero no me dio tiempo a reaccionar: El viejo calvo apartó su cuerpo a un lado como un saco de patatas, dejándolo tirado sobre el estiércol y me agarró para arrastrarme hacia donde estaban las yeguas. A pesar de mis patadas, me alzó por la cintura llevado por la lujuria, que es uno de los pecados más productivos en hormonas del esfuerzo, y me lanzó sobre una paca de heno que había entre las yeguas.

-Por favor..., suéltame... -chillé picoteada mi espalda por los tallos secos de la hierba-. Le ha dado algo..., le ha dado algo..., ¡no lo has visto, imbécil?

-¡Que te calles, puta! -gritó dándome un guantazo, que restalló en mis oídos, para que me calmara.

Se me saltaron unas lágrimas pues si hay algo que no soporto son las hostias en la cara, pero él ni me hizo caso y se echó encima para cubrirme con su cuerpo, frotándome con la desnudez velluda que dejaba al aire su camisa abierta y gastada. Apestaba a olores diversos y no a metrosexual precisamente. A sudor, hoguera de campo, loción barata, cazalla, tabaco, y a los flujos de las yeguas; pero, sobre todo, a deseo; que ese sí es un olor espeso y enervante.

Forcejeé, angustiada por el estado del cano

-Tranquila -me dijo el calvo al oído entre resuellos-. Le ocurre a veces y se recupera pronto y solito.

-¡Suéltame de una puta vez! -aullé esta vez más fuerte- ¿Y si está muerto?

-¡Que te calles, coño! -gritó propinándome otro tortazo disuasorio que me dejó en blanco el cerebro-. Sé lo que digo. ¿No has visto su cicatriz en el pecho?

-¿Esa zona sin vello...? -pregunté aún con la mente extraviada.

-Esasto. Lleva una válvula de gorrino en el corazón, que es más fuerte que las tuyas y las mías juntas..., ¿o acaso piensas que lo va a matar un polvo contigo?, ¿tan fuerte te crees?

Sus palabras no sosegaban mi inquietud, pero sus gestos desabridos si convencían a mi carne para que cediera y, mientras me hablaba, no dejaba de llamar a la puerta de esa zorra que vivía acechando tras el pellejo de mi cuerpo, con sus manos, su boca, sus dientes, sus labios y, sobre todo, con su recalentado chorizo que ya tanteaba mi raja con movimientos frenéticos.

-Apiádate de mí -gemí-. Tengo el coño desollado; y el culo, con fisuras desde lo del otro día. Te la chupo si quieres.

-Sí quiero contestó -con risa sardónica y ojos desquiciados a un palmo de los míos-. Pero antes del postre quiero los primeros.

-¡AAAAAAAAAAAUUUUUUUUHHH...!!! -aullé recibiendo la embestida que rebotó a las puertas de mi útero.

-¡AAAAAAAYYYYYY QUÉ DAÑOOOOO!!! -grité ensartada por su chorizo caliente y untuoso.

Mi dolor era su placer; su rabia, mi perdición. Me resigné al doloroso fornicio que no cesaría hasta que me llenara con su leche. Sus manos temblorosas de deseo se perdían en mis ubres con la torpeza de un lechero ebrio. Desvié la mirada hacia donde estaba el viejo cano. Arrastraba su mal por el suelo, convulsionando de vez en cuando, y su color no mejoraba. Extendí la mano hacía él como si así pudiera ayudarle, como si con mi gesto bastara mientras decía:

-Por favor..., por favor..., va a morir... Tenemos que hacer algo...

Pero el calvo había atrapado a su presa -mi cuerpo que le imploraba con sollozos ahogados-, e ignoraba cualquier sugerencia que le apartara de su violento trabajo...

Sentí asco de mi misma, contemplando al pobre viejo agonizar a mis pies y sin fuerzas para patear y alejar al calvo como fuera...

-¡SUÉLTAME! -grité pensando: «no me sueltes por nada», dejando mi vagina aún más abierta a sus embestidas...

-¡DÉJAME, PUTO CABRÓN...!! -sollocé arañando su espalda, desquiciada por ese rabiar gustoso, para llevarme más que su semen: su piel a tiras...

Nada de lo que yo decía llegaba a su conciencia, y menos a su tranca, que metía y sacaba como si mis súplicas lo azuzaran. Yo no podía desviar la vista del cano que seguía agitándose en el suelo. Vi su trabuco salir jugoso y erecto por la bragueta abierta y pensé que el mito de los asfixiados o las víctimas de la soga no era una leyenda y que tal como la sangre no fluía a sus pulmones, lo hacía hasta su verga.

La imagen me excitó aún más, y más me excitó que tal aberración me excitara. El gallo del corral apareció, alertado por los bufidos de los viejos, mis gritos y el relinchar nervioso de las yeguas. Se quedó plantado frente al cano que se arqueaba como jamás imaginé que podría hacer un viejo; y, con la salvaje postura, su verga salió del todo, arrastrando los huevos fuera. Su glande, tungido como la cresta del gallo, su tronco venoso, y los cojones, del mismo color que las paperas de la bestia, llevaron al equívoco al animal que lo tomó por un congénere invasor y no dudó en darle su merecido:

Atacó el frenillo con su pico, envuelto en un remolino de plumas, polvo y excremento seco, en el instante preciso en que el calvo soltaba un agónico disparo de semen. El gallo lo tomó por una brutal agresión y respondió a ella con las artes y maneras que son propias de su especie: a picotazos y espoleando al rival que lo embistió con nuevos disparos certeros...

-Por favor... -gemí-, ese bicho va a destrozarle la verga y los huevos. Tenemos que hacer algo...

Ni la enfermedad súbita del cano ni mis súplicas habían conseguido conmover a mi atacante hasta el momento; pero si lo hizo la inminente amenaza a la masculinidad del colega de perrerías. En un arrebato solidario, se despegó de mí sin dudarlo y fue hasta el gallo para darle una violenta patada que dejó al animal fuera del escenario.

Entonces llamaron al portón.

-¿Quién es? -preguntó el calvo.

-Soy Paco..., coño... ¿quién va a ser?, ¿esperabas comprarte cremas pa la cara esta mañana?

El calvo se acercó bufando hasta el portón que abrió para darle paso.

Paco, un tipo de unos cuarenta y tantos, recio y con barba cerrada, entró tirando del semental; pero se detuvo a unos escasos metros de la entrada. Su cara indicaba pasmo.

-¿Pero qué coño es esto? -preguntó al aire como si desistiera de encontrar respuesta-. Ese viejo sangrando en el suelo, ese gallo patas arriba, tú con la verga fuera, y las yeguas nerviosas y bufando cagadas de miedo... ¿queréis que se les retire el celo, imbéciles? Hay qué ver..., ¿para eso me llamasteis?, ¿y esa moza...?

-Es el redondeo.

-Jajajajajajajjja..., en eso mejoráis. La otra vez fue una beata solterona borracha de vino de misa que engatusasteis.

-¿El redondeo...? -inquirí incorporada a medias sobre la paca de heno donde había sufrido el atropello.

-Sí, el redondeo -dijo con voz pastosa el viejo cano volviendo en si del mareo y agarrándose la verga para cortar el sangrado. Si le encontramos una hembra a Paco cuando viene a montar a las yeguas con su semental, nos deja la faena a mitad de precio y sin IVA.

-¿Os estáis quedando conmigo? -contesté cabreada por tanta tomadura de pelo y tanto trapicheo indigno mientras me levantaba para irme.

-Parece que no lo entiendes, moza - dijo Paco. Eso es un pueblo y la tradición es intocable. Aquí tiene un significado que los que sois de ciudad, no comprendéis.

-Pues mirad que os digo de la tradición: que hoy no me apetece nada que especulen conmigo en la Bolsa del Putiferio. Tengo que ir al médico -dije yendo hacia el portón con la camiseta en la mano y a punto de ponérmela.

Pero unos brazos fuertes y velludos me tomaron por la cintura y me alzaron.

-Deberíais haberla emborrachado como a la beata -dijo Paco esquivando mis manos y piernas que se agitaban en el aire.

-¿Paqué? -dijo el calvo-. Con lo perra qu'es, sólo hay que soplarle el coño y ya se deshace entera cómo azucarillo en el agua.

-Ayúdame -dijo Paco al calvo mientras me lanzaba sobre la paca de heno donde antes me habían follado.

Se notaba su trato con caballos porque pronto me vi inmovilizada a pesar de mis súplicas, con las manos atadas a la espalda, de rodillas, el culo en pompa, con los morros pegados a la hierba y a los alambres de la paca. Todo lo hizo hábilmente, sin golpes ni rozaduras. Así quedé mientras respiraba sofocada, con la hierba seca en las narices. Paco me dio una buena de tanda de azotes en el culo para ponerme en mi sitio. El castigo y la postura exprimieron el semen que me había metido el viejo cano, y que sentí aún caliente, muslos abajo como si me corriera de gusto.

-¿Y eso? -preguntó Paco al verlo-. La quiero bien limpia para cuando acabe con las yeguas. A saber que guarrerías habréis hecho con ella antes de que llegara. Y tú, lávala bien mientras el otro rufián me ayuda con el semental -dijo al cano que ya se apañaba un torniquete con un pañuelo.

Oí los relinchos del caballo al montar a las yeguas. Sentí las babas de su calentura salpicar sobre mi cuerpo a la vez que el fresco chorro de la manguera irrumpía en mis agujeros. Fue una extraña sensación de calor y frío, de excitación y reparo. Sus manos abrían mis grietas para que el agua corriera en su interior.

El ruido del chorro y las palmadas que me daban, ahogaban cualquier otro sonido. Con mi pulso latiendo en las sienes, sólo veía las sombras de los caballos y los mamporreros desplazándose a mi alrededor en su trabajo de inseminación. Al rato, llegó la calma sosegada de las hembras cumplidas, y el calvo paró la manguera.

-Apártate que le daré pomada -oí decir a Paco en mi trasera.

Sentí su lengua deslizarse por mi vulva recién enjuagada y reluciente, buscando los rincones placenteros hasta llegar a mi clítoris, que trabajó con delicadas descargas. Después noté el lubricar untuoso de una crema extendida con sus dedos por la zona periférica e interior. Poco a poco, sentí un frescor agradable que distendía mis mucosas abrasadas por el roce. Un delicioso prurito invadió esos agujeros desde la entrada hasta el fondo, un prurito que nada tenía que ver con el escozor de antes, sino con el voluptuoso del sexo en la carne fresca y sin huellas de desgarro.

Fuera por lo inusual de la situación o por minimizar el trauma padecido como hacen la víctimas de secuestros, que empecé a pensar que el trance al que era sometida podría bien ser no una tradición rural, sino un antiguo ritual pagano de fecundación. ¿Y si era una protagonista de "El Rapto de las Sabinas"? Siempre me había impresionado ese tema pictórico y fue uno de los incentivos para estudiar Bellas Artes.

Allí, en esa postura de víctima ofrecida y sobre esa paca convertida en un improvisado altar, sublimaría todas las vejaciones padecidas hasta el momento. Sumergida en mi deliro, pasé de víctima a homenajeada, hasta que algo se revolvió en mí y me sacó del ensueño absurdo: No iba a disfrazar ese morbo grosero con santurronerías paganas, ni llamar rituales a las perrerías que me hacían para así sentirme menos guarra gozando con ellas...

Iba a llamar a las cosas por su nombre... -¡qué leches!-:

Simplemente era una golfa de ciudad a la que tres brutos de campo, rudos, de pelo en pecho, mear en pared, más brutos que un arao y bien vergados, se follaban quisiera o no y aunque tuvieran que dejar la piel en ello.

A partir de entonces mi coño y mi ano fueron pasto de las vergadas de Paco y el viejo calvo que se turnaron para hincármela. Primero fue Paco, que me embistió con el mismo ímpetu que había mostrado su semental con las yeguas, endosándome hasta el fondo y de forma reiterada, su cuarto de libra de carne dura y tiesa. Ya no gemí ni me lamenté más de mi suerte mientras él me aferraba por los hombros para darse mejor jodienda; simplemente, me limité a recibir lo que me diera, apretando los dientes y destilando saliva que filtraba en la paca de heno sobre la que era sometida.

Tanto bregó en mi coño, frotando sus paredes y el botoncito caliente, que me vino un calentón con sus correspondientes flujos y babeos, y haciendo del follar un chapoteo jugoso.

Manos, que no identifiqué, me sobaban las ubres con sus duricias y callos, haciéndome más gustoso su roce.

Entré en un calentón sostenido que convirtió mi coño en fuente que goteaba piernas abajo mientras yo me convertía en mi propio violador, gritando:

-Oh sííííííííí..., oh síííííííí..., oh síííííííí..., violadme..., violadme..., violadmeeeeeeeee... -imploraba sin darme cuenta de que la violación pierde sentido cuando se pide a la carta, como vino en un restaurante.

-Cómo se ha puesto la mozaa con el unte..., jajajajajajajaja -oí a Paco reír. Ha sido como echar gasolina al fuego.

No sé si era gasolina lo que echaban, más me pareció que era la leche de Paco que entraba a raudales en mi grieta sin conseguir apagar ese fuego del que hablaban y que yo identifiqué con ese remolino ardiente que sentía entre mis piernas desde que me habían untado la pomada. Me golpeaban las nalgas con las manos para que me sintiera más perra y usada, y lo conseguían por momentos...

Paco se mantuvo un rato abrazado a mí, con su verga exhalando los últimos suspiros, y yo no pude más que lamentarlo. Pero hay relevo para todo en esta vida y quien se cree imprescindible está más que equivocado.

-Sigue tú, calvo -oí que decía a mis espaldas.

-Me estremecí. Sabía de antemano que el follar del calvo era rabioso y vengativo como si alguna hembra le debiera algo en el pasado. Y yo era su pasado inmediato, ya que tuvo que soltarme en su momento para auxiliar al viejo cano en su desmayo.

Fuera por higiene o por esa rabia ruin que mostraba, la metió por el agujero más prieto y el que Paco no había usado, con la violencia esperada, entrándola hasta el fondo y el tope de los huevos. Yo aullé con la misma rabia y apreté de dientes, dolorosamente culminada.

-¿Querías que te violaran, puta? -dijo embistiéndome con furia renovada.

Tuvieron que sostenerme por delante o hubiera resbalado de la paca, partiéndome los morros en el suelo estercolado. De ello, se cuidaban Paco y el viejo cano, con su tranca averiada en la mano. El calvo me rompía con su trote acompasado, su verga entera en mi recto, sus manos groseras ocupando el ardor de mi vagina, su boca mordiendo mi cogote como el animal más primario, su aliento tórrido que me alzaba hacia el calentón supremo...

Fue extraño. Soy un escándalo cuando me corro -lo habréis notado-, pero esta vez fue silencioso, ahogado en mi garganta. Quizá fuera por hacerle el duelo a la tranca de Paco, muerta antes en mi coño; y a la del viejo cano, herida en acto de combate. Aún no lo sé. Sólo atiné a morder el heno de la paca, convulsionando y apretando fuerte los puños atados a mi espalda hasta clavarme las uñas en las palmas. El calvo me llenó tan brusco como me había follado, juntando su orgasmo con el mío con una serie de trallazos que le hicieron aullar para compensar mi pasmo silencioso.

Ahí estaba yo, flanqueada por las dos yeguas; las tres, bien consumadas.

Paco me desató las manos sin decir palabra, y yo me vestí con la camiseta multiusos, mi socorrido vestuario para ese verano ardiente, y me volví al pueblo si despedirme de él ni de los viejos y sus cuerpos agotados. Darles las gracias por tanto abuso no era políticamente correcto y me habría convertido a sus ojos en una viciosa rematada.

Ya era tarde. Se me había pasado la hora del médico, pero la botica permanecía abierta. Era eso, botica, porque a farmacia no llegaba. Aquí y allá había un poco de todo como en las tiendas de gasolinera, pero amontonado en baldas tras un precario mostrador que atendía una mujer de edad incierta. La saludé.

-Buenos días. ¿Qué se te ofrece, mozuela? -contestó

-Iba a la consulta del médico pero estaba cerrada. Pensé que podría ayudarme con mi problema. Necesito una pomada para la...

-No digas más -dijo dejándome con la palabra en la boca y agachándose para trastear ruidosamente bajo el mostrador. Sacó un tarro de conserva de aspecto reutilizado. Habían rasgado la etiqueta burdamente y aún tenía restos de papel. En su interior, un ungüento verdoso lo llenaba hasta la mitad. Lo dejó sobre la encimera.

»Es casera -prosiguió triunfalmente, dando por sentado que todo lo casero es milagroso- Desgana de cumplir con el marido, migrañas, desgarros, esa semana molesta, almorranas tras parir, y esos calores que tú no sufrirás hasta vieja... Es mano de santo, te lo prometo, tanto pa mujer como pa bestia, como es el caso del Paco que la compra pa las yeguas.

-Me ha dejado de piedra -contesté-. ¿Cómo ha sabido lo que necesitaba?

-No seas boba, mozuela. Aquí no precisamos internés ni esas cámaras c'os ponen en ciudad para enterarnos de lo que el vecino requiere.

-¿Y qué dosis me recomienda, entonces, ya que está tan enterada? -pregunté mientras cogía el bote y lo escrutaba al trasluz, como si fuera una reputada traficante de ungüentos.

-Depende del caso, moza. Pero sabiendo que hoy montaban a las yeguas de esos viejos con el semental de Paco y estando tú con ellos, mejor te des dos dedales por delante y hasta el fondo; y dedal y medio por atrás y hasta donde te llegue; pero no te lo recomiendo sin cortarte las uñas antes; que, aunque las lleves limpias y pulidas con manicura francesa, puedes rasgarte. Sólo antes de irte a dormir, y no abuses como la Tomasa, que creyó volar en escoba y que la trabucó el mismísimo diablo.

»Ah..., y no estaría de más que te pasaras por la iglesia a confesarte, que una cosa es el alivio del cuerpo; y la otra, la del alma pecadora -dijo mientras envolvía el tarro con el papel de un periódico viejo que daté de la época isabelina, más o menos.

Pagué lo estipulado y salí para que no viera por más tiempo mis mejillas incendiadas, sintiendo su mirada clavada en el cogote como un GPS telepático intentando dirigirme hacia la iglesia. Mi vida ya era un libro abierto para ella.

Llevaba ungüento de brujas en la mano, y una concentración de alcaloides en sangre que superaba con creces a la de cualquier sustancia confiscada al cártel más siniestro. No tenía razones para lamentarme de mi suerte ni de que mis amigas se hubieran largado a la playa mientras yo me torraba al sol cogiendo fruta. Agua tenía, la del río y la acequia; sexo, había llegado a mi límite anatómico; drogas, las que quisiera en la botica; en cuanto a discotecas, bueno, para qué, si ya no me quedaban fuerzas para ello.

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